Pedrito, el morcillero

 

¡Morcillaaaa, triiiiipitaaaaaa. Morcillaaaaaaa, triiipitaaaaa! Era el año 1978, se escuchaban los gritos de Pedrito por las cantinas y bares de los corregimientos de Santa Ana, El Chorrillo y en el Mercado (San Felipe). A 25 centavos de dólar por cada bolsita, contenía una morcilla, platanitos verdes fritos y algunas tripitas.

El alimento era usado por los bebedores para neutralizar el alcohol que dejaba la cerveza o aguardiente que se zampaban mientras eran acompañados por algunas colombianas que los despojaban de sus problemas familiares y también del dinero ganado en sus faenas.



En un tanque de cinco galones, generalmente de pintura y lavado en agua caliente, se introducían 50 bolsitas del producto casero. La cuenta era de 12 dólares con 50 centavos, luego de entregar el dinero Pedrito se llevaba de comisión dos dólares con 50 centavos para su casa, pero cuando el hambre golpeaba bajo el intenso sol de esos arrabales de la ciudad de Panamá, se comía al menos dos bolsas. Eso era descontado de su comisión o cinco centavos de dólar por bolsa.

El dato del negocio se lo dieron sus dos vecinos, amigos y compinches: “Condorito” y “Pata Podrida”. Eran un trío que jugaba balompié en Plaza Amador y se bañaban en la piscina comunal donde “Toto” aplicaba la dura disciplina en un ambiente hostil con kilométricos problemas sociales de sus bañistas.

“Pata Podrida” vendía morcillas a lo escondido de su madre, una emigrante salvadoreña, propietaria de una pequeña abarrotería en una casa condenada y llamada El Muelle. “Condorito” era su vecino, nacido en la capital, de padres veragüenses. Su madre era ama de casa y su padre un conductor que laboraba con un chino dueño de una distribuidora en las inmediaciones del Mercado Público. El padre de “Condorito” era aficionado al licor y constantes eran los espectáculos cuando entraba con un alambique en su sangre a la casa de inquilinato donde residían.

Los vendedores llegaban donde Mercedes, la dueña del negocio, aproximadamente a las once y media de la mañana. Luego la patrona introducía el producto en los tanques y los entregaba, y la tropa de vendedores salía con los tanques montados en sus hombros.

La mayoría de los vendedores provenía de hogares separados, con problemas de consumo de drogas por algunos de los padres o hermanos, maleantes, fumadores de marihuana u oledores de pegamento o con problemas legales de todo tipo que incluían robo, hurto, venda de estupefacientes, homicidio y otros.

Pedrito salió su primer día de la casa de Mercedes, ubicado cerca del edificio la Penonomé en El Chorrillo, para seguir su ruta de venta y ganarse unos reales para llevarse al cuarto que tenía como casa.

Quería comprar unas zapatillas, cuyo costo eran de 10 dólares con 95 centavos, por lo que debía “mulear” (caminar) bastante para lograr su objetivo, porque su madre tenía otras dos niñas, Lucrecia y Laura, a quienes mantener y el dinero que ganaba como planchadora en casas de familia no alcanzaba para satisfacer las necesidades de sus dos adolescentes y Pedrito.

Pedrito entra a una cantina de Calle 12 de Santa Ana y observa a los bebedores, cuya conversación poco se entendía por el alto volumen de la música y los efectos del licor.

-¡Mooooorcillaaaa, triiiipitaaaa, a “cuara”!-, coreó.

­-Pelao, ven acá-, dijo un cliente de la cantina.

-Son a 25 centavos señor. ¿Cuántas bolsitas quiere?-, preguntó Pedrito

-¡Coño madre!  ¿Un "cuara" por cada una? Esa vaina está cara, si quieres te la compro a 20 centavos-, dijo el bebedor.

-No, señor, cuestan un “cuara” y no se pueden bajar-, respondió Pedrito.

-Bueno, dame tres. Una para mí y las otras se las llevas a las damas que están detrás de la barra atendiendo-, ordenó el borracho.

-Claro señor, voy para allá-, respondió Pedrito.

El niño fue donde las colombianas, les entregó las bolsitas con la morcilla. Una de ellas le dio un dólar y le dijo que metiera el producto en el tanque sin que el ebrio lo descubriera.

-Toma, papito, y vete, que ese viejo me tiene mamada—, comentó una de las meseras, rubia de farmacia, de baja estatura, nalgona, ojos verdes y con acento de Antioquia.

Pedrito le dio las gracias y salió del establecimiento comercial con su pregón de vendedor. ¡Moooorcillla, triiiiipitaaa, a “cuara”!

Iba feliz, como suele pasar con los ebrios, porque no descubrió la devolución de las bolsitas. Ya tenía un dólar de ganancia libre de polvo y paja. Si vendía todo tendría tres dólares con 50 centavos de paga.

Entró a la cantina Chucuchucu del Mercado. En la esquina derecha, una mujer bailaba abrazando a un borracho, en una mesa observó tres nativos de Guna Yala dormidos con los brazos extendidos. Ya Bachus hizo su trabajo, mientras que una señora “acholada” limpiaba con un trapeador los vómitos de un cliente ebrio.

La barra estaba llena de bebedores, pero los gritos de su producto eran imposibles de escuchar por el exagerado volumen de la música de tamborito.

-No venderé ni una bola aquí. Todos están borrachos—, pensó en voz alta el infante, quien cursaba el quinto grado en el colegio Manuel José Hurtado.

No obstante, una de las meseras lo llamó y Pedrito acudió donde estaba. La dominicana le pidió siete bolsitas de morcilla, le pagó con dos dólares y le regaló el cambio.

Salió del local y se fue de cantina en cantina en busca de sus reales para un mejor futuro que sin su propia ayuda no tendría jamás.

Ya en casa, tras un arduo día de venta, le dio un beso a su madre y saludó a sus dos hermanas.

-La familia aumentará Pedrito. Con tantas necesidades y ahora Laura está preñada del hijo del mecánico. ¡Santa madre, me dará un faracho! —, comentó Teresa, la madre de Pedrito.

-¿"Amarillo"? Ese lo único que sabe hacer es robar y fumar “canyac” (marihuana) mamá. Salió hace dos meses del “Tribu” (prisión del antiguo Tribunal Tutelar de Menores).

-Si lo sé y lo enviarán a Chapala porque en su casa no lo aguantan. Cualquier vaina que ve mal puesta se la lleva para venderla y comprar droga. De todos los pelaos del barrio mi hija se mete con un “canyacsero”, pero lo peor es que se deja preñar a los quince años. Mientras yo trabajo planchando para ustedes, Laura se va a “volar tripa” con un maleante-, se quejó la afligida madre.

-Mamá, tranquila. No llores, que lograremos salir adelante porque venderé morcillas a diario y cuando salga de la escuela. Haré las tareas de noche-, concluyó Pedrito.

Abrazó a su madre, quien lloraba desconsolada. Un nuevo integrante en la pobre familia, en una habitación-casa, donde apenas cabían los tres y ahora su hermana la cagó con una barriga, como sucedía en muchos de los hogares en esa zona chorrillera.

Una sola cabeza de familia debía trabajar para obtener el sustento, mientras que sus hijos quedaban pululando por las calles sin ningún tipo de supervisión. Era imposible estar en dos lugares al mismo tiempo y la conciencia no existía en sus mentes infantiles.

Sin embargo, como era un niño se fue a jugar la lata con sus amigos “Condorito” y “Pata Podrida” porque aunque haya miseria se tiene que vivir inexorablemente y sin dogmas.

Pedrito lucía sus zapatillas nuevas ante la mirada de sus amigos de El Muelle, mientras jugaban base por bola con pelotas de tenis y palo de escoba como bate.

-Mira “Foca-Foca”, las compré vendiendo las morcillas de Mercedes. Me saqué la madre, pero las tengo y son bonitas-, agregó Pedrito a su amigo de El Muelle.

-No importa que sean “gallitos” las zapatillas, sino que las luzcas porque fue tu esfuerzo. Yo empezaré a vender contrabando de la Zona que compra el marido de Belermina. El paga bien Pedrito y no tienes que doblarte tanto el lomo   de cantina en cantina por ahí. Saldremos de este “cuchitril” algún día, y cuando esté grande, buscaré una beca para ser estudiar milicia en Perú. Mi tío me dijo que me ayudaría en la comandancia con sus jefes-, apuntó “Foca-Foca.

-Yo quiero ser arquitecto, me gustaría crear edificios originales y bonitos, ganar plata para ayudar a mi mamá y a mis hermanas, mucho más ahora que Laura está preñada del maleante de “Amarillo” -, señaló Pedrito.

Como a diario salía para las cantinas a vender sus morcillas, se encontró una tarde en una cantina de El Chorrillo con una trifulca de proporciones gigantescas. Botellas, sillas, vasos, cuchillos y mesas rodaban por todo el local hasta que una esquirla de una botella de güisqui se le enterró en el cuello del infante.

Un chorro de sangre salió de su anatomía hasta que fue auxiliado por una mesera. El español, dueño del negocio, con terror lo llevó al Hospital del Niño donde lograron salvarlo de a milagro.

Su madre, medio aturdida de la noticia, invadió a gritos la sala de urgencias del nosocomio hasta que lo halló.

-Chiquillo culicaga’o, ¿estás bien? ¡Ya no más morcillas, carajo! O haces otra cosa o las tareas apenas llegó a la casa, tras planchar-, resaltó la autora de los días del niño en momentos que lloraba.

-Mami, no tengo la culpa, fueron los borrachos que peleaban. Tengo que trabajar para ayudarte con los gastos de la casa-, respondió con una voz tierna e inocente Pedrito.

-Pues no, carajo. Ya no más ventas de morcillas y tripitas porque si tenemos que comer arroz con huevo o cebolla, lo haremos, pero no más trabajo en la calle-, advirtió Teresa.

Pedrito recordó la propuesta de “Foca-Foca” de vender comida de la Zona del Canal que compraba el marido de Belermina. Ahora su negocio sería el contrabando de comida zoneíta porque algo había que hacer en este mundo.

Sabía que no era legal vender contrabando de la Zona del Canal, pero también que los diputados, oficiales de la Guardia Nacional y políticos lo hacían. Tampoco era tema de imitar, sino uno de hambre, que ninguno de los mencionados lo tenía, ni mucho menos pasaban trabajo o necesidades como él y su familia.

Una semana después de salir del hospital, Pedrito se fue al caserón donde vivía Belermina y su marido. Allí vio gran cantidad de comida procedente del supermercado de Balboa de la Zona del Canal.

-¡Bingo! -, dijo el niño mientras brincaba y reía.

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