Mía Lucrecia se levantó ese lunes tres horas antes de su audición en la publicitaria donde competiría para hacer un comercial y con la posibilidad de abrirle una carrera de modelo.
La joven de 19, estudiaba la carrera de Producción de Cine y Televisión en
la Universidad de Panamá, muy humilde, hija de un zapatero y una extrabajadora
manual en un restaurante de la capital.
Mía Lucrecia pidió un vestido azul prestado, Aranda, su mejor amiga de
clases le dio su maquillaje, el dinero escaseaba y de a milagro en ocasiones
se desayunaba panqueques en su morada de viejas maderas y hojas de calaminas
mordidas por el tiempo.
En su habitación había una cama, una mesita armada con una caja de jugos y
una tabla que lo transformaba en mesa, un banco de plástico, un bombillo, las
paredes estaban sin repellar, una ventana ornamental y cortinas para evitar a
los mirones.
La atractiva estudiante pintó sus labios con rosa mate, sombras parecida a su piel, se delineó con los ojos con color negro, se sacó las cejas
para impresionar más y cepilló sus pardos cabellos.
Era necesario ese contrato, su madre era pensionada, un accidente en la
escalera en el centro comercial donde estaba el restaurante fue el motivo de
una lesión columnar que la dejó en silla de ruedas hasta que dejara de respirar.
La pensión era mínima, y a pesar de que ya casi no hay zapateros, los ingresos
eran reducidos para una familia de cuatro hijos, además de la pareja.
Mía Lucrecia desayunó dos tortillas, café y un huevo cocinado en agua, al
terminar, cepilló sus dientes, besó a sus padres, quienes no solo le desearon
que fuese escogida, sino que oraban a cualquier dios de este mundo para que
ganara la competencia.
El trayecto era corto, como media hora desde su residencia en autobús hasta
donde se encontraba la empresa, así que la señorita caminó a la parada, saludó
a sus vecinos esa mañana oscura de octubre, con truenos, mucha brisa y esperanza
de un mejor futuro.
Abordó el servicio público de transporte, observaba a la gente con
toneladas de sueño y bostezando, de todo un poco en la buseta. Mía Lucrecia se
encontraba, en la cuarta fila y en la ventanilla derecha del Metro Bus.
Durante diez minutos todo, normal, el autobús hizo una parada en un comercio, había intercambio de turno de dos vigilantes, a uno se le cayó el arma
de fuego, se disparó, la bala entró por el vidrio del automotor e impactó en la
frente de Mía Lucrecia.
La joven murió al instante, la distancia era corta, el responsable fue un
periodista y migrante venezolano, sin permiso para trabajar, recién llegado al país,
a quien le urgía conseguir dinero para enviar a su familia, así que tomó la labor
de guarda de seguridad sin preparación alguna.
Mía Lucrecia no llegó a la audición, pero la noticia revolvió una nación creada por migrantes y con un problema masivo sin resolver.
Fotos de Genaro Servín y Cottonbro Studio no relacionadas con la historia.