El burro que hablaba

 A mediados de los años ochenta, aún había poblados en los que no existía energía eléctrica y menos entre comunidades en Panamá, lo que representaba que si ibas de un lugar a otro era solo con la luz lunar.

Los vecinos acostumbraban a irse en grupo cuando debían desplazarse de un pueblo a otro, así evitarían malos ratos, maleantes que los despojaran de sus pertenencias o una famosa historia de terror.

Contaban que un burro, con alas y que arrojaba fuego por las fosas nasales se les aparecía a los infieles y borrachos, aunque hubo numerosos avistamientos nunca se presentó una evidencia para corroborar que el animal existía.



Mientras tanto, una familia fue a pasar un fin de semana al Espino, en Veraguas, pueblo colindante con La Orquesta y entre los visitantes estaba Martín, un adolescente, de 16 años, agnóstico, satánico y amante del metal pesado.

Martín, era un yeyesito que conoció a una familia humilde, hicieron buena amistad con los migrantes campesinos y lo invitaron, por lo que no titubeó en aceptar esa invitación para escapar de la ruidosa ciudad de Panamá.

Fumaba y bebía seco, a escondidas de sus padres, famosos por montar a cada rato avión con las consecuencias de descuidar a sus hijos y dejarlos a la vigilancia de la nana.

La tarde del sábado, un grupo se digirió hacia La Orquesta, jugaron base por bola, luego entraron en la cantina del pueblo, donde no dejaron ingresar a Martín por ser menor, pero se las ingenió con dinero para comprar cerveza.

El adolescente se esfumó de los adultos, le dijo a un poblador que le informara a los mayores que se fue solo y las personas se marcharon, lo dejaron y este se quedó con unos peones bebiendo seco a pico de botella hasta quedar ebrio.



Los campesinos le advirtieron que mejor era quedarse o irse con varios, no solo por el peligro que representaba sino por el famoso burro, sin embargo, Martín creía tener los timbales más grandes y se fue sin compañía.

Pasó por las casas de quincha, con techo de paja, alumbradas con guarichas, muchas palmas, la noche estrellada, la ausencia de luz era magnífica para observar inmensas e infinitas nubes de estrellas.

Salió del pueblo, la calle de piedra y pasto estaba seca, por estar en verano aún, solo se escuchaba el sonido de algunos pájaros, las cañas de azúcar sembradas que bailaban con el fuerte viento y los pasos del adolescente.

Unos veinte minutos después, Martín divisó a lo lejos algo entre amarillento y rojo, sonrió, se frotó los ojos, quizás sería la borrachera, la luz se elevó y se colocó frente al imberbe.

Ahí estaba de pequeño tamaño, alumbrado, con sus alas y patas de águila, ojos amarillentos y casi rojos, expulsaba fuego por sus fosas nasales.

—¡Lárgate a tu casa, obedece a tus padres y pórtate bien, Martín! Si no lo haces, yo mismo te busco donde vives—, dijo el animal.

En horas de la mañana, unos vecinos de La Orquesta encontraron a Martin desmayado en el camino, también se defecó y orinó del susto.

Siguió el consejo del burro que hablaba.

Imagen de Pixbay y Samer Daboul de Pexels no relacionadas con la historia.

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