En marzo del 2004 tuve una experiencia inolvidable, conocer parte del territorio estadounidense que en una ocasión fue español, luego mexicano y finalmente se convirtió en un estado federal de EE.UU. Fue llamado Alto California y años después le decían simplemente California.
Sin embargo, en Los Ángeles, no fue la belleza de
Beverly Hills, ni los mendigos que pedían dinero cerca del Parque MacArthur, ni
las hermosas californianas, ni los estudios Universal lo que me sorprendió,
sino la cantidad de indocumentados, principalmente mexicanos, que laboraban y
vivían en diversos condados. Una población estimada en tres millones de almas
“sin papeles”, sólo en California.
Me hospedé en un hotel ubicado en el Orange
County, en Buena Park, no obstante, visité diversas partes para conocer a la
colonia panameña residente en ese estado y escuchar sus historias.
Cerca del famoso parque existían pequeñas tiendas
de ropas y en una de ellas, la mafia mexicana vendía carnés de residente,
licencias de conducir y carnés de seguro social. Todos los documentos eran
falsos, aunque los vendedores estaban tan tranquilos como si comercializaran
cerveza Tecate o agua de Jamaica. Como soy periodista no resistí la tentación y
adquirí dos carnés por 50 dólares.
Esa experiencia fue publicada en el diario El
Siglo de Panamá, donde laboraba para esa época como reportero, para ser exactos
el 4 de abril del 2004 (si la memoria no me falla).
Como no soy ningún pendejo, antes de escribir la
historia, consulté con una fiscal para saber si había cometido delito al
comprar un carné falso de residente y de seguridad social de EE.UU. Al día
siguiente, la funcionaria de instrucción me comentó que sería un hecho punible
si usaba los documentos en Estados Unidos para trabajar y vivir.
No iría preso si los carnés eran
divulgados en el periódico donde trabajaba, ya que el documento de residente
tenía mi foto y mi nombre.
El de seguridad social sólo tenía
mi nombre y obviamente un número falso.
Con eso e investigando los archivos de los cables
internacionales y leyendo algunos periódicos en inglés de Estados Unidos,
concluí que el propio sistema alimentaba la migración de indocumentados.
Los estadounidenses anglosajones, ni los de origen
afroamericanos estaban interesados en sembrar y recoger lechugas, tomates,
fresas y uvas.
Ese trabajo “denigrante” era para los mexicanos y
centroamericanos quienes cobran tres dólares la hora (creo que es mucho). Sus
patrones no les pagaban ni siquiera seguro dental y vivían en barracas de
miserias, sin agua, electricidad o calefacción.
Los inmigrantes no tenían nada que
perder porque en sus países carecían de poder adquisitivo para comprar tacos o
pupusas.
Con la crisis económica y la feroz persecución
federal contra los indocumentados, alimentadas por grupos como Minuteman y
otros, los sin papeles regresaron a sus naciones de orígenes con los pocos
dólares que guardaron o sin dinero y con la cara de tristeza.
Hace poco me llamó mi hermano de Florida para
decirme que el proyecto de construcción donde laboraba se paralizó porque le
cayeron los federales y el 90 por ciento de los trabajadores, que eran
hispanos, tenían documentos falsos.
Ahora esta parada la construcción
porque ni los anglosajones, ni los afroamericanos quieren tomar un yakama para
partir las calles y no hay indocumentados que hagan esa labor. ¡El tiempo me
dio la razón! (Fotografía tomada de US Border Patrol) (Historia
publicada originalmente en 2010). (Historia publicada originalmente en el
2010).
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