Macabí, el terror de Santa Ana

Por los años 70 un sujeto azotó el popular corregimiento de Santa Ana, en Panamá, con su largo prontuario policial de delitos como hurtos, robos, consumo de marihuana y maltratador de sus parejas.

Desde niño ingresó al desaparecido Tribunal Tutelar de Menores, no le temía a los puñetazos ni las balas de los miembros de la Guardia Nacional (GN), caracterizados por las golpizas a los antisociales que se le daban a la fuga.

Le daba igual cuando lo correteaban, tras arrebatar las carteras a humildes madres residentes en la empobrecida zona y que madrugaban con el fin de ganarse el pan con para alimentar a sus descendientes.



Toda una vida de maltrato, abandonado por su padre, su madre consumía marihuana, lo golpeaba, humillaba, lo culpaba de su mala suerte y vida, además cambiaba de marido como de calzón.

Macabí, alto, acholado, ojos pardos, con el vientre inflado por alto consumo de cerveza, dos dientes de oro, productos de su vida delincuencial porque a sus 21 años, nunca trabajó o jornada alguna se le conoció.

Con sus parejas, les dejaba el ojo morado, les jalaba el cabello cuando el cannabis hacía efecto en su cerebro o el diluyente de pintura lo transportaba a las nubes.

Todos le temían, más que Juanito Alimaña, el personaje de la canción de Héctor Lavoe, era niño de pecho en comparación con el malandrín istmeño.

Pasaron seis meses hasta que Macabí le robó, a punta de pistola, una cadena, un reloj y 120 dólares, a la hija de un capitán que estudiaba en la universidad con una vecina de Santa Ana.



No solo cometió el delito, sino que como la chica se resistió, un golpe de acero le arrancó un diente frontal a la joven de 19 años, lo que provocó la furia del padre y subjefe de zona de Policía en San Miguelito.

A las 24 horas inició la cacería humana, al maleante le advirtieron que se pasó de listo, los delincuentes de la zona prefirieron no cometer delitos hasta que terminara la temporada.

Tres días transcurrieron, el cuerpo de Macabí pedía marihuana, sus amigos le dijeron que no saliera porque nadie le vendería e insistió en recurrir a viejos conocidos.

Un policía lo vio al salir de un zaguán, alertó por radio, cuatro patrullas lo encerraron, trató de escapar y su cuerpo quedó como coladero.

Ni su madre lloró a Macabí, el terror de Santa Ana.

 

Y se lo llevó

Luego de cumplir una sentencia de cuatro años de prisión por introducir varios cheques canguros por 15,000.00 dólares, Tito Carballo decidió no cometer más delitos, aunque buscaría la forma de llevar un alto nivel de vida.

En una sociedad exigente, consumista, criticona y falsa, donde poseer dinero, vehículos de doble tracción, codearse en los mejores bares, comprar ropa costosa, viajes y chicas lindas, representaba ser un varón exitoso.

Los 1,200.00 dólares como administrador de la empresa donde laboró antes de ingresar a prisión era muy poco para el esclavizante horario, con entrada a las 8:00 a.m. y sin una salida definida.

Dijo que no sería más explotado como si se tratara de un niño trabajador en las minas de coltán en África, así que seguiría el consejo de su amigo haitiano Charles, a quien conoció cuando pagaba su cana.



Charles le recomendó formar un pentagrama con velas negras, luego rociar la sangre de un currucutú, arrojar río abajo y río arriba una pluma de esta ave y de inmediato el diablo se le aparecía.

Podría pactar con él la forma de hacer dinero en casinos, loterías o apuestas y ligar con hermosas féminas.

Posteriormente de varios meses obtuvo el ave, la sacrificó, hizo el ritual y se fue a un campo en Veraguas para lanzar una pluma rio arriba y al tirarla la segunda río abajo se le apareció un anciano.

—¿Qué desea usted? Si me has llamado es porque quieres algo muy importante para perturbar mis quehaceres—.

Tito soltó la carcajada, no se imaginaba al diablo con un aspecto de un hombre pasados los 80 años, encorvado, con cabellos como la nieve y ojos perdidos.

—Creo que esto es una broma, señor campesino—.

—Así que para ti soy un campesino. ¿Sabes con quién hablas—?

—Se supone que eres el diablo, pero no asustas ni a una hormiga—, respondió el avaro caballero, volvió a reír, bajó la cabeza, y al levantarla no estaba el hombre.



Una fría brisa sintió el  antiguo preso en su piel, las nubes se movían muy rápido, la luna alumbraba poco, el agua del río empezó a subir hasta las rodillas a Tito.

Intentó salir, sin embargo, imposible mover sus pies, vio al anciano parado sobre el agua, le extendió la mano, ofreció sus disculpas y aceptó que era el diablo.

Al hombre de tercera edad, fue rejuveneciendo, le salieron alas, rojas, cachos y cola, ojos negros muy profundos, con pelos, unas largas y una risa aterradora que atravesó el bosque.

Levantó vuelo, de sus manos salió una bola de fuego, la lanzó donde Tito, quedó atrapado entre el fuego y el agua.

Al día siguiente la policía encontró sus documentos, ropa y 300 dólares, pero ni un rastro de Tito.

Unos 20 años después nadie sabe qué pasó con el forastero Tito, pero los bañistas del río Cobre, en Soná, dicen que se quiso pasar de listo con el diablo y se lo llevó por idiota.

Fotografía del diablo cortesía de Dreamstime.

Carta de un soldado en My Lai

Era la madrugada del 16 de marzo de 1968, los miembros de la compañía Charlie nos dirigíamos hacia el pueblo de My Lai, en Vietnam, un lugar hostil para los soldados estadounidenses, lo odiábamos y considerábamos que era tierra del Vietcong.

Las órdenes eran claras por parte del comandante, no dudaríamos en apretar el gatillo para cumplirlas, principalmente porque los habitantes de ese poblado no simpatizaban con Estados Unidos.

Llegamos a liberar a Vietnam del maldito comunismo, en la casa y la televisión decían que ese sistema era malo, el pueblo vietnamita nos los agradecería porque mi país es el salvador de todos los males del mundo.



Soy Arthur Leblanc, tengo antepasados franceses que pelearon por la independencia de Estados Unidos de Inglaterra, así que por mi sangre corre la libertad.

A mi lado estaba José Ortega, un puertorriqueño, reclutado a la fuerza en Nueva York, pero al llegar al teatro de operaciones se solidarizó con la causa norteamericana de liberar al mundo del comunismo.

Mis compañeros tomaron sus posiciones, vi a una mujer que llevaba algo en su espalda, podría ser un arma, no sé realmente, el teniente dio orden de disparar y abrí fuego contra la dama.

Las balas le dieron a ella y a su bebé de un año, Ortega mató a dos ancianos sentados frente a una choza y no había piedad con los civiles.

El comandante nos advirtió que la instrucción era borrar a My Lai del mapa, matar a todos sus habitantes, mujeres, hombre, ancianos y niños, estos últimos porque crecerían y se volverían contra nosotros.



Me dijeron que disparáramos sin miedo, ya que no nos pasaría lo mismo que a los alemanes en Nuremberg, nadie no sentaría en el banquillo de los acusados porque mandamos en todos lados.

Había sangre y cuerpos por todos lados, ni un guerrillero, a los heridos los rematábamos para que no contaran nada. No debemos dejar huellas como los alemanes en Europa y los rusos en Katyn.

Cuando ellos asesinan es malo, sin embargo, al efectuar matanzas los soldados norteamericanos se hacen en el nombre de la democracia y la libertad de los pueblos.

No importa si se descubre nuestra operación militar, la cumplimos porque los ejércitos se crearon para la guerra y no para la paz.

Historia basada en hechos reales.

Fotografías cortesía de Wikipedia.

Inteligente y vanidoso

 Fabian Díaz laboraba como cajero en el Banco de Fomento Industrial de Costa Rica, residía en Tibás, junto con su hermano mayor, su madre y su padre, poco hablaba con los vecinos y era casi misterioso.

Sus relaciones con el sexo contrario eran fugaces, le gustaba el vino, los trajes de calle, pasear por las montañas y comprar relojes.

Llevaba cinco años en su puesto hasta que se dio cuenta de que podía hacer dinero fácilmente y nadie lo descubriría.

Muy hábil con los números, decidió limpiar los centavos que dejaban los restos de colones que ni sumaban, ni restaban porque no llamaban la atención.



El colón, la moneda costarricense, se cotizaba entre 524 o 536 colones, así que decidió separar el último dígito y colocarlo en una cuenta ficticia para sumar a lo largo del tiempo.

Por ejemplo: una transacción de 12,578 colones, el número final no era de importancia, por lo que ese monto, aunque era pequeño, lo restaba para colocar en la cuenta 12,570 colones.

Lo cierto fue que nadie lo pilló, sus arqueos eran perfectos, nunca tuvo problema alguno con su supervisor u otro oficial de crédito ni gerente, así que el hurto iba viento en popa.

Pasaron tres años más, se apareció con un vehículo doble tracción, lo que llamó la atención del gerente del banco, quien lo interrogó y la respuesta que obtuvo fue que sus padres le dieron el abono inicial.

El gerente no quedó satisfecho porque sabía que los familiares de Fabian no eran pudientes, sospechaba que algo no estaba bien y decidió investigar, pero no acosó al cajero.



A los cinco meses del silencioso audito, se descubrió que el joven rubio, ojos verdes y 28 años, logró hurtar 43,323, 368.00 colones, lo que al cambio es un aproximado de 80 mil dólares.

Era un lunes cuando no lo dejaron entrar al banco, dos miembros del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) lo esperaban para arrestarlo, tras una denuncia por hurto y alteración de documentos.

Fabian se declaró culpable, le echaron ocho años de cárcel, le incautaron el auto y obligado a devolver el monto, una vez cumpla su pena de prisión en La Reforma.

Su vanidad lo delató porque si no hubiese llevado el carro a su centro laboral, nunca lo habrían descubierto.

Imágenes cortesía de Dreamstime  y el Ministerio de Seguridad de Costa Rica no relacionadas con la historia.

Daysi

Nunca pensé que sería el triunfador con el amor de Daysi porque cuando la conocí ella tenía novio, y yo mujer y gran cantidad de buitres querían llevarla a la cama.

Fue en el supermercado donde laboraba como carnicero, mientras que ella prestaba sus servicios para una panadería y colocaba los productos en los anaqueles, lo que la dejaba a merced de los sedientos masculinos.

Daysi era una fémina deseada, piel blanca, senos medianos, sonrisa coqueta, buen trasero y hasta el timbre de su voz, era una especie de imán que enloquecía a los varones, desde mis compañeros del supermercado, hasta los clientes.



Vestía muy sencilla, con pantalón vaqueros ajustados, camiseta de la panadería que dejaba la forma de sus pechos, usaba zapatillas blancas, se recogía el cabello como cola de caballo y ni una sola gota de maquillaje.

Lo que me encantó fue su sencillez, sin embargo, mi esposa llevaba tres meses de embarazo, así que dejé esa situación como estaba porque no quería problemas y más porque venía de un hogar de divorciados.

Solo me saludaba y miraba desde lejos, su atracción silenciosa era correspondida como si ambos nos comunicáramos por lenguaje de señas, ninguno dio el primer paso, no nos atrevimos, no quisimos romper el hielo y dejamos el agua correr.

No obstante, cuando el destino te sella las puertas, no puedes escapar, renuncié del supermercado para laborar en otro negocio similar en el departamento de inventario, algo así como un ascenso y no supe de Daysi por dos años.

Me iba bien, con mayor salario y ambiente de trabajo, hasta que el dueño del negocio me notificó que instalaría una pequeña panadería porque no comprarías más esos productos y me adelantó que en horas de la tarde llegará la encargada.



Casi me caigo de nalgas al ver a Daysi, la jefa de esa sección, ambos quedamos mudos, sorprendidos, el amor volvió a nacer, ella estaba recién casada y mi hijo tenía un año y cuatro meses.

Esa misma tarde salimos a tomar café y aconteció lo inevitable o hicimos el amor, algo que se repitió durante dos años.

Nunca fuimos al cine, a un parque, restaurante, bar, a la playa o algún lugar, solamente a pensiones para colisionar con las sábanas y unir nuestros cuerpos.

Los dos nos enamoramos, confieso, pero decidimos seguir con nuestras familias porque fue la vida que elegimos, ninguno buscaba separación o estallar bombas sentimentales, ni embarazos complicados.

Desde hace cuatro años no veo a Daysi, recuerdo todo como si fuese ayer, la última vez que hicimos el amor e intento olvidar ese capítulo de mi vida porque así debe ser.

Imagen de Cottonbro Studio y Pok Rie de Pexels no relacionadas con la historia.


Primera y última orgía

Efigenio, Yamileth y Enelda, terminaron en la habitación de una casa de citas en San Miguelito, posteriormente que la pasaran excelente en una discoteca el sábado por la noche.

Alcohol en exceso, antes de ingresar, se fueron a un restaurante a comer pollo asado, papas frías y ensalada de lechuga con tomate, luego se detuvieron en una estación de gasolina para llenar de combustible el carro del masculino.

Las damas entraron a la tienda para cargar con cerveza y vino para seguir chupando como cosacos, sin embargo, Enelda llevaba dentro de su bolso varias dosis de felicidad.

Efigenio, era un arquitecto, oriundo de Bocas del Toro, acholado, de baja estatura, encantado de gozar con Yamileth, de raza blanca, y Enelda, de piel canela, ambas delgadas y con cuerpo seductor.



Tres tiempos fueron suficientes para garantizar nulas molestias ni llamadas telefónicas de la administradora de turno, así que  Sodoma y Gomorra inició con los protagonistas.

Vestidos con su piel, las damas besaban y acariciaban al varón, quien se sentía con mayor poder que Calígula, mucho más cuando las ninfas se turnaban para las felaciones.

Pícaras miradas, palabras de grueso calibre que dejaban cultas las conversaciones en los centros penitenciarios y gritos de excitación que cruzaban océanos.

Terminaron el sexo, pero no se detuvieron, siguieron con la cerveza, mezclada con cocaína y algo de vino para darle sabor a la orgía.



Era el fin del mundo para el trío, nadie tiene un mañana asegurado, así que se debe disfrutar la vida a plenitud, gritaban los tres, no obstante, dejaron la puerta abierta y el automóvil de motor Diesel encendido.

La primera que cayó fue Enelda, Yamileth creyó que estaba ebria, luego Efigenio y de última en suelo pulido con cera quedó la diva de pigmentación de espuma.

A las tres horas, la administradora llamó, nadie respondió, pero por la cámara de seguridad que tienen esas habitaciones vio los tres cuerpos y se comunicó de inmediato con la policía.

Llegaron con los paramédicos, aunque poco pudieron hacer con Efigenio y Enelda, Yamileth respiraba aún y fue trasladada a la sala de Urgencias del hospital San Miguel Arcángel.

Sobrevivió para narrar a los investigadores todo el derroche de sexo, drogas y alcohol, sumado al monóxido de carbono que recorrió la habitación de esa casa de citas, como si se tratase de un Tsunami intercontinental.

Como era casada, su esposo le pidió el divorcio porque se enteró en Colón de las andanzas de su mujer mientras él laboraba.

Fue su primera y última orgía.

Fotografía de HSMA cortesía de Sertv y de fiesta de Mauricio Mascaro de Pexels, no relacionadas con la historia.

 

 

 

Mi vecina, la seductora

 Mi vecina África siempre me saludaba en las tardes cuando volvía del trabajo con su coqueta sonrisa más su caminado de imán que enloquecía al sexo contrario.

Yo estaba recién empatado con Ilsa, una antigua compañera de secundaria que siempre me gustó y tras un reencuentro en un cine, decidimos darnos una oportunidad.

África, de 35 años, está divorciada, con tres hijos, sin embargo, sus curvas daban la impresión de que su útero nunca fue ocupado, tiene un trasero de montaña, senos gigantes, ojos claros, cabello negro y blanca como la espuma.



Para un negro como yo, mi vecina era el mejor trofeo de cacería que todo hombre aspira a disfrutar, aunque con Ilsa me sentía satisfecho y preferí dejar las cosas así antes que perderla.

Me casé a los 25 años, pero me divorcié a los 31 años, tuve un hijo con mi exesposa, a quien poco trataba por los constantes conflictos para visitar a mi descendiente y el dinero que mi ex pedía como si fuese un banco.

Un fin de semana Ilsa se fue a visitar a sus padres a Chiriquí, me quedé ese tiempo leyendo la novela Plenilunio, de Rogelio Sinán, me moví al patio para fumar y me encontré a África.

Me saludó, platicamos sobre una reunión que tenía, me comentó que fuera con mi novia, respondí que ella no estaba e insistió para que la acompañara y accedí.

Ahora o nunca fue mi consigna, nos fuimos al asado, bebimos ron con cola, comimos, bailamos hasta que nos rozamos con la canción Regresa Pronto, de Dorindo Cárdenas.

El asunto fue que el arma se cargó, África sonrió y seguimos en la fiesta hasta que a la  hora de marcharse y me dijo que deseaba hacer el amor conmigo.

Como no soy bobo, acepté, nos dirigimos a una de las pensiones de la avenida Justo Arosemena.



Al desnudarse me entraron más ganas, sentía sus pezones en mi pecho, su respiración era fuerte, besaba muy rico e intenso con inmensa excitación y las felaciones fueron fabulosas.

Para no alargar esta historia, la locomotora entró en las dos estaciones, mientras que los gritos de mi acompañante se escuchaban hasta Tierra de Fuego.

Confieso que ninguno de los dos llevó preservativo porque nada se planificó, fue en carne viva y África quedó preñada.

Ilse me dejó, en medio de una tormenta de lágrimas, y me traje a vivir a África, a mi casa con sus tres hijos.

Ahora quedé atado, con grandes deudas para mantener cuatro bocas y todo por una noche de arrechura con mi vecina, la seductora.

Fotografías cortesía de Pexels no relacionadas con la historia.

 

La Universidad de Texas

Max Miller era un estadounidense, nativo de Houston, pero que se fue a vivir a Austin, huyendo de la gigante urbe en busca de una nueva experiencia y una mujer norteamericana que le cambiase su vida. 

Criado como parte de la gran supremacía blanca, odiaba a los negros, los mexicanos, chinos y cualquiera que no fuese de su raza porque cuando te dicen desde pequeño que la segregación está en la Biblia te lo crees.

Se matriculó en la Universidad de Texas en Austin para estudiar leyes, sin embargo, de inmediato se dio cuenta la existencia de muchos compañeros de origen mexicano o blancos con apellidos hispanos.



Así que a regañadientes asistía a clases y en una de ellas vio a Robin, una rubia hermosa, delgada, ojos verdes y sonrisa atractiva que lo flechó de inmediato.

Utilizó varias tácticas para conquistar a Robin, no obstante, la joven de 21 años estaba enamorada de Mariano García, un mexicano, mitad indígena y mitad español, residente en Austin.

La estatura de Mariano era impresionante, sus rasgos mestizos notorios con cuerpo de atleta y jugador de fútbol, también hurtaba miradas de otras estudiantes.

Como Max fracasó en seducir a Robin, decidió un día tomar la colección más valiosa de su padre y se fue hasta la torre del centro de estudios superiores.

La vista era impresionante desde su ubicación, toda la ciudad y las personas divisadas se veían pequeñas hasta que pilló a Robin en una banca con Mariano.

Abrió fuego, primero al masculino, quien cayó al piso y al levantarse Robin a averiguar lo sucedido recibió un tiro en la cabeza.



Max enloqueció, llevó cuatro fusiles, una carabina y un revólver, disparó a mansalva, por lo que mató a siete estudiantes más hasta que la policía subió a la torre para ultimarlo.

Una carta del asesino dirigida a Robin confesaba que la amaba, pero no soportaba que no le prestara atención para ser la novia de un frijolero.

Ese fue el motivo suficiente para acabar con nueve inocentes vidas, un desquiciado supremacista que padecía de trastorno de personalidad antisocial y sus padres no buscaron ayuda profesional.

Fotos cortesía de Wikipedia no relacionadas con la historia.

 

Solo faltaron 15 minutos

Cuando Armenia conoció a José Luis, en el colegio Británico de Panamá, quedó impactada con la personalidad del adolescente de 17 años e intentó controlar sus sentimientos porque el caballero era menor.

Fue su profesora de matemáticas, con 23 años y dos años de experiencia, el chico era muy inteligente, miembro de una de las familias más ricas del país, mientras que sus padres esperaban que terminara el bachillerato para montarlo en un avión rumbo a Estados Unidos.

La oligarquía panameña, como todas en América, enviaba a sus descendientes a universidades estadounidenses e incluso los mandaban allá para terminar el bachillerato, en escuelas militares.



José Luis también estaba flechado y de por medio estaba Luzmila, la novia del estudiante, a quien los celos la atacaban fuertemente y planeaba sacar del camino a la que consideraba su rival.

En el amor y la guerra, dicen algunos, que todo está permitido, Luzmila no dejaría que una vieja le robara el hombre con quien quería casarse una vez tuviese el diploma de secundaria en su mano.

Las constantes conversaciones entre alumno y profesora sobre cálculos, fórmulas matemáticas y otras aristas se incrementaron hasta que llegó el último trimestre.

Una graduación fabulosa, el primer puesto ocupado por José Luis, sus padres y su consejera Armenia no cabían en el pellejo, luego con la graduación la famosa fiesta en un lujoso hotel.

Esa noche José Luis, llamó a Armenia, ella miraba la televisión ese viernes, el caballero cumplía sus 18 años al día siguiente, así que lo invitó a su apartamento a celebrar.



A las once de la noche, la pareja bailaba desnuda entre las sábanas baratas, acompañados por una mesita de noche, una lámpara, un ventilador y gritos de excitación femenina.

Toneladas de besos, caricias y abrazos hasta que llamaron a la puerta, dos policías y Luzmila, esta última enfurecida porque al ser esquivada por su novio, lo siguió hasta llegar al nido de amor.

Eran las 11:45 de la noche, violación al Código Penal por tener sexo con un menor, así que cuando se cometió el hecho punible la víctima no era un votante.

La policía cargó con Armenia, fue despedida del trabajo y condenada a cuatro años de prisión por estupro.

Al mes, José Luis fue enviado a Oklahoma para aprender inglés y estudiar ingeniería industrial, volvió graduado a los cuatro años, justo el tiempo de la pena que cumplió completa su profesora y empezó a buscarla.

Ella huía porque su acción le dejó su reputación por el piso, el jovencito quería casarse a pesar de que su familia le tenía una oligarca como novia, aunque la rechazó.

Al final convenció a Armenia y aceptó ir al juzgado a casarse por lo civil, el amor no murió en ambos, pero esos 15 minutos le costaron 48 meses tras los barrotes porque no esperó las 12 de la noche para que su esposo cumpliese la mayoría de edad.

 Fotografía cortesía de Thishisengineering en Pexels no relacionadas con la historia ficticia.

 

 

 

 

Miedo de tongos

En la academia de la Policía Nacional de Panamá, en Gamboa, dos cadetes se evadieron de la vigilancia de sus superiores, ambos con medias de ron y un paquete de cigarrillos para festejar pocos meses antes de graduarse.

Amparados por la oscuridad, abrieron los envases y bebieron durante dos horas, pero solo tenían tres medias para festejar solos, así que a pico de botella se zamparon el licor que enloquecía en un dos por tres por su pésima calidad.

Chacho y Saril, platicaban del sargento Gómez, a quien muchos aspirantes calificaban de hijo de puta por la gran cantidad de castigos que les imponía al no seguir sus instrucciones.



Ambos cadetes se conocían desde Chiriquí, oriundos de Boquete, la pobreza les hizo inscribirse en la Academia para ganarse la vida honradamente y formar una familia de forma digna.

La noche era fresca, solamente se escuchaba el sonido de las ramas de los árboles, alguna que otra ardilla perdida a las nueve de la noche, las estrellas brillaban más de lo normal y casi no había nubes.

Terminado el licor era el momento de regresar a los dormitorios porque la diana se tocaba a las 5:30 de la madrugada para la rutina normal, sin embargo, antes de levantarse, la neblina invadió la zona.

La temperatura bajó a unos 15 grados Celsius, algo anormal en un clima tropical como el de Panamá, así que algo asustados se pusieron de pie y caminaron rápido para huir de alguien que los perseguía.

Mientras andaban escucharon un sonido extraño, un pájaro posiblemente, luego risas diabólicas y frente al muro que escalarían había un remolino de neblina.



Chacho se orinó en sus pantalones, pero Saril lo tomó por el brazo para despertarlo del susto, le puso su mano de derecha para que el primero trepase la barrera e ingresar.

Al entrar a las instalaciones, las luces de los pasillos parpadeaban, lo que les indujo que lo raro también estaba adentro.

Frente a ellos, una mujer, vestida de novia, con gusanos en sus cuencas, huesos grises, cabello sal y pimienta, con un calzado, colmillos, las uñas de sus manos largas y oscuras por la falta de aseo.

Era un fantasma y corrieron hasta que el sargento Gómez los pilló, los vio asustados e intentó detenerlos, no obstante, al ver al ente también emprendió la carrera.

Al llegar al baño, los dos cadetes y el instructor, casi cagados del miedo, gritaron como locos. El entrenador prometió guardar el secreto con la condición de no abrir la boca.

Se salvaron de a pura leche, sin embargo, nunca se les ocurrió escaparse más a Chacho y Saril.

Fotografías cortesía de Dreamstime y el Ministerio de Seguridad Pública de Panamá no relacionadas con la historia.

 

Gisela

 Mi compañera de trabajo, Gisela, fue el amor que me rompió el corazón cuando empecé a trabajar en el centro de llamadas de Juan Díaz, Panamá, y luché como un león para conquistarla al tener  25 años.

Soñaba con acariciar sus cabellos oscuros ensortijados y que me hipnotizaba, moría por esos ojos pardos, mientras nadaba en su nevada piel, principalmente en sus muslos encantadores.

Planifiqué un lanzamiento de obús de versos con una amiga de ambos como mensajera, luego le envié la aviación para arrojar las bombas de girasoles, rosas rojas y claveles.

Rematé con enviar una división de chocolates, una caja de música y tarjetas con dibujos de amor, sin embargo, Gisela logró resistir todos mis ataques porque tenía un bunker que la protegía.



Me preguntaba la razón por la cual ella aceptaba mis obsequios, pero cuando estaba cerca de mí se tornaba nerviosa y se retiraba de inmediato.

Pensaba que mi amiga, llamada Eva, ocultaba algún secreto porque era imposible que Gisela no me dirigiera la palabra, hiciese un gesto de agradecimiento o sonriera.

Todo fue por mensajes a través de Eva, pero Gisela ni siquiera movía los labios para decirme hola.

Me sentía desesperado y en las noches era prisionero del insomnio porque me preguntaba si hice algo malo o de pronto la fémina no le gustaban los caballeros románticos.

Un lunes fui a laborar en el turno mañanero, vi que el puesto de Gisela estaba vacío, mi alerta se disparó de inmediato y fui donde Eva para interrogarla sobre lo que ocurría.

Respondió que mi amada estaba de vacaciones, sin embargo, eso fue lo de menos porque me arrojó una bomba de neutrones que destrozó mi mente, cuerpo y alma.



Gisela tenía novio, se casaría, luchaba contra ella misma porque llevaba dos años con su pareja y de pronto apareció un saxofonista y compañero de trabajo a conquistarla.

Fue como si una gigantesca torre se desmoronaba dentro de mí.

Pasó el mes de vacaciones, Gisela no regresó, me fui quince días de descanso y al retornar supe que la mujer renunció al centro de llamadas y se casó con su novio.

A pesar de que la amé, desconozco si ella lo sabía, aunque fue inteligente para aplicar la consigna que es mejor un loco conocido que uno por conocer.

Pasaron diez años, no sé nada de Gisela y dudo mucho que la vuelva a ver.

Fotografía de Bruna Gabrielle Félix y Pixbay de Pexels.

 

 

 

 

 

Factura a la italiana

 El cuerpo de don Mario Marchetti quedó boca arriba en la alfombra gris, con una inmensa mancha ladrillo, con cuatro impactos de bala en el tórax, corazón, estómago y la laringe.

Uno de los investigadores al ver la escena del crimen corrió al baño a vomitar porque la impresión era muy fuerte, sin embargo, de inmediato descubrieron que algo extraño sucedía.

Ambas lámparas de mesita en la alfombra, las sábanas revueltas, las cortinas arrancadas, las uñas de la víctima presentaban alguna piel arañada y tenía un golpe en su ojo derecho.

Hubo una fuerte lucha antes de ser ultimado o peleó como un tigre y no era necesario ser un doctor en investigaciones para saberlo.



En la billetera del comerciante italiano radicado en Panamá, tenía nueve billetes de a cien dólares, sus joyas y otros valores estaban intactos, lo que inducía a que no fue un robo, sino un homicidio por encargo.

Los primeros sospechosos fueron los familiares, sus hijas sometidas a   interrogatorio, declararon estar con su madre en San Carlos, en la casa de playa, mientras su padre realizaba algunos arreglos a su propiedad en Portobelo, Colón.

Nadie vio nada, no se escucharon disparos, posiblemente eran asesinos profesionales que usaron silenciador y se perdieron, se alertó a los puertos, aeropuertos y a Paso Canoas,  y dos colombianos fueron detenidos en el aeropuerto Internacional de Tocumen.

Entraron el domingo en la mañana y el lunes pretendían salir del país a las 9:00 a.m., lo que llamó la atención de los inspectores de migración, por ser una visita extremadamente breve y no eran ejecutivos internacionales.



Los tipos cantaron, viajaron por encargo a hacer el trabajo, les pagaron 10 mil dólares en efectivo a los dos e incluso el dinero llevaba el papel para sujetarlo con el sello del banco, así con ese dato se supo dónde y quién efectuó la transacción.

En tres días se giró orden de detención contra Mario Marchetti Sossa, su hijo de la víctima, quien huyó a Roma y posteriormente a Palermo.

Fue un proceso largo y engorroso hasta que fue publicado en los diarios de Sicilia que el hijo de un italiano ordenó su muerte para quedarse con sus propiedades en Panamá e Italia.

Peligro latente para Mario hijo, el asunto era público y los jefes de la mafia siciliana estaban molestos con él.

Para el crimen organizado en América, como los colombianos o mexicanos, se mata a cualquier pariente con el fin de no perder dinero, no obstante, la mafia italiana considera la familia como sagrada en extremo.

Mario hijo pretendió reunirse con representantes de la Cosa Nostra, aunque fue rechazado.

Pasaron seis meses del asesinato del comerciante italiano, Mario hijo salía de un restaurante y le metieron doce balazos.

Así terminó el parricida porque la costumbre italiana es muy distinta a la panameña e incluye la de los mafiosos.

Fotografías cortesía de Dreamstime no relacionada con la historia.

 

 

 

 

 

 

La casa de madera

Otra noche más para Tatito, mal alimentado, un vaso con una bebida de frutas más una galleta de María en la cena porque no había dinero para mejores alimentos y eran seis bocas que mantener.

Con la madre Evelyn, sumaban siete, así que Tatito se durmió en su camarote con su hermano Fernando, ambos en posición que se miraban los pies porque eran delgaduchos y sobraba espacio.

Soñaba con días mejores, su madre, vendía chicheme, empanadas y tortillas para ganarse la vida, en el barrio El Marañón, al final de los años 70, en una zona que construyeron los estadounidenses para los trabajadores antillanos que edificaron el Canal de Panamá.

Toda una supervivencia en la selva de cemento, entre ratas, alimañas, alacranes, aguas oscuras y tuberías rotas que disparaban misiles que diseminaban un olor que casi destrozaba las fosas nasales.



Su padre los abandonó para irse con otra mujer, no había leyes que lo obligasen a pagar pensión alimenticia, así que el masculino se esfumó sin dejar rastro alguno.

Los niños se divertían en el viejo caserón de madera cuyas tablas se oscurecían por la carrera del reloj, mientras que los clavos eran un arcoíris grisáceo, negro, pardo y colores fríos.

Pasatiempos como país, animal o cosa; la lata, compañerito pío-pío, mamá y papá, pan con queso, la tiene y otros juegos eran los favoritos porque la economía pujante del régimen militar no visitaba los guetos de la capital.

Ir al baño era todo un espectáculo, con el papel sanitario, la tasa del inodoro, cepillo de dientes, toalla y jabón.

La vergüenza estaba exiliada, todos evacuaban, era normal, común y corriente, nadie se burlaba, los vecinos se saludaban con una alegre sonrisa antes de entrar a cagar.

Migrantes domésticos, chilenos, colombianos y centroamericanos en busca de un mejor futuro, aunque por el momento era lo único que poseían y la esperanza de que todo cambiara.



Las paredes colisionaban con el humo de marihuana, abundante cosecha de botellas de diluyente que olían los malandrines, aunque no todos hacían cosas malas.

Un lugar donde se reía, lloraba, se bailaba en Navidad y Año Nuevo, se gozaba el carnaval y cualquier fiesta.

De ese inmueble, salieron putas, asesinos, ladrones, drogadictos, abogados, periodistas, ingenieros, modistas y mecánicos.

Una vivienda de dos plantas, cuatro baños y 60 cuartos-casa, donde nacieron decenas de historias.

Así fue la casa de madera.

Imágenes cortesía de la Junta Comunal del Chorrillo no relacionadas con la historia.