Los indocumentados en EE.UU.

 

En marzo del 2004 tuve una experiencia inolvidable, conocer parte del territorio estadounidense que en una ocasión fue español, luego mexicano y finalmente se convirtió en un estado federal de EE.UU. Fue llamado Alto California y años después le decían simplemente California.


Sin embargo, en Los Ángeles, no fue la belleza de Beverly Hills, ni los mendigos que pedían dinero cerca del Parque MacArthur, ni las hermosas californianas, ni los estudios Universal lo que me sorprendió, sino la cantidad de indocumentados, principalmente mexicanos, que laboraban y vivían en diversos condados. Una población estimada en tres millones de almas “sin papeles”, sólo en California.


Me hospedé en un hotel ubicado en el Orange County, en Buena Park, no obstante, visité diversas partes para conocer a la colonia panameña residente en ese estado y escuchar sus historias.




Cerca del famoso parque existían pequeñas tiendas de ropas y en una de ellas, la mafia mexicana vendía carnés de residente, licencias de conducir y carnés de seguro social. Todos los documentos eran falsos, aunque los vendedores estaban tan tranquilos como si comercializaran cerveza Tecate o agua de Jamaica. Como soy periodista no resistí la tentación y adquirí dos carnés por 50 dólares.


Esa experiencia fue publicada en el diario El Siglo de Panamá, donde laboraba para esa época como reportero, para ser exactos el 4 de abril del 2004 (si la memoria no me falla).


Como no soy ningún pendejo, antes de escribir la historia, consulté con una fiscal para saber si había cometido delito al comprar un carné falso de residente y de seguridad social de EE.UU. Al día siguiente, la funcionaria de instrucción me comentó que sería un hecho punible si usaba los documentos en Estados Unidos para trabajar y vivir.

No iría preso si los carnés eran divulgados en el periódico donde trabajaba, ya que el documento de residente tenía mi foto y mi nombre.

El de seguridad social sólo tenía mi nombre y obviamente un número falso.
Con eso e investigando los archivos de los cables internacionales y leyendo algunos periódicos en inglés de Estados Unidos, concluí que el propio sistema alimentaba la migración de indocumentados.


Los estadounidenses anglosajones, ni los de origen afroamericanos estaban interesados en sembrar y recoger lechugas, tomates, fresas y uvas.


Ese trabajo “denigrante” era para los mexicanos y centroamericanos quienes cobran tres dólares la hora (creo que es mucho). Sus patrones no les pagaban ni siquiera seguro dental y vivían en barracas de miserias, sin agua, electricidad o calefacción.

Los inmigrantes no tenían nada que perder porque en sus países carecían de poder adquisitivo para comprar tacos o pupusas.


Con la crisis económica y la feroz persecución federal contra los indocumentados, alimentadas por grupos como Minuteman y otros, los sin papeles regresaron a sus naciones de orígenes con los pocos dólares que guardaron o sin dinero y con la cara de tristeza.


Hace poco me llamó mi hermano de Florida para decirme que el proyecto de construcción donde laboraba se paralizó porque le cayeron los federales y el 90 por ciento de los trabajadores, que eran hispanos, tenían documentos falsos.

Ahora esta parada la construcción porque ni los anglosajones, ni los afroamericanos quieren tomar un yakama para partir las calles y no hay indocumentados que hagan esa labor. ¡El tiempo me dio la razón! (Fotografía tomada de US Border Patrol) (Historia publicada originalmente en 2010). (Historia publicada originalmente en el 2010).


Arturito y Citripio


Si usted es extranjero y ha visitado Panamá o reside en este país se dará cuenta que existe un sinnúmero de palabras que no están en el diccionario y que son anglicismos, pero no se utilizan en otras naciones.

 

Los panameños no tenemos la culpa, sin embargo, fueron 100 años de influencia de Hollywood, lo que nos da cierta ventaja a nuestros vecinos del área porque la mayoría de los panameños entiende o habla un poco de inglés.

 


Cuando era un niño, recuerdo que le llamábamos con nombres propios a dos de los robots de la película la Guerra de las Galaxias. El primero era “Arturito, uno pequeño cuya cabeza daba vueltas y el segundo era Citripio, de color oro y delgado. Realmente se trataba de R2-R2 y su compañero inseparable C-3PO. La forma como se pronunciaba en inglés esas letras provocó que los panameños lo bautizáramos con nombres hispanos.


“Lo tiró al tinaco como si no sirviera”. “Tinaco” no esta en ningún diccionario de español ni en inglés, no obstante, la compañía que recogía la basura en la antigua Zona del Canal tenía el nombre “T & Co”. De allí proviene la frase “tinaco” para sustituir el cesto de basura.


Los istmeños hablamos de “gun” cuando nos referimos a armas de fuego, “truck” mientras conversamos sobre camiones y de “guiales” cuando charlamos de mujeres. “Guiales” es un anglicismo de “girls” (quiere decir chicas en inglés).


A veces los extranjeros que van a Panamá se confunden por las frases o los anglicismos, pero que son netamente panameños. Hay anglicismos como “coima e implementar” que se entienden en toda América, aunque los anglicismos usados en Panamá son creados por los locales.


Hablamos del “man” cuando se trata de hombres o que a fulano lo mataron de un “paipazo” para decir que lo golpearon con un pedazo de tubo. Pipe es tubo en inglés, además de “pantie” para el calzón femenino.


“Le metieron un chutón por agacharse”. “Chutón” es patear y proviene de la palabra inglesa “shot” que es disparar. Cosas de la vida panameña, de mi terruño, no obstante, esas frases son usadas por ricos y pobres en toda la geografía canalera.


Igualmente, la famosa frase: “metió un brekazo para no matarse”, cuando se trata que el conductor frenó el automóvil, la motocicleta o la bicicleta para evitar un accidente. Proviene del inglés “brake” que significa frenar.


Y si es de la provincia caribeña de Colón mucho más, donde existe el famoso “wapin” que popularizó

internacionalmente el conjunto haitiano Tabou Combo en su canción “Panamá Querida”. El tan popular “wapin” proviene de la frase inglesa What happened? (¡Qué pasó?). Ese es mi Panamá, tan adorado y las diversas culturas.

 


Los peligros del periodismo

 

No me gustaría que mi única hija Daniella Britannia estudiara el periodismo, ya que fue la carrera que elegí (no podía pagar la de Derecho) y debido a que se beben tragos amargos, mala remuneración, incomprensión, alcoholismo, largas jornadas y otros problemas característicos de las profesiones liberales


Estaba en Los Ángeles, California, a principios de marzo del año 2004, con mi amigo Fernando A. “Pocho” Daly, antiguo cónsul honorario de Panamá en ese estado y otros del oeste norteamericano, cuando decidí hacer una travesura periodística.





La mafia mexicana vendía en un comercio cerca del famoso parque McArthur carnés de seguridad social, licencias de conducir y carnés de residentes. Eran falsos, sin embargo, servían para que los indocumentados laboraran y abrieran su cuenta bancaria sin ningún problema. Cientos hacían esa práctica que era conocida como: ser legal siendo ilegal.


Pagué 50 dólares por un carné de seguridad social y uno de residente. El mexicano me preguntó el nombre que quería tener y el dígito de seguridad social y mi respuesta fue darle mi nombre. Le informé que colocara el número en el carné de seguridad social de su antojo.


Al regresar a la hora no estaban listos los documentos y nos hicieron esperar. Los minutos parecían horas, debido al nerviosismo mío. Era primavera en Estados Unidos, pero los nervios me hacían sudar, mientras veía unas anglosajonas rubias, de ojos azules ingresar a un edificio destruido.

Inferí que comprarían drogas. Del mi lado, había un norteamericano que limpiaba vidrios por un dólar. Era otro adicto a las drogas e inclusive decía en un mal español: “limpio vidrios por un dólar”.


Si los mexicanos descubrían que era periodista y hacía un trabajo encubierto no dudarían en meterme un tiro en la cabeza. Los diarios hispanos en Los Ángeles sabían lo que ocurría, pero no se atrevían a publicar la historia porque muchos de sus lectores eran inmigrantes indocumentados con papeles falsos.



No querían tirarse de enemigos a esa gente.

Cuando me entregaron los documentos, les di las gracias al mexicano. “Pocho” arrancó el automotor donde viajábamos y seguimos directo durante siete minutos hasta llegar a una estación de combustible, donde nos estacionamos.

“Los tenía de corbata”, le dije a “Pocho”. Él con cara de asustado sonrío y comentó que ya había pasado el susto.


La historia fue publicada el 4 de abril de 2004, en el diario El Siglo, titulada “Las dos caras de Los Ángeles”. En página salió “escaneada” los dos carnés que compré y uno de ellos tenía mi fotografía.


Los periódicos pasan de moda en 24 horas y en ocasiones nos acusan de ser sensacionalistas a los periodistas panameños y del mundo, pero algunos lectores no tienen ni idea que uno arriesga su vida para llevarles buenas historias.

 


Horrores periodísticos. ¡Yo no fui!

 

Cuando se es reportero se cometen muchos errores y se paga en ocasiones el precio con la plaza laboral. La diferencia es que cuando un médico se equivoca el paciente muere, si un abogado comete un error, su cliente queda tras los barrotes, mientras que los del periodista se publican.


Trabajaba para el diario El Panamá América en 1998 y tengo que confesar que fui uno de los pocos que logró meter un “gol periodístico” a Juan Pritsiolas, hoy director del diario panameño Crítica y para aquella época era jefe de Redacción de El Panamá América.




Redactaba una noticia política y en vez de escribir el nombre del ex precandidato presidencial Alberto Vallarino, cometí el horror y redacté Alfredo Vallarino, involucrado en actos ilegales y que hoy ya superó.


Al día siguiente se publicó la información, Flor Cogley, asistente de Rosita Guizado (Jefa de Información) me comentó que en la gerencia me querían ahorcar por el error que había cometido.

Por supuesto que lo negué y fuimos a mi computadora para verificar lo que en efecto era la verdad. La cagué. Quedé blanco como un papel y agaché la cabeza.

 


“Cuando venga el griego te entenderás con él”, dijo Cogley. Se refería a Pritsiolas, de origen helénico y quien daba unas sermoneadas inolvidables, pero es un buen maestro.


Horas más tarde recibí una sermoneada con insultos y consejos que tomara pastillas para la memoria porque el licor acabaría mis neuronas.


“Ya me tienes nervioso con ese gol que me metiste. Toma KH3 (una pastilla para la memoria) porque por estar chupando (tomando licor) te acabarás el cerebro”, me dijo Pritsiolas, uno de mis mejores jefes que he tenido cuando era reportero.


Nunca he olvidado ese suceso, aunque comprendí que los periodistas nos negamos a reconocer que en ocasiones la cagamos y en grande.

También nos falta mucha humildad, principalmente los que laboran en la televisión porque se creen dioses.

Cuando nos botan como zapatos viejos se viene abajo todo un castillo de naipes y el dios de barro se derrite para admitir que solo somos “pinches” empleados.


Al ascender a jefe de información del diario El Siglo, en noviembre del 2004, descubrí que mis subalternos cometían los mismos errores de redacción, cambiaban nombres, apellidos y fechas.

Los corregía y los sermoneaba igual como lo hicieron conmigo. El cura no recuerda cuando era sacristán, pensé en una ocasión y solté la carcajada.
Son hechos que se viven en el periodismo y no se puede tapar el sol con una mano porque somos seres humanos, no obstante, lo malo del asunto es creernos que somos perfectos y nunca nos equivocamos. ¡Que vaina!

 

El Chorrillo: recuerdos de mi infancia

 

Cuando vivía en la capital colombiana pasé por el barrio Ciudad Bolívar de Bogotá, mientras realizaba un periplo hacia Villavicencio, ubicada en el departamento colombiano de Meta.

Al observar esa zona, recordé mis años de infancia y parte de mi adolescencia que viví en el corregimiento del Chorrillo, uno de los sectores más pobres de la ciudad de Panamá.


Allí di mi primer beso, conocí a quienes me llevaron al camino de escuchar música rock, sentí en carne propia la palabra carencia o no tener juguetes que quieres, ropa bonita, anhelar cosas y verlas pasar frente a mis ojos.



En ese barrio miraba a diario a mi madre, Dora Ábrego luchar frente a una máquina de coser para mantener sus cinco hijos.

También sentí por primera vez el olor a marihuana y vi a un policía matar a un maleante, por lo que me prometí que no sería como muchos vecinos míos que terminaron en la cárcel o el cementerio.


¿Qué es la pobreza? Algunos políticos hablan mucho de ella, sin embargo, no tienen ni idea de lo que se trata porque no la sintieron, nunca se prestaron la ropa entre hermanos, no comieron arroz con cebolla en tiempos duros y tampoco escucharon disparos cuando la policía se enfrentaba a los antisociales.


Ese barrio bogotano me hizo viajar al pasado y reír porque en el Chorrillo salieron figuras brillantes que atravesaron el mundo para dar a conocer a Panamá.

Rubén Blades, Roberto “Mano de Piedra” Durán” y los fallecidos futbolistas Rommel Fernández, Javier Antonio “Borolo” Castro y Miguel Tello.


Abogados renombrados como Diego Tello (hermano de Miguel Tello), quien fue mi compañero de salón de clases en el Instituto Bolívar, y otros profesionales, caminaron y jugaron en ese barrio lleno de necesidades y esperanzas.


La pobreza no debe avergonzar, tampoco es un mal y para mí sólo es un reto contra las personas para que huyan de los zaguanes y proyecten un mejor futuro para ellos y sus hijos. Quien no quiere aplicar los correctivos contra la miseria  no lo hace y punto.


Yo quería estudiar Derecho y Ciencias Políticas, no obstante, carecía de recursos económicos para irme a la Universidad Javeriana de Bogotá a recibir clases, pero eso no significa que abandonara mis deseos de superación.

Estudié periodismo en la Universidad de Panamá y de allí di un salto a varios medios de comunicación impresos, una televisora, luego a una campaña política, al servicio exterior de mi país y en la radio.


Amigos de los barrios pobres del mundo, la pobreza no se soluciona robando o vendiendo drogas, sino preparándose con estudio, esfuerzo y lucha.

Trabajar y asistir a la universidad en las noches no es fácil, aunque tampoco imposible. Si yo lo hice, usted tome el ejemplo.

Nací en Panamá

 

Nací en una tierra donde abunda el sol,

Donde el cielo llora a montón,

Donde el calor tuesta hasta la sazón

Y las estrellas brillan más con extensión.

 

Nací en una tierra con sabor a ron,

Con extremos climas de Cerro Punta hasta Canglón,

Donde las féminas ponen el color

y sus mares claros son de lo mejor.

 


Nací en una tierra de miel, caña y arroz,

Donde el campesino trabaja con mucho sol

Y hasta las montañas bailan danzón.

 

Nací en una tierra pequeña en tamaño y grande de corazón.

De Chiriquí a Darién, la naturaleza le dio la bendición.

Fusión de razas, colores de arco iris y culturas mezcladas.

 

Donde los vientos se mezclan sin razón.

Nací en una tierra donde el rocío es mejor,

Donde los tigres saludan y las aves hablan,

Donde en las calles abunda el maná.

Por eso, yo nací en Panamá.

Una granizada en Bogotá

 

Era la segunda vez que miraba una granizada en la capital colombiana. De donde provengo, la infernal ciudad de Panamá, el granizo es una utopía como el precio barato del petróleo.

 

Quisiera reflexionar sobre mi familia, mis antiguos vecinos, mis parientes y mis anteriores compañeros de trabajo.





Con todos los defectos que tenga Panamá es una nación cuyos habitantes luchan a diario por sobrevivir del alto costo de la vida, de la delincuencia que los acecha por doquier y de otros obstáculos que se presentan como minas para enfrentar sus problemas.


Desde lo lejos de mi tierra (eso fue en el 2009 cuando vivía en Bogotá) y mientras esa granizada caía lentamente y cambiaba parte del color de la hierba de verde a blanco, así mismo mi pensamiento viajaba.


Recordé el cura, que cuando tenía ocho años, me embarró la cara de dulce sólo porque le comenté que tenía hambre. Los llantos de mi madre en aquella época superaban la lluvia que se mezclaba con los pequeños fragmentos de hielo el 15 de noviembre del 2009.


Igualmente, vino a mi memoria cuando fui a la Universidad de Panamá, específicamente a la Facultad de Comunicación Social, para conocer si había pasado las pruebas de admisión.



 

Las superé y recuerdo los tristes ojos de una rubia chica que no tuvo la misma oportunidad que yo. Quería estudiar publicidad, pero no logró los puntos necesarios. Así es la vida, alguien gana y alguien pierde.


Como a la velocidad de luz recuerdo la primera vez que siendo un novato reportero del diario El Panamá América, un polítiquero quiso hablarme paja, cuando él desconocía que sabía todo su pasado porque lo averigüe antes del encuentro periodístico.


También llegó a mi mente, mi niñez, vivida en el barrio de El Chorrillo, uno de los más pobres de la capital panameña, pasando trabajo, con privaciones, con pocos juguetes, huyéndole al hoy fallecido “Cocoliso” Tejada cuando gritábamos palabras obscenas y olfateando el olor a marihuana que provenía de los multifamiliares de Barraza.

 

Recuerdo a mi amigo Cone, hoy aturdido en el subsuelo y Cabeza de Huevo, asesinado en un baile del Instituto Nacional. Gracias a mi madre y mi rebelde juventud, pude cambiar el curso de mi vida.


Ellos tenían mejores notas que yo en el colegio, sin embargo, no tuvieron la oportunidad o no quisieron salir de la pobreza y se absorvieron en los zaguanes del barrio.


¿Quién en una zona tan pobre se imaginaría que llegaría a ocupar un cargo en el servicio exterior de su país?

 

En otras palabras, era difícil que alguien, que de a milagro comía tres veces al día, usaba zapatos de goma para ir a la escuela primaria y conoció a su padre cuando tenía diez años de edad, llegaría a ser diplomático.


Los granizos caían, golpeaba las ventanas y su sonido se escuchaba desde cualquier parte del apartamento.

 

Quizás para muchos no sea gran cosa, pero logré estudiar y superarme para vencer la pobreza en que crecí. De lo contrario, la granizada sólo la hubiese visto en videos o fotografías.

El mendigo josefino

Cada vez que iba al centro de San José, Costa Rica, me encontraba un mendigo en la Avenida Central que solía pedirme dinero para alimentarse o beber un café.

 “Regáleme unos colones para un café”, decía el indigente, parado cerca de un banco y del diario tico Extra. Eso fue en el 2002.

Un día visitaría a mi hermana Maura Linoska Quesada, a Alajuela, venía con un humor de diablos y otra vez me encuentro al mendigo de la capital costarricense.

 “Deme unos colones para comer”, pidió el indigente, hediondo a grajo y a mierda (perdonen la crudeza, pero era la verdad).

 ¿Por qué no vas a trabajar mejor, en vez de pedir dinero? Fue mi respuesta ante la solicitud del mendigo.

“Es que nadie me da oportunidad y no tengo trabajo”, me refutó el indigente, barbudo, con canas, ojos color miel y cuyo aliento parecía un destiladero.

A menudo tenemos preocupaciones o queremos que  nos den una oportunidad para estudiar, superarnos laboralmente, económicamente o en el amor. ¿Nos hemos preguntado en ocasiones si primero debemos darnos ese chance nosotros mismos, en vez gritar a los cuatro vientos que necesitamos una?

Muchas personas se quejan que no les abren las puertas o carecen de oportunidades, no obstante, nosotros mismos tenemos las llaves en nuestras manos y no salimos a buscar el éxito.

En un periódico donde laboré tenía un subalterno con problemas de alcoholismo. Todos los esfuerzos para que se rehabilitaran eran en vano.

 


Una vez me comentó que habló con sus hijos para entrar a un centro y eliminar el licor de su sangre. Lo felicité y le dije que todo era asunto de voluntad y que el mismo debía darse esa oportunidad.

En febrero del 2009, me lo encontré en el poblado panameño de Capira, con un mejor rostro y con una tranquilidad.

 “Estoy aquí licenciado porque me estoy rehabilitando por mi problema con la bebida”, comentó.

Le di un abrazo y un apretón de manos. Lo felicité por su valentía y darse primero una oportunidad él mismo.


Contrario al mendigo josefino, mi antiguo subalterno dio el primer paso para mejorar su vida y las oportunidades llegan solas.

 Muchos le piden a Dios que los ayude, pero creo que desconocen el refrán que dice: “Ayúdate que yo te ayudaré”.

No sé Dios dijo esto, aunque me parece magnífico porque primero debemos de hacernos un auto examen de nuestras fallas y corregirlas.

Después he vuelto varias veces a la capital costarricense y jamás volví a ver al indigente, a pesar que pasaba a cada momento por esa zona.

 

¿Se habrá dado una oportunidad o se cambió de esquina? La respuesta es que no lo sé y ojalá haya superado su problema.

Circos legales y otras locuras

 

A veces las leyes son complicadas y se hicieron para que los abogados las interpretaran como más les conviene. En ocasiones, los formalismos son sólo para cumplir las normas, tan enredadas que ni los mismos diputados comprenden.


Días antes de partir a Los Ángeles, California, en marzo del 2004, me correspondió cubrir como reportero la audiencia preliminar contra cuatro anticastristas: Luis Posada Carriles, Guillermo Novo, Pedro Remón y Gaspar Jiménez.


El acto judicial se convirtió en un circo publicitario y una guerra entre la derecha y la izquierda.



Además, las pruebas eran contundentes y las autoridades panameñas tenían los explosivos que serían usados por los anticastristas para matar al exmandatario cubano Fidel Castro, durante un acto en la Universidad de Panamá, mientras se desarrollaba a pocos kilómetros la X Cumbre de jefes de Estado iberoamericanos.


El juicio fue sólo un formalismo legal porque todo el mundo sabía que serían condenados. Los acusados fueron pillados con las “manos en la masa”.


Me refiero a espectáculo porque, en primer lugar, desde que fueron detenidos los acusados, el 17 de noviembre del 2000, los abogados panameños se despedazaron entre ellos para obtener la defensa de los terroristas de derecha.

En un caso de tal magnitud y con ribetes políticos entre La Habana, Washington y Miami, lo menos que un abogado podría cobrar era medio millón de dólares (no se sabe el monto porque los honorarios son privados).

Finalmente, el antiguo procurador de la nación, Rogelio Cruz, se quedó con el inmenso pastel ante la envidia de otros letrados del Derecho, ya que no pudieron incrementar sus cuentas bancarias.


En segundo lugar, el acto judicial, fue un dime que te diré entre la defensa, la Fiscalía y la acusación particular, alimentadas por grupos de izquierda panameños, apostados afuera del Tribunal Marítimo (se incendió el 1 de abril del 2006).




Para agregar picante al plato político internacional, los exiliados cubanos, conformados por parientes y amigos de los sindicados, recibían los insultos de mis paisanos “zurdos”.

Ellos no respondían a los izquierdistas panameños, sin embargo, las miradas de los exiliados para los periodistas de la Televisión Cubana, Ivonne Deulofeu y su camarógrafo, eran de muerte.


Igualmente, el primer juez que llevaba la causa, Enrique Paniza, a quien los periodistas llamábamos “Capitán Nervio” (se declaraba impedido en casi todos los casos de alto perfil), no tenía la fuerza suficiente para inspirar respeto de las partes.

Finalmente, el abogado Cruz lo sacó del proceso y quedó el juez José Hoo Justiniani.


Meses después, en la audiencia ordinaria o el juicio, las cosas fueron peor. Risas, cuchicheos, rambulerías de las partes y los constantes llamados de atención del juez Hoo, era la nota característica.


Recuerdo que la hermosa abogada, Rosa Mancilla, del equipo de la defensa, confundió el juicio con un desfile de moda de Gianni Versace. Se paseaba como una modelo de pasarela y su coqueta e irónica sonrisa apuntaban hacia la parte acusadora.


Cuando el ex procurador, Rafael Rodríguez (ya fallecido), acusador particular (contratado por obreros e izquierdistas) dijo un chiste, la audiencia rompió en risa.
El juez le llamó la atención a mi colega, José Otero, del diario La Prensa.

“Si quiere reírse, váyase a un parque porque esta es una sala de audiencias”, dijo el juez.


Todo ese circo me inspiró a redactar una nota periodística llamada: “Historias de una audiencia kilométrica” que se publicó en el diario El Siglo (perdonen no recuerdo la fecha), donde trabajaba para aquella época.

Allí se me fueron algunas anécdotas que hoy narro en mi blog.


Lo más triste de todo, es que el dinero que costó el proceso, las investigaciones, movilizaciones de personal, seguridad, la alimentación y la preparación del circo judicial, se fue a la basura porque los acusados fueron indultados (antes de ello habían sido condenados por el juez Hoo) y viajaron a Estados Unidos, donde fueron tratados como héroes por la comunidad enemiga del régimen cubano.

¿Valió la pena gastar miles de dólares en ese juicio? Decida usted, amado lector.

Mi amigo el gringo (en memoria)

 

Era un 21 de noviembre de 1985, venía del colegio, llegué al apartamento donde vivía con mi madre y hermanos. Me bañé, cené y bajé a charlar con unos amigos sobre lo ocurrido en la semana.

Había un joven de estatura alta, aspecto atlético, raza negra y nariz pequeña que se unió el grupo. Era Carlos Hooker, un estadounidense de origen panameño que se quedaba donde su abuela, en Villa Lorena, corregimiento de Río Abajo, ya que no quería vivir en San Joaquín, corregimiento de Pedregal.



De pronto comenzamos a tener armonía y divergencias entre varios puntos, pero siempre con respeto. Ambos roqueros (raro en un yanqui negro que se inclinan por el rap o soul), mientras yo le recriminaba las guerras y golpes de Estado provocadas por los gobiernos de su país.

“Eres el único que me dice esas cosas y me quedo callado”, decía Hooker, a quien apodamos “Yiyo” en el barrio.

Con el tiempo hubo una excelente amistad entre “el gringo” y el panameño, íbamos a la Calzada de Amador, al mirador del Puente de las Américas y a fiestas a “cazar guiales” y beber cervezas.

Fue “Yiyo”, quien me aconsejó que mejor escribiera cuentos, novelas y libretos porque ponía a mis amigos a actuar, con guiones que mismo redactaba o les instruía sobre lo que debían decir.

Hooker era estudiante de la desparecida escuela Curundu Junior High School (hoy pertenece a la Universidad de Panamá), en la fenecida zona del Canal** (donde nació) y su papá era un panameño que emigró a Estados Unidos y miembro del ejército que le negaron el viaje a Vietnam por ser hijo único.

“No me recrimines por ser gringo. Mi papá se fue a Estados Unidos, era pobre y luego le compró un televisor a mi abuela porque no tenía”, explicó una vez en una reunión.



Cuando estalló la crisis política en Panamá en 1987, su padre, para salvaguardar su seguridad, lo envió a Nueva York, donde terminó sus estudios universitarios y aprovechó el dominio del castellano para irse a Atlanta, Georgia.

Le perdí la pista para luego encontrarlo gracias a la tecnología del Facebook, charlábamos cuando había tiempo, pero no logré reunirme con él la única vez que regresó a Panamá.

Lamentablemente en junio de 2018, sufrió un paro respiratorio y murió sin volver a encontrarnos.

Mi amigo “el gringo” se fue de este mundo, pero siempre quedó el recuerdo  de nuestras pláticas, las discusiones políticas y las aventuras buscando chicas en plena adolescencia.

Porque así es la vida, no la inventé, nacimos, crecemos, nos reproducimos y morimos, aunque mientras viva siempre recordaré a “Yiyo Patacón” o Carlos Hooker.

**Toda persona que nació  en la Zona del Canal durante muchas décadas fue considerado ciudadano estadounidense. 

Fotos tomadas del Facebook de Carlos Hooker.

 

El inolvidable Atá y un sistema segregado

 

Anabelle, Anabelle,

You can go to the heaven

And me go to the hell.

 


La primera vez llegó a mis manos en 1983, pero la rechacé por no estar de acuerdo en la forma como se enseña literatura en los colegios y seis años más tarde sí logré disfrutarla.

Adoré a su personaje Atá, el chombo-blanco de la novela Los Forzados de Gamboa, del escritor panameño, Joaquín Beleño (1922-1988), cuya obra me hizo recordar los años de mi niñez en el corregimiento de El Chorrillo y que limitaba con la antigua “quinta frontera” o  la desaparecida Zona del Canal.

Atá un birracial, mezcla de padre pelirrojo con mujer negra, como muchos panameños, fue el epicentro de una injusticia y un sistema de círculo de plata para los nacionales y negros y el círculo de oro para los estadounidenses blancos, con mejores salarios, viviendas y beneficios.

Beleño nos desnuda una triste realidad que no conocen las dos últimas generaciones o tribunales de justicia donde jueces blancos dictaban duras sentencias contra negros o panameños.

Una de ellas era dos años de prisión por tumbar mangos o disparos a los cazadores del antiguo poblado de Paja (hoy Nuevo Emperador en Arraiján) y que limitaba con la Zona del Canal.

Atá y Anabelle se amaban, él nunca la forzó a nada, ni la violó, solo que en esa época era imposible que una mujer blanca se empatara con un negro, debido a que el sistema racial separado así lo exigía.

Solo una pluma de oro como la de Joaquín Beleño, quien conocía la historia de Lester León Greaves, pudo plasmar en la novela todas las penurias de un sistema importado desde Estados Unidos.

Había cafetería, cines, viviendas, fuentes de agua, supermercados, salarios, escuelas, parques, cárceles y centros de diversión para ambas razas, algo que no ocurría del otro lado de “el límite” o Panamá.

Incluso Beleño denuncia el poco interés de las autoridades panameñas en exigir derechos a los panameños y ellos mismos entregaban a la policía zoneíta a los nacionales requeridos.

La pasión Greaves por Anabelle le costó quince años de prisión, de los 50 años a los que fue condenado y su novia fue enviada a los Estados Unidos para tapar la vergüenza de tener un chico negro panameño.




Sin embargo, Beleño, cubrió la historia como periodista y decidió contar lo que sucedió en su obra publicada en 1960, cuando aún prevalecía ese sistema segregado en la Zona del Canal y Estados Unidos.

Atá murió en la novela, muchos años después Greaves se nos fue por un infarto, pero para los lectores está  en los recuerdos imborrables de los pocos nacionalistas que quedamos, quienes conocimos la Zona del Canal y su policía zoneíta que te correteaba cuando tumbabas mangos.

El célebre protagonista en Los Forzados de Gamboa,  me inspiró físicamente  mi personaje Leandre Bergés, en mi novela El Exorcista de Vacamonte, haitiano, pelirrojo de cabello afro e hijo de un soldado estadounidense durante la ocupación de EE.UU. en Haití (1915-1934).

La historia jamás podrá ser enterrada porque con obras como las de Joaquín Beleño, nacen otras o nos inspiramos en personajes íconos de la injusticia como Lester León Greaves o el siempre recordado Atá.

Hoy la Penitenciaría de Gamboa tiene el nombre de Centro Penitenciario El Renacer.