Otra noche más para Tatito, mal alimentado, un vaso con una bebida de frutas más una galleta de María en la cena porque no había dinero para mejores alimentos y eran seis bocas que mantener.
Con la madre Evelyn, sumaban siete, así que Tatito se durmió en su camarote
con su hermano Fernando, ambos en posición que se miraban los pies porque eran
delgaduchos y sobraba espacio.
Soñaba con días mejores, su madre, vendía chicheme, empanadas y tortillas
para ganarse la vida, en el barrio El Marañón, al final de los años 70, en una
zona que construyeron los estadounidenses para los trabajadores antillanos que edificaron
el Canal de Panamá.
Toda una supervivencia en la selva de cemento, entre ratas, alimañas, alacranes,
aguas oscuras y tuberías rotas que disparaban misiles que diseminaban un olor
que casi destrozaba las fosas nasales.
Su padre los abandonó para irse con otra mujer, no había leyes que lo
obligasen a pagar pensión alimenticia, así que el masculino se esfumó sin dejar
rastro alguno.
Los niños se divertían en el viejo caserón de madera cuyas tablas se
oscurecían por la carrera del reloj, mientras que los clavos eran un arcoíris grisáceo,
negro, pardo y colores fríos.
Pasatiempos como país, animal o cosa; la lata, compañerito pío-pío, mamá y
papá, pan con queso, la tiene y otros juegos eran los favoritos porque la
economía pujante del régimen militar no visitaba los guetos de la capital.
Ir al baño era todo un espectáculo, con el papel sanitario, la tasa del
inodoro, cepillo de dientes, toalla y jabón.
La vergüenza estaba exiliada, todos evacuaban, era normal, común y
corriente, nadie se burlaba, los vecinos se saludaban con una alegre sonrisa
antes de entrar a cagar.
Migrantes domésticos, chilenos, colombianos y centroamericanos en busca de
un mejor futuro, aunque por el momento era lo único que poseían y la esperanza
de que todo cambiara.
Las paredes colisionaban con el humo de marihuana, abundante cosecha de botellas de diluyente que
olían los malandrines, aunque no todos hacían cosas malas.
Un lugar donde se reía, lloraba, se bailaba en Navidad y Año Nuevo, se gozaba
el carnaval y cualquier fiesta.
De ese inmueble, salieron putas, asesinos, ladrones, drogadictos, abogados,
periodistas, ingenieros, modistas y mecánicos.
Una vivienda de dos plantas, cuatro baños y 60 cuartos-casa, donde nacieron decenas de historias.
Así fue la casa de madera.
Imágenes cortesía de la Junta Comunal del Chorrillo no relacionadas con la
historia.
Así como salieron malandros, hay muchos profesionales que luchan por darle a sus hijos una mejor oportunidad de vida. Excelente historia 👏👏
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