Una de mis historias personales de amor fue cuando conocí a Alina de la Cruz, de 26 años, una supervisora de nacionalidad filipina que laboraba en el centro de llamadas, ubicado en la ciudad de Panamá, Panamá.
En un principio no fui bien recibido por la dama,
quien hablaba inglés y un castellano chapurreado, pero eso no interesaba porque
lo que se platica con los clientes era la lengua de origen frisón.
Soy Guillermo Méndez, de 25 años, me comunicaron que
no mirara mucho a la asiática porque el gerente le puso el ojo, sin embargo, la mujer
no le paraba bola al estadounidense del negocio.
Me di cuenta una vez que Mark, el gerente, le
observaba su delgada figura, sus pequeños pechos, cabello negro y ojos pardos
con mucha lujuria, casi le hacía el amor con sus pupilas.
No obstante, Alina pasaba para inspeccionar nuestro
trabajo y me colocaba en su mira telescópica, aunque me gustaba, solo le daba
los buenos días y a mi faena porque no quería problemas.
Dicen por ahí que a las asiáticas le encantan los
negros como yo, de mediana estatura, quizás por fantasías de que masculinos de
origen africano cuentan con aparato reproductor semejante a una bazuca.
La filipina me masticaba, pero no me tragaba hasta
cuando los del turno decidimos irnos de parranda un sábado al terminar de laborar
a las 20 horas, entramos a un bar y luego en una discoteca.
No tengo idea cómo descubrió Alina el antro donde estábamos, se
presentó con una minifalda roja, unas mallas negras con huecos y encajes, unas botas
rojas, poco maquillada y se ató el cabello como una cola de caballo.
Fue el centro de la atención, los compañeros
sorprendidos porque se sentó en nuestra mesa como si nos conociera de toda la
vida, pagó unas rondas, bailó con seis del grupo y de último conmigo.
Sentía sus manos tersas sobre mis codos, colocó su
cabeza en mi hombro, sus pequeñas montañas se elevaron en mi tórax, mientras
que palpitaba una carrera de caballos en su pecho.
Todos mis amigos quedaron boquiabiertos cuando Alina
me besó, me confesó que le gustaba y estaba dispuesta a irse conmigo donde yo
quisiera.
Como no soy pendejo, nos fuimos a un hotel, pensé
que el edificio se derrumbaría ante los gritos y movimientos de la asiática.
Fue el principio de una relación amorosa, terminamos
viviendo juntos, nos almorzábamos a diario porque Alina le gustaba que le
dieran lo suyo menos cuando se izara la bandera roja.
Al año quedó preñada, aunque nunca
comprendí cómo quedé enredado con la asiática, sin embargo, confieso que amo con alma y corazón a Alina, la filipina.
Imagen de modelo cortesía de Julian Paolo Dayag en Pexels.