Horrores periodísticos. ¡Yo no fui!

 

Cuando se es reportero se cometen muchos errores y se paga en ocasiones el precio con la plaza laboral. La diferencia es que cuando un médico se equivoca el paciente muere, si un abogado comete un error, su cliente queda tras los barrotes, mientras que los del periodista se publican.


Trabajaba para el diario El Panamá América en 1998 y tengo que confesar que fui uno de los pocos que logró meter un “gol periodístico” a Juan Pritsiolas, hoy director del diario panameño Crítica y para aquella época era jefe de Redacción de El Panamá América.




Redactaba una noticia política y en vez de escribir el nombre del ex precandidato presidencial Alberto Vallarino, cometí el horror y redacté Alfredo Vallarino, involucrado en actos ilegales y que hoy ya superó.


Al día siguiente se publicó la información, Flor Cogley, asistente de Rosita Guizado (Jefa de Información) me comentó que en la gerencia me querían ahorcar por el error que había cometido.

Por supuesto que lo negué y fuimos a mi computadora para verificar lo que en efecto era la verdad. La cagué. Quedé blanco como un papel y agaché la cabeza.

 


“Cuando venga el griego te entenderás con él”, dijo Cogley. Se refería a Pritsiolas, de origen helénico y quien daba unas sermoneadas inolvidables, pero es un buen maestro.


Horas más tarde recibí una sermoneada con insultos y consejos que tomara pastillas para la memoria porque el licor acabaría mis neuronas.


“Ya me tienes nervioso con ese gol que me metiste. Toma KH3 (una pastilla para la memoria) porque por estar chupando (tomando licor) te acabarás el cerebro”, me dijo Pritsiolas, uno de mis mejores jefes que he tenido cuando era reportero.


Nunca he olvidado ese suceso, aunque comprendí que los periodistas nos negamos a reconocer que en ocasiones la cagamos y en grande.

También nos falta mucha humildad, principalmente los que laboran en la televisión porque se creen dioses.

Cuando nos botan como zapatos viejos se viene abajo todo un castillo de naipes y el dios de barro se derrite para admitir que solo somos “pinches” empleados.


Al ascender a jefe de información del diario El Siglo, en noviembre del 2004, descubrí que mis subalternos cometían los mismos errores de redacción, cambiaban nombres, apellidos y fechas.

Los corregía y los sermoneaba igual como lo hicieron conmigo. El cura no recuerda cuando era sacristán, pensé en una ocasión y solté la carcajada.
Son hechos que se viven en el periodismo y no se puede tapar el sol con una mano porque somos seres humanos, no obstante, lo malo del asunto es creernos que somos perfectos y nunca nos equivocamos. ¡Que vaina!

 

El Chorrillo: recuerdos de mi infancia

 

Cuando vivía en la capital colombiana pasé por el barrio Ciudad Bolívar de Bogotá, mientras realizaba un periplo hacia Villavicencio, ubicada en el departamento colombiano de Meta.

Al observar esa zona, recordé mis años de infancia y parte de mi adolescencia que viví en el corregimiento del Chorrillo, uno de los sectores más pobres de la ciudad de Panamá.


Allí di mi primer beso, conocí a quienes me llevaron al camino de escuchar música rock, sentí en carne propia la palabra carencia o no tener juguetes que quieres, ropa bonita, anhelar cosas y verlas pasar frente a mis ojos.



En ese barrio miraba a diario a mi madre, Dora Ábrego luchar frente a una máquina de coser para mantener sus cinco hijos.

También sentí por primera vez el olor a marihuana y vi a un policía matar a un maleante, por lo que me prometí que no sería como muchos vecinos míos que terminaron en la cárcel o el cementerio.


¿Qué es la pobreza? Algunos políticos hablan mucho de ella, sin embargo, no tienen ni idea de lo que se trata porque no la sintieron, nunca se prestaron la ropa entre hermanos, no comieron arroz con cebolla en tiempos duros y tampoco escucharon disparos cuando la policía se enfrentaba a los antisociales.


Ese barrio bogotano me hizo viajar al pasado y reír porque en el Chorrillo salieron figuras brillantes que atravesaron el mundo para dar a conocer a Panamá.

Rubén Blades, Roberto “Mano de Piedra” Durán” y los fallecidos futbolistas Rommel Fernández, Javier Antonio “Borolo” Castro y Miguel Tello.


Abogados renombrados como Diego Tello (hermano de Miguel Tello), quien fue mi compañero de salón de clases en el Instituto Bolívar, y otros profesionales, caminaron y jugaron en ese barrio lleno de necesidades y esperanzas.


La pobreza no debe avergonzar, tampoco es un mal y para mí sólo es un reto contra las personas para que huyan de los zaguanes y proyecten un mejor futuro para ellos y sus hijos. Quien no quiere aplicar los correctivos contra la miseria  no lo hace y punto.


Yo quería estudiar Derecho y Ciencias Políticas, no obstante, carecía de recursos económicos para irme a la Universidad Javeriana de Bogotá a recibir clases, pero eso no significa que abandonara mis deseos de superación.

Estudié periodismo en la Universidad de Panamá y de allí di un salto a varios medios de comunicación impresos, una televisora, luego a una campaña política, al servicio exterior de mi país y en la radio.


Amigos de los barrios pobres del mundo, la pobreza no se soluciona robando o vendiendo drogas, sino preparándose con estudio, esfuerzo y lucha.

Trabajar y asistir a la universidad en las noches no es fácil, aunque tampoco imposible. Si yo lo hice, usted tome el ejemplo.

Nací en Panamá

 

Nací en una tierra donde abunda el sol,

Donde el cielo llora a montón,

Donde el calor tuesta hasta la sazón

Y las estrellas brillan más con extensión.

 

Nací en una tierra con sabor a ron,

Con extremos climas de Cerro Punta hasta Canglón,

Donde las féminas ponen el color

y sus mares claros son de lo mejor.

 


Nací en una tierra de miel, caña y arroz,

Donde el campesino trabaja con mucho sol

Y hasta las montañas bailan danzón.

 

Nací en una tierra pequeña en tamaño y grande de corazón.

De Chiriquí a Darién, la naturaleza le dio la bendición.

Fusión de razas, colores de arco iris y culturas mezcladas.

 

Donde los vientos se mezclan sin razón.

Nací en una tierra donde el rocío es mejor,

Donde los tigres saludan y las aves hablan,

Donde en las calles abunda el maná.

Por eso, yo nací en Panamá.

Una granizada en Bogotá

 

Era la segunda vez que miraba una granizada en la capital colombiana. De donde provengo, la infernal ciudad de Panamá, el granizo es una utopía como el precio barato del petróleo.

 

Quisiera reflexionar sobre mi familia, mis antiguos vecinos, mis parientes y mis anteriores compañeros de trabajo.





Con todos los defectos que tenga Panamá es una nación cuyos habitantes luchan a diario por sobrevivir del alto costo de la vida, de la delincuencia que los acecha por doquier y de otros obstáculos que se presentan como minas para enfrentar sus problemas.


Desde lo lejos de mi tierra (eso fue en el 2009 cuando vivía en Bogotá) y mientras esa granizada caía lentamente y cambiaba parte del color de la hierba de verde a blanco, así mismo mi pensamiento viajaba.


Recordé el cura, que cuando tenía ocho años, me embarró la cara de dulce sólo porque le comenté que tenía hambre. Los llantos de mi madre en aquella época superaban la lluvia que se mezclaba con los pequeños fragmentos de hielo el 15 de noviembre del 2009.


Igualmente, vino a mi memoria cuando fui a la Universidad de Panamá, específicamente a la Facultad de Comunicación Social, para conocer si había pasado las pruebas de admisión.



 

Las superé y recuerdo los tristes ojos de una rubia chica que no tuvo la misma oportunidad que yo. Quería estudiar publicidad, pero no logró los puntos necesarios. Así es la vida, alguien gana y alguien pierde.


Como a la velocidad de luz recuerdo la primera vez que siendo un novato reportero del diario El Panamá América, un polítiquero quiso hablarme paja, cuando él desconocía que sabía todo su pasado porque lo averigüe antes del encuentro periodístico.


También llegó a mi mente, mi niñez, vivida en el barrio de El Chorrillo, uno de los más pobres de la capital panameña, pasando trabajo, con privaciones, con pocos juguetes, huyéndole al hoy fallecido “Cocoliso” Tejada cuando gritábamos palabras obscenas y olfateando el olor a marihuana que provenía de los multifamiliares de Barraza.

 

Recuerdo a mi amigo Cone, hoy aturdido en el subsuelo y Cabeza de Huevo, asesinado en un baile del Instituto Nacional. Gracias a mi madre y mi rebelde juventud, pude cambiar el curso de mi vida.


Ellos tenían mejores notas que yo en el colegio, sin embargo, no tuvieron la oportunidad o no quisieron salir de la pobreza y se absorvieron en los zaguanes del barrio.


¿Quién en una zona tan pobre se imaginaría que llegaría a ocupar un cargo en el servicio exterior de su país?

 

En otras palabras, era difícil que alguien, que de a milagro comía tres veces al día, usaba zapatos de goma para ir a la escuela primaria y conoció a su padre cuando tenía diez años de edad, llegaría a ser diplomático.


Los granizos caían, golpeaba las ventanas y su sonido se escuchaba desde cualquier parte del apartamento.

 

Quizás para muchos no sea gran cosa, pero logré estudiar y superarme para vencer la pobreza en que crecí. De lo contrario, la granizada sólo la hubiese visto en videos o fotografías.

El mendigo josefino

Cada vez que iba al centro de San José, Costa Rica, me encontraba un mendigo en la Avenida Central que solía pedirme dinero para alimentarse o beber un café.

 “Regáleme unos colones para un café”, decía el indigente, parado cerca de un banco y del diario tico Extra. Eso fue en el 2002.

Un día visitaría a mi hermana Maura Linoska Quesada, a Alajuela, venía con un humor de diablos y otra vez me encuentro al mendigo de la capital costarricense.

 “Deme unos colones para comer”, pidió el indigente, hediondo a grajo y a mierda (perdonen la crudeza, pero era la verdad).

 ¿Por qué no vas a trabajar mejor, en vez de pedir dinero? Fue mi respuesta ante la solicitud del mendigo.

“Es que nadie me da oportunidad y no tengo trabajo”, me refutó el indigente, barbudo, con canas, ojos color miel y cuyo aliento parecía un destiladero.

A menudo tenemos preocupaciones o queremos que  nos den una oportunidad para estudiar, superarnos laboralmente, económicamente o en el amor. ¿Nos hemos preguntado en ocasiones si primero debemos darnos ese chance nosotros mismos, en vez gritar a los cuatro vientos que necesitamos una?

Muchas personas se quejan que no les abren las puertas o carecen de oportunidades, no obstante, nosotros mismos tenemos las llaves en nuestras manos y no salimos a buscar el éxito.

En un periódico donde laboré tenía un subalterno con problemas de alcoholismo. Todos los esfuerzos para que se rehabilitaran eran en vano.

 


Una vez me comentó que habló con sus hijos para entrar a un centro y eliminar el licor de su sangre. Lo felicité y le dije que todo era asunto de voluntad y que el mismo debía darse esa oportunidad.

En febrero del 2009, me lo encontré en el poblado panameño de Capira, con un mejor rostro y con una tranquilidad.

 “Estoy aquí licenciado porque me estoy rehabilitando por mi problema con la bebida”, comentó.

Le di un abrazo y un apretón de manos. Lo felicité por su valentía y darse primero una oportunidad él mismo.


Contrario al mendigo josefino, mi antiguo subalterno dio el primer paso para mejorar su vida y las oportunidades llegan solas.

 Muchos le piden a Dios que los ayude, pero creo que desconocen el refrán que dice: “Ayúdate que yo te ayudaré”.

No sé Dios dijo esto, aunque me parece magnífico porque primero debemos de hacernos un auto examen de nuestras fallas y corregirlas.

Después he vuelto varias veces a la capital costarricense y jamás volví a ver al indigente, a pesar que pasaba a cada momento por esa zona.

 

¿Se habrá dado una oportunidad o se cambió de esquina? La respuesta es que no lo sé y ojalá haya superado su problema.

Circos legales y otras locuras

 

A veces las leyes son complicadas y se hicieron para que los abogados las interpretaran como más les conviene. En ocasiones, los formalismos son sólo para cumplir las normas, tan enredadas que ni los mismos diputados comprenden.


Días antes de partir a Los Ángeles, California, en marzo del 2004, me correspondió cubrir como reportero la audiencia preliminar contra cuatro anticastristas: Luis Posada Carriles, Guillermo Novo, Pedro Remón y Gaspar Jiménez.


El acto judicial se convirtió en un circo publicitario y una guerra entre la derecha y la izquierda.



Además, las pruebas eran contundentes y las autoridades panameñas tenían los explosivos que serían usados por los anticastristas para matar al exmandatario cubano Fidel Castro, durante un acto en la Universidad de Panamá, mientras se desarrollaba a pocos kilómetros la X Cumbre de jefes de Estado iberoamericanos.


El juicio fue sólo un formalismo legal porque todo el mundo sabía que serían condenados. Los acusados fueron pillados con las “manos en la masa”.


Me refiero a espectáculo porque, en primer lugar, desde que fueron detenidos los acusados, el 17 de noviembre del 2000, los abogados panameños se despedazaron entre ellos para obtener la defensa de los terroristas de derecha.

En un caso de tal magnitud y con ribetes políticos entre La Habana, Washington y Miami, lo menos que un abogado podría cobrar era medio millón de dólares (no se sabe el monto porque los honorarios son privados).

Finalmente, el antiguo procurador de la nación, Rogelio Cruz, se quedó con el inmenso pastel ante la envidia de otros letrados del Derecho, ya que no pudieron incrementar sus cuentas bancarias.


En segundo lugar, el acto judicial, fue un dime que te diré entre la defensa, la Fiscalía y la acusación particular, alimentadas por grupos de izquierda panameños, apostados afuera del Tribunal Marítimo (se incendió el 1 de abril del 2006).




Para agregar picante al plato político internacional, los exiliados cubanos, conformados por parientes y amigos de los sindicados, recibían los insultos de mis paisanos “zurdos”.

Ellos no respondían a los izquierdistas panameños, sin embargo, las miradas de los exiliados para los periodistas de la Televisión Cubana, Ivonne Deulofeu y su camarógrafo, eran de muerte.


Igualmente, el primer juez que llevaba la causa, Enrique Paniza, a quien los periodistas llamábamos “Capitán Nervio” (se declaraba impedido en casi todos los casos de alto perfil), no tenía la fuerza suficiente para inspirar respeto de las partes.

Finalmente, el abogado Cruz lo sacó del proceso y quedó el juez José Hoo Justiniani.


Meses después, en la audiencia ordinaria o el juicio, las cosas fueron peor. Risas, cuchicheos, rambulerías de las partes y los constantes llamados de atención del juez Hoo, era la nota característica.


Recuerdo que la hermosa abogada, Rosa Mancilla, del equipo de la defensa, confundió el juicio con un desfile de moda de Gianni Versace. Se paseaba como una modelo de pasarela y su coqueta e irónica sonrisa apuntaban hacia la parte acusadora.


Cuando el ex procurador, Rafael Rodríguez (ya fallecido), acusador particular (contratado por obreros e izquierdistas) dijo un chiste, la audiencia rompió en risa.
El juez le llamó la atención a mi colega, José Otero, del diario La Prensa.

“Si quiere reírse, váyase a un parque porque esta es una sala de audiencias”, dijo el juez.


Todo ese circo me inspiró a redactar una nota periodística llamada: “Historias de una audiencia kilométrica” que se publicó en el diario El Siglo (perdonen no recuerdo la fecha), donde trabajaba para aquella época.

Allí se me fueron algunas anécdotas que hoy narro en mi blog.


Lo más triste de todo, es que el dinero que costó el proceso, las investigaciones, movilizaciones de personal, seguridad, la alimentación y la preparación del circo judicial, se fue a la basura porque los acusados fueron indultados (antes de ello habían sido condenados por el juez Hoo) y viajaron a Estados Unidos, donde fueron tratados como héroes por la comunidad enemiga del régimen cubano.

¿Valió la pena gastar miles de dólares en ese juicio? Decida usted, amado lector.

Mi amigo el gringo (en memoria)

 

Era un 21 de noviembre de 1985, venía del colegio, llegué al apartamento donde vivía con mi madre y hermanos. Me bañé, cené y bajé a charlar con unos amigos sobre lo ocurrido en la semana.

Había un joven de estatura alta, aspecto atlético, raza negra y nariz pequeña que se unió el grupo. Era Carlos Hooker, un estadounidense de origen panameño que se quedaba donde su abuela, en Villa Lorena, corregimiento de Río Abajo, ya que no quería vivir en San Joaquín, corregimiento de Pedregal.



De pronto comenzamos a tener armonía y divergencias entre varios puntos, pero siempre con respeto. Ambos roqueros (raro en un yanqui negro que se inclinan por el rap o soul), mientras yo le recriminaba las guerras y golpes de Estado provocadas por los gobiernos de su país.

“Eres el único que me dice esas cosas y me quedo callado”, decía Hooker, a quien apodamos “Yiyo” en el barrio.

Con el tiempo hubo una excelente amistad entre “el gringo” y el panameño, íbamos a la Calzada de Amador, al mirador del Puente de las Américas y a fiestas a “cazar guiales” y beber cervezas.

Fue “Yiyo”, quien me aconsejó que mejor escribiera cuentos, novelas y libretos porque ponía a mis amigos a actuar, con guiones que mismo redactaba o les instruía sobre lo que debían decir.

Hooker era estudiante de la desparecida escuela Curundu Junior High School (hoy pertenece a la Universidad de Panamá), en la fenecida zona del Canal** (donde nació) y su papá era un panameño que emigró a Estados Unidos y miembro del ejército que le negaron el viaje a Vietnam por ser hijo único.

“No me recrimines por ser gringo. Mi papá se fue a Estados Unidos, era pobre y luego le compró un televisor a mi abuela porque no tenía”, explicó una vez en una reunión.



Cuando estalló la crisis política en Panamá en 1987, su padre, para salvaguardar su seguridad, lo envió a Nueva York, donde terminó sus estudios universitarios y aprovechó el dominio del castellano para irse a Atlanta, Georgia.

Le perdí la pista para luego encontrarlo gracias a la tecnología del Facebook, charlábamos cuando había tiempo, pero no logré reunirme con él la única vez que regresó a Panamá.

Lamentablemente en junio de 2018, sufrió un paro respiratorio y murió sin volver a encontrarnos.

Mi amigo “el gringo” se fue de este mundo, pero siempre quedó el recuerdo  de nuestras pláticas, las discusiones políticas y las aventuras buscando chicas en plena adolescencia.

Porque así es la vida, no la inventé, nacimos, crecemos, nos reproducimos y morimos, aunque mientras viva siempre recordaré a “Yiyo Patacón” o Carlos Hooker.

**Toda persona que nació  en la Zona del Canal durante muchas décadas fue considerado ciudadano estadounidense. 

Fotos tomadas del Facebook de Carlos Hooker.

 

El inolvidable Atá y un sistema segregado

 

Anabelle, Anabelle,

You can go to the heaven

And me go to the hell.

 


La primera vez llegó a mis manos en 1983, pero la rechacé por no estar de acuerdo en la forma como se enseña literatura en los colegios y seis años más tarde sí logré disfrutarla.

Adoré a su personaje Atá, el chombo-blanco de la novela Los Forzados de Gamboa, del escritor panameño, Joaquín Beleño (1922-1988), cuya obra me hizo recordar los años de mi niñez en el corregimiento de El Chorrillo y que limitaba con la antigua “quinta frontera” o  la desaparecida Zona del Canal.

Atá un birracial, mezcla de padre pelirrojo con mujer negra, como muchos panameños, fue el epicentro de una injusticia y un sistema de círculo de plata para los nacionales y negros y el círculo de oro para los estadounidenses blancos, con mejores salarios, viviendas y beneficios.

Beleño nos desnuda una triste realidad que no conocen las dos últimas generaciones o tribunales de justicia donde jueces blancos dictaban duras sentencias contra negros o panameños.

Una de ellas era dos años de prisión por tumbar mangos o disparos a los cazadores del antiguo poblado de Paja (hoy Nuevo Emperador en Arraiján) y que limitaba con la Zona del Canal.

Atá y Anabelle se amaban, él nunca la forzó a nada, ni la violó, solo que en esa época era imposible que una mujer blanca se empatara con un negro, debido a que el sistema racial separado así lo exigía.

Solo una pluma de oro como la de Joaquín Beleño, quien conocía la historia de Lester León Greaves, pudo plasmar en la novela todas las penurias de un sistema importado desde Estados Unidos.

Había cafetería, cines, viviendas, fuentes de agua, supermercados, salarios, escuelas, parques, cárceles y centros de diversión para ambas razas, algo que no ocurría del otro lado de “el límite” o Panamá.

Incluso Beleño denuncia el poco interés de las autoridades panameñas en exigir derechos a los panameños y ellos mismos entregaban a la policía zoneíta a los nacionales requeridos.

La pasión Greaves por Anabelle le costó quince años de prisión, de los 50 años a los que fue condenado y su novia fue enviada a los Estados Unidos para tapar la vergüenza de tener un chico negro panameño.




Sin embargo, Beleño, cubrió la historia como periodista y decidió contar lo que sucedió en su obra publicada en 1960, cuando aún prevalecía ese sistema segregado en la Zona del Canal y Estados Unidos.

Atá murió en la novela, muchos años después Greaves se nos fue por un infarto, pero para los lectores está  en los recuerdos imborrables de los pocos nacionalistas que quedamos, quienes conocimos la Zona del Canal y su policía zoneíta que te correteaba cuando tumbabas mangos.

El célebre protagonista en Los Forzados de Gamboa,  me inspiró físicamente  mi personaje Leandre Bergés, en mi novela El Exorcista de Vacamonte, haitiano, pelirrojo de cabello afro e hijo de un soldado estadounidense durante la ocupación de EE.UU. en Haití (1915-1934).

La historia jamás podrá ser enterrada porque con obras como las de Joaquín Beleño, nacen otras o nos inspiramos en personajes íconos de la injusticia como Lester León Greaves o el siempre recordado Atá.

Hoy la Penitenciaría de Gamboa tiene el nombre de Centro Penitenciario El Renacer. 

Pedrito, el morcillero

 

¡Morcillaaaa, triiiiipitaaaaaa. Morcillaaaaaaa, triiipitaaaaa! Era el año 1978, se escuchaban los gritos de Pedrito por las cantinas y bares de los corregimientos de Santa Ana, El Chorrillo y en el Mercado (San Felipe). A 25 centavos de dólar por cada bolsita, contenía una morcilla, platanitos verdes fritos y algunas tripitas.

El alimento era usado por los bebedores para neutralizar el alcohol que dejaba la cerveza o aguardiente que se zampaban mientras eran acompañados por algunas colombianas que los despojaban de sus problemas familiares y también del dinero ganado en sus faenas.



En un tanque de cinco galones, generalmente de pintura y lavado en agua caliente, se introducían 50 bolsitas del producto casero. La cuenta era de 12 dólares con 50 centavos, luego de entregar el dinero Pedrito se llevaba de comisión dos dólares con 50 centavos para su casa, pero cuando el hambre golpeaba bajo el intenso sol de esos arrabales de la ciudad de Panamá, se comía al menos dos bolsas. Eso era descontado de su comisión o cinco centavos de dólar por bolsa.

El dato del negocio se lo dieron sus dos vecinos, amigos y compinches: “Condorito” y “Pata Podrida”. Eran un trío que jugaba balompié en Plaza Amador y se bañaban en la piscina comunal donde “Toto” aplicaba la dura disciplina en un ambiente hostil con kilométricos problemas sociales de sus bañistas.

“Pata Podrida” vendía morcillas a lo escondido de su madre, una emigrante salvadoreña, propietaria de una pequeña abarrotería en una casa condenada y llamada El Muelle. “Condorito” era su vecino, nacido en la capital, de padres veragüenses. Su madre era ama de casa y su padre un conductor que laboraba con un chino dueño de una distribuidora en las inmediaciones del Mercado Público. El padre de “Condorito” era aficionado al licor y constantes eran los espectáculos cuando entraba con un alambique en su sangre a la casa de inquilinato donde residían.

Los vendedores llegaban donde Mercedes, la dueña del negocio, aproximadamente a las once y media de la mañana. Luego la patrona introducía el producto en los tanques y los entregaba, y la tropa de vendedores salía con los tanques montados en sus hombros.

La mayoría de los vendedores provenía de hogares separados, con problemas de consumo de drogas por algunos de los padres o hermanos, maleantes, fumadores de marihuana u oledores de pegamento o con problemas legales de todo tipo que incluían robo, hurto, venda de estupefacientes, homicidio y otros.

Pedrito salió su primer día de la casa de Mercedes, ubicado cerca del edificio la Penonomé en El Chorrillo, para seguir su ruta de venta y ganarse unos reales para llevarse al cuarto que tenía como casa.

Quería comprar unas zapatillas, cuyo costo eran de 10 dólares con 95 centavos, por lo que debía “mulear” (caminar) bastante para lograr su objetivo, porque su madre tenía otras dos niñas, Lucrecia y Laura, a quienes mantener y el dinero que ganaba como planchadora en casas de familia no alcanzaba para satisfacer las necesidades de sus dos adolescentes y Pedrito.

Pedrito entra a una cantina de Calle 12 de Santa Ana y observa a los bebedores, cuya conversación poco se entendía por el alto volumen de la música y los efectos del licor.

-¡Mooooorcillaaaa, triiiipitaaaa, a “cuara”!-, coreó.

­-Pelao, ven acá-, dijo un cliente de la cantina.

-Son a 25 centavos señor. ¿Cuántas bolsitas quiere?-, preguntó Pedrito

-¡Coño madre!  ¿Un "cuara" por cada una? Esa vaina está cara, si quieres te la compro a 20 centavos-, dijo el bebedor.

-No, señor, cuestan un “cuara” y no se pueden bajar-, respondió Pedrito.

-Bueno, dame tres. Una para mí y las otras se las llevas a las damas que están detrás de la barra atendiendo-, ordenó el borracho.

-Claro señor, voy para allá-, respondió Pedrito.

El niño fue donde las colombianas, les entregó las bolsitas con la morcilla. Una de ellas le dio un dólar y le dijo que metiera el producto en el tanque sin que el ebrio lo descubriera.

-Toma, papito, y vete, que ese viejo me tiene mamada—, comentó una de las meseras, rubia de farmacia, de baja estatura, nalgona, ojos verdes y con acento de Antioquia.

Pedrito le dio las gracias y salió del establecimiento comercial con su pregón de vendedor. ¡Moooorcillla, triiiiipitaaa, a “cuara”!

Iba feliz, como suele pasar con los ebrios, porque no descubrió la devolución de las bolsitas. Ya tenía un dólar de ganancia libre de polvo y paja. Si vendía todo tendría tres dólares con 50 centavos de paga.

Entró a la cantina Chucuchucu del Mercado. En la esquina derecha, una mujer bailaba abrazando a un borracho, en una mesa observó tres nativos de Guna Yala dormidos con los brazos extendidos. Ya Bachus hizo su trabajo, mientras que una señora “acholada” limpiaba con un trapeador los vómitos de un cliente ebrio.

La barra estaba llena de bebedores, pero los gritos de su producto eran imposibles de escuchar por el exagerado volumen de la música de tamborito.

-No venderé ni una bola aquí. Todos están borrachos—, pensó en voz alta el infante, quien cursaba el quinto grado en el colegio Manuel José Hurtado.

No obstante, una de las meseras lo llamó y Pedrito acudió donde estaba. La dominicana le pidió siete bolsitas de morcilla, le pagó con dos dólares y le regaló el cambio.

Salió del local y se fue de cantina en cantina en busca de sus reales para un mejor futuro que sin su propia ayuda no tendría jamás.

Ya en casa, tras un arduo día de venta, le dio un beso a su madre y saludó a sus dos hermanas.

-La familia aumentará Pedrito. Con tantas necesidades y ahora Laura está preñada del hijo del mecánico. ¡Santa madre, me dará un faracho! —, comentó Teresa, la madre de Pedrito.

-¿"Amarillo"? Ese lo único que sabe hacer es robar y fumar “canyac” (marihuana) mamá. Salió hace dos meses del “Tribu” (prisión del antiguo Tribunal Tutelar de Menores).

-Si lo sé y lo enviarán a Chapala porque en su casa no lo aguantan. Cualquier vaina que ve mal puesta se la lleva para venderla y comprar droga. De todos los pelaos del barrio mi hija se mete con un “canyacsero”, pero lo peor es que se deja preñar a los quince años. Mientras yo trabajo planchando para ustedes, Laura se va a “volar tripa” con un maleante-, se quejó la afligida madre.

-Mamá, tranquila. No llores, que lograremos salir adelante porque venderé morcillas a diario y cuando salga de la escuela. Haré las tareas de noche-, concluyó Pedrito.

Abrazó a su madre, quien lloraba desconsolada. Un nuevo integrante en la pobre familia, en una habitación-casa, donde apenas cabían los tres y ahora su hermana la cagó con una barriga, como sucedía en muchos de los hogares en esa zona chorrillera.

Una sola cabeza de familia debía trabajar para obtener el sustento, mientras que sus hijos quedaban pululando por las calles sin ningún tipo de supervisión. Era imposible estar en dos lugares al mismo tiempo y la conciencia no existía en sus mentes infantiles.

Sin embargo, como era un niño se fue a jugar la lata con sus amigos “Condorito” y “Pata Podrida” porque aunque haya miseria se tiene que vivir inexorablemente y sin dogmas.

Pedrito lucía sus zapatillas nuevas ante la mirada de sus amigos de El Muelle, mientras jugaban base por bola con pelotas de tenis y palo de escoba como bate.

-Mira “Foca-Foca”, las compré vendiendo las morcillas de Mercedes. Me saqué la madre, pero las tengo y son bonitas-, agregó Pedrito a su amigo de El Muelle.

-No importa que sean “gallitos” las zapatillas, sino que las luzcas porque fue tu esfuerzo. Yo empezaré a vender contrabando de la Zona que compra el marido de Belermina. El paga bien Pedrito y no tienes que doblarte tanto el lomo   de cantina en cantina por ahí. Saldremos de este “cuchitril” algún día, y cuando esté grande, buscaré una beca para ser estudiar milicia en Perú. Mi tío me dijo que me ayudaría en la comandancia con sus jefes-, apuntó “Foca-Foca.

-Yo quiero ser arquitecto, me gustaría crear edificios originales y bonitos, ganar plata para ayudar a mi mamá y a mis hermanas, mucho más ahora que Laura está preñada del maleante de “Amarillo” -, señaló Pedrito.

Como a diario salía para las cantinas a vender sus morcillas, se encontró una tarde en una cantina de El Chorrillo con una trifulca de proporciones gigantescas. Botellas, sillas, vasos, cuchillos y mesas rodaban por todo el local hasta que una esquirla de una botella de güisqui se le enterró en el cuello del infante.

Un chorro de sangre salió de su anatomía hasta que fue auxiliado por una mesera. El español, dueño del negocio, con terror lo llevó al Hospital del Niño donde lograron salvarlo de a milagro.

Su madre, medio aturdida de la noticia, invadió a gritos la sala de urgencias del nosocomio hasta que lo halló.

-Chiquillo culicaga’o, ¿estás bien? ¡Ya no más morcillas, carajo! O haces otra cosa o las tareas apenas llegó a la casa, tras planchar-, resaltó la autora de los días del niño en momentos que lloraba.

-Mami, no tengo la culpa, fueron los borrachos que peleaban. Tengo que trabajar para ayudarte con los gastos de la casa-, respondió con una voz tierna e inocente Pedrito.

-Pues no, carajo. Ya no más ventas de morcillas y tripitas porque si tenemos que comer arroz con huevo o cebolla, lo haremos, pero no más trabajo en la calle-, advirtió Teresa.

Pedrito recordó la propuesta de “Foca-Foca” de vender comida de la Zona del Canal que compraba el marido de Belermina. Ahora su negocio sería el contrabando de comida zoneíta porque algo había que hacer en este mundo.

Sabía que no era legal vender contrabando de la Zona del Canal, pero también que los diputados, oficiales de la Guardia Nacional y políticos lo hacían. Tampoco era tema de imitar, sino uno de hambre, que ninguno de los mencionados lo tenía, ni mucho menos pasaban trabajo o necesidades como él y su familia.

Una semana después de salir del hospital, Pedrito se fue al caserón donde vivía Belermina y su marido. Allí vio gran cantidad de comida procedente del supermercado de Balboa de la Zona del Canal.

-¡Bingo! -, dijo el niño mientras brincaba y reía.

Carta para Tita

 

Hola Tita:

Ya pasaron 15 años desde esa vez que me dejaste en la banca de la universidad, donde nos conocimos estudiando Derecho. La misma banca donde te ti el primer beso apasionado, lleno de energía, de amor y que hizo estremecer la tierra. La misma banca donde lloraste la primera vez cuando te puse las cartas sobre la mesa que no jugarías conmigo. Mientras reclamaba tus acciones incorrectas y poco amorosas conmigo, un diluvio caía sobre tus mejillas. Tu blanco rostro enrojeció, tus ojos, semejantes a la miel, se impactaron de mis fuertes vocablos al cual tus tímpanos pocas veces escucharon.



Lágrimas de cocodrilo, dicen por ahí, aunque los cocodrilos no lloran. Por eso esa frase se dice cuando alguien llora en falso. ¿Eran de verdad? ¿Era cierto eso que llorabas porque sabías que era un “buen hombre”, como dijiste, y me perderías o solo querías ganar un premio de actuación?

Son tres quinquenios desde ese 24 de febrero. Prometiste que me corresponderías y me amarías como yo a ti. Te adoraba como no tienes idea, y era la primera vez que me enamoraba de verdad, sin embargo, hiciste cambiar mi vida. Nunca volví a ser el mismo. Mi vida giró como no tienes idea, me torné un ebrio, un mujeriego, alguien sin corazón, que perdió la esencia de vivir y un irrespetuoso de mi sexo contrario por tu culpa.

Me transformé en un cliente de los locales de calle J, adicto de las trabajadoras quisqueyanas y de la tierra de Alfonso Marroquín. Sus consejos cayeron en oídos sordos para mí mientras me exprimían todo mi sueldo sudado cada 15 días. Quedaba sin el mínimo para transportarme en autobús.



Sólo Jenny me esperaba los 15 y los 30 para escuchar mis locuras, pero así mismo llenarse de dólares y enviarlos a la Romana en la isla a sus hijos sedientes de trigo y derivados lácteos.

No tienes idea de lo que sufrí. Lo siete mares quedaron pequeños ante el vital líquido que salió de mis glándulas lacrimales, ni la cantidad de tabacos que mis pulmones se alimentaron. Ni siquiera los aztecas se llevaron tanto en su interior, pero por el por el dolor uno aguanta amor.

Recuerdo esas fugas universitarias cuando visitábamos las pensiones baratas, de mínimo aire eléctrico que no neutralizaba el sudor ante el movimiento corporal de los dos.

No tienes idea ver a un hombre destrozado. Una cobra huye si te divisa, una hiena llora al sentir el olor de tu cabello, sin embargo, yo como no aprendo la lección seré como el esclavo que ante el azote de sus amos se pone el postre de tu ser para arrastrarme ante tus caprichos que solo atrapan la prisión de pasión.

Cuando penetraba tu interior, gozaba y me transportaba. Olvidaba el dolor y cubría el espanto porque sabía que tu no tenías para mí amor. Era un vil engaño como darle a un niño y caramelo para que luego fuera azotado de dolor.

¿Dime que hice malo para merecer este dolor? Solo te ofrecí mi corazón y me introdujiste  en una celda donde ni Mefistófeles aguantaría el dolor.

Han pasado 15 años para enterrar esta situación.

Tus besos estallaban y mis labios lo gozaban una vivencia que sabía que algún día tendría terminación.

¿Por qué no me dejaste si sabía que no me querías mientras subía entre tus andinas montañas de color y las nieves de espesor?

¿Si sabías que culminaría en una destrucción, pero seguiste y me diste el arma para jugar la ruleta rusa?

Hoy me entero que fuiste abandonada por un sujeto, quien te debió de beber un trago amargo que tu vida sucumbió.

Ahora andas en el subsuelo y delgada casi cadavérica porque te atrapó el cáncer del desprecio y la burla.

Me duele que sufras, sin embargo, más sufrí yo todas esas noches interminables, sedientas del alcohol y venganza cotidiana.

Ojalá puedas superar esa dura prueba como lo hice en mi momento, solo, sin ayuda alguna, como un árabe que camina en el desierto sin protección contra el sol y el viento; como un soldado que va al frente sin un fusil para disparar contra el enemigo y como un médico que debe curar solo con sus manos desnudas.

Adiós Tita. Supera esta situación y recuerda que la vida da vueltas a montón. Quien apuesta gana, gana y gana, no obstante, el algún momento en la ruleta del amor también se pierde.

Ojalá que nunca sufras tan duro como yo, que tengas una salida a ese laberinto dónde estás, que logres esquivar las balas de la inseguridad, las bombas del desprecio y huyas de la trinchera del infierno.

Mateo Garrido