Cuando a Zacarías Sáez, lo nombraron como docente en el colegio de San Agustín de los Agostinos Recoletos, en Kakintú, Comarca Ngäbe-Buglé, en Panamá, le informaron que debía estar en el muelle de Chiriquí Grande, provincia de Bocas del Toro, a las 6:00 a.m. y allí llegó 20 minutos antes.
El motorista le dio la bienvenida, eran cinco
profesores que también impartirían clases, así que le colocaron los chalecos
salvavidas, el conductor arrancó el motor y rumbo a la reserva indígena.
Un cielo oscuro, apenas el sol despertaba de su sueño,
las aguas saladas aún dormían, la lancha de fibra de vidrio no se estremecía, así
que todo tranquilo y los profesores conversaban sobre su nueva vida.
Muy poco la embarcación brincaba. Eso acontecía solamente
cuando llovía, la motonave se eleva hasta cinco metros y a controlar el peso
porque la estructura no incluye agarradero.
Una buena columna vertebral y rodillas que soporten la
caída de la lancha a las caribeñas aguas, es lo que se debe tener.
Despierta el sol, se divisaban los petroleros que
buscaban el vital líquido para transportarlos a otras partes del globo
terráqueo y las nubes vistosas daban la bienvenida.
Unos 30 minutos después, los ojos miel de Zacarías
miraron el delta del río Cricamola, cuyo afluente es de 62 kilómetros de largo y 2,363
kilómetros de superficie de cuenca, bello y sereno en ese momento.
Era el inicio de la aventura, cuando el mar se junta
con las bocas de los ríos, las lanchas, chalupas o canoas tienden a bailar y a brincar
muy aprisa, por lo que se debe sujetar de lo que se pueda.
Los pasajeros están nerviosos, todos son novatos en
esta travesía, pero el “lanchero” cuenta con más de 10 años de experiencia, así
que para él es como conducir una bicicleta en una calle sin vehículos.
Brinca la motonave, los docentes se miran entre ellos,
pero Arturo, el motorista, le dice que todo está bien.
Cinco minutos después, se ven las primeras casas de madera,
con pilastras que son usadas para elevar las viviendas y así evitar que inunden
con la crecida del río.
Zacarías toma fotos con su teléfono móvil, los
maestros lo imitan, el motorista incrementa la velocidad, la nave tiene 9.8
metros de largo y 2.68 ancho, corre hasta 37 kilómetros por hora y es fabricada
en Colombia.
Viene la primera curva, el bote se inclina, una
profesora grita de los nervios porque da la impresión que la embarcación se
volteará con todos sus ocupantes, Arturo la mira, no dice nada, pero quiere reír.
Arturo baja la velocidad, se aproximan dos niños residentes
de la comarca en una canoa, no son mayores de diez años, sin embargo, saben
remar.
Si no reduce la velocidad, la corriente del agua
llevaría olas a la chalupa de los chicos y corre el peligro volcarse.
En la comarca estos son los carros, las personas viajan
a diario hacia Almirante y Chiriquí Grande, en las mañanas para laborar y
regresan en las tardes, como si se tratara de un autobús.
Quien puede compra una y hace negocios, algunas tienen
techo para evitar que los viajeros se quemen por el sol, no obstante, con el
golpear de las olas se rajan y se dañan.
A lo largo del periplo, gente que se baña en los ríos,
mujeres que lavan ropa y se aprecian, las casas curiosas, con sus pequeños
muelles donde amarran su canoa con motor fuera de borda o remos.
Una niña de unos siete años cruza de un extremo a
otro, el “lanchero” reduce la velocidad, posteriormente sigue el camino
marítimo, se aproximan unos troncos enterrados en la tierra, el motorista los
esquiva como si condujese una carrera de obstáculos en motocicleta.
Los pasajeros miran asombrados, se fueron los nervios,
aunque de vez en cuando, al inclinarse la embarcación, todos callan.
Durante la travesía otras lanchas pasan, todos se saludan y
continúan, mientras que la blanca piel de Zacarías no está quemada, el cielo se
oscurece y posiblemente venga una tormenta.
Llegan al poblado de Bisira, donde tomarán el único
vehículo 4X4 que los llevará por un brutal camino de piedra, tierra y fango a
Kankintú, una comunidad más desarrollada en esa comarca.
Por su baja estatura, Zacarías tiene problemas para
bajar del bote, un nativo, lo ayuda, sale, toma su equipaje, saca un pañuelo
para secarse el sudor de la frente y sus castaños cabellos.
Apenas su aventura docente empezaba, pero feliz de
llegar con vida.
Cuando un escritor te hace vivir la experiencia 👍👍
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