El misil tierra-tierra

 Paola Andrea Botero, era una de esas “paisas” hermosas, con abundante caballera rubia, ojos azules, un cuerpo espectacular, senos naturales medianos y un caminado atractivo.

Estudiaba el segundo año de leyes en la Universidad de Medellín, cuyo costo era nada para sus padres, ya que vivían de la ganadería, agricultura y eran accionistas de varias empresas en Antioquia, Colombia.

La dama andaba en un automóvil Audi, color rojo y todas las extras, vehículo costeado por sus parientes, así como el costo de un semestre de su carrera que oscilaba en 10,258,000.00 de pesos y que al cambio en el 2019 significaba 3,205,63 dólares.

Paola Andrea tuvo varios novios en el club social que frecuentaba, pero ninguno satisfacía su necesidad y le mataba la curiosidad de revolcarse entre sus sábanas lujosas con un hombre de raza negra.

Poseía un estereotipo de que los masculinos negros tenían un aparato reproductor del tamaño de un misil intercontinental tierra-tierra, y no había forma que borrara esa impresión de su mente.



En cuanto a sus estudios era muy inteligente, buenas notas, aplicada y responsable, le encantaba irse a los fines de semana a rumbear en los bares y discotecas de Poblado, una zona exclusiva llena de hoteles y restaurantes.

Como vivía en esa área, específicamente en la calle 7 20, en un apartamento de 1,050,000,000.00 millones de pesos (unos 328 mil 125 dólares al cambio de 3,200 pesos por dólar), la fémina caminaba.

A la mujer en ocasiones la confundían con la actriz colombiana Margarita Rosa de Francisco por su increíble parecido cuando la artista era una “sardina” (joven).

Tenía dos amigas, Lucrecia Jaramillo y Cristina Villegas, todas con aspecto de modelos, quienes le decían a Paola Andrea que no siempre era como ella pensaba y podría llevarse una desagradable sorpresa.

-Vea mija, no es así porque no todos lo tienen grande. Vos quedarás con la boca abierta porque eso no guarda relación con el color de la piel-, comentó Lucrecia mientras bebían aguardiente antioqueño en un bar.

Entre su vida cotidiana llena de caprichos y estudios, un día se fue a la peluquería en un centro comercial en Envigado, a recoger a su prima y al llegar, del negocio salía un hombre de raza negra, alto, fortachón y cabeza rapada.



La mujer se lo quiso comer con la mirada y el caballero también volteó a verla.

Era Richard Molina, un vigilante, de 22 años, quien vivía en la comuna de San Javier, cerca donde está la estación del metro, y fue a buscar un dinero prestado hasta allá porque lo necesitaba.

Paola Andrea, insistió, y convenció a su prima que le diera el número de celular del caballero y, como siempre obtenía sus caprichos, lo obtuvo.

Se comunicó con él, platicaron varias veces y pactaron un encuentro en la propiedad de la “mona” (rubia), sin embargo, ya el hombre sabía lo que la dama deseaba.

En la cita, bebieron cerveza, aguardiente e inició la función con besos, las oscuras manos del masculino esquiaban las nevadas montañas de la fémina y sus rosadas coronas.

Los ojos azules de Paola Andrea querían reventar, un intercambio de fluidos extensos y las manos de ella en los muslos del varón la transportaban a Venus.

Se lo llevó a la cama, muy lento lo dejó en traje de Adán y Eva, pero cuando miró al punto culminante, gritó como loca.

-Pero, eso es un maní que vos tenés-.

Sus amigas tenían razón. Solo era un estereotipo.

 

 

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