El Ministerio Público investigaba las muertes de seis sujetos, todos ellos con antecedentes penales de robos, hurtos y asaltos, lo que deducía que había una guerra entre ellos o alguien los liquidaba.
Una inmensa ola de estos hechos punibles se desataron sobre
Chiriquí Grande, en Bocas del Toro, Panamá, en residencias, hoteles, comercios,
a los latinos e indígenas que salían ebrios de los bares.
De pronto aparecieron las cabezas, con lo que se
identificó a los criminales porque estaban fichados, no obstante, los cuerpos
no se encontraban, mientras que una patrulla del Servicio Nacional Aeronaval (Senan)
reportó dos veces que una chulapa entraba en el río Cricamola sin ocupantes.
“Pueblo chico, infierno grande”, dice un viejo refrán,
la noticia se diseminó por toda la zona, ciudadanos comunes y corrientes,
profesionales, comerciantes y docentes se negaron a salir por las noches.
Todos temían que su cabeza apareciera cualquier calle
de Chiriquí Grande, así que el asunto era de terror.
Unos decían que era un fantasma que se vengaba de los
antisociales, los asesinaba, dejaba sus cabezas como escarmiento al resto de
los criminales y se llevaba los cuerpos para sepultarlos en alguna parte de las
orillas del Cricamola.
Las autoridades no tenían pista alguna, no había
declaraciones, huellas, sangre, ADN, porque las cabezas presentaban el corte de
un solo tasajo y quemadas para evitar la salida de líquidos.
En medio del horror bocatoreño, Celestino Becker, era
un residente, mitad ngäbe-buglé y mitad “latino”, ya que su papá era colonense.
Fue criado por una abuela, presentaba mala conducta
desde niño, estuvo preso por robar a dos indígenas e iba hasta Almirante a
cometer delitos.
El buyacito, medio acholado, de baja estatura, ojos
pardos y algo obeso, no respetaba nada y a nadie.
Sus amigos malandrines le comentaron sobre el asesino
de ladrones, pero el tipo no le paró bola y planeó, el próximo viernes, robar
algún ebrio que saliera de cualquiera de los bares en Chiriquí Grande.
Esa noche, para inspirarse mejor, Celestino se trabó
su “pito” y salió a delinquir, se colocó en las inmediaciones de la escuela
cuando vio un latino, borracho, salir de una cantina.
Lo siguió hasta la carretera que conduce a Gualaca y
frente a los tanques de la empresa Petroterminales de Panamá, y atacó.
Dos trompadas fueron suficientes para que su víctima
cayera a la tierra, debajo de un árbol, lo registró, se llevó un botín de 62
dólares y un reloj de 25 dólares, más el celular de 100 dólares.
Se fue caminando y a los diez minutos, en una calle
oscura, fue el terrorífico encuentro.
Una figura gris, de humo, un ciempiés, de 2 metros y
medio de largo, con sus ojos negros, sus antenas con puntas, inmensas fosas nasales, abría y cerraba su boca.
El miedo infligido a Celestino, fue tanto que mojó sus
pantalones, soltó lo robado, gritó y nadie escuchó, la humareda los rodeó a
ambos, no había visibilidad alguna.
Celestino retrocedió, el movimiento de las patas del
gigantesco artrópodo, era muy brusco y el criminal movía su cabeza en gesto
negativo.
-No lo haré más, por favor déjame vivir-.
-Yura no perdona, mi madre y yo fuimos asesinados por
maleante como tú-.
Ante los ojos del mestizo, el ciempiés se convirtió en
indio ngäbe-buglé, con cabello largo, lacio y abundante, de baja estatura,
cuerpo de atleta y ojos brillantes y oscuros.
Celestino se inclinó frente a Yura, en las manos del
fantasma se apareció un machete con fuego en su punta, midió y de un solo tiro
le cortó la cabeza al antisocial.
Minutos después, una patrulla del Senan seguía una
canoa con motor en el mar Caribe y sin tripulantes, no obstante, al llegar al delta del Cricamola, la pequeña
embarcación desapareció sin dejar rastro.
Solamente quedó la cabeza de Celestino y por eso fue
reconocido por su abuela.
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