Mi nueva jefa

 Nunca me imaginé que un asado en la casa de playa de mi jefe provocaría un giro radical en mi existencia, y es que en este mundo las sorpresas llueven como en época de huracanes.

Llegué al palacete de Lizandro, mi jefe, en mi carro, yo trabajaba como gerente de turno en un casino de la ciudad de Panamá, mi superior me prometía desde hacía meses un incremento salarial, pero nada.

Me cebó para que creyera en él y eso precisamente ocurrió hasta que llegó la invitación.

Soy José Luis, con 25 años, recién graduado de administración de empresas en la Universidad de Panamá (UP), desde los 22 años inicié mis labores en el casino como tallador y fui pasado a otros puestos hasta llegar a la gerencia de turno.



Para calmarme un poco, mi jefe, uno de los accionistas de la compañía, me preguntó si quería pasar un fin de semana en su casa de playa y para que hiciera una lechona rellena y asar carne porque me encanta cocinar.

Acepté, llegué el sábado al mediodía, Lizandro me mostró la habitación donde dormiría, dejé mi equipaje y de inmediato preparé el animal con miel de abeja, jugo de naranja, lima y limón, sal, mostaza, hojas de culantro, paprika y otras especies.

Los invitados llegaron temprano, me presentaron a Laila, una señora de unos 45 años, blanca, se notaba que pasó por el quirófano porque sus senos y traseros estaban intactos.

Laila quería comerme con los ojos, fue sola, a pesar de que estaba casada y con tres hijos.

A la hora se formó el baile entre los 20 invitados, comieron y bebieron vino, cervezas, ron y vodka.



Todos gozamos durante seis horas y cuando ya el alcohol hizo su trabajo, nos retiramos a descansar, pero el asunto no terminó allí porque Laila se apareció en mi habitación con un negligé rojo.

Le caí encima, nos revolcamos en la cama, no se escuchaba nada por el aire acondicionado, la fémina se colocaba en todas las posiciones como una actriz porno, me acariciaba y pensé que me devoraría vivo.

Al terminar nos dormimos y temprano en la mañana, Lizandro llamó a la puerta, pero le abrió Laila y el tipo se cabreó conmigo.

Me despidió de inmediato, sin embargo, la mujer lo desautorizó y le gritó que en la próxima junta directiva de accionistas sería removido de su cargo de vocal.

Casi caigo de nalgas al escucharla, creí que era una invitada más y resultó ser quien más acciones poseía en el casino. ¡Qué leche la mía!

Fotografías cortesía de Pixbay de Pexels.

 

El guardia ucraniano de Sobibor

Bodhan Melnyk era uno de los 70 mil guardias ucranianos dispersos por Polonia durante la II Guerra Mundial, al servicio de los nazis cuando invadieron su país en 1941.

Desataba su furia sobre los prisioneros judíos polacos y soldados rusos en el campo de Sobibor, ya que como muchos odiaba a la Unión Soviética y lo que oliese a ella.

La hambruna provocada por Stalin en Ucrania germinó la semilla del mal y numerosos compatriotas recibieron a los alemanes como héroes o salvadores, como también sucedió en las repúblicas bálticas Estonia, Letonia y Lituania.



Melnyk, era rubio, ojos azules y alto, golpeaba con la culata de su fusil a los internos del campo de Sobibor, mientras era observado por los militares nazis, quienes se sorprendían de la brutalidad del guardia.

Con el cerebro lavado, los rusos, judíos y gitanos eran subhumanos, no debían estar en este mundo porque contaminaban la raza aria y lo correcto era borrarlos del mapa, afirmaba el guardia. 

Cuando llegaron varios prisioneros soviéticos, entre ellos Sasha, su sentimiento racista se incrementó, sin embargo, no tenía idea que las víctimas planificaban algo importante.

Melnyk era el favorito del sargento Gustav Wagner, otro asesino, déspota y maltratador, a quienes los prisioneros lo llamaban La Bestia por el trato a los prisioneros y los asesinatos a sangre fría.



Wagner premiaba al ucraniano con vinos, quesos, cigarrillos, salchichas, cervezas y le daba permisos para invitar amigas traídas desde Kiev como acompañantes.

No obstante, el 14 de octubre de 1943, los judíos y soldados rusos presos hicieron un escape masivo, unos 600 internos huyeron, los cabecillas mataron casi once soldados alemanes, a siete guardias ucranianos, pasaron por el campo minado y escaparon.

Casi 300 lograron salir, 100 fueron capturados y unos 50 huyeron sin ser detenidos, así que al terminar la guerra Melnyk se fue a Kiev a trabajar y se unió al ejército soviético para afincarse en Alemania Oriental.

Allí un preso polaco lo reconoció, lo denunció y fue llevado a juicio e incluso Sasha declaró contra èl.

El tribunal militar no dudó en condenar a la pena máxima al antiguo guardia ucraniano por crímenes contra la humanidad y el Estado soviético.

Ni siquiera lloró o pidió clemencia, el exsoldado se mostró desafiante y orgulloso de sus acciones.

¡Viva Ucrania!, gritó antes de que el verdugo le colocara la capucha para posteriormente ser ahorcado.

Fotografía de Wikipedia no relacionada con la historia.

 

Eladio y la sociedad

 Eladio Julio creía que no contaba con más opciones porque su carácter no demostraba firmeza, la sociedad lo presionaba para tener una esposa, hijos, una casa y un vehículo que la gente aceptara.

Ya con 31 años, lo criticaban por no estar casado, no tener descendientes e incluso su propia madre le recordaba que en Panamá y otros lugares ya debía formar una familia.

Estaba en el tercer piso de la vida, el que dirán es una estaca muy dura para quienes no aguantan los dardos verbales como si fuese obligación casarse desde la mitad de los 20 y tener hijos.

Eladio laboraba como asistente de contabilidad, no había terminado la carrera porque debió ganarse la vida para ayudar a su madre soltera y sostener a sus dos hermanos que estudiaban en la universidad.



Sacrificio para él y prioridad para los otros, era inmolarse para salvar al resto de sus parientes.

Alguno que otro sospechaba de una posible homosexualidad, aunque tuvo varias novias, solo una le apretó el cuello para ir al juzgado con anillos, pero el caballero se negó bajo el argumento que uno no se casa a lo loco.

Había que tener una vivienda, estabilidad laboral y él, por el momento, estaba de contrato en contrato, ningún banco le concedería una hipoteca por no contar con estabilidad de trabajo y se negaba a arrendar un apartamento.

Antonia, su novia, lo dejó, se quedó solo, sin embargo, su madre lo alentaba a buscarse otra mujer, matrimoniarse y vivir en el pequeño apartamento, donde apenas cabía la familia.

La difícil vida que llevaba Eladio, el pensar y pensar, las presiones provocaron que le diese un principio de derrame cerebral, a pesar de su edad, aunque a los seis meses volvió a otra empresa porque la terapia lo ayudó.



Era el sustento, no obstante, ganaba menos dinero, tuvo que laborar vendiendo ropa al por menor los fines de semana hasta que tomó la decisión final.

Requería descansar de tantos conflictos familiares y con la sociedad, pero  no fue lo mejor que escogió, Eladio ingirió pastillas con güisqui en una pensión de mala muerte donde alquiló un cuarto.

Al llamar la recepcionista y no obtener respuesta, ordenó abrir la pieza para encontrar la evidencia de un suicidio.

Eladio quedó muerto, la sociedad no pagó ni un centavo de su sepelio, no enviaron flores, ni tampoco auxiliaron a los deudos.

Fotografías cortesía de Pixbay  no relacionadas con la historia.

Carretera del odio hacia el amor

Héctor y Rosa se conocieron en el Ministerio de Trabajo, llegaron la misma fecha a laborar en la Dirección de Finanzas como analistas de presupuesto durante el período 1999-2004.

Ambos casados, ella con 28 años y él con 31, sin hijos, en un principio se odiaban por competir para quedarse con una plaza laboral permanente, ya que sus posiciones eran transitorias.

Las zancadillas, miradas de odio y el serrucho estaba a la orden del día hasta que el director les llamó la atención a los dos colaboradores porque no es bueno estar con malas vibras en las oficinas, independientemente si es pública o privada.

Cinco meses después, Héctor y Rosa, se fueron a una gira de motivación a las tierras altas de Chiriquí, donde sus vidas cambiaron, dejaron de lanzarse dardos, rocas, piedras y puyas para una nueva relación.



El primer día, congeniaron bien, se estrecharon la mano, se sentaron uno al lado del otro, hicieron trabajos juntos, rieron, la pasaron excelente y posteriormente llegó la noche.

Prefirieron irse a un bar pequeño sin bulla para platicar sin ser molestados, bailaron salsa, merengue y luego típico hasta que se pegaron uno al otro y al sentir sus cuerpos se besaron.

El asunto terminó en que Héctor pasó la noche junto a su compañera y gozaron hasta decir no más como si se tratase de una luna de miel.

Terminaron el taller de motivación, regresaron a la capital panameña y se convirtieron en amantes furtivos. Aprovechaban cualquier situación para hacer el amor en el ministerio.

Se colaban en los baños, depósitos, en oficinas, en la azotea e increíblemente nadie se dio cuenta de que quienes antes se odiaban, eran ahora pareja clandestina.

Muy inteligentes los dos, jugaron a lo oculto hasta que, en una de esas tardes de sexo, Héctor no llevó preservativo, ella quería, así que fue en carne viva y como era de esperarse quedó preñada.



El esposo de Rosa era estéril, así que al recibir la noticia supo que alguien bateaba chicha, hubo escándalo, discusión y le pidió el divorcio.

La fémina no tuvo más remedio que llegar a un acuerdo porque la cláusula de adulterio la jodería más y vendieron su nido de amor.

Entretanto, a Héctor su mujer lo largó de la casa, así que la nueva pareja arrendó un pequeño apartamento amueblado en la Tumba Muerto, donde harían sus nuevas vidas.

Héctor consiguió trabajo en la empresa privada y se marchó del ministerio, pero su nueva mujer se quedó ante la sorpresa de todos sus compañeros cuando se enteraron de la bomba.

Del odio y la rivalidad nació el amor.

Fotografías de Mizuno K. y Ketut Subiyanto de Pexels no relacionadas con la historia. 

Se volvió loco

 

Harold Castle, fue un erudito profesor de matemáticas de la Universidad de Nueva York, con grandes contactos de entidades federales, locales y en Europa, Asia y África.

Entre sus exalumnos estaban físicos, químicos, científicos y otros docentes en universidades del mundo, así que todos quedaron sorprendidos con la noticia que le dio la vuelta al mundo.

En enero de 2020, antes de que la pandemia detuviese el globo terráqueo, la policía fue a buscarlo en su apartamento en alto Manhattan para que declarara sobre hurtos registrados en lujosas propiedades.

Harold no era sospechoso, pero sí estuvo en varias recepciones de senadores, representantes, hombres de negocios e industriales, de donde se hurtaron objetos de valor como cadenas, diamantes, pequeñas esculturas y relojes, todo valorado en 256 mil dólares.



Ni la policía, ni el fiscal del distrito del Este de Nueva York tenían idea de la identidad del ladrón, aunque la lógica indicaba que era un gato casero porque la lista de invitados era casi la misma.

Al llegar, el profesor una sala, había tres sillas con una mesa, un vidrio gigantesco con un papel ahumado, lo que se conoce como la cámara Gesell, donde varios policías y el asistente del fiscal observaban el interrogatorio detrás del vidrio.

Harold soltó la carcajada, antes de que le preguntaran, dijo saber el lugar donde estaba el producto de los delitos, saludó a las autoridades que lo miraban y los sorprendió a todos al confesar ser el ladrón.

Cuando le preguntaron por qué lo hizo, respondió que era para evidenciar que todos eran unos tontos y que en sus propias narices podían perder sus vanidades sin que nadie se diese cuenta.



Reía como un loco, le llamaron un médico y le inyectaron un calmante, luego fue llevado a una celda solitaria, al día siguiente un psiquiatra lo examinó  y le encontró  principios de enajenación mental.

El profesor fue revisado por los mejores médicos de Nueva York, todos diagnosticaron lo mismo y el juez tuvo que declararlo no apto para el juicio.

Harold Castle, terminó a los 69 años en un sanatorio mental, mientras que todos los objetos de valor se recuperaron en el apartamento del matemático porque los hurtos fueron cometidos por un erudito que perdió el juicio.

Fotografía de Ron Lach y Andrea Piacquadio de Pexels.


El misterio de Clayton

En un bosque de la antigua base estadounidense de Clayton, en Panamá, unos niños jugaban a las escondidas casi cuando el sol se ocultaba en uno de esos días cálidos de verano.

Maribel, una de las niñas, corrió y gritó, presa del pánico porque argumentó que sintió que algo le sostuvo su mano derecha, lo que obviamente sembró el medio en el resto de los chiquillos y se fueron a sus casas.

Pasaron ya 20 años desde que la soldadesca yanqui abandonó Panamá, tras casi 100 años de ser amos y señores de las tierras concedidas, así que las hectáreas fueron entregadas a políticos, a institutos y gente con dinero porque no había espacio para la clase media o pobres.

Mientras que Maribel le contó a su mamá los hechos, fue a la policía a denunciar un posible enfermo mental, pedófilo, vagabundo o drogadicto, los uniformados revisaron el lugar, pero nada.



Hubo varios avistamientos de personas que dijeron ver a una figura escondida entre los árboles, los vecinos y las autoridades organizaron una búsqueda, no obstante, ningún encuentro.

Todo un misterio, se instalaron cámaras de seguridad para atrapar al delincuente en horas de la noche o captarlo en imágenes para descubrir su identidad y solo se grabaron animales silvestres.

Al pasar cinco meses, el masculino desapareció, hasta que una pareja de adolescentes riquitillos fumaba marihuana y bebía cerveza cuando escucharon una voz con acento caribeño.

Voltearon, era un hombre de piel canela, ojos claros, con uniforme militar verde oliva, la bandera de EEUU en su lado izquierdo, y en el bolsillo de derecho de su bolsillo el apellido Ortega y el izquierdo bordado US Army.

—No corran, ayúdenme a salir de este bosque—, dijo el caballero.

Asustados, la pareja no sabía qué hacer.

—Señor, no nos mate, solo hacemos travesuras—, respondió la chica que soltó el cigarro de marihuana.

—Nada les haré, pero ayúdenme a salvar mi alma, viví dos años en esta base, morí en Vietnam y mi espíritu está atrapado en este lugar—.

—¿Qué hacemos? —, interrogó el joven.

—Solo recen que el alma del cabo Ray Ortega vaya al cielo y es todo—.



Los jovencitos obedecieron y poco a poco la figura del fantasma fue desapareciendo, saludó con sus manos, llevaba una profunda sonrisa y sus ojos brillaban intensamente.

A los dos minutos, el espíritu del soldado puertorriqueño desapareció, las hojas caídas se levantaron, las ramas de los árboles se estremecieron y una luz subió hasta el cielo mezclado con las estrellas y se perdió.

Los adolescentes prefirieron guardar el secreto durante 20 años porque primero se descubriría su travesura y segundo serían tildados de locos.

No hubo más avistamientos y así se terminó el misterio de Clayton.

Fotografías cortesía del MEF y  Wikipedia no relacionadas con la historia.

La trampa de dinero

Cinco sujetos y una dama formaban parte de una peligrosa banda que logró asaltar con éxito dos camiones blindados, con un botín de 3 millones de dólares, en golpes realizados en zonas apartadas de la ciudad de Panamá.

Sin embargo, esa banda tenía un jefe a quienes apodaban El Sol, un hombre con largo prontuario delictivo, de sus 35 años, pasó casi nueve en la cárcel por diversos delitos y era quien planificaba, además giraba las órdenes de las fechorías cometidas.

Se quedaba con la mayoría del botín, mientras que la banda la integraban Tati (la mujer), Soco, Tachito, Moco Rojo, Cabeza de Tornillo y Cara de Susto, así que como querían más dinero para retirarse acordaron ellos mismos hacer un golpe sin El Sol.



Demoraron cuatro meses en estudiar el recorrido de un camión blindado por Río Abajo, ya que consideraban que era el mejor lugar para perderse porque la ruta de escape era la vía Domingo Díaz y posteriormente esconderse en San Pedro.

Ya El Sol conocía del plan de sus antiguos subalternos porque el maleante que les suministró las armas, le sopló al conocido antisocial de lo que sucedería, aunque prefirió no intervenir porque cuando los capturaran necesitarían protección en prisión y él se las daría a cambio de plata.

En efecto, el plan fue desarrollado, pero con el resultado de un guarda de seguridad herido, capturaron a Cabeza de Tornillo y Tachito, así que estos cantaron y  luego cayó toda la banda en su último trabajo.

Fue una trampa de dinero, eligieron asaltar al mediodía con mucho tráfico, en la ruta de escape se empezó a reparar dos calles, lo que dificultaba la huida y fue un desastre.



Pero la policía también cargó con El Sol porque informantes les dijeron a los investigadores que los capturados eran de su grupo.

Durante el juicio, los reporteros se dieron banquete con los detalles de los actos delictivos de la banda y posteriormente el juez le metió 12 años de cárcel a cada uno, pero El Sol se salvó porque no estaba involucrado.

Tati lloró cuando le notificaron en la cárcel de Mujeres su sentencia, su abogado anunció apelación y el Ministerio Público también porque quería a El Sol detrás de los barrotes.

Lo más irónico fue que a ninguno de los sentenciados las autoridades les incautaron un solo centavo de los asaltos anteriores, no confesaron dónde los escondieron y no había evidencias de ser responsables de los otros delitos.

Mientras que la banda cumplía sus sentencias, dos años después, a El Sol lo detuvieron por tener un arma de fuego sin permiso y fue a parar al Centro Penitenciario La Joya junto con el resto de los forajidos.

Guardó cana de seis años, luego salió de prisión, profesaba la fe de los Testigos de Jehová, daba dinero a la iglesia hasta que, por presiones de algunos hermanos, la abandonó y fundó un templo evangélico en Juan Díaz.

Así terminó la vida delictiva de El Sol y a la espera de que sus antiguos camaradas salgan de la cárcel para saber qué harán en el futuro.

Fotografías del Ministerio de Gobierno y del Órgano Judicial de Panamá no relacionadas con la historia.


Soledad Martínez

Casi me desmayo cuando vi a esa jovencita de 20 años, blanca como la espuma, de ojos azules, delgada, hermosa, con su acento argentino y prácticamente mi doble.

Se me presentó como Soledad Martínez, de inmediato mi memoria viajó a 1993 durante mi primera semana en el hotel Istmeño, de la capital panameña, donde empecé a laborar como recepcionista.

Me trabaron en el turno de 11:00 p.m. hasta las 7:00 a.m. como sucede generalmente con los novatos, ese día llegaron al hotel cuatro argentinas, de la ciudad de Rosario.

Todas lindas, casi modelos y entre ellas estaba Amanda Martínez, una pelirroja, voluptuosa de 20 años, mi misma edad, ambos quedamos flechados porque todo estaba escrito en el libro de nuestras vidas.



Uno nunca debe sorprenderse del destino, el mío estuvo vinculado al de la sudamericana, aunque lo peor es que nunca lo supe, un secreto oculto, yo estaba casado y con dos hijas al descubrirse el secreto.

Ya era un cuarentón, un hombre maduro, seguro de lo que quería y un caballero de familia cuando me casé con Patricia.

¿Cómo reaccionaría mi esposa ante semejante bomba? No tengo la menor idea, no obstante, una acción durante mi juventud tuvo un fruto hermoso, una mañana de pasión, lujuria y amor quedó sellado con una descendiente.

Soledad me contó que viajó hasta Panamá a conocer a su padre, su mamá siempre le habló de mí, le contó la verdad de que esa mañana me esperó a la salida de mi turno, nos fuimos a desayunar y luego a lo otro.

Imposible negar que era mi hija, todo mi rostro, pero blanca porque mi piel es color canela y cabello negro.

Es como si me vistiese de mujer y me bañara con blanqueador doméstico para ropa.

Ocupaba el puesto de gerente del hotel, salí para conversar con mi hija, estuve todo el día con Soledad, le informé de mi familia y que tenía dos hermanas.



Terminada la jornada, se lo comuniqué a Patricia, quien lloró, gritó, amenazó con divorciarse, sin embargo, le expliqué nunca supe de la existencia de Soledad y a regañadientes aceptó que la llevara a casa para presentarla con sus hermanas.

Amanda falleció dos años antes, en un accidente de tránsito, le pedí a Soledad que se quedara en Panamá, prometí otorgarle  sus documentos como ciudadana panameña y aceptó porque no contaba con hermanos en Argentina.

Mis dos hijas felices con otra hermana, Patricia con el tiempo no tendrá más remedio que entender, mientras tanto vivimos normal como una familia con altas y bajas.

Fotografías de Beyzaa Yurtkuran y Karolina Grabowska de Pexels no relacionadas con la historia.

Relación destructiva

 

Efigenia Castroverde lloró cuando su marido fue llevado del colegio privado donde enseñaba matemáticas, a una fiscalía que investigaba una denuncia presentada por la madre de una de las estudiantes del docente.

La autora de los días de la adolescente descubrió por accidente conversaciones vía WhatsApp de tono elevado entre profesor y estudiante, fotografías escandalosas y evidencias de un romance ilegal.

Sencillamente, un profesor de 26 años con una adolescente es una relación ilícita porque lo prohíbe la legislación panameña, aunque el noviazgo clandestino duró cinco meses porque el hoy detenido cesó la relación.

La pareja se veía en el apartamento barato del caballero, ahí el linóleo que adornaba la propiedad se rasgaba por el movimiento de la cama y que generaban intercambio de fluidos, caricias y eyaculaciones impactantes.



El método anticonceptivo fue usado para que la adolescente no resultara embarazada, por lo que su familia no descubrió el peligro secreto que escondía al estudiante de bachillerato en ciencias.

No aparentaba su edad, con piernas gruesas, trasero grande y senos pronunciados, la jovencita fácil podría pasar por tener 21 o 22 años, siempre y cuando vistiese como una mujer.

Efigenia debía soportar la afrenta pública, un esposo detenido e investigado por mantener de novia una estudiante menor, aguantar las miradas acusadoras de sus vecinos y compañeros de labor.

Aunque Efigenia y el profesor Randall Santos no tenía hijos, toda la familia se vio afectada, pero el daño estaba hecho.

El docente aceptó en el Ministerio Público su relación con su estudiante, tampoco tenía opción porque su teléfono móvil contenía no solo fotografías, sino videos, mensajes de texto y de voz que evidenciaban el delito.



Todos los periódicos, las televisoras y plataformas digitales divulgaron el caso del profesor preso por tener relaciones sexuales con una menor.

Al presentarse ante un juez de garantías que dictó seis meses de prisión preventiva, el abogado defensor pidió un acuerdo con los representantes del Estado y las partes pactaron 15 años de prisión.

Una brillante carrera de docencia destruida, además de un matrimonio con una dulce y hermosa esposa culminado.

Sin embargo, cuando fue trasladado al centro penitenciario para cumplir su condena, un grupo de internos lo esperaban para que corriera la misma suerte que los pedófilos, violadores o sujetos que mantienen relaciones sexuales con menores.

 Fotografías cortesía de Pexels no relacionadas con la historia. 

Eterna fiesta

 Mario Estuardo consiguió trabajo como celador en el cementerio Amador de Panamá, fue lo único que había, pero era necesario mantener tres bocas, así que era el escape  a sus problemas económicos.

Como residía en el corregimiento de Santa Ana, caminaba desde las nueve menos veinte de la noche para cuidar las tumbas, evitar saqueos y sujetos que ingresaran al camposanto a drogarse.

Para matar el aburrimiento, Mario utilizaba un radio pequeño, hacía sus recorridos con una linterna, mientras que en la primera semana no hubo novedad alguna

Luego se enteró de que cuatro celadores anteriores renunciaron al puesto, le preguntó a su jefe, sin embargo, respondió que todos eran una partida de vagos que no les gustaba laborar y menos el horario de 9:00 p.m. hasta las 5:00 a.m.



Ya con un mes, Mario realizaba su ronda, escuchó algunas voces, ando a pasos lentos, vio dos figuras masculinas, poco reconocibles, no comprendía lo que platicaban.

Quizás fumadores de marihuana que se escondían para no ser divisados, pero el humilde trabajador los perdió de vista, al terminar su turno e irse a casa q    se lo contó a Ramira, su mujer y esta le advirtió que se cuidara.

Pasaron los días y Mario veía las mismas sombras hasta que decidió una noche no encender la linterna, se quitó los zapatos, siguió a los caballeros hasta que desaparecieron al doblar por un panteón.

La curiosidad mató al gato, el caballero quería descubrir quiénes eran los misteriosos hombres, por lo que en la noche siguiente se fue por el lado contrario donde siempre los veía.

Mario casi defeca del miedo, al ver una fiesta de fantasmas, porque no eran dos, sino siete caballeros y ocho mujeres que disfrutaban una rumba en el cementerio.

Uno de los hombres le dijo que si no quería ir a la fiesta eterna, mejor se largara del cementerio.



—Todos morimos en la carretera en accidentes de tránsito cuando nos dirigíamos a una fiesta—, resaltó el espíritu.

Mario corrió a la velocidad que pudo dejó los zapatos, la linterna y la radio.

Fue el celador número cinco que dimitió al cargo porque esas celebraciones no son del agrado de los vivos.

A la semana obtuvo un trabajo de carnicero en un supermercado.

Fotos de Leenart Wittstock y Miguel A. Padrián de Pexels no relacionadas con la historia.

La sugar mommy

Enrique Sousa es un hombre oligarca, mujeriego, casado desde los 25 años con una rabiblanca por conveniencia empresarial o negocios, como a veces ocurre en la clase dominante panameña.

Toda una obligación donde el amor era nulo y los intereses de dinero prevalecían, lo que hacían de Martha, la esposa de una mujer sufrida con las constantes infidelidades de su marido.

La situación era tan grave que Enrique optó por pasearse con sus mocitas en centros comerciales, discotecas, bares, las playas o lugares montañosos, lo que obligaba a Martha a vivir en un submundo de tristeza y dolor con sus dos hijos.

Para matar su aburrimiento, la matrimoniada por conveniencia porque sus padres estaban en bancarrota, decidió tomar clases de guitarra, allí fue donde conoció a Heriberto.



El chico solo contaba con 19 años, algo acholado, con cuerpo de atleta, piel canela que quedó encantado con la mujer de 33 años, blanca, pelo castaño oscuro y ojos verdes.

De inmediato, la catrina pensó en su venganza, un tipo pobre con una dama encopetada sería lo mejor para devolver la pelota a su marido y los socios del Club Unión.

Así que hizo el primer contacto con Heriberto, que tenía  a a Liza (su novia), pero era un muchacho sin experiencia con el sexo femenino y que aún no había hecho sexo.

Fue Martha quien le presentó las pensiones, las casas de citas y como su marido estaba fuera de casa los fines de semana, el matrimonio se daba toneladas de infidelidad.

En el amor, la edad no importa, Martha usó las tarjetas de crédito que su esposo le dio para comprar ropas, relojes, zapatos, hoteles, restaurantes y cualquier gasto.

Sacó 5 mil dólares del banco para regalar a su noviecito un carro de segunda mano, un vehículo coreano en muy buenas condiciones.



Y como es normal, los días de semana Heriberto utilizaba el carro para pasear con su novia Liza y, a pesar de que su amante conocía la relación, no la objetó porque se convirtió en sugar mommy.

En el matrimonio la consigna era cada loro en su estaca, no obstante, un día Martha salió con Heriberto, se fueron a un bar en la Calzada de Amador, ambos se emborracharon y al retornar, el vehículo colisionó con otro y los dos automotores cayeron al mar.

Llegó la policía, una ambulancia, los reporteros gráficos y camarógrafos que captaron a la sugar mommy con su jovencito, los dos borrachos y abrazados.

Fue un escándalo en el Club Unión, Enrique pidió el divorcio, pero su mujer respondió que él hacía lo mismo y que si quería separarse ella tenía derecho a 12.5 millones de dólares de la fortuna de su marido.

El esposo decidió dejar el asunto así porque le costaría caro la separación   que una infidelidad.

Fotografías cortesía Pexels y Roberto Nickson.

 

 

 

Macabí, el terror de Santa Ana

Por los años 70 un sujeto azotó el popular corregimiento de Santa Ana, en Panamá, con su largo prontuario policial de delitos como hurtos, robos, consumo de marihuana y maltratador de sus parejas.

Desde niño ingresó al desaparecido Tribunal Tutelar de Menores, no le temía a los puñetazos ni las balas de los miembros de la Guardia Nacional (GN), caracterizados por las golpizas a los antisociales que se le daban a la fuga.

Le daba igual cuando lo correteaban, tras arrebatar las carteras a humildes madres residentes en la empobrecida zona y que madrugaban con el fin de ganarse el pan con para alimentar a sus descendientes.



Toda una vida de maltrato, abandonado por su padre, su madre consumía marihuana, lo golpeaba, humillaba, lo culpaba de su mala suerte y vida, además cambiaba de marido como de calzón.

Macabí, alto, acholado, ojos pardos, con el vientre inflado por alto consumo de cerveza, dos dientes de oro, productos de su vida delincuencial porque a sus 21 años, nunca trabajó o jornada alguna se le conoció.

Con sus parejas, les dejaba el ojo morado, les jalaba el cabello cuando el cannabis hacía efecto en su cerebro o el diluyente de pintura lo transportaba a las nubes.

Todos le temían, más que Juanito Alimaña, el personaje de la canción de Héctor Lavoe, era niño de pecho en comparación con el malandrín istmeño.

Pasaron seis meses hasta que Macabí le robó, a punta de pistola, una cadena, un reloj y 120 dólares, a la hija de un capitán que estudiaba en la universidad con una vecina de Santa Ana.



No solo cometió el delito, sino que como la chica se resistió, un golpe de acero le arrancó un diente frontal a la joven de 19 años, lo que provocó la furia del padre y subjefe de zona de Policía en San Miguelito.

A las 24 horas inició la cacería humana, al maleante le advirtieron que se pasó de listo, los delincuentes de la zona prefirieron no cometer delitos hasta que terminara la temporada.

Tres días transcurrieron, el cuerpo de Macabí pedía marihuana, sus amigos le dijeron que no saliera porque nadie le vendería e insistió en recurrir a viejos conocidos.

Un policía lo vio al salir de un zaguán, alertó por radio, cuatro patrullas lo encerraron, trató de escapar y su cuerpo quedó como coladero.

Ni su madre lloró a Macabí, el terror de Santa Ana.

 

Y se lo llevó

Luego de cumplir una sentencia de cuatro años de prisión por introducir varios cheques canguros por 15,000.00 dólares, Tito Carballo decidió no cometer más delitos, aunque buscaría la forma de llevar un alto nivel de vida.

En una sociedad exigente, consumista, criticona y falsa, donde poseer dinero, vehículos de doble tracción, codearse en los mejores bares, comprar ropa costosa, viajes y chicas lindas, representaba ser un varón exitoso.

Los 1,200.00 dólares como administrador de la empresa donde laboró antes de ingresar a prisión era muy poco para el esclavizante horario, con entrada a las 8:00 a.m. y sin una salida definida.

Dijo que no sería más explotado como si se tratara de un niño trabajador en las minas de coltán en África, así que seguiría el consejo de su amigo haitiano Charles, a quien conoció cuando pagaba su cana.



Charles le recomendó formar un pentagrama con velas negras, luego rociar la sangre de un currucutú, arrojar río abajo y río arriba una pluma de esta ave y de inmediato el diablo se le aparecía.

Podría pactar con él la forma de hacer dinero en casinos, loterías o apuestas y ligar con hermosas féminas.

Posteriormente de varios meses obtuvo el ave, la sacrificó, hizo el ritual y se fue a un campo en Veraguas para lanzar una pluma rio arriba y al tirarla la segunda río abajo se le apareció un anciano.

—¿Qué desea usted? Si me has llamado es porque quieres algo muy importante para perturbar mis quehaceres—.

Tito soltó la carcajada, no se imaginaba al diablo con un aspecto de un hombre pasados los 80 años, encorvado, con cabellos como la nieve y ojos perdidos.

—Creo que esto es una broma, señor campesino—.

—Así que para ti soy un campesino. ¿Sabes con quién hablas—?

—Se supone que eres el diablo, pero no asustas ni a una hormiga—, respondió el avaro caballero, volvió a reír, bajó la cabeza, y al levantarla no estaba el hombre.



Una fría brisa sintió el  antiguo preso en su piel, las nubes se movían muy rápido, la luna alumbraba poco, el agua del río empezó a subir hasta las rodillas a Tito.

Intentó salir, sin embargo, imposible mover sus pies, vio al anciano parado sobre el agua, le extendió la mano, ofreció sus disculpas y aceptó que era el diablo.

Al hombre de tercera edad, fue rejuveneciendo, le salieron alas, rojas, cachos y cola, ojos negros muy profundos, con pelos, unas largas y una risa aterradora que atravesó el bosque.

Levantó vuelo, de sus manos salió una bola de fuego, la lanzó donde Tito, quedó atrapado entre el fuego y el agua.

Al día siguiente la policía encontró sus documentos, ropa y 300 dólares, pero ni un rastro de Tito.

Unos 20 años después nadie sabe qué pasó con el forastero Tito, pero los bañistas del río Cobre, en Soná, dicen que se quiso pasar de listo con el diablo y se lo llevó por idiota.

Fotografía del diablo cortesía de Dreamstime.