Antes de que le dieran de baja del ejército colombiano, el sargento Héctor Ortega, renunció para trabajar en una empresa de Contadores Públicos Autorizados, ya que estudiaba el IV año de esa carrera.
En las filas castrenses cargaba
con toneladas problemas por arrogante, maldito, déspota, doble cara, chismoso,
embustero, altanero y acosador sexual, así que antes de que lo botaran por cortejar
a la fuerza a una cabo, prefirió evitar la humillación e irse.
Estaba harto de que el coronel
al mando de la Dirección de Contabilidad lo sermoneara, lo tenía en el tuquito
por altanero y otras aristas más, sin embargo, Héctor era un hombre astuto e
inteligente.
Cuatro años después de
graduarse como CPA, lo nombraron como jefe en el Ministerio de Agricultura de
Colombia, sus subalternos lo recibieron con entusiasmo y la respuesta de vuelta
fue de terror.
Lo primero que hizo fue crear
una cadena de espionaje o sapería dentro del departamento, jugaba con el pan de
los compañeros de la oficina, los humillaba, gritaba y provoca una tormenta en
las mejillas de las damas.
Instaba a las
rivalidades, trataba con los pies al subjefe y andaba como un unicornio por
todo el ministerio para cogerse a cuánta fémina aceptara sus indecentes
propuestas, ya fuesen casadas o solteras.
Obligó a hacer turnos a sus
subalternos los fines de semana con la excusa que todo debía marchar bien
porque quería demostrar en el Ministerio de Agricultura que, sin él, la oficina
era inoperante.
Un mentiroso patológico, usaba
la figura del ministro y viceministro entre los colaboradores que supervisaba
para sembrar miedo, ya que no le interesaba que lo respetaran, sino que le
temiesen.
Sin embargo, a los tres
años, al titular de la cartera lo trasladaron como embajador en Japón y aunque el
viceministro lo protegía, bajó un poco su guerra psicológica contra sus subalternos.
No soltaba la frase: cuando
el jefe se equivoca, vuelve y manda como si aún laborara en el ejército, con un
trato irrespetuoso porque daba la impresión de que su personal carecía de cerebro
o pensara.
Siguió con sus maldades hasta que un
día incurrió en un error o faltante de dinero en viajes por el país, y fue despedido.
Al saber la noticia, sus
subalternos celebraron, aunque sus sapos estaban tristes porque su querido jefe
lo destituyeron.
Lo peor fue que a ninguno
de los espías internos, los ayudó con incrementos salariales u otros beneficios.
Héctor, el perverso,
recogió sus libros y se marchó de la oficina con el rabo entre las piernas, mientras
discurría dónde laboraría ahora para continuar su vida de maldad, perversidad y
altanería.
Imágenes cortesía de Pixbay
en Pexels no relacionadas con la historia.
Ja ja ja a cada uno le llega su hora.
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