Fulgencio cenaba en un restaurante de comida rápida, ubicado en la vía España de la capital panameña, y mientras se atragantaba la hamburguesa la observaba a ella, a tan solo dos puestos delante de él.
La dama de piel canela, delgada, cabello negro y ojos pardos, llamó la
atención del estudiante de leyes y pasante, quien no paraba de mirarla hasta que
la mujer se acercó con sus alimentos.
—¿Por qué no me quitas la vista de encima? Si quieres hablarme, hazlo con
confianza que no como gente—.
—Eres muy linda, eso es lo que sucede—.
La pareja continuó su plática, era obvio que ambos se gustaban, el hombre
blanco y la dama de piel canela, eran como un helado de vainilla mezclado con café.
No faltaban las ganas de probarse, hablaron de todo, economía, política,
viajes, leyes, escándalos de noticias internacionales y sus planes cuando fueran
jubilados.
Casi las nueve de la noche, era lunes, el restaurante a punto de cerrar,
así que Fulgencio no titubeó con la mujer, le propuso irse a un hotel para
gozar de las hormonas hasta quedar rendidos como dos soldados tras una batalla.
La fémina aceptó y cuando llegaron a la habitación, ella se despojó de sus
prendas de vestir, quedaron sus pechos al aire, su sonrisa de pícara lo ató y fue
prisionero del deseo.
Una chica liberal, entre ambos pagaron las tres horas de la pieza, se
fueron al baño donde se desató una tormenta de intercambio de fluidos, caricias,
risas y gemidos.
La mujer le hablaba al oído del masculino, él le daba pequeños mordiscos en
sus dedos, era como si se tratara de recién casados con ganas de banquetearse
hasta las servilletas de la recepción.
Fabuloso encuentro, los gritos de la desconocida mujer atravesaban los bloques
y el cemento, pedía más velocidad y fuerza, así que el hombre la complació
hasta que el arma se disparó y por poco estalla el látex.
Durmieron, sin embargo, sonó el teléfono de la habitación para comunicarles
la famosa palabra tiempo, se vistieron y abandonaron el hotel.
Tomados de la mano, como dos enamorados, se fueron hasta la parada de la
Justo Arosemena para que la mujer tomara un taxi.
Un largo ósculo antes de que ella subiera al automóvil y luego se marchó.
Pasaron dos semanas, pero Fulgencio no la volvió a ver, a pesar de que
cenaba a diario en el mismo restaurante, luego un mes, dos meses y nada.
Sin retorno, fue su mejor experiencia y ni siquiera sabía el nombre de la
tigresa que lo devoró.
Imagen cortesía de Andrea Piacquadio y Valeria Boltneva de Pexels, no
relacionadas con la historia.