La pareja de Dorindo Cárdenas

 Las parejas, apretaditas o cachete con cachete, bailaban al ritmo de la canción “La perra en candela” de Dorindo Cárdenas, en un toldo de Arraiján centro, distrito de Panamá, tres meses antes que culminara el siglo XX.

Blanco, de ojos oscuros, abundante cabello negro, lacio y delgado como una vara para salto de garrocha, era Sergio, quien se encontró con unos amigos para tomarse unas cervezas y disfrutar. No sabía bailar.

Entre las luces, el ritmo del acordeón del fabuloso intérprete de música típica panameña, Sergio vacilaba con sus amigos, mientras miraban las damas en la pista o las que pululaban por el toldo.


La mesa era pequeña, con una botella de güisqui, cervezas, cigarrillos y las sillas eran de plástico que apenas soportaban el peso de los ocupantes.

Sergio estudiaba diseño gráfico y laboraba como guarda de seguridad en una embotelladora, era tímido y de poco hablar, aunque eso no significaba que “tirara ojo” a las féminas.


Los camaradas de farra sacaban a bailar a las mujeres, sin embargo, Sergio nada porque no tenía experiencia en conquistar el sexo contrario, así que se quedó sentado bebiendo.

Media hora después estaba ella, Miranda Cárdenas, con su cabello ensortijado y  castaño claro y ojos verdes, no obstante, ningún varón la invitaba a mover el esqueleto.

Su contextura física espantaba a los caballeros, tres kilos de carne, el resto era de huesos y sus pechos similares a “corozos”.

Delgada en extremo y estaba  con la mirada en busca de un varón que la llevara a pista a disfrutar del ritmo local.

Afectado por el licor, Sergio, alentado por sus amigos, la buscó y se llevó a danzar la canción “Allá en el campo”.



Los compañeros se sorprendieron cuando la pareja se comía a besos. ¿Cómo era posible si Sergio no mataba ni una mosca?

Al terminar la pieza, la sentó en el grupo, bebieron, rieron y dos horas después la pareja se marchó con rumbo desconocido.

Dos tímidos, sin experiencia sexual, en un motel de Arraiján tenía su primera prueba de fuego y sin preservativo alguno.

El asunto fue “a la pedrada” y tras tres asaltos, los nuevos novios durmieron hasta que la recepcionista de la pensión los llamó por el teléfono para decirles la famosa palabra “tiempo”.

Nueve meses después, Miranda dio a luz una preciosa niña, heredó sus ojos y cabello, además de su blanca piel. Tenía el rostro del padre y el cuerpo de la madre.

Les llamaban “La pareja de Dorindo Cárdenas”.

Con el pasar del tiempo, Miranda se transformó en un “penco de hembra”, su volumen corporal aumentó y sus senos también por el embarazo, lo que provocó que la manada de “lobos” atacara para obtener infidelidad de la chiricana, pero ella a todos los rechazaba.

Cuando Sergio y su esposa caminan por las calles de Vacamonte, a los buaycitos se le quieren salir los ojos de lujuria y algunas damas la odian por pura envidia solo porque no tienen esa figura de guitarra como la de Miranda a sus 44 años.

Él ganó porque se fijó en un patito feo que con el tiempo se transformó en una princesa a la que solamente le faltaba el castillo.

Ella le parió tres niñas, le dio de todo, el caballero le correspondió, tuvieron sus altos y bajos, como todo matrimonio, pero el lazo nunca se rompió.

 

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