Una voz desconocida

Colaboración de Osiris González

Susana Acevedo se bañaba esa madrugada en su casa porque debía asistir al Centro Regional Universitario de Penonomé, ubicada a unos veinte minutos de su residencia.

Al salir de su vivienda, las calles se quedaron sin energía eléctrica, por lo que usó su móvil para alumbrar el camino que la llevaría hacia su centro de estudios superiores.

Era una oscuridad total, apenas alumbrada por la luna nueva, pero ella utilizó la luz de su celular, con algo de temor, aunque era fuerte, una dama sola caminando por las calles representaba peligro y muy latente.

Mientras andaba escuchó unos pasos, colocó su móvil en la calle, sin embargo, solo se apreciaba las gotas de lluvias que impactaban sobre las hojas resecas caídas de los árboles.



Unos metros más adelante los pasos se oían más fuertes, de pronto una voz le dijo que no mirara hacia atrás y siguiera, posteriormente alumbraron los primeros rayos del sol.

Llegó a la Universidad y al terminar las clases al mediodía, corrió hacia el televisor de la cafetería para ver el noticiero en el que informaban que encontraron muerto a un violador prófugo de la justicia, cerca de la vivienda de Susana.

Pasaron los años, Susana, ya diplomada de profesora de español, se preguntó siempre cuál fue esa voz de advertencia que la salvó del desalmado violador de la capital coclesana.

 Imagen cortesía del Centro Regional Universitario de Coclé no relacionada con la historia.

Como coladero

Fernando Rojas era un reconocido sicario, residente en San Javier, Medellín, temido, amado, envidiado, odiado y bien protegido porque hacía trabajo para los políticos y algunos narcos.

Con una sangre fría para asesinar, no conocía el remordimiento, su conciencia estaba congelada y carecía de sensibilidad, así que prácticamente el caballero se convirtió en una máquina de matar.

Hizo trabajos no solo en Medellín, sino en Cartagena de Indias, Bogotá, Valledupar, Barranquilla e incluso en ciudades pequeñas como Pereira, donde era difícil esconderse, Fernando logró escapar.



Vivía con Elizabeth, su mujer en una casa de la Comuna 13, ella lo atendía como un rey, la complacía en todos los caprichos que la fémina se le antojaba, pero los sicarios no tienen sentimientos, así que Fernando tenía otras mujeres.

Elizabeth, sabía que su marido le era infiel con otras féminas, no obstante, no le interesaba porque ningún hombre en todo Medellín le daría las comodidades y complacencias como Fernando.

El sicario había perdido la cuenta de los homicidios que cometió, pero desconocía que una de sus víctimas tenía un hijo que prometió cobrar venganza cuando identificara al asesino de su padre.

Tras diez años del homicidio, el chiquillo de 14 años ahora contaba con 24 abriles, nunca olvidó su juramento ante la tumba de su papá, sabía quién fue el autor intelectual y material de este acto.



Cuando Fernando se enteró de que uno de sus clientes fue ultimado de cinco tiros con silenciador, no se mostró nervioso, al contrario, fue desafiante porque se creía invencible y con el poder divino de ganar todas las batallas.

Dejó de usar escoltas.

Siguió con su vida de asesino y logró realizar varios trabajos en Panamá, España y Portugal, estuvo tres meses en Roma hasta que culminó su misión y retornó a la ciudad colombiana de las luces.

Una semana después de su regreso, el sicario se fue con su mujer a cenar en un restaurante en Poblado, antes de ingresar un hombre lo esperaba en la puerta principal, Fernando escuchó su nombre, miró y vio al varón con una pistola que lo apuntaba.

Fueron nueve disparos con silenciador, el primero en el estómago, en las piernas para que sufriera, los brazos y el último en la frente.

—Este último es en nombre de mi padre que asesinaste, hijo de puta—, manifestó muy suave y pausado el joven.

Elizabeth no dijo una sola palabra y fue un saco de nervios, el vengador caminó hacia un vehículo que lo esperaba y se marchó.

Nunca encontraron al responsable de matar al sicario, el gerente del negocio manifestó ante las autoridades que esa noche las cámaras de seguridad no funcionaron y Elizabeth declaró no reconocer al homicida por un bloqueo mental.

Nadie recordó ni lloró a Fernando, el sicario, cuyo cuerpo quedó como coladero de los nueve tiros que recibió.

Imagen de Cottonbro Studios y George Charry de Pexels no relacionadas con la historia.

Falsa moneda

Roberto Jackson emigró de Darién con una mujer y su niño de dos años, posteriormente que le dieran de baja en el Servicio Nacional de Fronteras en el año 1998, por una pelea callejera con un sargento de la institución.

Se instaló en un cuarto de alquiler en la calle Once y Media de Río Abajo, con Marina, su quita frío, de la etnia Emberá-Wounaan, de cuerpo voluptuoso y que llamó la atención de los vecinos del popular corregimiento de la capital panameña.

Entre maderas podridas, alimañas, ratas que mataban de un infarto a cualquier gato, hediondez, insalubridad, olor a marihuana, alto volumen de equipo de sonido y gritos, la pareja realizaba su vida.

Roberto consiguió un trabajo como guarda de seguridad en una fábrica de embutidos, donde su salario apenas alcanzaba para sobrevivir y con el riesgo de no contar con seguridad social porque el empresario se lo descontaba, pero no lo pagaba a la Caja del Seguro Social.





Los turnos terribles, la mayoría de la jornada, era una cita con las estrellas para dejar su puesto cuando los primeros rayos del sol aparecían frente a su arrugada faz producto del sueño.

No había otra opción, su mujer vendía frituras en el día con el fin de ganar unos reales para la familia.

Una de esas mañanas laborales se presentó al puesto de frituras y sediento de colesterol, Lucho, un chiricano, de ojos miel y cuerpo de luchador que dejó impresionado a Marina.

Lucho era nieto de un británico que trabajó en las bananeras chiricanas, tuvo trece descendientes, seis varones y siete mujeres, la mayoría con nativas o guialcitas de piel canela.



Como se trató de un flechazo, Marina y Lucho, se veían en la pieza que Roberto pagaba todas las quincenas, así que el trabajador nocturno se transformó en un verdadero venado.

El comportamiento de la pareja clandestina escandalizó a la Once y Media, sin embargo, nadie abría la boca para contarle al afectado cholito porque temían que se registrase una tragedia familiar.

A los tres meses, la mujer quedó encinta de su amante, así que jugó la inteligencia, le metió camarón a su marido hasta cuando el cometa voló y sus rasgos físicos no eran compatibles con el expolicía y su esposa.

Una bebita de cabello reluciente como el oro, ojos miel, piel como un océano de espuma y una sonrisa angelical.

Roberto sabía que su mujer le disparó una chilena de media cancha, la dama anotó el primer tanto, no obstante, el hombre no era pendejo porque el rostro de la recién nacida era igual al chiricano vecino.

El tipo se hizo el loco, solo le advirtió a su pareja que por amor reconocería a la lactante, bajo la amenaza de que, si se encontraba con su amante, los dos cantarían en manicero a punta de filo.

Cinco años después de la llegada a Río Abajo, cuando el vigilante camina por la calle donde vive, se escuchan desde los zaguanes y esquinas dos palabras: ‘falsa moneda’.

Fotos de Minan de  Pexels y Wikipedia no relacionadas con la historia.

Fiesta de nieve, maíz y uvas

La policía italiana se sorprendió cuando ingresó al apartamento en Roma de Pietro Rossi, y era obvio no por lo que encontraron, sino a quiénes hallaron y la forma cómo estaban.

Rossi era uno de los asistentes más cercanos al cardenal Umberto Cassini, la mano derecha que nada más y menos del jefe de la iglesia católica mundial, lo que escandalizó a los seguidores de ese credo religioso y el globo terráqueo.

Seis hombres, tres de ellos sacerdotes mayores de 40 años, el resto imberbes, desnudos en la alfombra, gran cantidad de cocaína, vino en abundancia y güisqui, lo que dejaba en evidencia la orgía de los hombres.



Ropa negra, zapatos del mismo color, tres alzacuellos, ropa interior, dos de los chicos respiraban, Rossi muy drogado, así que el policía Franco Serena, llamó tres ambulancias para evitar que los asistentes al evento social fallecieran por sobredosis y exceso de alcohol.

Daba la impresión que se trató de una rumba de millonarios que todo lo tenían, aunque eran curas con adolescentes, a quienes conocieron en las calles de la capital italiana, una de las tantas bombas del catolicismo.

El espacio afuera del edificio fue invadido por curiosos, observaban cómo los paramédicos trasladaban en camillas a los pacientes, en medio de una noche fría, llena de estrellas y con viento fuerte que golpeaba el milenario Coliseo Romano.

Las luces de los autopatrullas y ambulancias acariciaban el rostro de los mirones, sorprendidos de la novedad, en momentos que los fotógrafos y camarógrafos se daban banquete captando imágenes de los hechos.

No era una fecha cualquiera, sino el 8 de diciembre de 2019, cuando se cumplían 150 años del inicio del Concilio Vaticano I.



Al llegar al hospital, dos de los sacerdotes murieron de sobredosis, los adolescentes y Rossi lograron salvarse, gracias a la intervención de los paramédicos y médicos del Fondazione Policlínico Universitario Agostino Gemilli.

Las redes sociales estallaron, algunos internautas pedían justicia para lo ocurrido, otros escribieron omicidio (en italiano) en sus cuentas y los medios tradicionales informaban, pero al policía apenas iniciaba la investigación.

Un escándalo imposible de tapar, Rossi fue enviado a un centro de rehabilitación para limpiar su cuerpo de drogas, sin embargo, lo que le esperaba era un embrollo gigantesco.

Solo con el hecho de que estuviesen menores en una orgía de sacerdotes homosexuales, drogas y licor, era suficiente evidencia para pasar unas vacaciones en la cárcel.

Fotos de Pixbay de Pexels no relacionadas con la historia.

 

La novia

Fernando Pitti no tenía idea lo que le sucedió cuando se desmayó en la carretera de Remedios, Panamá, tras llevar a una dama que le solicitó el traslado hacia su residencia, tras un baile de Dorindo Cárdenas.

La mujer, de cabello castaño oscuro, ojos avellana, estaba vestida de novia, lo que creó confusión mental del trabajador del volante porque creyó que era una loca o alguien que le jugó una broma.

Como la dama le platicó, el hombre conversó con ella normalmente como una cliente común y corriente que toma un taxi, posteriormente de una actividad social.



Pueblo chico infierno grande, pero la vida tiene muchas sorpresas y en las campiñas de todos los países, se registran muchas historias, algunas de ellas ciertas y otros inventos.

La dama supuestamente iba medio ebria, sonreía, le contó al taxista que estudió medicina en la Javeriana de Bogotá, laboraba en el hospital ‘Chicho’ Fábrega de Santiago de Veraguas como interna y se casaría con un enfermero.

Chistearon y bromearon, ella le dijo que le fue infiel a su pareja con un veterano cardiólogo, pero que el novio nunca se enteró y ella, aunque le remordía la conciencia en ocasiones, intentaba cerrar esa puerta.

Al llegar a Remedios, la mujer le dijo que la dejara al final del puente abandonado que antes comunicaba con Las Lajas, el taxista algo sorprendido observó a la fémina estar descalza, con ese vestido de novia en medio de las estrellas y la luz de luna.

Él se bajó del vehículo, se sintió algo raro, imposible respirar y cayó en la tierra, mientras la mujer lo observaba, pero lloraba y le pedía ayuda para solucionar un problema.

Al día siguiente, lo encontraron inconsciente unos peones que iban de Remedios a Las Lajas, lo despertaron y lo llevaron a una fonda cercana, pensaron que estaba borracho.

Fernando lloró delante de los comensales, les contó lo acontecido la noche  anterior, no obstante, una señora que escuchó la historia, se presentó frente al trabajador del volante.

—Señor taxista, eso que usted llevó no es un ser humano, es el fantasma de una chica que


murió con su novio en una motocicleta a pocos metros de la entrada de Las Lajas hace treinta años—.

—Imposible, ella conversó conmigo, era de carne y hueso—, respondió el asustado varón.

El 25 de febrero de 1987, Larissa del Carmen Quiel, falleció con su novio Alberto García, en momentos que viajaban en una motocicleta hacia David porque se fueron contra un árbol y murieron de forma instantánea en la entrada de Remedios.

Su espíritu se le presentaba los conductores que viajaban en la Interamericana entre los distintos poblados de esa parte chiricana porque su alma aún penaba por no cumplir su sueño de casarse.

Fotografía de Mike González de Pexels y Alcaldía de Remedios no relacionada con la historia.

La tableña de la facultad

 Tuve que reemplazar a un compañero enfermo de la publicitaria para una gira laboral a Las Tablas, Panamá, donde se grabaría una cuña para una cerveza y a regañadientes me desplacé a esa ciudad.

Dicen que un hombre podrá tener cien mujeres, sin embargo, solo una es la que le marca de por vida, siempre la recuerda, aunque haya superado el dolor y la amargura de estar enamorado y herido.

Al terminar el primer día, el grupo nos fuimos a un restaurante a cenar, allí estaba Ana Teresa Cárdenas, mi exnovia y antigua compañera de salón de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de Panamá, donde ambos estudiábamos publicidad.



El tiempo pasó por su rostro como el mío, las arrugas se notaban, su cabello nevado, seguía siendo hermoso, sus gruesas piernas atrapadas en el tiempo, sus dulces manos, con las que me acarició en numerosas ocasiones se veían tiernas y sus ojos miel me atraparon por segunda ocasión.

Pasaron ya treinta años, mi corazón volcó de nuevo, ella me abandonó sin explicación alguna, sin embargo, yo entendí que un chombo limpio, santanero y de origen humilde, poca oportunidad tenía con una fémina correteada por varones de todas las clases sociales.

Nos citamos en la noche, Ana Teresa lloró en el parque Porras, se disculpó, pero respondí que el tiempo cura las lesiones del alma, que seguía siendo hermosa y que pasara la página de la tristeza.

Luego me llevó a su residencia, su hijo estaba en Panamá, solo tuvo uno, graduado de médico, ella se quedó en su ciudad natal y regresó dos años después que me dejó.

Aunque parezca increíble, ese jueves en la noche recordamos en vivo y color los tiempos de estudiantes, nadé sobre sus pechos, la acaricié toda, gemía, gritaba, transpiraba y había un intercambio de fluidos fuertes.

Era como estar en el paraíso, creo que nunca la olvidé totalmente, ese amor de fuego intenso estaba escondido en lo más profundo de mi corazón, yo casado y con tres hijos, le fui infiel a mi amada esposa.

Bueno, solo se vive una vez, terminamos y nos acurrucamos a besos, volvió a llover sobre el rostro de Ana Teresa, recuerdo que acaricié sus rosadas mejillas y me despedí.

No hubo intercambio de números de teléfono, mi estatus legal me impedía otro encuentro, por respeto a mi mujer, quien es toda una dama dedicada a su familia y marido.



Tres meses después, me telefoneó un médico, para informarme que debía darme una noticia, era Miguel Solís Cárdenas, para notificarme que su madre, Ana Teresa, falleció de cáncer de mama,

Ella nunca me lo dijo, quizás no quería que sintiera lástima y lloré en el consultorio del galeno.

Por segunda ocasión, mi gran amor se marchó sin despedirse y esta vez era para siempre.

Imagen de la dama tomada de Internet y no relacionada con la historia.

 

 

Irina Stróyeva

Mi segundo viaje a Los Ángeles, California, fue menos tedioso que el primero porque tuve más tiempo de conocer la multicultural ciudad, también los lugares indeseables como Skid Row, lleno de personas sin hogar que nunca muestran en las películas.

La agenda para comprar repuestos de autos en la empresa para llevarlos a Panamá fue muy veloz, me atendió Charlie Lee, quien me preguntó lo que haría la noche del miércoles, respondí que no había programación y sonrió.

Me dijo que a las ocho de la noche pasaría a mi hotel para dar una vuelta a beber unos tragos y comer algo, lo que me pareció fabuloso porque en ese periplo estaba solo.



A la hora acordada Charlie fue con William y Mitchel, sus primos y nos dirigimos hacia un club que cuando vi el letrero de Larry Flint’s Hustler Club y de inmediato imaginé que era un club de seminudistas.

Entramos, ordenamos güisqui y unas picadas, el lugar muy bello, decorado con sofás rojos gigantescos de cuero, un escenario con un tubo donde las chicas bailaban, mesas y un bar con bastantes espejos.

Vi que bailaba una dama de rasgos asiáticos, pensé que era coreana o vietnamita, no parecía tan china, cuando la mujer terminó de bailar, pasó por nuestra mesa y lanzó una mirada hacia mí, devoradora.

Mis amigos, los chinos me hicieron coro, reídos y la nena, saludó al grupo e hizo señas que volvería.

Media hora, regresó vestida con un traje de baño negro, liguero color rojo, una diadema, con su cabello cobrizo teñido, unos ojos miel, delgada, con senos abultados, media 1.76 y su piel era como un manto de espuma.

Se sentó a mi lado, al presentarse me di cuenta de inmediato que su inglés no era con acento chino, sino ruso por la forma de pronunciar la letra erre, luego me confesó que Siberiana, donde residen muchos rusos de origen asiáticos.

Irina Stróyeva, no se separó de mí, de pronto llegaron otras chicas caucásicas para acompañar a mis amigos y se formó la fiesta.



Aunque me era dificultoso comprender su inglés y ella el mío, nos entendíamos a la pedrada, los besos no tienen idioma o pronunciación, menos cuando la pareja se va al hotel a bicicletear.

La rusa fue mi novia durante los tres días que me quedé hueveando en Los Ángeles, me llevó a varios lugares, nunca dejaba de sonreír y su palabra favorita era davai, davai o vamos.

Nos despedimos como unos novios verdaderos, en la mañana siguiente debía ir a LAX para retornar al istmo, mi sorpresa gigantesca fue que mi novia rusa me esperaba para trasladarle al aeropuerto.

Besos, abrazos y lágrimas de la rusa con su novio de piel canela panameño, no sé si se trató de una ilusión de la siberiana. Solo quería contarle la experiencia.

Imagen Pexels y Larry Flint’s Hulster Club no relacionadas con la historia.

El burro que hablaba

 A mediados de los años ochenta, aún había poblados en los que no existía energía eléctrica y menos entre comunidades en Panamá, lo que representaba que si ibas de un lugar a otro era solo con la luz lunar.

Los vecinos acostumbraban a irse en grupo cuando debían desplazarse de un pueblo a otro, así evitarían malos ratos, maleantes que los despojaran de sus pertenencias o una famosa historia de terror.

Contaban que un burro, con alas y que arrojaba fuego por las fosas nasales se les aparecía a los infieles y borrachos, aunque hubo numerosos avistamientos nunca se presentó una evidencia para corroborar que el animal existía.



Mientras tanto, una familia fue a pasar un fin de semana al Espino, en Veraguas, pueblo colindante con La Orquesta y entre los visitantes estaba Martín, un adolescente, de 16 años, agnóstico, satánico y amante del metal pesado.

Martín, era un yeyesito que conoció a una familia humilde, hicieron buena amistad con los migrantes campesinos y lo invitaron, por lo que no titubeó en aceptar esa invitación para escapar de la ruidosa ciudad de Panamá.

Fumaba y bebía seco, a escondidas de sus padres, famosos por montar a cada rato avión con las consecuencias de descuidar a sus hijos y dejarlos a la vigilancia de la nana.

La tarde del sábado, un grupo se digirió hacia La Orquesta, jugaron base por bola, luego entraron en la cantina del pueblo, donde no dejaron ingresar a Martín por ser menor, pero se las ingenió con dinero para comprar cerveza.

El adolescente se esfumó de los adultos, le dijo a un poblador que le informara a los mayores que se fue solo y las personas se marcharon, lo dejaron y este se quedó con unos peones bebiendo seco a pico de botella hasta quedar ebrio.



Los campesinos le advirtieron que mejor era quedarse o irse con varios, no solo por el peligro que representaba sino por el famoso burro, sin embargo, Martín creía tener los timbales más grandes y se fue sin compañía.

Pasó por las casas de quincha, con techo de paja, alumbradas con guarichas, muchas palmas, la noche estrellada, la ausencia de luz era magnífica para observar inmensas e infinitas nubes de estrellas.

Salió del pueblo, la calle de piedra y pasto estaba seca, por estar en verano aún, solo se escuchaba el sonido de algunos pájaros, las cañas de azúcar sembradas que bailaban con el fuerte viento y los pasos del adolescente.

Unos veinte minutos después, Martín divisó a lo lejos algo entre amarillento y rojo, sonrió, se frotó los ojos, quizás sería la borrachera, la luz se elevó y se colocó frente al imberbe.

Ahí estaba de pequeño tamaño, alumbrado, con sus alas y patas de águila, ojos amarillentos y casi rojos, expulsaba fuego por sus fosas nasales.

—¡Lárgate a tu casa, obedece a tus padres y pórtate bien, Martín! Si no lo haces, yo mismo te busco donde vives—, dijo el animal.

En horas de la mañana, unos vecinos de La Orquesta encontraron a Martin desmayado en el camino, también se defecó y orinó del susto.

Siguió el consejo del burro que hablaba.

Imagen de Pixbay y Samer Daboul de Pexels no relacionadas con la historia.

El semental legislativo

En 1990, Dimitri González no cabía en el pellejo cuando  lo proclamaron como legislador por San Miguelito, una noticia que cayó como bomba para el elegido y su familia.

Contaba apenas con 24 años, recién egresado de la carrera de arquitectura, vivía en una humilde casa de tres recámaras en Cerro Batea, muy pequeña, con su madre, sus dos hermanos y su abuelita, todos migrantes locales de la provincia de Herrera.

Su vida cambiaría radicalmente porque de ganar 88 centavos la hora, en los próximos meses cobraría un sueldo de 7,000.00 dólares mensuales que incluían combustible, dietas, gastos de representación y el salario.



Además, contaba con una planilla de apoyo de 4,000.00 para nombrar el personal de su confianza para su labor y si necesitaba más, podría solicitar a la administración de la Asamblea Nacional funcionarios y la institución estaba obligada a proporcionárselo.

El miembro del Partido Liberal Democrático (PLD), luego tomó posesión de su curul, fue presidente de la Comisión de Cultura y Deportes hasta que la vida le tiró las cartas del poder.

Dimitri abandonó a quienes lo ayudaron a buscar el voto, alegando que era imposible nombrarlos a todos en su planilla, posteriormente conoció a Estrella, una mulata de Santa Librada, quien se convirtió en el poder detrás del poder.

Al año de ser novio de Estrella, despidió a la mitad de su personal de la planilla para nombrar a su pareja con dos mil dólares mensuales, no asistía a las sesiones y se dedicaba a beber y parrandear.



No solo quedó conforme con Estrella, frecuentó a otras chicas de Cerro Batea, faltaba las reuniones de las comisiones de trabajo de la institución para encontrarse con mujeres.

A los tres años de ser elegido legislador, Dimitri había preñado a tres mujeres del barrio, casi todas al mismo tiempo, su secretaria era su amante, el dinero empezó a escasear y no seguía los lineamientos de su partido.

El castillo de naipes del imberbe y novato político se desmoronaba, sin embargo, seguía cazando empleadas administrativas y de otras zonas de la capital panameña.

Comenzaba la época preelectoral, le dieron una segunda oportunidad para buscar la reelección, sin embargo, el día de la votación no logró más que 400 sufragios.

Sus electores le dieron raya, se quedó sin dinero cuando culminó su período y terminó vendiendo legumbres en el carro que un día usó para recoger féminas con el fin de llevarlas a hotel para tener sexo.

 Fotografía de Wikipedia y Wendy Wei de Pexels no relacionadas con la historia.

 

 

Carta para Betty

En numerosas ocasiones me pregunto qué hice para que me pagaras de la forma en que lo hiciste, ya que te traté como una princesa de castillo, construido de marfil, oro, plata y perlas en cada torre.

Durante 20 años transcurrieron numerosos acontecimientos, te casaste tres veces, me mantenías cerca a ti como el malvado que le entrega al gallo poco a poco maíz para someterlo al hambre, en mi caso de amor.



Siempre hubo una excusa por el cual no podías estar conmigo, inventos, embustes, mentiras o historias que creí como si fuese un adolescente enamorado por primera vez.

Una de ellas fue de que prácticamente tu familia te obligó a casarte porque carecían de medios económicos para tu manutención, de idiota te creí cada una de tus sílabas y olvidé que existe la palabra trabajo.

Tras ocho años sin tener noticias tuyas, la vida nos hizo vernos en ese centro comercial en Paitilla, mis pupilas casi revientan, mientras que en mi corazón se tornó como una batería musical porque llovieron los recuerdos.

En ese momento me contaste que te divorciaste, tras dos años te volviste a matrimoniar con un compañero de la universidad, ni me llamaste o localizaste con el fin de informarme de esa excelente buena nueva de tu separación.

Vaya excusa que no tenías los medios, cuando ahora existe el celular, las aplicaciones y los correos electrónicos.



El tiempo no pasa en vano porque cuatro décadas pasaron por tu piel de miel, tus ojos avellana, es notorio la nieve en tu raíz y si no lo crees, entiende que el peróxido tiene una existencia corta.

Igual yo, ya no soy el mismo que levantaba pesas, corría y nadaba, un accidente me hizo cojear de mi pie izquierdo, pero sigo vivo y con muchas fuerzas para escribir esta carta.

¿Por qué me hiciste creer que me amabas cuando no era cierto? ¿Cuántos engaños a mi persona Betty?

Fui un idiota, un pendejo, un tonto, un ahuevado y cretino al creer tus kilométricas historias, luego me enteré de que distribuías lo que la naturaleza te regaló al nacer, como si fuesen dulces en una urbanización.

La vida  es un sube y baja, sin embargo, tuve mucha depresión contigo, pero al fin las superé y tengo mi hijo, no obstante, por tu maldad patológica te castigó el destino y eres estéril.

Arcadio

28 de abril de 2019

Fotografías de Pixbay de Pexels no relacionadas con la historia.


El pendejo de Casey's Bar

 A Carlos Blackman lo enviaron a jugar balompié a La Liga Deportiva Alajuelense, con un billetón, le dieron un carro y que eligiera una propiedad dónde vivir y el caballero escogió una, ubicada en San Pedro de Poás.

Existía una diferencia abismal entre el lugar elegido y su natal, Río Abajo, en Panamá, pero el deportista estaba feliz de su nuevo trabajo y hogar, soñaba con ser una estrella en tierras costarricenses.

Casi dos metros de estatura, ojos oscuros, cabello afro y piel muy oscura, Carlos llamó la atención de inmediato cuando arrendó una vivienda de dos plantas, ubicada en El Mesón.

Hizo amigos, tenía una vecina suya que lo amaba, hija de un limonense, con josefina, mestiza, pero el caballero no le interesaban las damas de su color de piel, quería blancas, específicamente rubias o machas como les llaman los ticos.



Dicen por ahí que carne blanca es la perdición del negro, al futbolista le caía como anillo al dedo, además solo contaba con 21 años, así que era un inmaduro en todo su esplendor.

Una de esas noches de jueves, Carlos se fue con unos amigos a beberse unos tragos, comer y ver qué chica cazaba, así que el grupo se fue a San Rafael para ingresar al restaurante Casey´s Bar.

Al caballero le gustó la decoración del local, mucha madera laqueada, las mesas, el baro y un guitarrista que interpretaba fabulosa música.

Frente a Carlos había dos chicas, una de piel canela y otra rubia, la segunda vestida con una falda de cuero roja, unas botas hasta las rodillas, una blusa que casi revienta por el tamaño de sus pechos y grandes ojos verdes.

Quedó loquito con la dama, empezó a enviarle rondas de cerveza a las chicas, mientras que uno de los compañeros le advirtió que jugara vivo porque en ese lugar no llegan mujeres solteras sino parejas.



Carlos respondió que las damas estaban solas desde hacía una hora, por lo que continuó enviando cervezas y alimentos a las jóvenes, siendo la rubia quién solo sonreía y lo saludaba desde su mesa.

Pasaron tres horas e  ingresaron al local dos hombres, tipo metaleros y se dirigieron directamente a la mesa donde se encontraban las féminas, el hombre de menor estatura, le dio un beso a la rubia como de treinta segundos.

Todos miraron a Carlos, quien bajó la cabeza en señal de derrota porque hizo el papel de pendejo, gastó su dinero, las damas aceptaron todo y nunca le dijeron que tenían pareja.

Desde esa noche sus compañeros bautizaron a Carlos con el apodo el pendejo de Casey’s Bar.

Imagen propiedad de Casey’s Bar.

 

El misterioso coyote

En 1808, antes de que California y otros estados del norte le fueran robados a México, por Estados Unidos, mediante el tratado Guadalupe-Hidalgo, en Los Ángeles vivía, un mestizo identificado como Californio, mitad español y mitad nativo.

Californio se dedicaba a curar, con hierbas, plantas, sangre de coyotes y oraciones a los enfermos, mientras le iba bien en su viejo rancho, hasta que llevaron con una fiebre alta a Loanna Francois de la Vega-Santizo, la esposa de un colono español afincado en el norte de México, llamado Pedro.

Su marido se encontraba de viaje en el Rancho Tía Juana (hoy Tijuana) para convencer a los monjes sobre la necesidad de poblar la misión con colonos, así que no tenía idea de lo que le sucedía a su francesa esposa.



Californio quedó enloquecido con los ojos verdes de la europea, las criadas y el escudero le dieron una bolsa con 20 monedas de oro para que alejara del demonio a Loanna, así que preparó su poción y durante seis días la mujer estuvo en cama hasta que se curó.

Para aquella época los viajes eran largos, en carreta, con un clima árido y seco en el día y friolento en las noches, por lo que Californio se hizo acompañar de tres nativos más para llevar a Loanna a la propiedad de la mujer, ubicado en San Diego.

Ella agradecida, le dio un documento en la que se comprometía a concederle 10 mil hectáreas con ganado para trabajarlo, sin embargo, el hombre no le interesaba el dinero sino la dama ajena.

Al regresar su casa vieja y destartalada en Los Ángeles, empezó a probar pomadas y pociones para convertirse en un hombre blanco, de ojos azules o verdes, alto, fortachón y así conquistar a Loanna.

Estaba obsesionado con la francesa de 24 años, él apenas contaba con 19, aunque para el amor no hay edad, argumentaba Californio.



Una noche de luna llena, preparó una poción con hierbas, agua de río y de cactus, carne disecada y molida de coyote, sangre del mismo animal, sal, azúcar, vino, ron, polvo de frijol y plumas disecadas y molidas de cuervo.

Cuando apuntaba el satélite de la tierra en el poblado, Californio bebió toda la poción que dejó su rostro arrugado por el mal sabor.

Pasado unos cinco minutos, sintió convulsiones, sus manos temblaron, empezó a sudar, fijó su vista en sus dedos, se volvían garras, los dientes cambiaron, sus labios se alteraron, le salieron colmillos y su piel se endurecía.

Corrió hacia la tinaja de agua con el fin de observar su rostro, sus ojos eran más grandes, luego cayó al suelo y sus manos se convirtieron en patas.

El curandero se transformó en un coyote, su aullido se escuchó a casi tres kilómetros de donde estaba el rancho y dos indios vieron al animal salir de la casa de Californio.

Nunca se supo más del caballero, pero por el rancho de la francesa Loanna y su marido Pedro, un coyote siempre rondaba, nunca lo intentaron cazar hasta que un grupo de soldados estadounidenses lo mataron a balazos cuando ocuparon las Californias.

Imagen del coyote de Esteban Arango de Pexels y mapas de México no relacionadas con la historia.

Cara de ángel y mente de asesina

 La llegada de Anastasia al apartamento de su prima Thelma al Hatillo, en Caracas, cambió radicalmente la vida de las parientes y Perturo, el esposo de la segunda, un ingeniero petrolero oriundo de Puerto La Cruz.

Las damas eran gochas, Thelma se marchó desde Mérida a trabajar a la capital del país, atraída por la prosperidad, el deseo de casarse con un caraqueño y vivir los peligros de las grandes urbes.

Tres años después, Anastasia se unió a su pariente sin imaginarse que su traslado representaría un saco de sorpresas porque Perturo, era un hombre tímido en toda su expresión, poco hablaba y se pasaba encerrado en la habitación nupcial para evitar problemas.



Tres son multitud, cuando una mujer atractiva, soltera e inteligente entra al círculo de un matrimonio burbuja, los peligros son inmensos y aunque intentes torear la situación, la única solución es escapar.

Una de esas noches en que Thelma laboraba en la radioemisora como periodista, su marido salió de la pieza hacia la cocina, fue cuando vio a Anastasia con una pantaloneta cachetera, una blusa que apenas cubría su tórax y sobresalían los rosados pezones.

Fue atracción de inmediato, ella sonrió, el caballero se disculpó bajo el argumento que no sabía que la prima de su esposa estaba allí, desde hacía rato se tenían ganas y solo faltaba una casualidad que los empatara.

Por accidente Anastasia dejó caer la taza de café, los dos se agacharon para agarrar los restos quebrados, sus miradas se toparon y con los labios cercanos se dieron un intenso beso.

Perturo, era tímido, no pendejo, así que la subió a la mesa de la cocina, luego de que su lengua viajara por la espalda y senos de la mujer, la ametralladora disparó todas las balas del cartucho hasta que quedó vació.



Los tórtolos clandestinos sentían remordimiento, no obstante, sus citas furtivas no se detenían, tanto que para no crear más problemas Anastasia decidió marcharse, pero su prima se negó.

La mujer engañada sabía todo porque con sus celos ocultos clonó la aplicación de WhatsApp de su marido, así que cada detalle, versos, palabritas o mensajes entre los novios ocultos era conocido al instante.

No reclamó, pero en sus ojos verdes llovió en muchas semanas hasta que planificó la venganza al agregar clorox y miel de abeja en el café Perturo y Anastasia durante cuatro meses.

Sin embargo, una cámara oculta colocada por Perturo corroboró que su mujer los envenenaba poco a poco para cobrar la deuda de la infidelidad, la denunciaron porque sentía el sabor del químico en la bebida y fue arrestada.

Furiosa, Thelma confesó todo ante la policía porque una mujer engañada posee cara de ángel y mente de asesina.

Fotografía de Jason Villanueva y Matheus Ferrero de Pexels no relacionadas con el relato.