La venganza de Rita

Cuando Rita Quiñones tenía 13 años, su vecino y amante de su madre, abusaba de ella sexualmente, la amenazaba con hacerle daño si le confesaba a la autora de sus días los hechos.

La madre de Rita Quiñones, identificada como Ariadna Quiñones, tenía 35 años, era jefa del Departamento de Correspondencia y Documentos en el Ministerio de Transporte y Comunicaciones de Panamá.

Ariadna tuvo un amor de joven que la dejó embarazada, cuyo padre de la criatura se marchó a Nueva York para trabajar hasta que naciera su hija, pero a las dos semanas murió por una bala loca durante un tiroteo de pandillas en el peligroso barrio del Bronx.

Rita era de tez negra, tamaño de mediana estatura, sus pechos indicaban que apenas abría la puerta de la pubertad, sin embargo, Horacio Biendicho, el vecino, no le interesaba eso, sino saciar su pedofilia.



Horacio Biendicho, de 26 años, era un tipo acholado, de baja estatura, delgado, malo, mujeriego, vivía con su hermano en un apartamento en Vía Porras, corregimiento de San Francisco y laboraba en una firma de arquitectos.

Sabía de las ausencias de Ariadna porque se comunicaba con ella, como tenía llaves del apartamento, ingresaba, la chica solamente lloraba mientras el demonio la violaba.

La niña reflejaba problemas en el colegio, sus notas bajaron, sufría de depresión, no tenía amigos en el salón, algunos la llamaban “la loca” porque en ocasiones juzgamos y condenamos sin saber lo que vive alguien.

Entre, las entradas para abusar de la adolescente e ingresar los fines de semana para hacer el amor con su amante, transcurrió un año y trasladaron a Ariadna a David, Chiriquí como directora provincial del Ministerio.

Con el ascenso cambió la situación de Rita, tuvo amigos, supuestamente olvidó el infierno que atravesaba, terminó el bachillerato y luego la universidad como ingeniera civil.

La ayer adolescente se convirtió en una linda mujer, con bellos rizos, trasero atractivo, mirada sensacional y unos ojos negros brillantes.

Tras transcurrir 15 años de los hechos, Rita se fue a un congreso internacional de arquitectos e ingenieros en la Ciudad de Panamá por cuatro días.

Ya en el hotel se asustó cuando se registraba porque, por ironías de la vida, estaba Horacio Biendicho, algo obeso, con cabello “sal y pimienta” porque el reloj no se detiene nunca.



En ese momento planeó su venganza, una película de todo ese sufrimiento pasó rápidamente, tanto que se le salieron las lágrimas.

Al día siguiente, el pedófilo ni siquiera la reconoció, le habló y ella, como si nada hubiese pasado, almorzaron juntos y él la invitó al cuarto de su hotel para que ella bebiera vino y él cerveza, a lo que la dama aceptó.

Esa noche, conversaron, “chuparon” (bebieron) bastante, él no se dio cuenta, ella le colocó un Alka-Seltzer en la cerveza y el malvado quedó drogado, luego se durmió.

La mujer pensó en clavarle un puñal, no obstante, en la gaveta había un revólver 38, así que evitó cometer un delito, lo desnudó y se marchó.

Cuando Horacio Biendicho despertó al día siguiente, se vio encuero y que escribieron frente al espejo: “Bienvenido al Sida, hijo de puta pedófilo. Ahora morirás lentamente”.

El tipo lloró, gritó, estaba desesperado y no moriría como un palitroqui frente a sus amigos.

Un disparo sonó en la habitación del pedófilo, se pegó un tiro en la sien y nadie vio salir ni entrar a Rita porque en 1985 no había cámaras en los hoteles.

Rita sufrió, nunca tuvo el virus, pero cobró su factura al monstruo que en una etapa su vida destruyó.

Sexo y diezmo

 El público aclamaba, aplaudía, gritaba, algunos lloraban, manos arriba para recibir el espíritu santo, mientras que otros danzaban al ritmo del grupo que interpretaba canciones cristianas en directo.

Personas comunes y corrientes como obreros, secretarias, abogados, médicos, taxistas, estudiantes, la mayoría de barrios de pobreza que asistían a la iglesia evangélica “Cristo Viene Pronto”, ubicada en Bella Vista, Ciudad de Panamá.

Entre los hermanos estaba Patricia García, con inmensa fortuna, dueña de cuantiosos terrenos y acciones en varias empresas, dama que perdió su fe en el catolicismo, además era una de las que aportaba fuertes sumas de dinero al pastor Alfredo de Luca.

Varios tenían problemas de identidad, drogadictos, maleantes que buscaban una salida a sus conflictos internos con la palabra de Cristo, pero también asistían gente de buena fe y dispuesta a ayudar al prójimo.



El pastor Alfredo de Luca, vivía en el hotel Monteserín, ubicado en Santa Ana, tenía un carro del año 1978, japonés, un conductor, dos secretarias y una oficina donde atendía a los “hermanos”, ubicada en la inmensa iglesia evangélica.

Casado, con 45 años, tenía una hija de 20 años, quien estudiaba medicina en México, era blanco, de baja estatura, calvo barrigón, vestía siempre traje de calle y le encantaban las adolescentes.

Toda su manutención era costeada por los hermanos de la iglesia, quienes daban el 10% de sus ingresos en concepto de diezmo, más las contribuciones de Patricia García.

El pastor soñaba con un imperio grande, tener una radioemisora, ampliar la iglesia y abrir otras en las capitales de provincia.

Cuando su mujer no estaba se iba con adolescentes de 16 o 17 años, a una casa que tenía en Villalobos, corregimiento de Pedregal, donde saciaba su apetito sexual interminable.

Pocos sabían del asunto, pero ninguno se atrevía a denunciarlo o hablar de la pedofilia porque  el pastor era muy amigo del Estado Mayor de la Guardia Nacional y no querían problemas con los militares que gobernaban.

Ese tema era un tabú, no solo de los pastores, sino de muchos curas y denunciarlo ante las autoridades era imposible, así como probarlo en una fiscalía.



Alfredo de Luca estaba loquito con Antonella Pietro, la nieta de un migrante italiano, antiguo dueño de una pizzería en Río Abajo, quien iba con su madre a la iglesia, ya que la señora quedó en la bancarrota en un negocio que le resultó mal.

Antonella Pietro, era alta para su edad, tenía el cabello, negro, ojos verdes, senos inmensos y un cuerpo que no correspondía a su edad, el que la veía en la calle pensaba que la chica tendría unos 21 años.

La acosaba, la llamaba a su vivienda, la citaba, le regalaba rosas, entre otras cosas, hasta que la chiquilla le contó a su madre lo acontecido.

Para acabar con el asunto, en un culto, todos cantaban, danzaban, el pastor predicaba hasta que la molesta madre, pidió el micrófono para cantar y alabar a Jesucristo.

Sin embargo, no lo hizo, sino que denunció que el pastor del rebaño quería devorar a las ovejitas pequeñas, lo que dejó al jerarca religioso estupefacto e intentó quitarle el aparato tecnológico hasta que un hermano ujier lo impidió.

El pastor comenzó a llorar, el público sorprendido, solamente lo miraba, Alfredo de Luca tomó el micrófono, ofreció sus disculpas y dijo que también era blanco de demonios porque era un ser humano.

Tras la confesión, la mitad de los hermanos abandonó la iglesia, pero otros se quedaron para apoyarlo.

A los dos días, el periódico Crítica publicó en su primera plana: “Pastor confiesa que le gustaban las chiquillas”.

Su futuro imperio se desplomó.

Amor macabro

Mirelle y Jacinto estaban casados, pero tenían una relación caracterizada por solo encuentros en hoteles de ocasión o él la recogía en su vehículo japonés sencillo y con vidrios polarizados para trasladarse a su nido de amor.

Ella, de 32 años y él, de 36, se conocieron en una empresa distribuidora de productos médicos cuando llegaron a laborar como ejecutivos de ventas en septiembre de 2008.

Tenían casi la misma estatura (mediana), de piel blanca, delgados, cabello lacio negro, ojos pardos y la mujer poseía una mirada de imán que atraía incluso a las damas, mientras que otras la envidiaban solamente por ser sexy.

Se desempeñaban muy bien en sus faenas, nunca fueron al cine, al parque, a un concierto de cualquier género musical, alguna tienda, al almorzar, así que como no hacían vida social, sus únicas citas era para revolcarse entre las sábanas.



Una vez a la semana se reunían en motel Jamaica, ubicado en Avenida Cuba de la Ciudad de Panamá, ya que tenían como ventaja que su labor era en la calle, así que cero supervisión  porque sus resultados de trabajo eran fabulosos.

Cada encuentro era un huracán de intercambio de fluidos, caricias, gritos, gemidos, giros desde el misionero, el helicóptero, la 69, entre otros, mientras ella se transportaba al espacio cuando la locomotora ingresaba en su túnel.

Generalmente, tras 40 minutos de subir y bajar al cielo, Jacinto depositaba su lava en la cámara de su socia porque el látex no existía entre ellos.

Con dos años en lo mismo, era obvio que ella no exigía plástico, se cuidaba con inyecciones, no obstante, corría el riesgo de ser descubierta como ocurre cuando los cálculos fallan y se cosecha homosapiens.

Algunos colaboradores sospechaban de una relación clandestina porque en los pocos encuentros en la oficina, sus miradas eran como gritos de “te amo”.

Todo iba con normalidad hasta que a la compañía llegó un supervisor de 45 años, identificado como Marcelo Grande, blanco, de baja estatura, ojos pardos, calvo, divorciado y con un hijo.



Marcelo Grande vio a Mirelle y quedó prendido con ella, no obstante, escuchó el rumor de una posible relación escondida y armó su estrategia.

Trasladó a Jacinto a la provincia de Coclé para quedar solo en el campo y tirarle los perros a Mirelle, aunque ella lo rechazó tajantemente y le advirtió que era casada.

Marcelo Grande era alguien que no controlaba sus impulsos, lo que hacía en ocasiones que tomara decisiones peligrosas, principalmente cuando le negaban algo o lo rechazaban.

A los tres meses el gerente ordenó el retorno de Jacinto a la capital, despidieron a Marcelo Grande porque manejó el negocio como si fuese suyo, por lo que aumentó su locura.

Mirelle y Jacinto nunca dejaron de verse, ese sábado se citaron para encontrarse a la una de la tarde, entraron al hotel, pero no se dieron cuenta de que eran seguidos por Marcelo Grande.

Tras terminar de “bicicletear”, bajaron, Jacinto entregó la llave de la pieza y se fueron hasta los estacionamientos, donde los esperaba Marcelo Grande, quien los llamó a ambos por su nombre.

Al voltear la vista, dos disparos hacia el masculino y dos hacia la mujer, luego el asesino  se pegó un tiro en el corazón.

Había un amor macabro del celoso caballero, pero a Mirelle y Jacinto ni la muerte los separó.

¿Dónde está Marisol González? (I parte)

La oficina de Vicente Damyanov se encontraba repleta de informes de los fiscales de Chiriquí, Veraguas y Panamá, el abogado era el coordinador, de una investigación relacionada con la desaparición de 12 mujeres en el país centroamericano.

El letrado, tenía 40 años, 15 ejerciendo la profesión, era de mediana estatura, cabello castaño claro y lacio, ojos miel, pero con cara de indio, ya que su mamá era buglé y su papá un ingeniero en minas búlgaro que llegó a Veraguas a trabajar en la extracción de cobre durante la dictadura militar.

Sus compañeros del Ministerio Público lo molestaban que era el clon del fallecido actor mexicano Fernando Balzaretti, fumaba, no tomaba licor, era muy estricto en su trabajo, además tenía dos hijas, una de diez y otra de doce años.

Entretanto, la más joven de las desaparecidas era Marisol González, de 16 años, estudiante del XI grado del Instituto Urracá, en Santiago de Veraguas, salió del colegio como a las 6:30 de la tarde del 4 de abril de 2022 y nunca llegó a su hogar.



Delgada, cabello negro, blanca, ojos verdes, alta para su edad (1.76), con cara de niña y cuerpo de mujer, lo que preocupaba más a las autoridades porque había el rumor de que existía una banda que robaba chicas para venderlas a un jeque árabe.

Ni un solo rastro, ni pista, de cero, no había sospechas de novios, admiradores, una conversación ese día en redes sociales, ya que la última fue 24 horas antes en Instagram, junto con su perrito salchicha, en el patio de su residencia.

Lo único que encontraron fue su móvil que olvidó en el salón de matemáticas y que halló en la mañana del siguiente día una trabajadora manual, quien lo entregó a la dirección del plantel horas antes que se supiese la noticia.

Las sumarias incluían solamente declaraciones de docentes que le impartieron clases, compañeros (as) y su consejera Marianela Soto, quien la vio por última vez al salir con su falda azul, camisa blanca, zapatos negros, medias blancas y morral en la espalda.

El aparato tecnológico podría ser una pieza clave en la investigación, pero también malo al olvidarlo porque era un localizador en caso de que estuviese cautiva de algún grupo o demente.



La presión que recibía Vicente Damyanov era increíble, primero por su jefa la fiscal general Alicia Ibáñez, la otra de los medios de comunicación social y redes sociales que atacaban a la institución de forma dura.

Algo frío y calculador en su trabajo, fumaba como vampiro, se iba a una esquina del edificio donde estaba su oficina para devorar un cigarrillo tras otro.

Cuando ocurren esas situaciones, los responsables de llevar ese peso sienten que están sentados en un barril de pólvora con una mecha encendida a pocos metros.

El coordinador de los fiscales sabía que posiblemente no las encontrarían a todas, quizás algunas se fueron con novios, amantes, otras podrían ser raptadas.

Como tenía dos hijas, no quería tomarlo como un tema personal, pero sus niñas también eran del sexo femenino o podrían ser blanco de lo mismo.

Leía, leía y releía los informes, miraban las fotografías de todas las desaparecidas, en especial la de la estudiante veragüense.

El funcionario de mando medio se preguntaba: ¿Dónde está Marisol González?

Continuará…

Imagen cortesía del Ministerio Público de Panamá.


Sacrificio por amor

Cuando a Leslie McGregor la detuvieron en el aeropuerto internacional de Tocumen, en junio de 2010, con tres kilos de opio, nunca se imaginó que su vida cambiaría de forma radical.

La escocesa venía de Bogotá e hizo una escala en Panamá por seis horas, luego debía tomar un avión que la llevaría a Madrid, entregaría el estupefaciente y posteriormente recibiría 10 mil euros (unos 10,600 dólares aproximadamente) y de allí a su natal ciudad.

Leslie McGregor, era oriunda de Calton, un barrio marginado, empobrecido y lleno de desesperanzas en Glasgow, ya que no crea que en Europa todos son ricos porque también se registra pobreza a montón.Pelirroja natural, ojos azules, abundante cabello lacio, alta y delgada, la mujer solamente entendió el verdadero embrollo en el que se metió cuando la sentenciaron a cinco años de prisión.



En el Centro Femenino de Rehabilitación Cecilia Orillac de Chiari, encontró un mundo dentro de otro.

Lesbianismo a montón, venta de drogas, peleas, las internas hacían su propia bebida fermentada con frutas, custodios y policías acosadores, quienes intercambiaban sexo por dinero o algo que necesitaran las detenidas.

Castigos, golpes y la dificultad del no dominio del idioma castellano fue la montaña de obstáculos que halló la ciudadana británica en Panamá.

Para tener algo de privacidad, en los camarotes se encerraba con retazos de telas de ropa o sábanas viejas que tapaban donde dormía y cuando apagaban las luces a las nueve de la noche, en el “hogar” (pabellones) era un horno por el calor.

Para tener algo de protección se hizo mujer de una de las jefas de la cárcel, quien le enseñó la lengua castiza, mientras evitaba buscar pleitos porque quería ser candidata a una rebaja de pena.



A la cárcel llegó un agente de policía, identificado como Rogelio Hopkins, oriundo de Bocas del Toro, de raza negra, alto, medio atlético, cuyo trabajo, como el resto de los uniformados, era cuidar el perímetro de la prisión.

Desde lejos, el agente del orden público se deleitaba de las presas hermosas, algunas se le ofrecían sexualmente a cambio de una fuga, droga, licor, dinero o que introdujera algún celular.

-Si me ayudas a meter un celular y marihuana, esta noche te doy hasta el chiquito-, le dijo una interna, pero él no le prestó atención.

Leslie McGregor ya tenía dos años de estar presa, no aguantaba más, quería evadirse, no tenía forma y con una colombiana, detenida también por drogas, planificaron una fuga.

Si resultaba el plan, cada una debía buscar la manera de sobrevivir y salir del país.

A los tres meses de la idea, la escocesa andaba con Rogelio Hopkins, quien, como otros custodios y policías, se daban banquete sexual con las internas.

Ella le contó a su novio, que en Tocumen ya sabían que vendría con la droga porque la idea era que otra chica española pasara sin ser descubierta con 30 kilos de opio. Fue usada de carnada.

Al tener seis meses de relación clandestina, el policía, por amor, prometió ayudarla y en efecto la dama se evadió junto con la sudamericana un largo fin de semana.



El policía cortó con un alicate la cerca para que la chica escapara de noche.

Vino el escándalo la investigación, la “novia” de la europea herida porque su pareja la abandonó y, como sabía todo, filtró que Rogelio Hopkins colaboró, por lo que fue interrogado y confesó su delito.

Lo despidieron, le hicieron un proceso judicial por el delito contra la administración de justicia en calidad de complicidad por evasión y lo internaron en cárcel La Joya.

Leslie McGregor logró salir de Panamá, mientras que el policía se comunica con la dama, quien le promete que una vez salga de prisión, cuando termine los seis años de su sentencia, se lo llevará a Escocia. 

Aceite caliente

Gilberto Galindo Díaz, era uno de esos rabiblancos (oligarcas) panameños que poco salen en los periódicos mientras hacen obras sociales o reuniones en los clubes cívicos u organizaciones no gubernamentales.

El caballero de marras no dio bola en el Colegio Javier, donde lo expulsaron por indisciplinado, lo matricularon en el Instituto de Enseñanzas Superiores (Ides) y también lo echaron por mal portado.

Terminó el bachillerato en la Escuela Secundaria Nocturna Oficial (Esno), el Instituto Nacional en las noches, ya que de algo debía graduarse y se diplomó en comercio, tras pasar siete años en ese plantel.

Alto, blanco, de ojos verdes, abundante cabello castaño, delgado, era un consumidor de marihuana, no servía para nada e iba a la fábrica de plásticos de su familia a buscar dinero para gastarlo en chicas y parrandas.

Como no había terminado la universidad, sus padres estaban preocupados porque en el Club Unión, nadie quería saber del buaycito (hombre).



Ninguna mujer de la alta sociedad estaba dispuesta a casarse con varón indisciplinado, drogadicto y ebrio.

Eran la burla de los rabiblancos del club, hasta los empleados le bautizaron con el apodo de “Gilbertito Droga”, alias que también le decían los socios del exclusivo grupo cuando hablaban de él.

“Gilbertito Droga” conoció a Elia Montero, una jovencita, de piel canela, linda y delgada, camarera del club, de 23 años, sin experiencia, recién llegada de la provincia de Herrera, quien cayó ante los encantos y promesas del “canyacsero” (quien consume marihuana).

Otro escándalo más para sus parientes, debido a que aparte de sus cagadas y problemas de conducta y vago, se fijaba en una campesina, sin dinero, poder y sin ser socia del grupo de millonarios panameños.

A la chica la despidieron del trabajo, “Gilbertito Droga” la fue a buscar a Juan Díaz, donde vivía, en su elegante vehículo Audi, color rojo y con todas las extras, arrendó un apartamento en Betania, donde la instaló.

La dama se llevó la sorpresa de su vida porque el masculino llegaba ebrio, drogado, quería acostarse con ella y cuando se negaba, le llovían las trompadas a la mujer que la dejaba irreconocible.

Los vecinos hartos ya, no querían llamar a las autoridades porque es muy conocido que a los rabiblancos casi nunca los agarra el brazo de la justicia, aunque una vecina le dijo a Elia que cuando el tipo estaba dormido le tirara aceite caliente.



En efecto, a la semana el hombre llegó trabado en el canyac (marihuana), ella no se quiso acostar con él, le pegó, le rompió el tabique y la obligó hacer el amor.

Al dormirse, ella aún con la cara manchada de sangre, calentó aceite y se lo arrojó en el vientre al caballero.

Los gritos despertaron a todo el barrio, llegó una ambulancia y cuando la policía vio a Elia llamaron a la Fiscalía.

La maltratada mujer contó todo y el caballero apenas salió del hospital, lo detuvieron por violencia doméstica y a la víctima le proporcionaron tratamiento psiquiátrico.

Al final presionaron a Elia, ella retiró la denuncia, le dieron un billete para callarla y Gilberto Galindo Díaz, salió libre.

Lo enviaron donde un tío a Nueva York, pero en esa ciudad lo pillaron con drogas y fue enviado a la prisión de la isla Rikers a pagar una cana de tres años por posesión y consumo de sustancias ilegales.

Chow mein

Frank Brown llegó a trabajar a las bananeras de Puerto Armuelles como jefe de mecánica, luego de que un primo suyo lo ayudara porque la estaba pasando muy mal económicamente en Palenque, Colón, Panamá.

Graduado del colegio Artes y Oficios como mecánico, solamente “camaroneaba” (jornalero) cuando lo llamaban, pero con esos ingresos apenas alcanzaba para sobrevivir.

Se instaló en un cuarto alquilado, se levantaba de madrugada para trotar y los fines de semana jugaba balompié, deporte para lo que tenía una habilidad impresionante.

Era de mediana estatura, 25 años, sin hijos, de raza negra, cuerpo atlético, ojos pardos y una caballera con gran cantidad de rizos, que se movían mientras corría o hacía deportes.



No fumaba, no bebía y era soltero, tuvo un par de novias, pero se sentía inseguro de sí mismo porque su papá le gritaba desde niño que no servía para nada y no tendría futuro.

Su mejor carta fue irse a Puerto Armuelles, todo iba de maravilla hasta que se fue a un restaurante a comprar un chow mein de camarones, un sábado en la noche.

En el restaurante lo atendió Lucy Chan, la hija del dueño del negocio, nacida en Panamá, de 25 años, quien quedó loquita con el colonense, pero su padre se dio cuenta y se la llevó a la cocina a sermonearla.

Los chinos son muy celosos en su círculo, la mayoría se casa entre ellos, pero en ocasiones los varones se mezclan con otras razas, sin embargo, cuando se trata de una mujer el asunto es más radical.

Lucy Chan hablaba castellano, inglés y el natal mandarín, aprendido de sus padres, intentaba afanosamente que el masculino saliera con ella y sus padres se la ponían difícil.

Durante un campeonato de balompié regional, Lucy Chan, aprovechó que su padre estaba en China para fugarse y encontrarse con Frank Brown, quien con su timidez tampoco hizo las cosas fáciles, pero le gustaba la chica.

Lucy Chan era blanca, ojos jalados, cabellera negra, no tenía un cuerpo espectacular, sin embargo, un alma que valía oro en su peso.



Tenían tres meses de verse a escondidas, hasta que su padre descubrió la relación, le dio una puñera a su hija y le quebró uno de los brazos, y al darse cuenta Frank Brown, denunció el hecho ante la policía.

Al día siguiente, Alfredo Chan fue detenido y su hija estaba en tres y dos, le pidió a su novio que retirara la denuncia y este se negó.

El chino preso, a la hija, la largaron de la casa, sus hermanos, la desheredaron y Lucy Chan estaba en el parque de Puerto Armuelles sola y mientras lloraba se acercó su novio colonense.

-Cásate conmigo-.

-¿De qué viviremos, Frank?-.

-Yo trabajo, no soy un vago, no tengo millones, pero uso mis dos manos, pies y cerebro para ganar dinero. Tú también puedes trabajar-.

-Claro que sí me casaré contigo y te preparé un rico chow mein-.


Encuentro y adiós

La pareja conformada por Silvio Garantes y Silvia Fallas eran la comidilla del barrio León XIII, de San José, Costa Rica, por su forma peculiar de vivir, entre las infidelidades, los golpes, gritos y escándalos.

Ella era de mediana estatura, de piel blanca, cabello rubio de farmacia, ojos avellana, nalgas y senos enormes, gracias a dos intervenciones en el quirófano que pagó su marido Silvio, acholado, de mediana estatura, contextura atlética y oriundo de Chinandega, Nicaragua.

El hombre de marras laboraba con ayudante general en un proyecto de construcción de viviendas en la capital tica y su quita frío se ganaba la vida como camarera en la discoteca Planet Mall.



Tenían múltiples problemas porque Silvio bebía demasiado guaro Cacique, era mujeriego y violento.

Para rematar su pareja le ponía también los cuernos, debido a su belleza y donde laboraba le llovían admiradores, invitaciones matrimoniales, de sexo y viajes, entre otras promesas.

En una ocasión los vecinos llamaron a la policía para que interviniera en el viejo caserón del empobrecido y marginado barrio León XIII, ya que el matrimonio tuvo una pelea gigantesca, luego que se tomaron dos botellas de guaro.

Un agende de policía sacó su arma de reglamento y amenazó con disparar a Silvio si no soltaba un cuchillo, pero lo tiró al suelo, detuvieron a la pareja y salieron bajo fianza.

El hombre, de 32 años, tenía una amante llamada Fabiola, una nicaragüense de 19 años, también acholada, nacida en Matagalpa, quien laboraba como doméstica en una residencia lujosa en Escazú.

Abiertamente, andaban tomados de las manos por todo San José, se daban besitos en el parque La Merced, conocido como la Pequeña Managua, donde se reunían los nicas a platicar y a beber a escondidas.

Pero eso no era todo, Silvia, de 26 años, tenía de novio de 45 años, Arturo Monge, cliente de discoteca, quien laboraba como gerente de una compañía de cosméticos franceses.



Silvia tenía aspecto de wila (adolescente) a pesar de su edad, no obstante, aprendió mucho con su marido nicaragüense, entre ellas decir embustes en cantidades industriales.

Para las fiestas de Zapote del año 2000, Silvio inventó una historia a su esposa para verse con su amante, ella no le creyó, pero tampoco protestó porque pensaba verse con Arturo y le dijo que iría a Heredia a encontrarse con una amiga del trabajo.

Cuatro horas después, entre la multitud en Zapote, estaba Silvio agarradito de mano con Fabiola, bailaban al ritmo de la música y la pasaban bien.

Una riña provocada por unos borrachos, generó la curiosidad de la pareja y fueron a ver, no obstante, se encontraron con Silvia y Arturo, abrazados, quienes veían la pelea.

Silvia y Silvio, se miraron intensamente, a ambos sus mejillas se inundaron de lluvia y agacharon la cabeza.

La esposa tica tomó de la mano a su novio maduro, se dio la vuelta para marcharse y nunca regresó con su esposo nicaragüense, ni siquiera para divorciarse.

 

 

 

El diputado

 

Por  Michelina  Rossi

En medio  de  la penumbra  de  la  noche,  ha  despertado  de  su  oscuro  ataúd,   José Drakul,   y  ha  enfilado sus  pasos  hacia  el  recinto  legislativo  porque  ansia degustar sangre  joven de  nuevos  diputados  que  ahora  trabajan  allí.  

Sin que ellos se dieran cuenta,  mató  a  cinco jóvenes  diputados  independientes,  mordiéndoles  en  sus  hermosos  cuellos. 





Los depositó en unos  negros ataúdes  hasta  que  despierten buscando sangre fresca  en  la  siguiente  noche.       

Los diputados independientes, asesinados certeramente por José  Drakul,    se  han  despertado  bruscamente  de  un  profundo  sueño con  muchas  ganas  de  degustar    una  deliciosa  sangre  en  una  copa  de  vino. 

Se sienten extraños y caminan como si fueran zombies por  una  vía  muy  transitada  y llena  de  gente  de  la  Ciudad  de  Panamá.  

Inconscientemente, se mezclan entre  la  gente  y  muerden  a  unos  incautos    que  esperan  un  autobús,  después  se  los  llevan  a  rastras  a  un  sitio  apartado  donde  todos  beberán  a gusto  su deliciosa  sangre.   

Y  nadie  nunca  sabrá  por  quién  ha  sido  mordidos.

Arrechura mortal

Las coloridas luces alumbraban las mesas, las paredes y el rostro de los asistentes del  bar Encanto, ubicado en la avenida Circunvalar de Pereira, Risaralda, en Colombia, un sábado durante el primer fin de semana puente del año 2010, cuyo lunes 5 de enero era libre.

Marino Córdoba ingresó, vestido con una camisa blanca bien almidonada, un pantalón negro, zapatos oscuros muy lustrados y bañado en perfume.

El caballero era de raza negra, alto, de ojos oscuros, con corte de cabello bajo y una contextura física de atleta, lo que generó que las chicas, la mayoría de ellas blancas, miraran al visitante.

Obvio que no era de allí, Marino Córdoba vivía en Quibdó, departamento del Chocó, trabajaba como capataz en la construcción y el periplo en avión a Pereira, lo hizo gracias al Baloto.



El masculino acertó varios números y se ganó 50 millones de pesos colombianos, lo que al cambio en dólares en esa época representaba 26 mil 42, siempre y cuando el valor del peso estuviese en 1,920  por dólar.

Le llamó la atención de que en las mesas había copas gigantescas, desde donde las chicas bebían el coctel con pitillos (carrizos en Panamá o pajillas) y entre las damas había una rubia, ojos azules, de baja estatura y lindo rostro.

Marino Córdoba se sentó en una de las bancas de la barra, el lugar era al aire libre, se veía el resto de los negocios, los vehículos que transitaban por la famosa calle y los transeúntes en busca de un lugar para rumbear.

Bebió aguardiente, solo miraba a la gente y viceversa, hasta que colocaron la canción “De bar en bar” de John Alex Castaño, era música norteña que poco se escucha en la costa o la selva, si no en el eje cafetero colombiano.

Miraba a la gente bailando hasta que un caballero, blanco, de baja estatura, ojos avellana, le dijo que en Pereira nadie rumbeaba solo y lo invitó precisamente a la mesa donde estaba la rubia.

Era Pamela Keller, la hija de un rico hacendado, casada, de 28 años, sin hijos, y mientras su esposo estaba en Alemania ella parrandeaba.

Marino Córdoba era casado y con tres hijos, pero le inventó una historia y no le dijo nada su mujer de que se ganó la lotería porque quería darse unos días de farra.



El grupo, de seis chicas y los dos caballeros, la pasaron bien hasta que llegó las dos de la mañana, hora en que cerraban todos los negocios de diversión.

Los de la mesa se dieron cuenta de que hubo atracción entre Pamela Keller y el capataz, ya que un viejo refrán dice que carne blanca es perdición del negro.

Antes de irse, el chocoano compró una botella de aguardiente, se despidió y se dirigió a tomar un taxi, cuando se apareció un Mercedes Benz, blanco deportivo, se abrió la ventana del pasajero y Pamela Keller le dijo que lo llevaría al hotel donde se hospedaba.

Se desviaron hasta las afueras de la ciudad e ingresaron a uno de los moteles de ocasión que abundan allí.

La pareja “café con leche” se desbordó de pasión, posiciones, gritos, gemidos, posteriormente entre el licor y los besos se durmieron.

Sonó el timbre de tiempo, ella aterrada porque debía irse a casa antes del amanecer, lo despertó, se vistieron y salieron del lugar.

Cuando se viaja por carretera hacia Pereira se debe subir unas lomas para entrar a la ciudad.

La dama iba como bólido en la vía, se pasó un camión de frutas, sin embargo, al intentar tomar el carril correcto perdió el control e impactó frontalmente con un contenedor.

Los ocupantes del auto de fabricación alemana fallecieron de forma instantánea, mientras que el conductor del camión resultó solo con algunas laceraciones.

Así culminó una arrechura mortal en Pereira.

El que a hierro mata...

Juan Camilo Molina, laboraba como Contador Público Autorizado (CPA) en el Ministerio de Minas y Energía de Colombia, ubicado en el Centro Administrativo Nacional (CAN), de barrio Salitre, Bogotá.

Ganaba un salario de un poco más de 2 millones de pesos colombianos, lo que equivaldría a  mil 40 dólares aproximadamente para el 2010, que es el año donde se desarrolla esta historia.

De baja estatura, blanco, ojos verdes, cabello negro, obeso y con pronunciadas mejillas, sus compañeros de la oficina se preguntaban lo que el caballero hacía para tener casi un ejército de mujeres detrás de él.

En los pasillos del ministerio decían que era un chulo, un brujo, un vividor, que estaba robando dinero al fisco colombiano, que era un prostituto de hombres y gran cantidad de rumores.



Juan Camilo Molina, tenía un Renault Grand Scenic, color gris, con vidrios polarizados y en cuya parte trasera cayeron gran cantidad de mujeres en el acto sexual.

Vivía en un apartamento en Suba, de dos recámaras, no tenía hijos, nadie le conocía un hermano o primo, solamente sabían que era del departamento de Casanare y se diplomó en la Universidad Nacional de Colombia.

Al ministerio llegó a trabajar Malena Varela, una cubana de raza negra, de 25 años, alta, con escultural cuerpo, cabello rizado y hermoso, además era economista, egresada de la Universidad de La Habana.

La dama era asesora del despacho superior y un día el colombiano quedó loquito con la mujer y pensó que sería su próxima víctima.

Intentaba meterle plática hasta que hubo una reunión y logró su objetivo, la invitó a almorzar cuando terminó el evento se fueron a la cafetería y acordaron tomarse unos tragos en el apartamento del masculino.

Malena Varela no era ninguna pendeja, Cuba es la tierra de todos los santos, babalaos, brujos, hechiceros, entre otras creencias no cristianas.

Ya en el apartamento, la escultural cubana se dio cuenta de que en unos de los tragos el caballero le agregó algo, se negó a beberlo, agarró otro vaso y se sirvió ron Caldas sin hielo ni mezclador, porque así se bebe en la isla.



Lo emborrachó y sin que se diera cuenta el varón, ella le dio a ingerir el trago que él le preparó, luego el hombre se quedó dormido, la mujer recorrió el apartamento, entró a uno de los cuartos y vio un altar. Era un brujo.

Con el pasar del tiempo, Juan Camilo Molina fue perdiendo peso, su cabello se caía, el carro se le dañó, no tenía dinero para repararlo y fue despedido de su empleo por acosador sexual.

Terminó en las calles de barrio Kennedy durmiendo entre los gamines (niños de la calle), los drogadictos y los ebrios.

Malena Varela se marchó a Miami, donde le ofrecieron un trabajo en una empresa especuladora de capitales y atrás dejó al conquistador “vuelto leña” porque el que a hierro mata a hierro muere.