Privada de su libertad

La policía peinaba toda la ciudad de Panamá en busca de Lucrecia Singh, de 21 años, estudiante de la carrera de diseño gráfico, de la Universidad de Panamá (UP), quien fue llevada a la fuerza por tres hombres que viajaban en dos vehículos, cuando salía de la Facultad de Arquitectura.

Su padre Narenda Singh, un panameño de origen Indostán ,y su madre, la tableña Lucrecia Mendoza, estaban aterrados, ya que se decía que era secuestro, sin embargo, los delincuentes, pasadas dos horas, no pedían rescate.

La estudiante, de estatura mediana, de piel canela como su padre, ojos verdes y cabello negro, tenía amores con Rogers Taylor Markov, un cantante  y bajista de música rock, hijo de un migrante de Barbados y una rusa, quienes se establecieron en Edimburgo, Escocia.

Lucrecia y Rogers se conocieron en un hotel de playa de Antón, ambos estaban con un grupo de amigos y llegó el flechazo en una de las piscinas.



A ella le encantó el hombre mestizo, blanco, de cabello rubio, con forma de rulos y ojos miel, mientras que a él le encantó la mezcla de piel canela con ojos verdes. Una pareja exótica.

El ciudadano británico, de 35 años, le contó a la policía que su suegro no gustaba de él y que en varias ocasiones lo amenazó para que dejara a su hija porque ella se casaría con un indostano.

Llevaba tres meses de novio con la istmeña y planeaba irse a Edimburgo, donde desarrollaba su carrera de bajista del grupo “Sin” (pecado en inglés), pero con el delito los planes se destruyeron, por el momento.

Mientras que, en un cuarto, dos hombres desconocidos tenían a la señorita, amarrada en una silla, con esparadrapo en la boca para evitar que gritara, cada 10 minutos uno de los secuestradores ingresaba a la habitación para ver que estuviese bien.

Una pieza pintada de blanco, pequeña, sin guardarropa, ventanas sencillas con su tela metálica, lo que se deducía que el apartamento era de estrato popular, aunque Lucrecia no tenía la menor idea donde estaba.

Las autoridades, con la información de Rogers, sospecharon de inmediato que había gato encerrado en ese caso porque transcurrieron 10 horas y nadie se comunicaba con la familia de la víctima para pedir dinero.



Todo investigador sabe que las primeras 48 horas con cruciales en casos de homicidio y secuestro, así que solicitaron intervenir el teléfono de la vivienda de los Singh, además de los móviles del padre y el novio de la universitaria.

La autora de los días de Lucrecia no dejaba dormir a su marido con llantos, gritos, estrés y el caballero se mantenía firme en que su hija aparecería, no obstante, sus glándulas lacrimales estaban secas.

La intervención de los teléfonos fue de vital importancia, debido a que grabaron la plática entre Narenda y un desconocido hombre, a quien el primero le decía que no la soltara hasta que el británico se marchara.

La policía detuvo al padre y cantó que no hizo nada malo, sino proteger a su hija de un mestizo aventurero sin futuro, también confesó que la jovencita estaba en el edificio 18, apartamento 1 de Villa Lorena, Río Abajo.

Con la información, hombres uniformados, con armas de grueso calibre, tumbaron la puerta del apartamento, los dos sujetos se rindieron y rescataron a Lucrecia sana y salva, aunque con la cara hinchada de llorar y angustiada.

-Bienvenida a la libertad señorita-, le dijo un policía cuando la desataban.

La noticia salió en todos los periódicos que contaban la historia de un padre que ordenó privar de libertad a su hija para evitar que se casara y marchara del país.

Eso no ocurrió, Narenda fue detenido con sus cómplices, Lucrecia se matrimonió con Rogers y se marchó a Edimburgo, Reino Unido.

Cuando iban en el avión, Rogers le dijo a su esposa que intentara perdonar a su padre, a lo que ella le respondió que necesitaría tiempo para curar una herida tan grande.

Los Singh terminaron divorciados.

 

 

 

El hechicero del Tecal

 


La sala de la vivienda contaba con dos sofás pequeños, color azul, una mesita con una radio, un televisor de pared, algunos cuadros baratos, llenos de telaraña, polvos y una esquinera con botellas de ron.

Azael Robinson, residía solo en una casa de tres recámaras, en la casa, 95, de la calle 7-1/2, en El Tecal, Vacamonte, distrito de Arraiján, Panamá, jubilado, de 62 años, donde atendía personas pudientes para hacerle pociones y atraer suerte.

Mujeres víctimas de infidelidad, en busca de venganza o de hacer daño a sus parejas quemonas, hombres con deseos de conquistar damas o espantarlas, atraer más dinero o mejor suerte, era la mayoría de los trabajos que hacía el hechicero de El Tecal.

El caballero nunca comía alimentos en la calle por temor a ser envenenado por algún cliente cuyo trabajo no dio el resultado esperado, bebía bastante ron y no atendía los fines de semana.

Aunque sus vecinos sospechaban de su modus vivendi, no tenían evidencia porque la casa estaba cerrada con un inmenso muro, con espacio para estacionar dos carros, por lo que sus clientes entraban, cerraba el portón y solamente atendía con cita.

El ojo derecho pardo, el izquierdo estaba medio poblado por glaucoma, no había cura, pero los médicos le detuvieron el avance, cojeaba del pie derecho, supuestamente por una maldición que le regresó al intentar conquistar una dama durante su juventud.

-Ven, a mí, que tus cabellos toquen mi pecho y cuando eso ocurra, por siempre estarás en mi lecho-, fue el hechizo fallido que le arrojó a la mujer cuando tenía 25 años, sin embargo, no prosperó y desarrolló una deficiencia en la mencionada pierna.

 


Utilizaba bastón para andar, con barba y cabello invadido por la nieve, contrastaba con su piel canela y figura casi raquítica.

Lo cierto era que usaba su astucia para mover objetos como bloques, ollas, alimentos, animales domésticos, con solo mirar un perro, el can huía, encendía el fuego en la estufa con su varita y no necesitaba gas butano para cocinar.

Era un maestro de la teletransportación, iba al supermercado y de pronto desaparecía con la carretilla llena de alimentos para aparecer en una puerta secreta de la habitación donde atendía a sus clientes.

Azael, casi nunca salía de día, pero cuando el sol dormía, abría el portón, se sentaba afuera de su propiedad a fumar tabaco con olor a canela, jazmín y lavanda.

El precio por poseer poderes era la soltería, ni hijos, aunque tuvo varios amores efímeros que huían porque la propia naturaleza del hechicero lo provocaba.

Alguien le seguía los pasos, otro hechicero joven, identificado como Alberto Tigre, quien preparó una trampa para atraparlo en el supermercado.



Cuando se fue al comercio, Alberto, ingresó a la vivienda de Azael, entró a la habitación-guarida, vio el marco de la puerta secreta y sostuvo una lanza con la punta hacia adentro.

Alberto quería ser el rey de la zona y debía acabar con Azael.

El anciano hizo su acostumbrado recorrido, luego sacó un polvo mágico, lo arrojó frente a él, pero el carro con alimentos no podía pasar, así que intentó solo y  la lanza atravesó su pecho.

Un chorro de sangre se disparó del cuerpo del anciano, pero los clientes no veían la lanza, sino al viejo mientras se quejaba del dolor y sostenía algo en su pecho.

-No lloro en mi lecho de muerte. Me acompañará quien pensó que con irme tendría mejor suerte y ocuparía mi lugar. Joven Alberto, usted también en una tumba habrá de estar-, resaltó Azael Robinson y falleció frente a la mirada de los sorprendidos clientes del supermercado.

Posteriormente, la lanza se zafó de las manos del asesino, se volteó y mató a Alberto.

Por ironías de la vida, fueron sepultados uno al lado del otro, en el cementerio municipal de Vista Alegre.

Detenidos mientras ´bicicleteaban’

El viernes 16 de junio del año 2000, la Fiscalía Segunda de Drogas, realizó un operativo en una casa de citas, ubicada en la calle 79B Este, Carrasquilla y entrando por la vía España, en las afueras de la ciudad de Panamá, Panamá.

Los funcionarios de instrucción y miembros de la desaparecida Dirección de Investigación e Información Policial (Diip) andaban detrás de dos narcotraficantes, quienes huyeron de la habitación donde harían el intercambio, hacia el pasillo usado por los empleados para colocar los equipos y material de limpieza.

Posteriormente, ingresaron por una ventana a un cuarto, seguido por las autoridades, los narcos arrojaron dos paquetes de cocaína y al entrar los investigadores había una pareja haciendo el amor.

Al lado estaba la droga, por lo que el caballero y la dama fueron detenidos de inmediato.

Pero, el asunto no terminó allí, los malandrines huyeron hacia otra pieza donde otra pareja “bicicleteaba”, en medio de los gritos de placer de la fémina, quien puso ojos de terror al ver a los narcotraficantes y los dos quilos de droga que dejaron.



Ya los traquetos no tenían lugar para huir, entró la policía y los miembros del Ministerio Público y cargaron con los cuatro.

Les dieron tiempo para vestirse, mientras que la primera mujer gritaba que no era ninguna narcotraficante, aunque aceptó que era casada y el masculino no era precisamente el hombre que firmó el acta matrimonial en el juzgado.

Entretanto, en el cuarto donde capturaron a los cuatro, el varón rogó a los policías que lo liberaran porque no conocían a los delincuentes, sin embargo, para ese tiempo estaba el sistema judicial inquisitivo, así que debían esperar la decisión del Ministerio Público o pedir a un juez su liberación.

El caballero de la segunda habitación era casado y la dama también, pero no eran pareja legalmente unida, sino amantes furtivos que se veían cada dos o tres veces por semana para hacer el amor. No hacían vida social.

Todos fueron esposados y enviados en una patrulla a las celdas preventivas del edificio Avesa, de la vía España, para que el lunes iniciaran las sumarias por delitos relacionados con drogas.



En momentos que viajaban los cuatro amantes, le disparaban insultos y se cagaban en las madres de los narcotraficantes, quienes no abrieron la boca en ningún momento.

Los caballeros y las damas fueron separados, como suele ocurrir en todas las cárceles, aunque sean preventivas.

Para el lunes 19 de junio del año 2000, dos esposos y esposas fueron con sus abogados para averiguar la razón de la detención de sus medias naranjas y la noticia les cayó como un balde de agua fría.

Una de las esposas, le comunicó al letrado en Derecho que no representara a su marido y la otra lloró.

Paralelamente, un esposo “quemado” fue más benévolo, le dijo a su mujer que pagaría su defensa con la condición de divorciarse por adulterio y para salir de los barrotes la dama aceptó.

A los dos meses, la Fiscalía Segunda de Drogas, otorgó impedimento de salida del país a los infieles y durante la audiencia preliminar, el juez dictó sobreseimiento definitivo a los cuatro traviesos.

Lograron la libertad y también una separación legal.

A los traquetos los sentenciaron a siete años de prisión por narcotráfico.

El matrimonio de narcos

La policía peinaba varias urbanizaciones, mientras que los funcionarios de instrucción buscaban pistas para encontrar a los esposos Rubén y Paola de Barcelona, desaparecidos 24 horas antes, en su residencia en Chanis, corregimiento de Parque Lefevre, en la periferia de la ciudad de Panamá.

Ambos eran blanco de una investigación de la Fiscalía Primera de Drogas, ya que presuntamente andaban en negocios turbios, su tren de vida aumentó de la noche a la mañana, así como sus cuentas bancarias.

Los fiscales husmeaban que, de pronto, dos contadores públicos autorizados, tenían terrenos, propiedades, un lujoso yate, un palacete en la playa Gorgona, además de numerosos viajes a paraísos en el Caribe y Europa.

Nunca a Estados Unidos por temor a ser detenidos y pasar por la penuria de los famosos narcotraficantes colombianos sentenciados a largas penas de prisión en las celdas del tío Sam.



Un informante le comentó a la Policía Técnica Judicial (PTJ), que unos colombianos estaban molestos porque se perdieron 30 quilos de cocaína y todo apuntaba a que los Barcelona hicieron en “tumbe”.

Las autoridades sabían de antemano que, si los sudamericanos atraparon a la pareja, irían directamente a la morgue judicial porque no perdonan, aunque les confiesen dónde escondieron la mercancía ilícita.

Esa cantidad de droga, tomando en cuenta que en Panamá el quilo cuesta 5 mil dólares, sumaba 150 mil; si lograban venderlo a otros contactos, la suma elevaría su valor y más al ingresar a territorio estadounidense.

Los consumidores norteamericanos pagan aproximadamente 50 dólares por una bolsita pequeña de cocaína, que no es pura y se sospecha que, en Nueva York, el quilo cuesta un máximo de 35 mil dólares, sin embargo, asimismo son las extensas condenas por narcotráfico.

El negocio es redondo, así que algunos viven el momento de emperadores hasta que son pescados, asesinados o huyen como conejos asustados como el matrimonio de los Barcelona.

Mientras que ya pasaron diez días de la desaparición de los escurridizos esposos, hasta que un vecino, residente en una barriada de clase media alta, en Betania, llamó a la policía para informar que en la vivienda del al lado olía mal.

Cintas amarillas de no pasar, los agentes y peritos se topan con olor a muerte, cuerpos repletos de moscas y gusanos que se dan banquete con la carne podrida.

La primera escena es de terror, entre las mejillas de ambos, palillos usados para colocar carne que estaban atravesados. Significa que fueron torturados para que “cantaran”.



Las manos atadas, el cuerpo de la dama mostraba sus pezones cortados y al caballero su pene cercenado. Numerosos golpes en su tórax y plantas de los pies, posiblemente hechas con un bate de béisbol o un objeto contundente.

Un sufrimiento fatal, los narcotraficantes no tienen respeto por la vida y el cuerpo de ninguno de sus enemigos o quienes intenten pasarse de listos con ellos.

Para la mafia italiana, la familia se respetaba, pero los colombianos no conocen eso, si no aparece quien se llevó la mercancía o no cumplió la orden, paga la esposa, novia, hijos, hermanos, querida o moza.

La petejota encuentra las carteras de ambos, la de ella tiene 200 dólares en efectivo y documentos, la del esposo 500 dólares y sus papeles.

700 dólares es una suma de dinero que no les interesa a los traquetos de alcurnia porque es para pagar el desayuno. Buscan el plato fuerte.

Se conoce la noticia, Panamá se estremece, los Barcelona se voltearon la cocaína, fueron torturados y asesinados a golpes, no obstante, se desconoce si confesaron dónde escondieron la “nieve”.

Una estadística más de casos de violencia relacionada con estupefacientes, pero algunos no aprenden la lección porque narco detenido o muerto, siempre tiene un ambicioso sucesor, aunque sepa que al entrar a ese mundo sus serán días contados.

Los asesinos de los Barcelona nunca fueron atrapados.

Samy Quevedo, el héroe Ngäbe-Buglé

En la Comarca Ngäbe-Buglé hay un personaje histórico poco conocido fuera de las fronteras de esa reserva indígena, alguien respetado y cuya leyenda pasó de generación en generación, en los famosos cuentos de boca a boca.

Durante la época colonial española, los nativos fueron desplazados de las distintas regiones y empujados a tierras lejanas, por lo que se establecieron en zonas montañosas para no ser molestados por los conquistadores y los mestizos.

Sin embargo, el colono quiere más y más tierras.

Finalmente, llegaron hasta donde hoy se encuentran ubicados, sin embargo, en la mitología indígena se narra la historia de un soldado español, específicamente gallego llamado Luis Roibás, quien murió de un flechazo de los nativos en una batalla en las orillas del río Cricamola.



No obstante, el orgullo del militar gallego era tan patriota que su alma se convirtió en un espíritu que se transformaba en cualquier animal para acabar con los indios, la mayoría de ellos arqueros con fina puntería y soldados de infantería.

Luis se transformaba en águila, culebra, puma, jaguar, jabalí, caballo y toro para acabar con una docena de arqueros y ocho guerreros nativos, lo que empezó a preocupar al cacique mayor.

Mientras los indios intentaban cazar sin éxito a Luis, llegó a Kankintú, Samuel Quevedo, a quien llamaban Samy, alto, atlético, con cabello lacio hasta los hombros, ojos oscuros, bíceps enormes y un espíritu de lucha inquebrantable.

El caballero tenía un pacto con los dioses, no el de los españoles, sino los suyos, les prometió que daría su vida con tal de salvar a su pueblo del yugo conquistador.

Fue complacido y se transformó en águila, volaba por la comarca en busca del soldado gallego todas las noches, que era cuando el fantasma atacaba sin misericordia.



Una de esas noches, lo divisó a los lejos, era un puma negro, gigante, con enormes garras, ojos vistosos y corría una impresionante velocidad de 80 kilómetros por hora.

Devoró a dos soldados que hacían guardia y Samy le tendió una trampa para atraparlo.

Samy Quevedo, aterrizó entre la mitad del camino selvático hacia Kankintú, hizo traer cuatro arqueros fantasmas, pero eran vacas. Engañó al animal brutal, que apenas vio sus presas, corrió.

El héroe Ngäbe-Buglé, hizo una fogata y se convirtió en un leño, cuando el puma brincó por encima del fuego para matar a los soldados, Samy extendió sus brazos, lo atrapó y lo arrojó a las brasas.

Se convirtió nuevamente en figura de hombre para ver cómo se quemaba el espíritu del soldado español.



Los dioses, en agradecimiento, no le quitaron la vida a Samy Quevedo, por el contrario, vivió muchos años para ver a su pueblo luchar contra la adversidad, el racismo, la pobreza y la superación.

Historia basada en una narración  verbal breve del escritor Máximo Quintero en la Comarca Ngäbe-Buglé, el 3 de septiembre de 2022.

 

La venganza de Yura

El Ministerio Público investigaba las muertes de seis sujetos, todos ellos con antecedentes penales de robos, hurtos y asaltos, lo que deducía que había una guerra entre ellos o alguien los liquidaba.

Una inmensa ola de estos hechos punibles se desataron sobre Chiriquí Grande, en Bocas del Toro, Panamá, en residencias, hoteles, comercios, a los latinos e indígenas que salían ebrios de los bares.

De pronto aparecieron las cabezas, con lo que se identificó a los criminales porque estaban fichados, no obstante, los cuerpos no se encontraban, mientras que una patrulla del Servicio Nacional Aeronaval (Senan) reportó dos veces que una chulapa entraba en el río Cricamola sin ocupantes.



“Pueblo chico, infierno grande”, dice un viejo refrán, la noticia se diseminó por toda la zona, ciudadanos comunes y corrientes, profesionales, comerciantes y docentes se negaron a salir por las noches.

Todos temían que su cabeza apareciera cualquier calle de Chiriquí Grande, así que el asunto era de terror.

Unos decían que era un fantasma que se vengaba de los antisociales, los asesinaba, dejaba sus cabezas como escarmiento al resto de los criminales y se llevaba los cuerpos para sepultarlos en alguna parte de las orillas del Cricamola.

Las autoridades no tenían pista alguna, no había declaraciones, huellas, sangre, ADN, porque las cabezas presentaban el corte de un solo tasajo y quemadas para evitar la salida de líquidos.

En medio del horror bocatoreño, Celestino Becker, era un residente, mitad ngäbe-buglé y mitad “latino”, ya que su papá era colonense.

Fue criado por una abuela, presentaba mala conducta desde niño, estuvo preso por robar a dos indígenas e iba hasta Almirante a cometer delitos.



El buyacito, medio acholado, de baja estatura, ojos pardos y algo obeso, no respetaba nada y a nadie.

Sus amigos malandrines le comentaron sobre el asesino de ladrones, pero el tipo no le paró bola y planeó, el próximo viernes, robar algún ebrio que saliera de cualquiera de los bares en Chiriquí Grande.

Esa noche, para inspirarse mejor, Celestino se trabó su “pito” y salió a delinquir, se colocó en las inmediaciones de la escuela cuando vio un latino, borracho, salir de una cantina.

Lo siguió hasta la carretera que conduce a Gualaca y frente a los tanques de la empresa Petroterminales de Panamá, y atacó.

Dos trompadas fueron suficientes para que su víctima cayera a la tierra, debajo de un árbol, lo registró, se llevó un botín de 62 dólares y un reloj de 25 dólares, más el celular de 100 dólares.

Se fue caminando y a los diez minutos, en una calle oscura, fue el terrorífico encuentro.

Una figura gris, de humo, un ciempiés, de 2 metros y medio de largo, con sus ojos negros, sus antenas con puntas, inmensas fosas nasales, abría y cerraba su boca.

El miedo infligido a Celestino, fue tanto que mojó sus pantalones, soltó lo robado, gritó y nadie escuchó, la humareda los rodeó a ambos, no había visibilidad alguna.

Celestino retrocedió, el movimiento de las patas del gigantesco artrópodo, era muy brusco y el criminal movía su cabeza en gesto negativo.



-No lo haré más, por favor déjame vivir-.

-Yura no perdona, mi madre y yo fuimos asesinados por maleante como tú-.

Ante los ojos del mestizo, el ciempiés se convirtió en indio ngäbe-buglé, con cabello largo, lacio y abundante, de baja estatura, cuerpo de atleta y ojos brillantes y oscuros.

Celestino se inclinó frente a Yura, en las manos del fantasma se apareció un machete con fuego en su punta, midió y de un solo tiro le cortó la cabeza al antisocial.

Minutos después, una patrulla del Senan seguía una canoa con motor  en el mar Caribe y sin tripulantes, no obstante, al llegar al delta del Cricamola, la pequeña embarcación desapareció sin dejar rastro.

Solamente quedó la cabeza de Celestino y por eso fue reconocido por su abuela.

 

Los jóvenes católicos

Bernardo, de 24 años y Berta, de 23 años, era un matrimonio joven que asistía a misa todos los domingos a las 7:00 a.m. para escuchar el sermón del cura Andrés y tomar el sacramento de la Eucaristía e intentar cambiar sus vidas.

Los chicos se conocieron tres años antes en una actividad de la iglesia Perpetuo Socorro de Betania, sus padres eran católicos, ultraconservadores, romanos y apostólicos, intolerantes y regidos por la ley de Dios en todos los sentidos.

Ambos estudiaban en la Universidad Santa María La Antigua, leyes, él obtuvo su bachillerato en el Colegio Javier y ella en María Inmaculada, lo que evidenciaba que la religión era una parte esencial en sus faenas.

De novios, salían al cine, a comer u otra actividad diurna, los padres de ella, no la dejaban asistir a discotecas, ni fiestas nocturnas, mientras que Bernardo, cuando podía la besaba en momentos que miraba los ojos pardos de la dama y acariciaba sus blancas piernas.

Los dos laboraban como pasantes en distintas firmas de abogados y antes de casarse, como es normal, cada loro en su estaca, sin embargo, querían llegar al momento culminante entre las sábanas y no podían.



Decidieron unirse legalmente, algo que no aprobaron los padres de ella, pero al final se salieron con la suya porque ya eran mayores.

Bernardo estaba feliz porque los días de besos y caricias con ropas que le dejaban sus interiores manchados quedaron atrás y ella creyó que su esposo le ayudaría a curar un mal secreto que padecía.

Se fueron de luna de miel a Boquete, Chiriquí, en las tierras altas de Panamá, y fue cuando estalló la bomba.

La noche de bodas, él escaló entre las cimas de sus rosadas montañas, sus papilas gustativas se deslizaron en la nevada espalda de su esposa, gozaba sus negros cabellos, hubo un intercambio de fluidos abundante y sus cuerpos disfrutaron hasta el mínimo segundo.

Al llegar el momento de la felación, la dama competía con Mía Khalifa, tenía destreza con sus dedos y lengua, por lo que el volcán de su esposo a los tres minutos hizo erupción.

Tomaron un descanso y siguieron hasta que la estrenada esposa pedía más y más.



Era una ninfómana, era su secreto y pensó que su pareja le ayudaría a resolver el problema, no obstante, Bernardo no estudiaba medicina, sino Derecho.

Berta nunca le contó al hoy marido su inquietud que le afectaba, en las noches se masturbaba, no se atrevía a confesar su mal y como católica se mantuvo pura para su esposo.

Como Bernardo no probó la miel antes de ir al juzgado desconocía el tema, su piel canela se tornaba blanca y sus oscuros ojos brillaban más de terror al ingresar al apartamento y su mujer lo esperaba con negligés de distintos colores.

Atrás quedó la religión y todos los sermones, porque la dama siempre quería más y más sexo que no distingue credo ni raza, así que los ejercicios diarios de la pareja tenían al caballero como un palillo de dientes.

Sin embargo, como la mujer solamente deseaba arrastrarse entre las sábanas, anduvo con dos compañeros del salón y posteriormente con un abogado de la firma donde trabajaba.

El entristecido esposo se enteró de que era un venado, lloró, se pegó varias jumas y decidió conversar con su esposa para terminar el matrimonio. Afortunadamente, no se casaron por la iglesia.

Berta gritó, lloró y pataleó, le respondió que lo amaba, su ninfomanía era incontrolable y le pidió una última oportunidad.

Bernardo aceptó con la condición de buscar ayuda profesional, fueron al médico, quien le recetó antidepresivos a la mujer, psicoterapia y un grupo de autoayuda.

Los excesivos regaños de sus ultraconservadores padres, insultos, la imposición de la religión sobre todas las cosas, el no dejar que viviera una niñez, una adolescencia normal y una estrictica crianza, la arrastraron a una baja autoestima que compensaba con un apetito sexual incontrolable.

Con ayuda profesional Berta, controló su situación y el matrimonio salió a flote, algo que jamás podría hacer la religión que le impusieron desde su infancia.

  

El ladrón de calzones

En la urbanización Altos de Las Praderas, en La Chorrera, Panamá Oeste, de la noche a la mañana empezaron a desaparecer los calzones tendidos en las partes traseras de las viviendas.

Varias vecinas comentaron que alguien las hurtaba por necesidad, sin embargo, cuando al menos ocho casas fueron blanco del delito, se dieron cuenta de que no era una dama pobre sino un caballero travieso.

El fetichismo masculino por la ropa interior de mujer, entre ellos sostenes, calzones o medias largas de nylon, no significan homosexualidad, pero sí que el varón que los usa siente excitación y placer sexual.

Mariana Méndez es una mulata que vive en esa urbanización, con enorme trasero, por lo que sus interiores son grandes. A la dama le hurtaron seis calzones, lo que se significaba que el desconocido la tenía plenamente identificada.



Para el pilluelo, sentir los interiores alrededor de su piel, su boca, sus ojos y su pecho era como transportarlo por el túnel del tiempo de la lujuria, el amor y el final de una extensa carrera.

Mano a mano, era su arma eréctil, a escondidas de su esposa, usaba los calzones para ir a trabajar, llegaba a su casa primero que su mujer, así que los arrojaba a la basura para no ser descubierto.

El hombre era un ingeniero en sistemas, de 30 años, casado con una dama con la misma profesión, y ella  ocupaba más tiempo que su marido en las faenas laborales, lo que le otorgaba suficiente chance a él para hacer sus travesuras.

A Angélica Marín, también le hurtaron varios calzones, por lo que se juntó con Mariana Costas y Dafne Ortiz para cazar al atrevido.

Pasaron dos semanas y el delito seguía cometiéndose, no obstante, tras varios días de vigilancia, ubicaron al sospechoso, quien viajaba en un Kia Picanto, color gris, vidrios polarizados y sin matrícula.

Las cámaras de seguridad de algunas casas lo grabaron, pero usaba pasamontañas y gorra con capa trasera. El tipo no era un idiota y sabía lo que hacía.

En la vida todos cometemos errores, y eso hizo el desconocido ladrón, así que un sábado decidió atacar en la misma barriada popular.



Un grupo se colocó en la entrada y en varias partes, lograron darle la pista hasta que el hombre fantasma, en su vehículo, se detuvo en una calle, bajó, se fue a la parte trasera y hurtó dos calzones de hilo dental.

Abordó rápidamente su carro y lo dejaron ir, sin embargo, cuando llegó a la entrada, los vecinos colocaron cuatro automotores como barricadas para evitar la fuga del caballero.

Al bajarse  le cayeron en pandilla para lincharlo, pero una estudiante de leyes les advirtió  a sus vecinos que mejor era que las autoridades se encargaran.

El hombre era Fabián Mancini, quien laboraba en un ministerio, en el Departamento de Informática.

La policía se lo llevó para que el Ministerio Público lo presentara ante un juez de garantías, quien decidirá la suerte del ladrón de calzones de La Chorrera.

Viejo y pendejo

Los pardos ojos de Jean Ortega se llenaron de alegría y amor al ver la fotografía de Lisa McGregor, una estadounidense de 25 años, supuestamente integrante de la marina de Estados Unidos, afincada en Hawaii.

Conoció a la dama por Internet, sin embargo, la voluptuosa mujer militar solamente le escribía por la aplicación de WhatsApp, no le enviaba mensajes de voz, ni videollamadas porque estaba en una base militar y la seguridad era extrema.

Platicaban a diario, ella le remitía fotografías en traje de baño, en gimnasios, en la playa, donde apreciaba sus enormes Everest, su pálido trasero dejado a la vista por el hilo dental, su abundante caballera rubia y alta estatura.

También le envió imágenes de una residencia en Portland, Oregón, lujosa y hermosa, que era de su propiedad, no vivía nadie y la dama esperaba renunciar a la marina para encontrarse con su novio cibernético panameño y vivir allí.

Para cualquier veterano, de piel canela, cabello, sal y pimienta, de 58 años, un bombón como ese sería la presa perfecta para impresionar a sus amigos, compañeros de trabajo y vecinos.



No obstante, cuando el caballero soltó la bomba de una novia extranjera, empezaron a llover las dudas porque en las redes sociales e Internet cualquier cosa puede pasar.

En primera instancia porque en las bases militares se hacen llamadas en línea fija, por celulares, videollamadas y en directo en varias redes sociales, siempre y cuando no se muestren secretos castrenses o armas nucleares.

La segunda duda era que la fotografía de la vivienda en Portland, no era de acorde con el salario de un soldado raso, ni siquiera de un sargento, así que sembraba más preguntas que respuestas.

Sus compañeros de trabajo de la publicitaria lo vacilaban y le advertían que tuviese cuidado, que podía ser un estafador o hasta un hombre con intenciones no precisamente benévolas.

La tapa del coco fue que Jean preguntó cuánto costaba enviar a Panamá lingotes de oro, lo que sorprendió a todos.

Su “novia” le contó que en una cueva de Guadalcanal hallaron armas, piedras preciosas y oro. Como premio, su jefe le regaló 42 lingotes.

-Si eso me ocurre a mí, ni a mi mamá le cuento eso, menos a alguien que jamás vi-, respondió el viejo José Chanis, al escuchar la historia.



Un lingote cuesta 500,000.00 dólares y multiplicado por 42 suman 21 millones de dólares, aunque Jean mostró la fotografía de un maletín con lingotes que su novia norteamericana le remitiría.

El caballero enamorado seguía hasta que la chica le pidió 5 mil dólares porque necesitaba efectivo para sacar los lingotes de Hawaii y enviarlos al istmo de Panamá.

Jean hizo un préstamo, remitió el dinero vía Wester Union y a los cuatro días la gringa desapareció.

Cuando se hizo la triangulación a los 15 días, un soldado puertorriqueño llamó al número de la pareja del diseñador gráfico, sin embargo respondió un hawaiano y dijo que el celular lo encontró en una calle de Honolulú.

Era un número prepago, el dueño o la dueña desapareció sin dejar rastro y ahora Jean debe pagar el préstamo a la financiera o 18 mil dólares.

Así terminó la historia de un hombre maduro que creyó en las redes sociales sin verificar que ese mundo está preñado de ladrones, estafadores, timadores y personas con varias identidades o cuentas.

El veterano José Chanis dijo que entiende que a un joven le ocurra por su inexperiencia, no obstante, el caso de Jean fue muy lejos porque a pesar de ser viejo lo agarraron de pendejo.

 Imágenes ilustrativas de Dreamstime.


Travesía por el Cricamola

Cuando a Zacarías Sáez, lo nombraron como docente en el colegio de San Agustín de los Agostinos Recoletos, en Kakintú, Comarca Ngäbe-Buglé, en Panamá, le informaron que debía estar en el muelle de Chiriquí Grande, provincia de Bocas del Toro, a las 6:00 a.m. y allí llegó 20 minutos antes.

El motorista le dio la bienvenida, eran cinco profesores que también impartirían clases, así que le colocaron los chalecos salvavidas, el conductor arrancó el motor y rumbo a la reserva indígena.

Un cielo oscuro, apenas el sol despertaba de su sueño, las aguas saladas aún dormían, la lancha de fibra de vidrio no se estremecía, así que todo tranquilo y los profesores conversaban sobre su nueva vida.

Muy poco la embarcación brincaba. Eso acontecía solamente cuando llovía, la motonave se eleva hasta cinco metros y a controlar el peso porque la estructura no incluye agarradero.

Una buena columna vertebral y rodillas que soporten la caída de la lancha a las caribeñas aguas, es lo que se debe tener.



Despierta el sol, se divisaban los petroleros que buscaban el vital líquido para transportarlos a otras partes del globo terráqueo y las nubes vistosas daban la bienvenida.

Unos 30 minutos después, los ojos miel de Zacarías miraron el delta del río Cricamola, cuyo afluente es de 62 kilómetros de largo y 2,363 kilómetros de superficie de cuenca, bello y sereno en ese momento.

Era el inicio de la aventura, cuando el mar se junta con las bocas de los ríos, las lanchas, chalupas o canoas tienden a bailar y a brincar muy aprisa, por lo que se debe sujetar de lo que se pueda.

Los pasajeros están nerviosos, todos son novatos en esta travesía, pero el “lanchero” cuenta con más de 10 años de experiencia, así que para él es como conducir una bicicleta en una calle sin vehículos.

Brinca la motonave, los docentes se miran entre ellos, pero Arturo, el motorista, le dice que todo está bien.

Cinco minutos después, se ven las primeras casas de madera, con pilastras que son usadas para elevar las viviendas y así evitar que inunden con la crecida del río.

Zacarías toma fotos con su teléfono móvil, los maestros lo imitan, el motorista incrementa la velocidad, la nave tiene 9.8 metros de largo y 2.68 ancho, corre hasta 37 kilómetros por hora y es fabricada en Colombia.



Viene la primera curva, el bote se inclina, una profesora grita de los nervios porque da la impresión que la embarcación se volteará con todos sus ocupantes, Arturo la mira, no dice nada, pero quiere reír.

Arturo baja la velocidad, se aproximan dos niños residentes de la comarca en una canoa, no son mayores de diez años, sin embargo, saben remar.

Si no reduce la velocidad, la corriente del agua llevaría olas a la chalupa de los chicos y corre el peligro volcarse.

En la comarca estos son los carros, las personas viajan a diario hacia Almirante y Chiriquí Grande, en las mañanas para laborar y regresan en las tardes, como si se tratara de un autobús.

Quien puede compra una y hace negocios, algunas tienen techo para evitar que los viajeros se quemen por el sol, no obstante, con el golpear de las olas se rajan y se dañan.

A lo largo del periplo, gente que se baña en los ríos, mujeres que lavan ropa y se aprecian, las casas curiosas, con sus pequeños muelles donde amarran su canoa con motor fuera de borda o remos.

Una niña de unos siete años cruza de un extremo a otro, el “lanchero” reduce la velocidad, posteriormente sigue el camino marítimo, se aproximan unos troncos enterrados en la tierra, el motorista los esquiva como si condujese una carrera de obstáculos en motocicleta.

Los pasajeros miran asombrados, se fueron los nervios, aunque de vez en cuando, al inclinarse la embarcación, todos callan.

Durante la travesía otras lanchas pasan, todos se saludan y continúan, mientras que la blanca piel de Zacarías no está quemada, el cielo se oscurece y posiblemente venga una tormenta.

Llegan al poblado de Bisira, donde tomarán el único vehículo 4X4 que los llevará por un brutal camino de piedra, tierra y fango a Kankintú, una comunidad más desarrollada en esa comarca.

Por su baja estatura, Zacarías tiene problemas para bajar del bote, un nativo, lo ayuda, sale, toma su equipaje, saca un pañuelo para secarse el sudor de la frente y sus castaños cabellos.

Apenas su aventura docente empezaba, pero feliz de llegar con vida.