Cuando estaba en noveno grado en el Instituto Bolívar (donde hoy está el Ministerio de Relaciones Exteriores de Panamá) había una chica de séptimo caída de la mata conmigo, identificada como Esther, sin embargo, mi corazón pertenecía a una santeña llamada Lucrecia.
Esther vivía en el populoso barrio de San Felipe, visitaba con su madre a
una vecina de la casa de mampostería, donde yo residía con mi familia, los
cuartos eran pequeños, pero con privacidad de que no te husmearan cuando ibas
al baño como las viviendas de inquilinato.
Adoraba a Lucrecia, me iba los fines de semana solo a verla desde lejos porque
los padres la tenían tapada, así que solo entre momentos libres o fugas
de las clases los tórtolos nos jurábamos amor.
Mientras que los días escolares escuchaba las pisadas fuertes de Esther
cuando corría solo a verme, me reía de lo que ocurría, un chiquillo de quince
años no cuenta con la suficiente madurez para saber lo que quiere.
Le dije en una ocasión a Esther que tenía novia, que estaba enamorado de mi
pareja y no insistiera porque no era varón de dos mujeres, sino de una, aunque
la recién entrada a la adolescencia no aceptaba.
No obstante, la rubia de ojos verdes insistía, tanto que se encontró una
vez con Lucrecia y le preguntó si éramos novios, lo que sorprendió a mi media naranja
porque todo el colegio lo sabía.
Me resistía a tratar mal a Esther hasta que una tarde perdí la dulzura que
me caracteriza, le grité algunas cosas que la hirieron en el fondo, no solo de
su corazón, sino de su alma y que la dejaron con un diluvio en su faz.
Mi compañero Tello, hoy abogado, me manifestó que fui demasiado de duro y
nunca debí actuar así porque era una dama, sin embargo, era tarde, la embarré y
la escuálida señorita no me habló más.
Pasaron seis años, estaba en una concentración política, cuando mi pasiero Toto
me dijo que una mujer me observaba, miré y estaba ella Esther, totalmente
cambiada, con un cuerpazo de guitarra, su cabello ensortijado, vestida toda de
blanco y una fabulosa sonrisa.
Obvio que me reconoció, la saludé de lejos, me lo devolvió y decidí atacar,
fui donde estaba, me presentó unas amigas y charlamos un rato hasta que le pedí
su número de teléfono.
—El número de teléfono es el futuro. Hay algo que no olvido nunca cuando me
gritaste que yo tengo más carne que tú. Eso me dolió—, respondió.
Lo arruiné todo, esa frase quedó en su pensamiento, metí la pata, la cagué,
aceptó mis disculpas, pero dijo que eso no se traduciría en una futura cita porque
tenía novio.
Cosas de la vida, si uno supiese lo que pasará mañana cuando abre la boca, jamás habría
mencionado la famosa frase yo tengo más carne que tú.
A Esther el mundo se la tragó porque jamás la volví a ver.
Imagen de Cottonbro Studio y del Ministerio de Relaciones Exteriores de
Panamá no relacionados con la historia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario