Chorreada en pintura

Jaime García, de 21 años, era un vendedor ejecutivo de una empresa de automóviles en la Ciudad de Panamá, de mediana estatura, un rostro que asustaba, por lo que le apodaban “Cara de Crimen”, delgado, de mediana estatura, acholado y ojos pardos.

Sus compañeros de trabajo se preguntaban qué tenía el caballero, ya que era un maestro en el arte de conquistar mujeres, principalmente clientes o damas de la “alta sociedad” a quienes chuleaba.

Residía en el edificio 31, de Villa Lorena, con su papá y su madrastra, con quien tenía roces porque la señora quería que su hijastro la pasara por aduanas y este último se negaba.

En la compañía había una bola de corrillos de que “Cara de Crimen” tenía amoríos con doña Alexandra de Papadakis, una catrina de 45 años, gerente de la concesionaria, casada con un griego, “milloneta”, dueño de barcos, accionista en un banco y de una arenera.

El señor tenía 20 años más que su esposa y, como suele ocurrir en la oligarquía y parejas clandestinas, Alexandra solo podía verse con su mocito en hoteles de la Transístmica o de playa.





Un día “Cara de Crimen” se apareció con un Toyota Land Cruiser, del año, con todas las extras y ante la mirada sorpresiva de sus camaradas y de Lucía Miller, una darienita sexy, mitad indígena y mitad negra, roba miradas por su gran trasero y pechos.

Con sus ojos profundamente negros, la dama miraba a “Cara de Crimen” mientras acariciaba sus rizos negros.

Mientras Alexandra se fue con su marido a un viaje a la isla de Creta (Grecia) a ver unos familiares, su novio gozaba en grande con Lucía y el billetón que le dejó su amante antes de abordar el avión.

El mes que la “encopetada” estuvo fuera del istmo, “Cara de Crimen” y Lucía se fueron a paradisíaca isla de Taboga, a la Calzada de Amador, las discotecas de calle 50, cruzaron el Canal de Panamá y derrocharon dinero ajeno.

La clave del éxito del varón era su labia, porque no tenía atractivo y daba la impresión de que solamente le faltaba el machete para cortar monte.

Al regresar, Alexandra de Papadikis, se enteró de las andanzas de su novio, intentó calmarse, pero se sintió burlada y herida.



Llamó a su amante a la oficina donde se formó una discusión. Los gritos se oían en todo el local o en otras palabras ardía Troya en calle 50.

Cegada de celos, Lucía fue donde estaba la pareja.

En ese momento pintaban las oficinas, por lo que la mujer tomó una lata de pintura blanca, llamó a la puerta, cuando la esposa del griego le abrió, Lucía le arrojó un galón de pintura a la cabeza a su jefa.

Los colaboradores sorprendidos observaron como el traje de Dolce & Gabanna, azul, se chorreaba de blanco, el costoso peinado de la dama y su rostro se tornó como una nieve derretida.

La señora “encopetada” no dijo nada, solo lloró y se internó en su oficina. No quería un escándalo marital que terminara en divorcio y sin su jugosa herencia.

Allí no acabó todo.

A la hora “Cara de Crimen” y Lucía pasaron por la oficina de RRHH por su liquidación, pero a la novia del acholado nada le correspondió por el daño que pagó del vestido y cuyo precio era de 4 mil dólares.

 

 

´Cero tolerancia´

Ralph Wilson, era un diplomático estadounidense de 35 años, oriundo de Chula Vista, California, trabajaba para el Departamento de Estado, en la sección de Asuntos de Asia.

Sin embargo, no era de su agrado porque había estado en Alemania, México, Filipinas, Panamá, Egipto y su sueño era que lo trasladaran a la embajada norteamericana en Colombia.

Blanco, de ojos azules, de casi dos metros, delgado y cabello rubio, Ralph Wilson, era divorciado con una hija y como muchos diplomáticos solteros de Estados Unidos, rogaba para que lo trasladaran hacia Bogotá.

No era un secreto para quienes trabajaban en el Departamento de Estado o la cancillería de EUA que los funcionarios solteros pedían a gritos que los mandaran allí.

El cambio de dólares a pesos colombianos le triplicaba el salario, que oscilaba en unos seis mil dólares mensuales Y  que a principio del siglo XXI se traducía en nada más y nada menos que doce millones de pesos.



Aparte de eso, las colombianas eran otra arista por la cual pedían ser enviados allí y aunque fueran cíclopes, cualquier diplomático estadounidense enganchaba alguna “sardina” o “cuchita”, dependiendo de su gusto.

Algunas nativas del país sudamericano lo veían como un pasaporte para salir de su país que contaba con numerosas riquezas naturales, pero la pobreza era como el Everest.

Lo cierto que el Departamento de Estado aplicaba una política de “cero tolerancia” a sus funcionarios por las cagadas cometidas, principalmente porque en uno de los locales de Bogota Beer Company, de la 85, un grupo de ellos, ebrios, protagonizó una pelea de proporciones mayores.

Con jugoso salario, un apartamento en Chicá y exoneraciones para vehículos importados, Ralph Wilson, se preparaba para su aventura.

Se enamoró del rico clima de la ciudad, su organizada estructura de calles y carreras, el Transmilenio, los edificios de ladrillos, la changua (desayuno a base de leche y huevo), sus mujeres, entre otras cosas.

A la semana de estar en Bogotá, se fue con unos diplomáticos estadounidenses a almorzar a la Pesquera Jaramillo de la Zona Rosa, específicamente de la 85, a disfrutar de una langosta canadiense de 150 mil pesos (unos 75 dólares).

El destino le tenía otra jugada, ya que conoció a Daniela Ortegón, una camarera oriunda de Cuba, uno de los barrios más pobres de Pereira (Risaralda).

Aunque la dama no hablaba inglés y Ralph conocía pocas palabras en castellano se empataron de inmediato.



Daniela Ortegón de estatura mediana, rubia, con cuerpo voluptuoso, ojos miel, cabello rizado y mirada de imán, se dio cuenta de que se ganó la lotería con el extranjero.

El hombre la recogió a las 10 de la noche a la salida y se perdieron a un lugar desconocido.

Fueron tres días de alcohol, sexo y drogas, el diplomático no se presentó a su puesto, ni llamó para reportarse enfermo y sus superiores empezaron a preocuparse.

Los diplomáticos de EE.UU. tenían prohibido viajar fuera de Bogotá en carretera porque podrían ser blanco de secuestros por la guerrilla izquierdista.

Cuatro días después, uno de los conductores de la embajada lo vio en La Candelaria caminando y tomado de la mano con su novia.

El empleado notificó y lo fueron a buscar al restaurante donde almorzaba con la dama.

Un carro con matrícula diplomática llegó, se bajaron tres norteamericanos, lo subieron, dejaron a la mujer sola y se marcharon.

Al día siguiente, Ralph Wilson, estaba en un aeropuerto de Catam en un avión con destino a Washington D.C., le quitaron todos los privilegios y perdió su puesto laboral.

Le aplicaron la política de “cero tolerancia”, se quedó sin novia colombiana y sin trabajo.

Cuando se junta el ganado

Carlos Eduardo era un panameño que se fue a vivir a Bogotá para trabajar en una empresa petrolera, tras estudiar en la Universidad de Bucarest, Rumania. Se llevaría la sorpresa de su existencia allí. 

Como en Panamá nadie le daba trabajo como ingeniero petrolero,  un amigo suyo  lo ayudó para obtener la plaza laboral y se fue a la cosmopolita ciudad sudamericana.

Le fascinó el clima, los edificios de ladrillos, la autopista Norte, Chicá, la Zona Rosa, la Circunvalar, la Séptima, el ajiaco y las numerosas actividades culturales, pero además le encantaron las mujeres.

Soltero, sin hijos, a sus 26 años, de tez canela, de mediana estatura, cabello lacio, medio atlético, ganaba un salario de seis millones de pesos al mes, lo que en el 2004, al cambio, eran tres mil dólares, más un apartamento en Cedritos y viáticos para los trabajos de campo.



El lugar favorito de Carlos Eduardo era Aguapanelas de Cedritos, cerca de su casa, también le encantaba arrancarse en Bogota Beer Company, de la calle 85, donde cazaba lindas chicas.

Durante uno de esos arranques en Bogotá Beer Company de la 85, conoció a Diana Carolina, rubia, de ojos verdes, delgada, senos pequeños y sonrisa atractiva, pero una tigresa de proporciones mayores.

El flechazo entre la dama, oriunda de Antioquía, y el istmeño fue de inmediato.

Ella lo entrenó en el cambio de monedas, lo llevó al Monserrate, al parque Jaime Duque, al Castillo Marroquín de Chía, al Parque del Rock y otras zonas de esa bella ciudad.

Todo iba viento en popa hasta que en una reunión laboral conoció a Ana Milena, caleña, de piel canela, voluptuosa, ojos pardos, cabello lacio y de mediana estatura.

Carlos Eduardo comenzó a perdérsele a su novia para fugarse con la caleña a bailar salsa, ya que la fémina era una maestra en ese ritmo, como muchas personas oriundas de Cali.

La “paisa” sospechaba que su pareja extranjera le ponía los cuernos, no tenía evidencias, sin embargo, decidió visitarlo un sábado casi a media noche a su apartamento.



El caballero se encontraba “bicicleteando” con la caleña cuando sonó el citófono. 

Del otro lado, el vigilante le informaba que su novia lo buscaba, Carlos Eduardo le respondió que le dijera que no estaba, pero  Diana Carolina insistió hasta que el hombre bajó.

Se formó una discusión de proporciones mayores entre la pareja y a la que se unió la caleña, lo que transformó el disturbio menor en dos contra uno.

Dos féminas engañadas y juntas es peor que una manada de hienas con hambre de una semana, así que entre las dos lo amarraron con unas pañoletas, Ana Milena sacó una tijera de la cartera, le cortó el cabello y lo encueraron.

Posteriormente, llegó la policía, cargó con los tres a un CAI (Centro de Atención Inmediata) y luego a un juzgado nocturno.

Todo fue filmado por un camarógrafo de City TV, noticia que divulgaron en el segmento “Así Amanece Bogotá” el lunes en la mañana y que vieron los ejecutivos de la empresa Ecopetrol, donde laboraba el panameño.

Tres días después, Carlos Eduardo aterrizaba en el aeropuerto de Tocumen, sin trabajo porque lo botaron, por dar mala imagen a la empresa, mientras que la caleña y la paisa se hicieron compinches.

El engaño de un hombre las hizo casi hermanas y el masculino gozó de su aventura colombiana solo cuatro meses. 

 

La rubia de la discoteca

 Armando Leras, se la pasaba todos los fines de semana en discoteca con sus amigos y donde había una rumba se presentaba para cazar damas.

Rubias, blancas, chinas, negras o mestizas estaban a merced de su blanco porque no tenía un modelo específico de fémina, solo que tuvieran senos y ustedes ya saben qué.

Un martes salió de la universidad, ingresó a un antro de dos pisos, ubicado justo en la vía España, de la ciudad de Panamá.

Armando Leras no estaba solo, sino con grupo del salón que lo acompañaron porque terminaron los semestrales y se merecían parrandear, tras “quemarse” las pestañas y pasar sueño.

El grupo estaba abajo, frente a la escalera estaba el bar gigantesco, una puerta de salida por seguridad, una pista inmensa y alrededor de ella numerosas mesas con sus respectivas sillas.



Como era bar abierto, pidieron güisqui con ginger en grandes cantidades y luego vino la tanda de la música electrónica.

Armando era feliz, sacó a bailar a una de las chicas del salón, la dama aceptó y se fueron a pista a mover el esqueleto.

Las canciones de Real McCoy, Modjo, Haddaway, Daft Punk y otras, además de los tragos, comenzaron a revolver el cerebro de la pareja.

Al terminar, ya afectado por el alcohol, Armando Leras, fue a la barra a pedir otro trago de la bebida inglesa cuando la vio.

Rubia, alta, con un traje pegado, senos inmensos, maquillada en extremo y blanca como un río lácteo.

El caballero de marras, era alto, blanco, se afeitaba la cabeza y con cuerpo de fisiculturista, no perdió tiempo y le cayó a su objetivo como zorro que caza pollos.



La música era tan alta que casi no se escuchaba lo que hablan, pero se fueron a la pista en la tanda de salsa, donde el hombre practicó “manoterapia” por todo el cuerpo de su pareja y luego llegaron los besos.

Sus compañeros solo miraban, algunos reían, sin embargo, ninguno abrió la boca porque decidieron ser meros espectadores.

Al culminar el baile, se fueron de nuevo al bar a “chupar” guaro y comerse a besos, hasta que Mariana Puzzuelo, quien bailó con el hombre anteriormente, le dijo a Armando Leras que su acompañante no era otra cosa que un travesti.

Se dio cuenta de que era la comidilla de los clientes que lo miraban y reían, molesto le metió un puñetazo al travesti, pero este respondió como hombre con un derechazo en la barbilla que no dejó noqueado.

Nadie intervino en la riña, los amigos despertaron a Armando y el travesti abandonó el local muerto de la risa.

Cuando le contaron la historia al viejo José Chanis, este dijo que en esos casos siempre se debe mirar la manzana del cuello para evitar que te salga un domingo siete como a Armando Leras.

Más bruto que un caballo

La gallera estaba repleta de apostadores, con su redondel, las gradas con asientos de madera con hombres y damas, quienes gritaban a todo pulmón durante la pelea.

Entre el público estaba María Luz Aranda, de piel blanca como la nieve, cabello lacio negro, ojos pardos, cuerpo de concursante de belleza y alta.

A la dama la dejó plantada un pretendiente que era un asiduo cliente de esa gallera, pero eso no impidió que conociera a Aniceto Pérez, a quien llamaban “Rabo de Puerco”.

De baja estatura, de raza negra, cabello rizado, ojos oscuros y barriga de cervecero, “Rabo de Puerco”,  el masculino la invitó a beber güisqui en el bar con la finalidad de pasar el rato.



El hombre estaba feliz porque su gallo ganó y quedó loquito con María Luz, oriunda de Santiago de Veraguas (Panamá), aunque dormía donde una tía en Aguadulce, provincia de Coclé, los fines de semana.

Lo que no sabía “Rabo de Puerco” era que la chica de 23 años, era una troglodita, interesada y sin sentimiento alguno. Caras vemos y corazones no.

Si bien es cierto, Aniceto de 45 años, no era millonario, tenía unas tierras con sembradío de arroz, una abarrotería en la ciudad coclesana, cuatro cuartos de alquiler y un gallo de pelea al que llamaba “Stalin”.

El animal era su orgullo y también su nueva novia, quien con el tiempo se convirtió en su dolor de cabeza porque carne blanca es la perdición del negro.

Gastos de ropa, joyas, dinero para caprichos, viajes por el país y otras erogaciones, sin embargo, cuando él protestaba, ella lo transportaba al paraíso con el cóncavo que trajo al nacer.

Mercedes Díaz, era amiga de “Rabo de Puerco”, enamorada del caballero, le aconsejaba que dejara esa relación porque no le traería nada bueno, no obstante, Aniceto “estaba creyendo”.



Discusiones dentro de la casa, gritos y riñas. Ella lo amenazaba constantemente que lo dejaría porque renunció a su trabajo en Santiago de Veraguas para vivir con él y recuperarlo no sería fácil.

La mujer no andaba con “limpios” y así se lo hizo saber, desde que lo conoció, ya que su miel era cara y no cualquier hombre podría costearla.

Un fin de semana “Rabo de Puerco” se fue a la capital y al regresar encontró en su nido de amor solo un petate porque su mujercita lo mudó.

Dos días después, se llevaron presa a María Luz, acusada de hurto y abuso de confianza, y mientras el hombre lloraba, Mercedes lo consolaba.

A la semana, en la gallera de Aguadulce, “Stalin” peleaba con “Roco” y apenas empezó el espectáculo le metieron un espuelazo en el pescuezo al primero y lo mataron.

“Rabo de Puerco” se pegó una borrachera en un bar donde  conoció a José Chanis, un hombre veterano y con vasta experiencia, a quien le contó toda su historia.

José Chanis le aconsejó que un varón no vive con una mujer que acaba de conocer y que tampoco gastara dinero en esas peleas porque era botarlo.

“El hombre que cree en mujer y gallo es más bruto que un caballo”, fue la frase del señor.

A los dos años “Rabo de Puerco” se casó con Mercedes, también blanca, de ojos miel, cabello negro y delgada. No todas las féminas son malas.

El hombre aprendió la lección y el padrino de la boda fue José Chanis.

Solo ‘mala leche’

Su astucia le provocó que viajara desde Quibdó hasta Cartagena de Indias con el fin de colarse en un barco con destino a Europa, específicamente a España, ya que no tenía la intención de migrar a Estados Unidos porque fue deportado dos años antes.

Pedro Caldas, alto, su era mamá indígena y su padre un descendiente de esclavos, no tenía trabajo en su país, ni idea de irse a Bogotá porque no quería quedarse donde un primo suyo que vivía en Ciudad Bolívar, la zona más pobre de la capital de ese país.

Se quedó dos días donde su hermano, luego se fue al puerto para hacer un estudio de cómo subir a un barco como polizón y llegar hasta el viejo continente.

El hombre, a la semana, logró entrar en Miss Allison, un con 500 dólares en el bolsillo, se mezcló entre los marineros, trabajó limpiando la nave y nadie le pidió un solo documento.

No siempre salen los planes como un quiere, debido a que la embarcación no se dirigió a España, pasó por el Canal de Panamá y subió el océano Pacífico con destino al puerto de Los Ángeles.



Mientras el barco surcaba no preguntó su destino porque no quería delatarse y era un indocumentado, no un pendejo.

Al llegar la nave a su destino, Pedro Caldas estuvo dos días en la motonave y luego bajó, pero no sabía dónde ir.

Ando, caminó, durmió en el centro de Los Ángeles hasta que llegó a Skid Row, una zona pobre de esa ciudad y repleta de drogadictos, ebrios y gente sin vivienda o lo que le llaman en EE.UU.  “homeless”.

Compartió varios días con unos veteranos de guerra abandonados por el gobierno y conoció a Tiffany Meyer, una estadounidense que migró desde Dakota del Norte en busca del “sueño americano”.

Rubia, de mediana estatura, cabello lacio, ojos azules, pronunciadas ojeras, rostro arrugado y delgada, producto de la metanfetamina.

Fue su mujer durante dos semanas, en una relación donde ninguno de los dos se comprendía porque la mujer no hablaba castellano y el tampoco dominaba el caballero inglés.

Para el sexo no hace falta ningún idioma.



Vivían de la calle, de hurtar casas y bebían a diario hasta que el colombiano se cabreó de esa vida y se marchó.

Pedía aventones hasta que llegó a Anaheim, cerca del parque de Diversiones Walt Disney, le encantó y durmió bajo un puente.

A los dos días, hubo un operativo de US Migration por la zona, un agente pensó que era mexicano, dado su aspecto físico, le pidió documentos y no hubo respuesta.

Lo llevaron a una cárcel de migración de esa ciudad y al tomarle las huellas dactilares, apareció en la computadora que lo deportaron de Nueva Jersey hacía dos años por ser indocumentado.

Una semana después, Pedro Caldas,  fue deportado a su país, aterrizó en Bogotá y lo recibió su primo Alfonso Caldas, quien se lo llevó a Ciudad Bolívar, donde decidió luchar por su futuro en su nación y no migrar más.

 

Wendy y Michel

Todos los viernes, Macedonio Ortega, subía a su carro en las noches y se dirigía rumbo al Acropol, el reconocido bar de desnudos, ubicado en calle 17 de Santa Ana, donde se ahogaban las penas, llovía la infidelidad y se desataban tormentas de amor no correspondido.

Una de las chicas del local, identificada como “Wendy” era la “novia” del caballero, quien lo esperaba en los famosos viernes culturales, bebían, bailaban y posteriormente se iban a la pensión La Luna, ubicada en la misma calle, para subir al cielo.

El hombre no tenía problemas de dinero, ya que ganaba suficiente en un puesto de subjefe en la Autoridad del Canal de Panamá (ACP), soltero y sin hijos, residía en un apartamento, en la calle 44, Bella Vista.

Era de mediana estatura, delgado, piel canela, cabello lacio y ojos pardos. Tenía 31 años.

Unas 24 mesas, en un amplio salón, a mano derecha de la entrada estaba la caja, al lado el DJ; unos metros más adelante el bar y frente al centro un escenario con un tubo donde las chicas danzaban hasta quedar en traje de Adán y Eva.



Wendy, era una mujer blanca, voluptuosa, pechos pequeños, ojos verdes, cabello alisado, una mezcla de raza negra y caucásica, oriunda de La Romana, en República Dominicana y con 25 años.

Tenía dos hijos en su país y le decía a su familia que laboraba en un banco de Panamá, como suele ocurrir con las damas de la vida alegre extranjeras que mienten por vergüenza a sus parientes.

Una de esas noches rumbosas, la pareja intercambiaba fluidos, no obstante, era observada por Michel, blanca como Wendy,  pero delgada, con pechos grandes y ojos color miel.

Michel escuchaba las historias de Wendy sobre su novio, de los paseos dominicales, compras en almacenes e incluso la posibilidad de vivir juntos en el apartamento del hombre de marras.

Wendy sembró la semilla de la envidia sin quererlo.

Un mes después, Wendy no fue a trabajar, ni avisó, al llegar Macedonio Ortega no la encontró, pero sí a una dama suplente dispuesta a ofrecer sus encantos al caballero enamorado.

La pareja bailaba El jardinero, de Wilfrido Vargas, los dedos del hombre esquiaban por el “Pinatubo” de la también dominicana y se besaban hasta que Wendy entró al local y vio la escena.



Ella no dijo nada, ambos la vieron platicar con el hombre de la caja, Michel dejó a su pareja y se dirigió hacia donde estaba su compañera de trabajo.

Desde lejos Macedonio Ortega observaba la discusión y era imposible escuchar por el volumen de la música.

Vio al centro del escenario y mientras “Topacio” se encueraba ante la mirada de deseo de varios obreros de la construcción, Wendy tomó una botella de gaseosa, la quebró con intención de cortar hasta el apellido de Michel, pero un camarero la detuvo.

Macedonio Ortega, corrió e intentó llevarse a Wendy fuera del local, ella lo rechazó, se fue donde los trabajadores, se sentó en las piernas de un cliente y le acariciaba la ingle para pagarle con la misma moneda a su novio.

Fue entonces cuando el hombre enamorado comprendió que su número ya jugó, nada debía hacer en ese lugar y se retiró. Jamás volvió.

 

Fue por ´lana´ y …

Astrid Laura Galina aprendió a sobrevivir en la vida o dirían otros que abusar de la buena fe de los masculinos, a quienes veía como un cajero automático.

Medía 1.80, de raza negra, pechos y trasero atractivo, cabello alisado y unos ojos oscuros muy, pero muy llamativos.

Cuando algún varón se cruzaba en su camino, lo dejaba casi en la bancarrota, sin embargo, tras sacarle dinero  se marchaba sin despedirse.

En la casa comunal del Ingenio, en Betania, de la capital panameña y conocida como “El Arca de Noé”, se crio, probó de la pobreza y necesidades, luego se cambió a un apartamento en Obarrio, de clase media.

Los lujos eran pagados por sus admiradores.



Tuvo muchos pretendientes, de todos los colores, ideas políticas, limpios, con dinero, políticos, empresarios o profesionales de clase media.

Marco Nieto, enloquecía con ella, pero solo era sacarle plata y nada de regarle un boleto para un periplo en el túnel del amor.

Los amigos del caballero de marras le aconsejaron dejar ese negocio porque lo exprimían como una camiseta en lavadora.

Entre lo que le explicaban era que Astrid Laura Galina no era otra cosa que una “calienta huevo”  y jamás obtendría algo de la dama.

Marco Nieto, trabajaba como vendedor en un almacén de Obarrio, donde la conoció y lo enloqueció.

Santeño, de baja estatura, ojos color miel, cabello castaño y contextura delgada, no cumplía con los requisitos de cuentas bancarias suficientes para complacer los caprichos de la mulata.

Todas las quincenas, la invitaba a cenar al restaurante Napoli de Obarrio, donde tras platicar ella le quitaba casi toda su paga.

Solamente le dejaba para el transporte, lo que comenzó a preocupar a la madre del hombre.



Tiempo después, Astrid Laura Galina conoció a Josef Smirak, un argentino de origen croata, supuestamente establecido en la Patagonia con propiedades, mucho ganado y forrado en plata.

Quedó impresionada con el extranjero, blanco, de ojos azules, cabello lacio rubio y contextura de atleta.

Su lotería pensó la chica, de 25 años, se citaban y “bicicleteaban” todos los días hasta que ella le anunció que tendrían una criatura mestiza, puesto que estaba preñada.

No obstante, el “amarre” o el plan falló porque Josef Smirak desapareció como un fantasma en una cortina de humo, tras dos meses apareció en un periódico que explicaba que fue detenido con fines de extradición hacia Argentina.

El sudamericano era un estafador internacional.

Astrid Laura Galina, al ver la noticia, lloró y corrió donde Marco Nieto en busca de ayuda, quien ni corto ni perezoso le dijo que él no era ningún pendejo y no cargaría chiquillo ajeno, menos de una fémina interesada.

A la mujer se le apagó la fogata que encendió bajo el agua, sin dinero, sin trabajo y con una barriga. ¡Tremendo embrollo!

Sus padres nunca le enseñaron que, tanto el hombre como la mujer, si quieren algo deben trabajar porque irse por la “lana” fácil no es lo correcto, ya que podrías salir trasquilado.

La crónica roja y la novela negra

Algunos lectores se preguntan las razones que las noticias de crónica roja y las novelas negras son el plato fuerte de quienes las redactan, además de un éxito en lecturas.

Los diarios que publican las notas policivas como su principal atractivo enganchan al lector con una fotografía en la portada, la narración no es igual a una noticia común porque se puede escribir como crónica o una historia de interés humano.

Igual pasa con las novelas negras de terror o relacionadas con crímenes, por lo que insisto que un buen título de una noticia es igual a una buena portada de un libro.

Toda nota de crónica roja o novela negra debe tener una entrada-principio que atraiga, una redacción que sea el imán, una descripción adicta y una telaraña que no deje escapar a quien la lee.


De contrario, el lector dejará de inmediato lo que hace y hará otra cosa.

Homicidios, asaltos bancarios, violaciones, revoluciones, secuestros y otros temas van de la mano con el estilo de quien las crea para inventar un submundo, personajes icónicos, locos, ebrios, tontos y sobre humanos.

Por ello, tanto en el cine, como en la televisión, las series policiacas son vistas por millones de personas en el mundo.

En la literatura tenemos Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez; Quinto culpable, de Mercedes Pinto Maldonado; A sangre fría, de Truman Capote y otros títulos.

En la televisión la serie Miami Vice, de EEUU; Gamboa, serie policiaca extraída de los archivos de la policía de Lima (Perú); Policías, de España, El Comisario, en Francia; el Inspector Montalbo, en Italia y Rex, un policía diferente, serie de la televisión austriaca.



Traición, dolor, luto, aventura, riesgos, investigación, trama, intriga, decepción, amor y sexo, son parte de los ingredientes para cocinar un buen asado literario en la crónica roja y novela negra.

Les explico que no es lo mismo escribir una noticia de crónica roja y una novela negra, pues en la primera se informa de la comisión verídica de un hecho punible o delito, mientras que la segunda es una historia amplia que no necesariamente es real.

Quien haya escrito para crónica roja se le abre el camino más fácil para redactar novelas policiacas y de terror porque con el tiempo se aprenden en los periódicos buenas técnicas.

Fotos: Cortesía de la PN de Panamá. 

 

 

La pareja de Dorindo Cárdenas

 Las parejas, apretaditas o cachete con cachete, bailaban al ritmo de la canción “La perra en candela” de Dorindo Cárdenas, en un toldo de Arraiján centro, distrito de Panamá, tres meses antes que culminara el siglo XX.

Blanco, de ojos oscuros, abundante cabello negro, lacio y delgado como una vara para salto de garrocha, era Sergio, quien se encontró con unos amigos para tomarse unas cervezas y disfrutar. No sabía bailar.

Entre las luces, el ritmo del acordeón del fabuloso intérprete de música típica panameña, Sergio vacilaba con sus amigos, mientras miraban las damas en la pista o las que pululaban por el toldo.


La mesa era pequeña, con una botella de güisqui, cervezas, cigarrillos y las sillas eran de plástico que apenas soportaban el peso de los ocupantes.

Sergio estudiaba diseño gráfico y laboraba como guarda de seguridad en una embotelladora, era tímido y de poco hablar, aunque eso no significaba que “tirara ojo” a las féminas.


Los camaradas de farra sacaban a bailar a las mujeres, sin embargo, Sergio nada porque no tenía experiencia en conquistar el sexo contrario, así que se quedó sentado bebiendo.

Media hora después estaba ella, Miranda Cárdenas, con su cabello ensortijado y  castaño claro y ojos verdes, no obstante, ningún varón la invitaba a mover el esqueleto.

Su contextura física espantaba a los caballeros, tres kilos de carne, el resto era de huesos y sus pechos similares a “corozos”.

Delgada en extremo y estaba  con la mirada en busca de un varón que la llevara a pista a disfrutar del ritmo local.

Afectado por el licor, Sergio, alentado por sus amigos, la buscó y se llevó a danzar la canción “Allá en el campo”.



Los compañeros se sorprendieron cuando la pareja se comía a besos. ¿Cómo era posible si Sergio no mataba ni una mosca?

Al terminar la pieza, la sentó en el grupo, bebieron, rieron y dos horas después la pareja se marchó con rumbo desconocido.

Dos tímidos, sin experiencia sexual, en un motel de Arraiján tenía su primera prueba de fuego y sin preservativo alguno.

El asunto fue “a la pedrada” y tras tres asaltos, los nuevos novios durmieron hasta que la recepcionista de la pensión los llamó por el teléfono para decirles la famosa palabra “tiempo”.

Nueve meses después, Miranda dio a luz una preciosa niña, heredó sus ojos y cabello, además de su blanca piel. Tenía el rostro del padre y el cuerpo de la madre.

Les llamaban “La pareja de Dorindo Cárdenas”.

Con el pasar del tiempo, Miranda se transformó en un “penco de hembra”, su volumen corporal aumentó y sus senos también por el embarazo, lo que provocó que la manada de “lobos” atacara para obtener infidelidad de la chiricana, pero ella a todos los rechazaba.

Cuando Sergio y su esposa caminan por las calles de Vacamonte, a los buaycitos se le quieren salir los ojos de lujuria y algunas damas la odian por pura envidia solo porque no tienen esa figura de guitarra como la de Miranda a sus 44 años.

Él ganó porque se fijó en un patito feo que con el tiempo se transformó en una princesa a la que solamente le faltaba el castillo.

Ella le parió tres niñas, le dio de todo, el caballero le correspondió, tuvieron sus altos y bajos, como todo matrimonio, pero el lazo nunca se rompió.

 

Tragedia en Atalaya

 Mónica Cisneros trataba de ocultar su pecado interno, se casó, tuvo un hijo, se diplomó de arquitecta, tenía un trabajo bien pagado y logró que la trasladaran a Santiago de Veraguas, donde hizo una nueva vida.

Se fue con su marido Esteban Pineda, a quien no le molestaba irse hasta la Conchinchina después que estuviese con su mujer, ya que lo enloquecía.

Él laboraba como Contador Público Autorizado (CPA) en uno de los ingenios de esa provincia. Llevaban una vida común y corriente como cualquier pareja que lucha en este mundo.

Mónica Cisneros tenía un marido que no bebía, no fumaba, no iba a discotecas, peleas de gallos, no consumía drogas y la tenía como una reina, sin embargo, por más que el hombre se portara bien, había una pieza que no encajaba.

Él sospechaba que su esposa lo “quemaba” (ser infiel), aunque no tenía evidencias de ello.

Su pareja, de pronto se le perdía, no respondía el móvil e inventaba giras a zonas rurales u otras con la excusa de proyectos nuevos.

Solo Luisito, su pequeño de tres años, era quien lograba unir a la pareja.



Santiago de Veraguas estaba ya desarrollado en el 2019, no era la capital de una provincia sino un área no solamente de granero sino de industria y turismo, lo que atrajo a numerosos migrantes.

Entre esos estaba Alina Thompson, oriunda de Palenque, Colón, que llegó para trabajar como supervisora en una planta procesadora de leche de la capital veragüense.

Hubo un cruce de mirada entre ambas en el Santiago Mall, hicieron amistad y se frecuentaban cuando podían hasta que Mónica rompió su silencio y aterrizó una confesión que las unió como hermanitas siamesas.

Ese fatal domingo 18 de agosto de 2019, Mónica, su marido y su hijo disfrutaban de la piscina del Atalaya Inn, cuando Alina llegó en su vehículo para reclamar.

Alina la presionaba para que abandonara a su marido y vivieran juntas como pareja.

Mónica estaba embobada con los rizos, los pequeños senos, la delgada figura de ébano y los labios gruesos de Alina, mientras que está última disfrutaba de la cabellera castaño claro, los enormes pechos, trasero y blanca piel de su novia oculta.

La mujer casada provenía de una familia penonomeña, ultraconservadora, católica, romana y apostólica, así que ni hablar de abandonar a su esposo.

Habría un diluvio de críticas familiares, amigos y de una sociedad machista que solo sabe señalar con el dedo acusador.



Esa tarde, Alina le dio un ultimátum a su novia. Si no dejaba a su esposo, correría sangre en el río, no obstante, Mónica no le creyó, pero envió a Luisito donde una amiga para que lo cuidara.

Horas después, la colonense se presentaba a la casa del matrimonio, al verla Esteban se encontraba sorprendido y asustado porque la fémina tenía un revólver en su mano derecha y el hombre le preguntó qué ocurría.

No hubo respuesta, pero si un disparo en el estómago, luego en el corazón contra su competencia, posteriormente impactó uno en la frente de su novia y se apuntó a la sien derecha y abrió fuego.

Minutos después, la policía encontró los tres cuerpos, el arma y una nota que decía: “Allá arriba nos amaremos”.

Fotos cortesía de la PN de Panamá. 

Mi primer maestro

 Corría casi la mitad de los años 90, era un joven imberbe, estudiante de periodismo y con muchos deseos de aprender a lo que más me gusta o escribir.

Laboraba como mensajero interno en el Departamento de Relaciones Públicas del Congreso de Panamá, lo que se conoce como Asamblea Nacional de Diputados.

Aprendí a escribir en máquinas manuales Olympia, pero estaba la transición a las eléctricas y mientras practicaba en una de estas últimas, llegó un señor como de 42 años, delgado, blanco, cabello negro, vestía pantalón negro y una camisilla blanca.

Me preguntó lo que hacía.

-Escribiendo-, respondí.

No me dijo más nada, siguió su camino y al día siguiente lo vi en la mañana fumándose un cigarrillo.



Como soy fumador, entré por esa puerta porque ya sabía que se trataba de Robert Kirk Fernández, periodista, exdirector de varios periódicos y un filólogo ultraconservador.

Al revisarme mi primer artículo, arrugó la página, me miró con caras de pocos amigos.

-Si quieres escribir bien, debes leer mucho más de lo que haces ahora-, me aconsejó el caballero.

Luego se desarrolló una amistad irrompible entre el maestro y el alumno. El estudiante de periodismo de segundo año y el experto en la lengua castiza.

Tras 28 años de ese encuentro, soy un hombre maduro de 53 años, mi maestro tiene aproximadamente 72, vivito, lúcido y aún es quien me corrige los manuscritos, documentos que vienen de vuelta con revisiones en rojo y sus chistosos comentarios.

A pesar de ser un gruñón de primera categoría, Robert nunca me hizo una grosería o algún maltrato profesional.



Hoy soy periodista, con un largo recorrido de labor en la radio, tv y periódicos, seis títulos públicados en Amazon, ultraconservador de la legua española y declarado enemigo de los anglicismos.

Muchas de esas influencias se la debo al profesor Robert Kirk Fernández, hoy retirado ya en su casa con su familia.

Después tuve otros maestros como Juan Pritsiolas, actual director del diario Crítica, pero siempre me recuerdo del viejo gruñón, amoroso y excelente maestro que es Robert Kirk Fernández.

¡Mil gracias Robert Kirk!