El público aclamaba, aplaudía, gritaba, algunos lloraban, manos arriba para recibir el espíritu santo, mientras que otros danzaban al ritmo del grupo que interpretaba canciones cristianas en directo.
Personas comunes y corrientes como obreros,
secretarias, abogados, médicos, taxistas, estudiantes, la mayoría de barrios de
pobreza que asistían a la iglesia evangélica “Cristo Viene Pronto”, ubicada en
Bella Vista, Ciudad de Panamá.
Entre los hermanos estaba Patricia García, con
inmensa fortuna, dueña de cuantiosos terrenos y acciones en varias empresas, dama
que perdió su fe en el catolicismo, además era una de las que aportaba fuertes sumas de dinero al pastor Alfredo de Luca.
Varios tenían problemas de identidad, drogadictos,
maleantes que buscaban una salida a sus conflictos internos con la palabra de
Cristo, pero también asistían gente de buena fe y dispuesta a ayudar al
prójimo.
El pastor Alfredo de Luca, vivía en el hotel
Monteserín, ubicado en Santa Ana, tenía un carro del año 1978, japonés, un
conductor, dos secretarias y una oficina donde atendía a los “hermanos”, ubicada en la inmensa iglesia evangélica.
Casado, con 45 años, tenía una hija de 20 años, quien estudiaba medicina en México, era blanco, de baja estatura, calvo barrigón,
vestía siempre traje de calle y le encantaban las adolescentes.
Toda su manutención era costeada por los hermanos de
la iglesia, quienes daban el 10% de sus ingresos en concepto de diezmo, más las
contribuciones de Patricia García.
El pastor soñaba con un imperio grande, tener una
radioemisora, ampliar la iglesia y abrir otras en las capitales de provincia.
Cuando su mujer no estaba se iba con adolescentes de
16 o 17 años, a una casa que tenía en Villalobos, corregimiento de Pedregal,
donde saciaba su apetito sexual interminable.
Pocos sabían del asunto, pero ninguno se atrevía a
denunciarlo o hablar de la pedofilia porque el pastor era
muy amigo del Estado Mayor de la Guardia Nacional y no querían problemas con
los militares que gobernaban.
Ese tema era un tabú, no solo de los pastores, sino de
muchos curas y denunciarlo ante las autoridades era imposible, así como
probarlo en una fiscalía.
Alfredo de Luca estaba loquito con Antonella Pietro,
la nieta de un migrante italiano, antiguo dueño de una pizzería en Río Abajo,
quien iba con su madre a la iglesia, ya que la señora quedó en la bancarrota en
un negocio que le resultó mal.
Antonella Pietro, era alta para su edad, tenía el
cabello, negro, ojos verdes, senos inmensos y un cuerpo que no correspondía a
su edad, el que la veía en la calle pensaba que la chica tendría unos 21 años.
La acosaba, la llamaba a su vivienda, la citaba, le
regalaba rosas, entre otras cosas, hasta que la chiquilla le contó a su madre
lo acontecido.
Para acabar con el asunto, en un culto, todos
cantaban, danzaban, el pastor predicaba hasta que la molesta madre, pidió el
micrófono para cantar y alabar a Jesucristo.
Sin embargo, no lo hizo, sino que denunció que el
pastor del rebaño quería devorar a las ovejitas pequeñas, lo que dejó al
jerarca religioso estupefacto e intentó quitarle el aparato tecnológico hasta
que un hermano ujier lo impidió.
El pastor comenzó a llorar, el público sorprendido,
solamente lo miraba, Alfredo de Luca tomó el micrófono, ofreció sus disculpas y
dijo que también era blanco de demonios porque era un ser humano.
Tras la confesión, la mitad de los hermanos abandonó
la iglesia, pero otros se quedaron para apoyarlo.
A los dos días, el periódico Crítica publicó en su
primera plana: “Pastor confiesa que le gustaban las chiquillas”.
Su futuro imperio se desplomó.
Así debe ser con todos esos padres y pastores enfermos que siguen en esa vida.
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