Ejecutado

Seis horas antes que le cortaran la garganta con un filoso cuchillo, Luis Kaya III, se bañó, se puso un pantalón vaquero, Gianni Versace azul, una camisa blanca, unos zapatos Salvatore Ferragamo y se fue a desayunar.

Luis Kaya III, era nieto de un turco con el mismo nombre, quien llegó por accidente a Colón, Panamá en 1933 porque iba con destino a Nueva York, pero le gustó la hermosa ciudad y decidió quedarse, trabajó y con artimañas fundó una fábrica de alimentos enlatados.

Sin embargo, de nada le valió dejar un imperio comercial al morir porque su hijo, Luis Kaya II, la despilfarró en viajes, mujeres, casinos, drogas y entrando en la política como candidato a alcalde de la Ciudad de Colón en varias elecciones, todas perdidas.

La tercera generación de los Kaya salió igual a la segunda, acostumbrado a una vida de lujos, de pronto se queda sin dinero y como nunca en su vida laboró, se dedicó a lo más fácil como el tráfico de obras de arte y drogas hacia Turquía.



Sus conexiones eran los carteles colombianos, tanto para la heroína como para pinturas, esculturas y otras creaciones. Usaba a Panamá como centro de acopio de la mercancía hurtada para luego exportarla a Turquía.

El caballero era de abundante cabello negro, cejas muy pobladas, casi dos metros de alto, ojos verdes, blanca piel y una atlética figura.

Mientras que cinco horas antes que le cortaran la garganta, el guapetón visitó a su amante, Sandra Sasson, en un apartamento en Bella Vista, Ciudad de Panamá. La fémina era casada, así que las citas eran secretas.

Luego se fue donde un antiguo amigo de su padre, quien le advirtió que no se expusiera porque unos colombianos lo buscaban para asesinarlo, ya que 20 kilos de heroína nunca llegaron a Estambul, por lo que sospechaban que él (Luis Kaya III) se los había “volteado” (robado).

Tres horas antes que le cortaran la garganta, Luis Kaya III, apareció donde Yussef Aziz, un colombiano originario de Maicao y de ascendencia árabe, quien también le dijo que se cuidara.

-Compa, a mí nada me pueden hacer, ando armado y tengo los huevos cuadrados-, respondió el panameño.

Salió del negocio del sudamericano, ubicado en Multi Centro en Paitilla y vio una joven linda, de piel canela, ojos negros, voluptuosa porque estaba operada en su cuerpo, dama que saludó a Luis Kaya III y este le cayó de inmediato como buitre.



Se fueron a la planta baja del restaurante El Emir, bebieron cerveza, comieron cordero, pan pita y hummus (crema de garbanzo con limón) hasta que él la invitó a su apartamento y ella aceptó.

La “buenona” era Badra Ahmat, una barranquillera de origen libanés, quien tomó de la mano al istmeño, se fueron a los estacionamientos y llegaron hasta el BMW negro de Luis Kaya III.

Un huracán de besos se desató antes de subir al vehículo, el caballero inspirado le acariciaba su piel, la fémina se dejó hasta que un hombre salió, golpeó al istmeño con un madero en la cabeza, al caer lo inyectaron y quedó drogado.

A la mañana siguiente, un vecino de Paitilla que trotaba vio el cuerpo de Luis Kaya III, desnudo en el parque Nacho Valdés, con la garganta cortada, desangrado y en el pecho escribieron "orospu cocu" (hijo de puta en turco).

Llegó la policía, el Ministerio Público y una batería de periodistas para cubrir el suceso de un muerto sin documento alguno que lo identificara.

Badra Ahmat abandonó Panamá sin dejar rastro alguno. 

El misil tierra-tierra

 Paola Andrea Botero, era una de esas “paisas” hermosas, con abundante caballera rubia, ojos azules, un cuerpo espectacular, senos naturales medianos y un caminado atractivo.

Estudiaba el segundo año de leyes en la Universidad de Medellín, cuyo costo era nada para sus padres, ya que vivían de la ganadería, agricultura y eran accionistas de varias empresas en Antioquia, Colombia.

La dama andaba en un automóvil Audi, color rojo y todas las extras, vehículo costeado por sus parientes, así como el costo de un semestre de su carrera que oscilaba en 10,258,000.00 de pesos y que al cambio en el 2019 significaba 3,205,63 dólares.

Paola Andrea tuvo varios novios en el club social que frecuentaba, pero ninguno satisfacía su necesidad y le mataba la curiosidad de revolcarse entre sus sábanas lujosas con un hombre de raza negra.

Poseía un estereotipo de que los masculinos negros tenían un aparato reproductor del tamaño de un misil intercontinental tierra-tierra, y no había forma que borrara esa impresión de su mente.



En cuanto a sus estudios era muy inteligente, buenas notas, aplicada y responsable, le encantaba irse a los fines de semana a rumbear en los bares y discotecas de Poblado, una zona exclusiva llena de hoteles y restaurantes.

Como vivía en esa área, específicamente en la calle 7 20, en un apartamento de 1,050,000,000.00 millones de pesos (unos 328 mil 125 dólares al cambio de 3,200 pesos por dólar), la fémina caminaba.

A la mujer en ocasiones la confundían con la actriz colombiana Margarita Rosa de Francisco por su increíble parecido cuando la artista era una “sardina” (joven).

Tenía dos amigas, Lucrecia Jaramillo y Cristina Villegas, todas con aspecto de modelos, quienes le decían a Paola Andrea que no siempre era como ella pensaba y podría llevarse una desagradable sorpresa.

-Vea mija, no es así porque no todos lo tienen grande. Vos quedarás con la boca abierta porque eso no guarda relación con el color de la piel-, comentó Lucrecia mientras bebían aguardiente antioqueño en un bar.

Entre su vida cotidiana llena de caprichos y estudios, un día se fue a la peluquería en un centro comercial en Envigado, a recoger a su prima y al llegar, del negocio salía un hombre de raza negra, alto, fortachón y cabeza rapada.



La mujer se lo quiso comer con la mirada y el caballero también volteó a verla.

Era Richard Molina, un vigilante, de 22 años, quien vivía en la comuna de San Javier, cerca donde está la estación del metro, y fue a buscar un dinero prestado hasta allá porque lo necesitaba.

Paola Andrea, insistió, y convenció a su prima que le diera el número de celular del caballero y, como siempre obtenía sus caprichos, lo obtuvo.

Se comunicó con él, platicaron varias veces y pactaron un encuentro en la propiedad de la “mona” (rubia), sin embargo, ya el hombre sabía lo que la dama deseaba.

En la cita, bebieron cerveza, aguardiente e inició la función con besos, las oscuras manos del masculino esquiaban las nevadas montañas de la fémina y sus rosadas coronas.

Los ojos azules de Paola Andrea querían reventar, un intercambio de fluidos extensos y las manos de ella en los muslos del varón la transportaban a Venus.

Se lo llevó a la cama, muy lento lo dejó en traje de Adán y Eva, pero cuando miró al punto culminante, gritó como loca.

-Pero, eso es un maní que vos tenés-.

Sus amigas tenían razón. Solo era un estereotipo.

 

 

¿Dónde está Marisol González (II parte)

Su fotografía inundaba todas las redes sociales como Facebook, Instagram, Twitter, Pinterest, TikTok y otras, al igual que once mujeres más que fueron reportadas como desaparecidas.

Los estamentos de seguridad de Panamá y el coordinador de los fiscales encargados de los casos, Vicente Dimyanov pasaban largas jornadas de hasta 12 horas laborando.

Se realizaron varios allanamientos, se encontró a una chica de 16 años en Chiriquí, pero la adolescente se fue con su novio de 21 años, quien fue detenido de inmediato porque es ilegal ser pareja de una menor.

A otra desaparecida, de 21 años, la hallaron en la casa de una prima en Chepo. Abandonó  su vivienda tras una pelea con sus padres.

Ya eran dos menos, sin embargo, a Marisol González, estudiante de XI grado, del Instituto Urracá, de Santiago de Veraguas no la encontraban y fue vista la última vez el 4 de abril de 2022, aproximadamente a las 6:30 p.m., tras salir del colegio.



La jovencita, delgada, de cabello negro, blanca, ojos verdes, de 1.76 metros de estatura y voluptuosa figura para su corta edad, huyó, quizás brava, por un pleito familiar y aún se abrazaba la esperanza de que se presentara en casa.

Una llamada telefónica anónima desde un teléfono monedero, ya poco utilizado por la nueva tecnología, alerta a los investigadores de una vivienda en Villa de las Fuentes, donde alguien dice que vio una chica parecida a la veragüense.

Como un bólido, la policía, peritos y un ejército de inspectores empiezan a vigilar la casa, pero se dan cuenta de que vive una pareja de longevos, aunque todo el mundo es sospechoso cuando se investiga.

Tres horas después, un juez autoriza el cateo, la policía destruye la puerta, entran, los ancianos aterrados gritan al ver a los uniformados con armas de fuego, chalecos y  pasamontañas, mientras que las autoridades observan una fémina parecida a Marisol González.



Falsa alarma, era Clara Di Marzo, la nieta de los longevos que vino desde Calabria (Italia) a visitar a sus abuelos en Panamá.

A Vicente Dimyanov se le cae la cara de vergüenza, le ofrece sus disculpas a los italianos Alessandro y Clio de Di Marzo, los ancianos se notan molestos por el acto judicial sin corroborar información.

Clara Di Marzo, no entiende castellano ni sabe lo que ocurre, al ver tantos policías en la casa de sus parientes con pistola en mano, no obstante, la abuela le explica y deja de llorar.

La fiscal general, Alicia Ibáñez, llama a Vicente Dimyanov, para “putearlo”, las televisoras y plataformas digitales transmitieron en vivo en acto judicial y entrevistaron a los ancianos disgustados. Una diligencia fracasada.

El coordinador de las sumarias en Panamá, Chiriquí y Veraguas, se va derrotado hacia su oficina.

Al día siguiente, en el elegante barrio de Punta Pacífica, la policía detiene un lujoso BMW, cuyo conductor se pasó una luz roja, al bajar la ventanilla, el agente ve un arma de fuego, saca su pistola, ordena al caballero salir con las manos en alto y lo esposa. “Eureka”, atrás había cuatro quilos de cocaína.

Cuando lo llevan a la Fiscalía de Drogas, el hombre alega tener información importante de un caso, no obstante, pide protección, al preguntarle qué tipo de caso, el masculino responde y los funcionarios de instrucción casi se caen de sus sillas.

Continuará…

La venganza de Rita

Cuando Rita Quiñones tenía 13 años, su vecino y amante de su madre, abusaba de ella sexualmente, la amenazaba con hacerle daño si le confesaba a la autora de sus días los hechos.

La madre de Rita Quiñones, identificada como Ariadna Quiñones, tenía 35 años, era jefa del Departamento de Correspondencia y Documentos en el Ministerio de Transporte y Comunicaciones de Panamá.

Ariadna tuvo un amor de joven que la dejó embarazada, cuyo padre de la criatura se marchó a Nueva York para trabajar hasta que naciera su hija, pero a las dos semanas murió por una bala loca durante un tiroteo de pandillas en el peligroso barrio del Bronx.

Rita era de tez negra, tamaño de mediana estatura, sus pechos indicaban que apenas abría la puerta de la pubertad, sin embargo, Horacio Biendicho, el vecino, no le interesaba eso, sino saciar su pedofilia.



Horacio Biendicho, de 26 años, era un tipo acholado, de baja estatura, delgado, malo, mujeriego, vivía con su hermano en un apartamento en Vía Porras, corregimiento de San Francisco y laboraba en una firma de arquitectos.

Sabía de las ausencias de Ariadna porque se comunicaba con ella, como tenía llaves del apartamento, ingresaba, la chica solamente lloraba mientras el demonio la violaba.

La niña reflejaba problemas en el colegio, sus notas bajaron, sufría de depresión, no tenía amigos en el salón, algunos la llamaban “la loca” porque en ocasiones juzgamos y condenamos sin saber lo que vive alguien.

Entre, las entradas para abusar de la adolescente e ingresar los fines de semana para hacer el amor con su amante, transcurrió un año y trasladaron a Ariadna a David, Chiriquí como directora provincial del Ministerio.

Con el ascenso cambió la situación de Rita, tuvo amigos, supuestamente olvidó el infierno que atravesaba, terminó el bachillerato y luego la universidad como ingeniera civil.

La ayer adolescente se convirtió en una linda mujer, con bellos rizos, trasero atractivo, mirada sensacional y unos ojos negros brillantes.

Tras transcurrir 15 años de los hechos, Rita se fue a un congreso internacional de arquitectos e ingenieros en la Ciudad de Panamá por cuatro días.

Ya en el hotel se asustó cuando se registraba porque, por ironías de la vida, estaba Horacio Biendicho, algo obeso, con cabello “sal y pimienta” porque el reloj no se detiene nunca.



En ese momento planeó su venganza, una película de todo ese sufrimiento pasó rápidamente, tanto que se le salieron las lágrimas.

Al día siguiente, el pedófilo ni siquiera la reconoció, le habló y ella, como si nada hubiese pasado, almorzaron juntos y él la invitó al cuarto de su hotel para que ella bebiera vino y él cerveza, a lo que la dama aceptó.

Esa noche, conversaron, “chuparon” (bebieron) bastante, él no se dio cuenta, ella le colocó un Alka-Seltzer en la cerveza y el malvado quedó drogado, luego se durmió.

La mujer pensó en clavarle un puñal, no obstante, en la gaveta había un revólver 38, así que evitó cometer un delito, lo desnudó y se marchó.

Cuando Horacio Biendicho despertó al día siguiente, se vio encuero y que escribieron frente al espejo: “Bienvenido al Sida, hijo de puta pedófilo. Ahora morirás lentamente”.

El tipo lloró, gritó, estaba desesperado y no moriría como un palitroqui frente a sus amigos.

Un disparo sonó en la habitación del pedófilo, se pegó un tiro en la sien y nadie vio salir ni entrar a Rita porque en 1985 no había cámaras en los hoteles.

Rita sufrió, nunca tuvo el virus, pero cobró su factura al monstruo que en una etapa su vida destruyó.

Sexo y diezmo

 El público aclamaba, aplaudía, gritaba, algunos lloraban, manos arriba para recibir el espíritu santo, mientras que otros danzaban al ritmo del grupo que interpretaba canciones cristianas en directo.

Personas comunes y corrientes como obreros, secretarias, abogados, médicos, taxistas, estudiantes, la mayoría de barrios de pobreza que asistían a la iglesia evangélica “Cristo Viene Pronto”, ubicada en Bella Vista, Ciudad de Panamá.

Entre los hermanos estaba Patricia García, con inmensa fortuna, dueña de cuantiosos terrenos y acciones en varias empresas, dama que perdió su fe en el catolicismo, además era una de las que aportaba fuertes sumas de dinero al pastor Alfredo de Luca.

Varios tenían problemas de identidad, drogadictos, maleantes que buscaban una salida a sus conflictos internos con la palabra de Cristo, pero también asistían gente de buena fe y dispuesta a ayudar al prójimo.



El pastor Alfredo de Luca, vivía en el hotel Monteserín, ubicado en Santa Ana, tenía un carro del año 1978, japonés, un conductor, dos secretarias y una oficina donde atendía a los “hermanos”, ubicada en la inmensa iglesia evangélica.

Casado, con 45 años, tenía una hija de 20 años, quien estudiaba medicina en México, era blanco, de baja estatura, calvo barrigón, vestía siempre traje de calle y le encantaban las adolescentes.

Toda su manutención era costeada por los hermanos de la iglesia, quienes daban el 10% de sus ingresos en concepto de diezmo, más las contribuciones de Patricia García.

El pastor soñaba con un imperio grande, tener una radioemisora, ampliar la iglesia y abrir otras en las capitales de provincia.

Cuando su mujer no estaba se iba con adolescentes de 16 o 17 años, a una casa que tenía en Villalobos, corregimiento de Pedregal, donde saciaba su apetito sexual interminable.

Pocos sabían del asunto, pero ninguno se atrevía a denunciarlo o hablar de la pedofilia porque  el pastor era muy amigo del Estado Mayor de la Guardia Nacional y no querían problemas con los militares que gobernaban.

Ese tema era un tabú, no solo de los pastores, sino de muchos curas y denunciarlo ante las autoridades era imposible, así como probarlo en una fiscalía.



Alfredo de Luca estaba loquito con Antonella Pietro, la nieta de un migrante italiano, antiguo dueño de una pizzería en Río Abajo, quien iba con su madre a la iglesia, ya que la señora quedó en la bancarrota en un negocio que le resultó mal.

Antonella Pietro, era alta para su edad, tenía el cabello, negro, ojos verdes, senos inmensos y un cuerpo que no correspondía a su edad, el que la veía en la calle pensaba que la chica tendría unos 21 años.

La acosaba, la llamaba a su vivienda, la citaba, le regalaba rosas, entre otras cosas, hasta que la chiquilla le contó a su madre lo acontecido.

Para acabar con el asunto, en un culto, todos cantaban, danzaban, el pastor predicaba hasta que la molesta madre, pidió el micrófono para cantar y alabar a Jesucristo.

Sin embargo, no lo hizo, sino que denunció que el pastor del rebaño quería devorar a las ovejitas pequeñas, lo que dejó al jerarca religioso estupefacto e intentó quitarle el aparato tecnológico hasta que un hermano ujier lo impidió.

El pastor comenzó a llorar, el público sorprendido, solamente lo miraba, Alfredo de Luca tomó el micrófono, ofreció sus disculpas y dijo que también era blanco de demonios porque era un ser humano.

Tras la confesión, la mitad de los hermanos abandonó la iglesia, pero otros se quedaron para apoyarlo.

A los dos días, el periódico Crítica publicó en su primera plana: “Pastor confiesa que le gustaban las chiquillas”.

Su futuro imperio se desplomó.

Amor macabro

Mirelle y Jacinto estaban casados, pero tenían una relación caracterizada por solo encuentros en hoteles de ocasión o él la recogía en su vehículo japonés sencillo y con vidrios polarizados para trasladarse a su nido de amor.

Ella, de 32 años y él, de 36, se conocieron en una empresa distribuidora de productos médicos cuando llegaron a laborar como ejecutivos de ventas en septiembre de 2008.

Tenían casi la misma estatura (mediana), de piel blanca, delgados, cabello lacio negro, ojos pardos y la mujer poseía una mirada de imán que atraía incluso a las damas, mientras que otras la envidiaban solamente por ser sexy.

Se desempeñaban muy bien en sus faenas, nunca fueron al cine, al parque, a un concierto de cualquier género musical, alguna tienda, al almorzar, así que como no hacían vida social, sus únicas citas era para revolcarse entre las sábanas.



Una vez a la semana se reunían en motel Jamaica, ubicado en Avenida Cuba de la Ciudad de Panamá, ya que tenían como ventaja que su labor era en la calle, así que cero supervisión  porque sus resultados de trabajo eran fabulosos.

Cada encuentro era un huracán de intercambio de fluidos, caricias, gritos, gemidos, giros desde el misionero, el helicóptero, la 69, entre otros, mientras ella se transportaba al espacio cuando la locomotora ingresaba en su túnel.

Generalmente, tras 40 minutos de subir y bajar al cielo, Jacinto depositaba su lava en la cámara de su socia porque el látex no existía entre ellos.

Con dos años en lo mismo, era obvio que ella no exigía plástico, se cuidaba con inyecciones, no obstante, corría el riesgo de ser descubierta como ocurre cuando los cálculos fallan y se cosecha homosapiens.

Algunos colaboradores sospechaban de una relación clandestina porque en los pocos encuentros en la oficina, sus miradas eran como gritos de “te amo”.

Todo iba con normalidad hasta que a la compañía llegó un supervisor de 45 años, identificado como Marcelo Grande, blanco, de baja estatura, ojos pardos, calvo, divorciado y con un hijo.



Marcelo Grande vio a Mirelle y quedó prendido con ella, no obstante, escuchó el rumor de una posible relación escondida y armó su estrategia.

Trasladó a Jacinto a la provincia de Coclé para quedar solo en el campo y tirarle los perros a Mirelle, aunque ella lo rechazó tajantemente y le advirtió que era casada.

Marcelo Grande era alguien que no controlaba sus impulsos, lo que hacía en ocasiones que tomara decisiones peligrosas, principalmente cuando le negaban algo o lo rechazaban.

A los tres meses el gerente ordenó el retorno de Jacinto a la capital, despidieron a Marcelo Grande porque manejó el negocio como si fuese suyo, por lo que aumentó su locura.

Mirelle y Jacinto nunca dejaron de verse, ese sábado se citaron para encontrarse a la una de la tarde, entraron al hotel, pero no se dieron cuenta de que eran seguidos por Marcelo Grande.

Tras terminar de “bicicletear”, bajaron, Jacinto entregó la llave de la pieza y se fueron hasta los estacionamientos, donde los esperaba Marcelo Grande, quien los llamó a ambos por su nombre.

Al voltear la vista, dos disparos hacia el masculino y dos hacia la mujer, luego el asesino  se pegó un tiro en el corazón.

Había un amor macabro del celoso caballero, pero a Mirelle y Jacinto ni la muerte los separó.

¿Dónde está Marisol González? (I parte)

La oficina de Vicente Damyanov se encontraba repleta de informes de los fiscales de Chiriquí, Veraguas y Panamá, el abogado era el coordinador, de una investigación relacionada con la desaparición de 12 mujeres en el país centroamericano.

El letrado, tenía 40 años, 15 ejerciendo la profesión, era de mediana estatura, cabello castaño claro y lacio, ojos miel, pero con cara de indio, ya que su mamá era buglé y su papá un ingeniero en minas búlgaro que llegó a Veraguas a trabajar en la extracción de cobre durante la dictadura militar.

Sus compañeros del Ministerio Público lo molestaban que era el clon del fallecido actor mexicano Fernando Balzaretti, fumaba, no tomaba licor, era muy estricto en su trabajo, además tenía dos hijas, una de diez y otra de doce años.

Entretanto, la más joven de las desaparecidas era Marisol González, de 16 años, estudiante del XI grado del Instituto Urracá, en Santiago de Veraguas, salió del colegio como a las 6:30 de la tarde del 4 de abril de 2022 y nunca llegó a su hogar.



Delgada, cabello negro, blanca, ojos verdes, alta para su edad (1.76), con cara de niña y cuerpo de mujer, lo que preocupaba más a las autoridades porque había el rumor de que existía una banda que robaba chicas para venderlas a un jeque árabe.

Ni un solo rastro, ni pista, de cero, no había sospechas de novios, admiradores, una conversación ese día en redes sociales, ya que la última fue 24 horas antes en Instagram, junto con su perrito salchicha, en el patio de su residencia.

Lo único que encontraron fue su móvil que olvidó en el salón de matemáticas y que halló en la mañana del siguiente día una trabajadora manual, quien lo entregó a la dirección del plantel horas antes que se supiese la noticia.

Las sumarias incluían solamente declaraciones de docentes que le impartieron clases, compañeros (as) y su consejera Marianela Soto, quien la vio por última vez al salir con su falda azul, camisa blanca, zapatos negros, medias blancas y morral en la espalda.

El aparato tecnológico podría ser una pieza clave en la investigación, pero también malo al olvidarlo porque era un localizador en caso de que estuviese cautiva de algún grupo o demente.



La presión que recibía Vicente Damyanov era increíble, primero por su jefa la fiscal general Alicia Ibáñez, la otra de los medios de comunicación social y redes sociales que atacaban a la institución de forma dura.

Algo frío y calculador en su trabajo, fumaba como vampiro, se iba a una esquina del edificio donde estaba su oficina para devorar un cigarrillo tras otro.

Cuando ocurren esas situaciones, los responsables de llevar ese peso sienten que están sentados en un barril de pólvora con una mecha encendida a pocos metros.

El coordinador de los fiscales sabía que posiblemente no las encontrarían a todas, quizás algunas se fueron con novios, amantes, otras podrían ser raptadas.

Como tenía dos hijas, no quería tomarlo como un tema personal, pero sus niñas también eran del sexo femenino o podrían ser blanco de lo mismo.

Leía, leía y releía los informes, miraban las fotografías de todas las desaparecidas, en especial la de la estudiante veragüense.

El funcionario de mando medio se preguntaba: ¿Dónde está Marisol González?

Continuará…

Imagen cortesía del Ministerio Público de Panamá.


Sacrificio por amor

Cuando a Leslie McGregor la detuvieron en el aeropuerto internacional de Tocumen, en junio de 2010, con tres kilos de opio, nunca se imaginó que su vida cambiaría de forma radical.

La escocesa venía de Bogotá e hizo una escala en Panamá por seis horas, luego debía tomar un avión que la llevaría a Madrid, entregaría el estupefaciente y posteriormente recibiría 10 mil euros (unos 10,600 dólares aproximadamente) y de allí a su natal ciudad.

Leslie McGregor, era oriunda de Calton, un barrio marginado, empobrecido y lleno de desesperanzas en Glasgow, ya que no crea que en Europa todos son ricos porque también se registra pobreza a montón.Pelirroja natural, ojos azules, abundante cabello lacio, alta y delgada, la mujer solamente entendió el verdadero embrollo en el que se metió cuando la sentenciaron a cinco años de prisión.



En el Centro Femenino de Rehabilitación Cecilia Orillac de Chiari, encontró un mundo dentro de otro.

Lesbianismo a montón, venta de drogas, peleas, las internas hacían su propia bebida fermentada con frutas, custodios y policías acosadores, quienes intercambiaban sexo por dinero o algo que necesitaran las detenidas.

Castigos, golpes y la dificultad del no dominio del idioma castellano fue la montaña de obstáculos que halló la ciudadana británica en Panamá.

Para tener algo de privacidad, en los camarotes se encerraba con retazos de telas de ropa o sábanas viejas que tapaban donde dormía y cuando apagaban las luces a las nueve de la noche, en el “hogar” (pabellones) era un horno por el calor.

Para tener algo de protección se hizo mujer de una de las jefas de la cárcel, quien le enseñó la lengua castiza, mientras evitaba buscar pleitos porque quería ser candidata a una rebaja de pena.



A la cárcel llegó un agente de policía, identificado como Rogelio Hopkins, oriundo de Bocas del Toro, de raza negra, alto, medio atlético, cuyo trabajo, como el resto de los uniformados, era cuidar el perímetro de la prisión.

Desde lejos, el agente del orden público se deleitaba de las presas hermosas, algunas se le ofrecían sexualmente a cambio de una fuga, droga, licor, dinero o que introdujera algún celular.

-Si me ayudas a meter un celular y marihuana, esta noche te doy hasta el chiquito-, le dijo una interna, pero él no le prestó atención.

Leslie McGregor ya tenía dos años de estar presa, no aguantaba más, quería evadirse, no tenía forma y con una colombiana, detenida también por drogas, planificaron una fuga.

Si resultaba el plan, cada una debía buscar la manera de sobrevivir y salir del país.

A los tres meses de la idea, la escocesa andaba con Rogelio Hopkins, quien, como otros custodios y policías, se daban banquete sexual con las internas.

Ella le contó a su novio, que en Tocumen ya sabían que vendría con la droga porque la idea era que otra chica española pasara sin ser descubierta con 30 kilos de opio. Fue usada de carnada.

Al tener seis meses de relación clandestina, el policía, por amor, prometió ayudarla y en efecto la dama se evadió junto con la sudamericana un largo fin de semana.



El policía cortó con un alicate la cerca para que la chica escapara de noche.

Vino el escándalo la investigación, la “novia” de la europea herida porque su pareja la abandonó y, como sabía todo, filtró que Rogelio Hopkins colaboró, por lo que fue interrogado y confesó su delito.

Lo despidieron, le hicieron un proceso judicial por el delito contra la administración de justicia en calidad de complicidad por evasión y lo internaron en cárcel La Joya.

Leslie McGregor logró salir de Panamá, mientras que el policía se comunica con la dama, quien le promete que una vez salga de prisión, cuando termine los seis años de su sentencia, se lo llevará a Escocia. 

Aceite caliente

Gilberto Galindo Díaz, era uno de esos rabiblancos (oligarcas) panameños que poco salen en los periódicos mientras hacen obras sociales o reuniones en los clubes cívicos u organizaciones no gubernamentales.

El caballero de marras no dio bola en el Colegio Javier, donde lo expulsaron por indisciplinado, lo matricularon en el Instituto de Enseñanzas Superiores (Ides) y también lo echaron por mal portado.

Terminó el bachillerato en la Escuela Secundaria Nocturna Oficial (Esno), el Instituto Nacional en las noches, ya que de algo debía graduarse y se diplomó en comercio, tras pasar siete años en ese plantel.

Alto, blanco, de ojos verdes, abundante cabello castaño, delgado, era un consumidor de marihuana, no servía para nada e iba a la fábrica de plásticos de su familia a buscar dinero para gastarlo en chicas y parrandas.

Como no había terminado la universidad, sus padres estaban preocupados porque en el Club Unión, nadie quería saber del buaycito (hombre).



Ninguna mujer de la alta sociedad estaba dispuesta a casarse con varón indisciplinado, drogadicto y ebrio.

Eran la burla de los rabiblancos del club, hasta los empleados le bautizaron con el apodo de “Gilbertito Droga”, alias que también le decían los socios del exclusivo grupo cuando hablaban de él.

“Gilbertito Droga” conoció a Elia Montero, una jovencita, de piel canela, linda y delgada, camarera del club, de 23 años, sin experiencia, recién llegada de la provincia de Herrera, quien cayó ante los encantos y promesas del “canyacsero” (quien consume marihuana).

Otro escándalo más para sus parientes, debido a que aparte de sus cagadas y problemas de conducta y vago, se fijaba en una campesina, sin dinero, poder y sin ser socia del grupo de millonarios panameños.

A la chica la despidieron del trabajo, “Gilbertito Droga” la fue a buscar a Juan Díaz, donde vivía, en su elegante vehículo Audi, color rojo y con todas las extras, arrendó un apartamento en Betania, donde la instaló.

La dama se llevó la sorpresa de su vida porque el masculino llegaba ebrio, drogado, quería acostarse con ella y cuando se negaba, le llovían las trompadas a la mujer que la dejaba irreconocible.

Los vecinos hartos ya, no querían llamar a las autoridades porque es muy conocido que a los rabiblancos casi nunca los agarra el brazo de la justicia, aunque una vecina le dijo a Elia que cuando el tipo estaba dormido le tirara aceite caliente.



En efecto, a la semana el hombre llegó trabado en el canyac (marihuana), ella no se quiso acostar con él, le pegó, le rompió el tabique y la obligó hacer el amor.

Al dormirse, ella aún con la cara manchada de sangre, calentó aceite y se lo arrojó en el vientre al caballero.

Los gritos despertaron a todo el barrio, llegó una ambulancia y cuando la policía vio a Elia llamaron a la Fiscalía.

La maltratada mujer contó todo y el caballero apenas salió del hospital, lo detuvieron por violencia doméstica y a la víctima le proporcionaron tratamiento psiquiátrico.

Al final presionaron a Elia, ella retiró la denuncia, le dieron un billete para callarla y Gilberto Galindo Díaz, salió libre.

Lo enviaron donde un tío a Nueva York, pero en esa ciudad lo pillaron con drogas y fue enviado a la prisión de la isla Rikers a pagar una cana de tres años por posesión y consumo de sustancias ilegales.

Chow mein

Frank Brown llegó a trabajar a las bananeras de Puerto Armuelles como jefe de mecánica, luego de que un primo suyo lo ayudara porque la estaba pasando muy mal económicamente en Palenque, Colón, Panamá.

Graduado del colegio Artes y Oficios como mecánico, solamente “camaroneaba” (jornalero) cuando lo llamaban, pero con esos ingresos apenas alcanzaba para sobrevivir.

Se instaló en un cuarto alquilado, se levantaba de madrugada para trotar y los fines de semana jugaba balompié, deporte para lo que tenía una habilidad impresionante.

Era de mediana estatura, 25 años, sin hijos, de raza negra, cuerpo atlético, ojos pardos y una caballera con gran cantidad de rizos, que se movían mientras corría o hacía deportes.



No fumaba, no bebía y era soltero, tuvo un par de novias, pero se sentía inseguro de sí mismo porque su papá le gritaba desde niño que no servía para nada y no tendría futuro.

Su mejor carta fue irse a Puerto Armuelles, todo iba de maravilla hasta que se fue a un restaurante a comprar un chow mein de camarones, un sábado en la noche.

En el restaurante lo atendió Lucy Chan, la hija del dueño del negocio, nacida en Panamá, de 25 años, quien quedó loquita con el colonense, pero su padre se dio cuenta y se la llevó a la cocina a sermonearla.

Los chinos son muy celosos en su círculo, la mayoría se casa entre ellos, pero en ocasiones los varones se mezclan con otras razas, sin embargo, cuando se trata de una mujer el asunto es más radical.

Lucy Chan hablaba castellano, inglés y el natal mandarín, aprendido de sus padres, intentaba afanosamente que el masculino saliera con ella y sus padres se la ponían difícil.

Durante un campeonato de balompié regional, Lucy Chan, aprovechó que su padre estaba en China para fugarse y encontrarse con Frank Brown, quien con su timidez tampoco hizo las cosas fáciles, pero le gustaba la chica.

Lucy Chan era blanca, ojos jalados, cabellera negra, no tenía un cuerpo espectacular, sin embargo, un alma que valía oro en su peso.



Tenían tres meses de verse a escondidas, hasta que su padre descubrió la relación, le dio una puñera a su hija y le quebró uno de los brazos, y al darse cuenta Frank Brown, denunció el hecho ante la policía.

Al día siguiente, Alfredo Chan fue detenido y su hija estaba en tres y dos, le pidió a su novio que retirara la denuncia y este se negó.

El chino preso, a la hija, la largaron de la casa, sus hermanos, la desheredaron y Lucy Chan estaba en el parque de Puerto Armuelles sola y mientras lloraba se acercó su novio colonense.

-Cásate conmigo-.

-¿De qué viviremos, Frank?-.

-Yo trabajo, no soy un vago, no tengo millones, pero uso mis dos manos, pies y cerebro para ganar dinero. Tú también puedes trabajar-.

-Claro que sí me casaré contigo y te preparé un rico chow mein-.


Encuentro y adiós

La pareja conformada por Silvio Garantes y Silvia Fallas eran la comidilla del barrio León XIII, de San José, Costa Rica, por su forma peculiar de vivir, entre las infidelidades, los golpes, gritos y escándalos.

Ella era de mediana estatura, de piel blanca, cabello rubio de farmacia, ojos avellana, nalgas y senos enormes, gracias a dos intervenciones en el quirófano que pagó su marido Silvio, acholado, de mediana estatura, contextura atlética y oriundo de Chinandega, Nicaragua.

El hombre de marras laboraba con ayudante general en un proyecto de construcción de viviendas en la capital tica y su quita frío se ganaba la vida como camarera en la discoteca Planet Mall.



Tenían múltiples problemas porque Silvio bebía demasiado guaro Cacique, era mujeriego y violento.

Para rematar su pareja le ponía también los cuernos, debido a su belleza y donde laboraba le llovían admiradores, invitaciones matrimoniales, de sexo y viajes, entre otras promesas.

En una ocasión los vecinos llamaron a la policía para que interviniera en el viejo caserón del empobrecido y marginado barrio León XIII, ya que el matrimonio tuvo una pelea gigantesca, luego que se tomaron dos botellas de guaro.

Un agende de policía sacó su arma de reglamento y amenazó con disparar a Silvio si no soltaba un cuchillo, pero lo tiró al suelo, detuvieron a la pareja y salieron bajo fianza.

El hombre, de 32 años, tenía una amante llamada Fabiola, una nicaragüense de 19 años, también acholada, nacida en Matagalpa, quien laboraba como doméstica en una residencia lujosa en Escazú.

Abiertamente, andaban tomados de las manos por todo San José, se daban besitos en el parque La Merced, conocido como la Pequeña Managua, donde se reunían los nicas a platicar y a beber a escondidas.

Pero eso no era todo, Silvia, de 26 años, tenía de novio de 45 años, Arturo Monge, cliente de discoteca, quien laboraba como gerente de una compañía de cosméticos franceses.



Silvia tenía aspecto de wila (adolescente) a pesar de su edad, no obstante, aprendió mucho con su marido nicaragüense, entre ellas decir embustes en cantidades industriales.

Para las fiestas de Zapote del año 2000, Silvio inventó una historia a su esposa para verse con su amante, ella no le creyó, pero tampoco protestó porque pensaba verse con Arturo y le dijo que iría a Heredia a encontrarse con una amiga del trabajo.

Cuatro horas después, entre la multitud en Zapote, estaba Silvio agarradito de mano con Fabiola, bailaban al ritmo de la música y la pasaban bien.

Una riña provocada por unos borrachos, generó la curiosidad de la pareja y fueron a ver, no obstante, se encontraron con Silvia y Arturo, abrazados, quienes veían la pelea.

Silvia y Silvio, se miraron intensamente, a ambos sus mejillas se inundaron de lluvia y agacharon la cabeza.

La esposa tica tomó de la mano a su novio maduro, se dio la vuelta para marcharse y nunca regresó con su esposo nicaragüense, ni siquiera para divorciarse.