'Mil caras'

El juez duodécimo penal no tuvo clemencia al condenar a 20 años de prisión a Arnaldo Urriola, de 62 años, a pesar de que su abogado argumentó razones de salud y de edad para una pena menor.

La sentencia era clara, había estafado a unas 25 personas y seis empresas, con distintos nombres, documentos alterados, cuatro pasaportes falsos, decía que era tico, venezolano, darienita, chiricano y colonense para lograr sacar dinero a los incautos.

Un banco, tres financieras, cuatro políticos, una organización no gubernamental y otras personas comunes y corrientes fueron víctimas del caballero, a quien le apodaban “Mil caras”.

Los propios funcionarios de instrucción quedaron con la boca abierta cuando detuvieron al sujeto en una operación encubierta, tras la denuncia de un comerciante jordano estafado por “Mil caras”.

El delincuente compró dos BMW con dinero falso, pero era tan inteligente que el papel moneda pasaba la prueba del marcador de plata alterada.



Muy hábil era Arnaldo Urriola, ya que unos colombianos le proporcionaron el monto alterado.

Un abuelito, esposado, con grilletes, mirada triste y carita de “yo no fui”, esquivaba su indagatoria porque, en el año 2005, aún existía en Panamá el sistema inquisidor en el ámbito judicial.

En un principio se acogió al artículo 25 de la Constitución Nacional que establece que nadie está obligado a declarar en su contra, ni de sus familiares en consanguinidad y afinidad.

No obstante, en la tercera declaración de indagatoria, en la Fiscalía Segunda de Circuito, el hombre confesó que incurrió en la comisión de hechos punibles porque el capitalismo salvaje también robaba.

-Los bancos roban, las empresas roban, las aseguradoras estafan, en los cines te venden palomitas de maíz, pero te transan y los políticos se llenan de la plata del pueblo y nada les hacen-, resaltó en su declaración.

El caballero tenía un extenso prontuario delictivo, en un principio, un ladrón de poca monta que hurtaba ropa y zapatos en almacenes, carterista y alimentos en supermercados.

Con el tiempo prefirió perfeccionar sus actos delictivos, escoger a sus víctimas porque si regresaba a la cárcel sería por una codiciada suma y no por dos reales, ya que al final la condena sería igual por robar 20 dólares o 20 mil dólares.

Antes de ser atrapado, le dieron una medida cautelar de país por cárcel por otro caso, se presentaba en los pasillos del Órgano Judicial, para hablar con todos los abogados y funcionarios, luego de firmar los días 30 de cada mes.



El escurridizo estafador no tenía límites para timar porque desde hermanos, primos y antiguos compañeros de trabajo caían víctima de sus acciones.

Mientras que la sentencia lo obligaba a ir donde un psicólogo a tratar su mitomanía, aunque el juez consideró que era lo suficientemente cuerdo para cumplir su condena.

Fue benévolo, ordenó que lo trasladaran hacia el Centro Penitenciario El Renacer, ubicado en las riberas del Canal de Panamá, prisión que los internos consideran un “resort”.

La policía, harto de sus andanzas, lo trasladó desde las oficinas del Órgano Judicial, en Ancón, hasta la prisión canalera.

El hombre, de baja estatura, blanco, cabello de nieve, escuálido y ojos pardos, entró al penal con su pantalón azul, zapatillas blancas, sin cordón y camiseta, blanca, donde lo más temprano es que saldría es a los 72 años, si se portaba bien.

Así terminó la carrera criminal de uno de los más grandes estafadores del istmo.

Imágenes cortesía de la Policía Nacional y el Órgano Judicial de Panamá.

 

El maldito gordito

Pacífico Martínez, de 24 años, laboraba como mensajero en un banco en David, Chiriquí, Panamá, donde apenas ganaba para apoyar a su familia, de cuatro personas que luchaban por salir adelante.

Blanco, delgado, cabello negro hasta los hombros, ojos pardos y parrandero, tenía una novia de Puerto Armuelles, identificada como Lucía, de 20 años, culisa, pocotona y estudiante de contabilidad en la Universidad Autónoma de Chiriquí (Unachi).

En el banco, la oficial de crédito Ernestina de Pérez, blanca, de 40 años, casada, de ojos verdes, algo obesa, cabello lacio y castaño claro, daba la vida para que Pacífico Martínez, le diera “mantenimiento” preventivo, pero el laopecillo no tenía interés en una mujer madura.

Entre los caminos de la vida cotidiana, en una ocasión, Ernestina de Pérez, le regaló un dólar para que el muchacho se comprara un billete del famoso sorteo de la lotería “El gordito del zodíaco” y pactaron que si acertaba se dividirían el premio en partes iguales.





Con una leche que nadie pronosticaría, el imberbe se ganó un millón 200 mil dólares o el premio más el acumulado.

Pacífico Martínez brincaba en un pie cuando vio el número en la pantalla de uno de los televisores, ubicados en el jorón Zebede, mientras bebía cerveza con varios amigos.

La parranda fue tan grande que el hombre no se presentó a laborar el lunes siguiente, sin embargo, se comunicó con la oficial de crédito del banco para darle la fabulosa sorpresa.

A la semana le dieron el cheque, le entregó 600 mil dólares a Ernestina de Pérez e inició la vida loca del chiricano.

Parranda, tras parranda, empezó andar con otras mujeres, dejó a su novia Lucía, se peleó con su familia y compró una casa en las afueras de David, convertida en una sala de baile por las constantes fiestas, todo pagado por Pacífico Martínez.

También renunció a su trabajo porque con ese monto no tenía necesidad de laborar más por el resto de sus días.



“El que nunca ha tenido y llega a tener, loco, se ha de volver”, dice un viejo refrán y le cayó como anillo al dedo al protagonista de este relato.

También ingresaba a uno de los casinos de la capital chiricana a beber guaro y conocer mujeres, tanto era su vida de parranda que lo conocían en casi todos los antros de David.

Tres años después de acertar el premio, Pacífico Martínez, se sintió mal, le dieron convulsiones en un bar, el encargado del negocio llamó a una ambulancia y se lo llevaron al hospital regional Rafael Hernández de David.

Luego de una semana hospitalizado, los galenos le diagnosticaron cirrosis hepática alcohólica, debido a la gran cantidad de licor y cerveza que consumió durante 36 meses.

Un mal que no tiene cura, solamente tratamiento médico y cambio en el estilo de vida, además Pacífico Martínez tenía la opción de un trasplante de hígado, algo tampoco tan fácil.

Hizo los contactos con Ernestina de Pérez, quien averiguó que le costaba unos 20 mil dólares en Colombia, pero debía esperar un donante y que el órgano fuese compatible con su sistema.

Su vida dio un giro radical, enfermo, sin novia, abandonado por sus amigos de chupata, ahora Pacífico Martínez se encuentra en la etapa de aguardar el tan preciado hígado.

 

 

 

 

Hernia discal

Los gritos de René Polo eran desgarradores, se escuchaban por toda la calle, mientras que los vecinos conocieron de su mal porque a todo pulmón solicitaba marihuana para aliviar el dolor.

En calle novena, de El Tecal, Vacamonte, residía el caballero, con su mujer Karina Matamoros, una chama, quien también laboraba como su marido panameño en entrega de alimentos a domicilio para las plataformas digitales.

Hacía dos meses René Polo salió del Hospital Santo Tomás, tras un accidente en la que se llevó la peor parte porque un conductor ebrio se le atravesó en la calle 50 y vino la colisión.

René Polo salvó su vida por el casco, de lo contrario su muerte hubiese sido instantánea porque cayó a dos metros del sitio del choque.

El hombre de marras era de piel canela, de mediana estatura, cabello crespo oscuro, delgado, ojos pardos y de 28 años, mientras que su concubina,  de 30 años, blanca, ojos avellana, cabello castaño oscuro y delgada.



Karina Matamoros intentaba consolar a su marido. 

El accidente le jodió una hernia discal del L-4-L-5 que, al salir de su estado normal, presiona los tejidos nerviosos que generan el dolor prácticamente incontrolable.

Los discos separan la estructura de las vértebras, funcionan como amortiguación, sin embargo, cuando el núcleo pulposo se sale (como una galleta que entre sus dos partes tiene una crema blanca), entonces se produce la hernia.

Muchas dificultades las de René, una cita primero con médico general, luego con un ortopeda para que este le entregue una referencia  para un neurocirujano, en tiempo de espera de entre seis  meses o un año. Mientras tanto a sufrir.

En todo ese trayecto, a aguantar dolor porque  los medicamentos poco hacen.

Para René Polo, ni hablar de cargar a su niña Diana, de dos años, cero relaciones sexuales, debe caminar con un bastón a paso de tortuga y menos agacharse.

Una de las actividades más engorrosa es evacuar porque debe sentarse y levantarse de la taza, y peor al momento de limpiarse el culo, ya que al inclinarse le duele la espalda.

Es como estar parado y colocar las plantas de los pies en una tabla llena de clavos.

El cepillado dental es otra tortura porque hay que botar el residuo de la crema de dientes y enjuagarse la boca. Para esta acción es necesario agacharse, lo peor para una paciente con una hernia discal en la región lumbar.



Cosquilleos en la planta del pie izquierdo y el famoso “lagarto” ataca o los músculos de su muslo que se mueven producto de los tejidos nerviosos apretados por el disco lesionado.

En el hospital le colocan medicamentos y le ponen venoclisis para que la medicina viaje a toda velocidad y alivie, no cure, el intenso dolor.

Una espera kilométrica la cita con el neurocirujano, seis meses después de ser atendido por la ortopeda.

No queda otra que sufrir, una resonancia magnética en una clínica privada cuesta casi mil dólares, ni René ni Karina tienen ese dinero, el capitalismo salvaje obliga a esperar en la atención médica estatal porque la otra es solo para ricos o de clase media alta.

En el mundo el que no tiene plata es quien siempre se jode porque sencillamente la mierda fluye hacia abajo, incluso en la medicina.

 

El estafador italiano

Alessandro Espósito tenía como una inmunidad, ya que sobre su cabeza pesaba varias denuncias de estafas, pero no era detenido y vivía como si nada, frente a los incautos que les quitaba su dinero para negocios que nunca concretaba.

Todas las mañanas desayunaba en elegantes hoteles, almorzaba en el restaurante Di María, en la avenida México, y cenaba en locales lujosos, todo pagado por sus víctimas a quienes les despojaba de plata.

La fórmula perfecta era mostrar varios extractos bancarios de cuentas en Las Bahamas, con miles de dólares, sin embargo, pedía prestado porque los bancos locales le imponían trabas para las transferencias internacionales.

Alessandro Espósito, tenía dos hijas en su natal, Calabria (Italia) y su esposa, mientras que en Panamá se paseaba con Marcela, su amante venezolana, de 24 años, blanca, con senos y traseros operados, ojos pardos e inmensa cabellera negra.

Aunque lo más probable, por los 67 años del europeo, es que solo le diera “lengua”, la sudamericana no desaprovechó la oportunidad de sacar dinero cuando el longevo se le declaró en el restaurante donde ella laboraba y el estafador frecuentaba.



De baja estatura, cabello blanco, abundante barba, con gafas, ojos verdes y la nariz que caracteriza a los italianos, Alessandro Espósito, les decía a sus clientes que tenía en Panamá varias empresas.

Entre ellas, una aerolínea de carga, dos diarios digitales, una fábrica de aviones en Ucrania, una compañía inmobiliaria y negociaba con el gobierno panameño la administración del aeropuerto internacional de Colón.

No todos se comían el cuento, no obstante, otros como un ministro de Estado le entregó 40 mil dólares y un indostano le dio 20 mil dólares, y aunque logró esquivar al político, el segundo fue con una radio patrulla a la Vía Argentina, donde el italiano tenía su base de operaciones para cobrar.

Con los empleados ni hablar, les debía hasta cuatro meses de salario, les abonaba un mes de paga, les tiraba un cuento, siempre para ganar tiempo ante sus acreedores.

Creó un sistema interno de sapería, entre sus colaboradores, a quienes compraba con billetes 100 dólares para que le contara lo que platicaban en la empresa mientras él no estaba.

Las autoridades panameñas sabían todo, sin embargo, nada hacían, era sospechoso de que un italiano ingresara al país con pasaporte venezolano, tomando en cuenta la situación política y económica de ese país americano.



El extranjero recorría la capital panameña, muerto de la risa en su Mercedes-Benz, con su conductor de origen indostano y en ocasiones con dos escoltas del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront).

Se burlaba de sus víctimas, luego le decretaron impedimento de salida por tres delitos de estafa, pero nada de prisión.

Cuando se alborotaron los casos de Covid-19 en marzo de 2020, el inteligente ladrón abandonó Panamá, a pesar de tener impedimento de salida, para aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía en La Guaria, Venezuela.

En la tierra de Simón Bolívar fue detenido, a pedido de extradición, de un tribunal de Roma, Italia, que lo buscaba para que cumpliera una condena de 10 años de prisión, por los cargos de concierto para delinquir, alteración de documentos, estafa y robo.

Perdió su batalla y en marzo de 2021, un tribunal de la República Bolivariana de Venezuela, ordenó enviarlo a su país y ahora duerme tras los barrotes, luego de una carrera criminal que duró solo cuatro años en Panamá.

Si bien es cierto en Panamá sus delitos quedaron impunes y estafó a varios incautos, la justicia lo alcanzó en la propia tierra en que nació y su novia se quedó sin trabajo y sin dinero porque nada logró sacarle al zorro europeo.

 

El MR2 de 'Cholo'

“Cholo” era un jovencito, quien laboraba como asistente de ventas de seguros en 1992, ganaba 450 dólares mensuales, lo que para esa época era bastante comparado incluso con ingenieros industriales graduados que no recibían más de 500 dólares de paga.

Era un fanático de la música típica, frecuentaba los domingos el jardín Cosita Buena, ubicado al final de la vía Fernández de Córdoba, en la Ciudad de Panamá, para cazar guiales.

“Cholo”, era de mediana estatura, de 21 años, blanco, cabello negro, crespo, delgado, ojos pardos y estudiaba el III año de administración de empresas en la Universidad de Panamá (UP), donde ya era conocido por ser un don Juan.

Tenía de compinche a “Tacha”, un imberbe de 20 años, parecido al él, pero con la diferencia que el cabello era lacio, aunque no poseía destreza para conquistar mujeres, su amigo siempre lo ayuda a conseguir alguna noviecita.



“Cholo” le había pegado el ojo a un automóvil MR2, año 1985, japonés, color rojo, automático, vidrios polarizados, descapotable y cuya velocidad era impresionante en tan poco tiempo.

El vehículo aceleraba de cero a 100 kilómetros en tan solo 2.56 segundos, lo que sería un atractivo para las féminas que les gusta el peligro y la aventura, principalmente a las damas que bailaban en el jorón que tanto le encantaba al masculino.

“Cholo” vivía con una tía en El Romeral, ubicado en el corregimiento de Parque Lefevre, sus padres eran de origen humilde de Santiago de Veraguas, aunque su pariente lo crio para darle una mejor vida que sus papás no podían.

Como le gustaba impresionar, se enamoró del automotor, fue al banco para solicitar un préstamo de 2,500 dólares y su tía le daría los 2,000 dólares que faltaban para adquirir su carrito deportivo que únicamente era para dos ocupantes.

En una de las calles de El Romeral, residía Jenny, la hija de un mayor de las desaparecidas Fuerzas de Defensa de Panamá (FDP) que estaba preso por varios crímenes cometidos durante su gestión en un alto cargo del fenecido ejército panameño.

Jenny era de piel canela, ojos negros, delgada, pequeña, de pechos grandes, trasero de avispa, cabello negro largo y recién graduada del Instituto Panamericano (IPA).



La señorita formaba parte de la nueva clase media que crearon los militares que educaban a sus hijos en colegios particulares y el único centro de estudios superiores privado que existía o la Universidad Santa María la Antigua (Usma), donde poco ingresaban los hijos de “Petra” o “Melche”.

“Cholo” trataba de cortejar a su vecina, pero ella lo chifeaba, así que esa era otra de las razones de la compra del carro, sin embargo, la dama no era interesada si no que sabía todo el historial mujeriego del universitario.

Le dieron el préstamo, compró el carro por 500 dólares menos y ese monto lo invirtió en un equipo de sonido y bocinas pifiosas.

Ese mismo fin de semana, invitó a salir a Jenny, quien nuevamente lo rechazó, le aclaró que no quería ninguna relación con él porque era un “pico loco” y deseaba un joven tranquilo.

Como le salió el tiro mal, llamó a “Tacha” para ir al Cosita Buena y se fueron a rumbear.

Allí conoció a Penélope, una fula buenona, de Pesé, Herrera, con quien la pasó sensacional y hartaron ron con cola.

Planeó llevársela a un hotel para “bicicletear”, pero estaba hasta las patas de alcohol, “Tacha” se quedó en el jorón y su amigo partió con la dama para El Jamaica.

Conducía a velocidad alta, no había retenes para esa época y cuando bajaba a la altura del antiguo teatro Bella Vista para tomar la avenida Cuba, perdió el control y colisionó con un muro que destruyó.

El caballero y su acompañante fueron llevados al hospital, de a milagro se salvaron, pero con golpes fuertes que los dejaron unas dos semanas en el nosocomio.

Fue dado de alta y en la recepción del Hospital Santo Tomás lo esperaba Jenny y “Tacha”.

-Llegó la hora que madures y te portes bien, si quieres salir conmigo-, dijo Jenny, mientras que “Tacha” sonreía.

 

La chama

Cuando María del Carmen Ledezma llegó a vivir a un cuarto de alquiler de la calle décima, Vacamonte, revolucionó a los vecinos, principalmente a los hombres, casados o solteros, mientras que fue blanco de odio de las mujeres locales.

De 40 años, cuerpo de guitarra, cabello negro, blanca, ojos pardos y trasero gigantesco era deseada, tanto por jóvenes como por masculinos de su edad, pero la fémina era casada en su natal Punto Fijo, Venezuela.

Con el bloqueo económico, las sanciones impuestas por EEUU y Europa, más las cagadas del gobierno revolucionario en materia económica, todo se fue al piso y muchos chamos o chamas se vieron obligados a emigrar.

María del Carmen se ganaba la vida con la venta de arepas, empanadas y arroz con leche, se instalaba en la entrada de Vacamonte con el fin de hacer algunos reales, pagar sus gastos y enviar dinero a su patria.



Ella sudaba la gota gorda en Panamá, sus hijos varones de 21 y 19 años, residían y laboraban en Quito, Ecuador y en Punto Fijo estaba su marido gozando con guaro, mujeres y campana los dólares que su esposa le enviaba.

El marido de la chama, identificado como Luis Alberto Pereira, se tiraba al culo toda la plata que su mujer le mandaba, los vecinos sabían que andaba con una amiga de su hijo mayor, 21 años menor que él, y lo tenía comiendo de la mano.

Una vecina, molesta por la situación, telefoneó por el móvil a María del Carmen para contarle y le remitió fotografías de veterano con la pollita en un bar.

Víctima de la infidelidad, la mujer decidió no enviar más dinero a su marido, ya que la casa estaba paga, sus hijos ya eran mayores y no tenía ningún compromiso con el chulo de su esposo.

Un sábado decidió ingresar con una vecina, al billar Alex, ubicado en la entrada de Vacamonte, había una orquesta de salsa que interpretaba canciones de Oscar De León, así que la extranjera se sintió identificada.

Le llamó la atención el cantante de la Orquesta, “Los que se van”, un tipo de 30 años, de piel canela, se afeitaba la cabeza, delgado, ojos pardos y con ambos brazos tatuados.

“Chito”, el intérprete, también le gustó la mujer, quien se notaba que ya era madura, pero sexy y eso no le importó al artista.

El hombre era soltero, pero eso acabaría pronto, carecía de experiencia sexual y la sudamericana lo pondría a vivir intensamente.



A los tres meses el buaycito se mudó a una casa en calle tercera Vacamonte con su venezolana.

Se dice que cuando una pareja es nueva, no descansan y todos los días “bicicleteaban”, con distintas posiciones, gritos y gemidos, que toda la calle sabía que la pareja hacía el amor debido al escándalo.

Las amigas de María del Carmen le llenaban la cabeza con estiércol para que abandonara al cantante, ya que era un limpio y no le proporcionaba dinero, aunque ella se negó.

“Chito” dio y dio hasta que la mujer se divorció, al año de estar con ella, luego tuvo “leche” y lo escuchó un agente que le ofreció grabar salsa en Puerto Rico y radicarse, entre la isla y Nueva York.

El hombre aceptó, pero puso como condición que no se iría solo sino con su mujer, lo que agente no tuvo más remedio que aceptar y les arregló los documentos a ambos, ya casados, y se fueron a la tierra del Borinquen.

“Chito” se volvió famoso en la isla y la gran manzana, regresaba su barrio con su chama al lado, mientras las antiguas amigas chismosas y envidiosas, la odiaban.

Ella no fue interesada como las vecinas, surgió y sus examigas se quedaron en el mismo lugar sin salir del túnel oscuro.

 

Solo películas

Lisa Becker, salió de su pueblo natal, Lima, Montana, en Estados Unidos, un lugar de no más de 300 residentes, donde el futuro era incierto y la gente no quería quedarse.

Rodeado de desierto, montañas y terrero duro, la estadounidense fijó su objetivo en Los Ángeles, California, con el propósito de hacer una carrera de actriz, ganar millones de dólares y ser famosa.

Delgada, ojos azules, pelirroja, alta, senos medianos, con gafas y encantadora sonrisa, sus antepasados eran alemanes que llegaron a los territorios del oeste y centro que el presidente James Polk, le arrebató a México en el tratado Guadalupe Hidalgo (1848), tras una revuelta en Texas arreglada y luego una guerra bien planeada.

Sin embargo, Lisa llevaba dos años trabajando como bailarina exótica en uno de los Hustler Club, en la ciudad californiana, mientras su realidad se alejaba de sus sueños, ella no perdía la esperanza.



No conseguía trabajo en el cine, en la tv o el teatro, tomaba cursos de actuación y solamente le ofrecieron un papel como oficial de policía en una película de pornografía, pero la joven lo rechazó bajo el argumento que no era una puta.

Los 10 mil dólares que le ofrecieron por la escena de 20 minutos tampoco era rentable.

Ganaba más dinero en el club porque un día malo se llevaba 500 dólares que los incautos y sedientos masculinos le colocaban en sus medias o el calzón sexy que usaba para bailar.

Persuadida por las películas de Hollywood de unas calles limpias, una ciudad cosmopolita, hermosa y trabajadores de la construcción con vehículos convertibles, se lanzó a la conquista de la fama y fortuna.

Pero al llegar a Los Ángeles vio una escena totalmente distinta como drogas, pandillas, racismo, migración bárbara de mexicanos y centroamericanos, brutalidad policíaca y precios de alquileres por las nubes.

Louis Manuel, gerente del club, la vio en un restaurante de comida mexicana en el centro de LA y le ofreció trabajo, tras lavarle el cerebro con sueños de mucha plata y una posible puerta de entrada al destructivo mundo de la actuación en Hollywood.

Se convirtió en su bailarina favorita y luego en su mujer de ocasión, por lo que la dama vio el romance como algo normal porque no tenía familia en la gigantesca ciudad.



Transcurrió un año más y todo seguía igual, hasta que al local llegó Rodrigo Sánchez, un periodista mexicano que fue a California para buscar material de los indocumentados que cruzaban la frontera.

Se conocieron, ella le contó su triste historia, no despegaba y el hombre intentó animarla, no obstante, la dama lloró y el hombre la abrazó sin ninguna mala intención.

Louis Manuel vio la escena y se llenó de celos, pero no hizo reclamos.

Rodrigo y Lisa se citaron, se vieron en varios puntos de LA, como el parque MacArthur, fueron a Medieval Times en Buena Park, y a Disneylandia en Anaheim.

El gerente era un promiscuo, tenía un secreto terrible que era portador VIH, se lo contagió a Lisa y ésta a su vez al mexicano.

Cuando atacó el mal, dejó a Louis Manuel en un hospital, también a la aspirante a actriz, quien le avisó a Rodrigo Sánchez que estaba contagiado.

Louis Manuel y el mexicano fallecieron de un paro cardiaco, mientras que Lisa Becker, logró salvarse con la triple terapia, pero se hundió su sueño de ser actriz.

Su vida se convirtió en argumento para una película.

El hombre lobo de Vacamonte

La gente de calle tercera Vacamonte no veían bien a Claudio Sánchez, un laopecillo de 24 años, de tez canela, baja estatura, ojos pardos, abundante cabello lacio, color “sal y pimienta”, a pesar de edad.

El imberbe se ganaba la vida como “pavo” en los autobuses de la ruta Vacamonte-Panamá, y como casi todos los ayudantes de conductores, su aspiración era ser chofer de alguna unidad de transporte.

Atractivo para las chicas y las mujeres maduras, a quienes cortejaba y les quitaba dinero para complacer sus caprichos, además de entregárselos a alguna señorita universitaria.

Sin embargo, cuando había luna llena el caballero de marras se desaparecía de su casa, ni sus padres e único hermano de 19 años conocían su paradero.



Los perros callejeros o domesticados, desde calle primera hasta la décima aparecían muertos, sin cabeza y la policía, a pesar de que patrullaban, desconocían quién o quiénes eran los malvados autores.

Claudio Sánchez necesitaba la sangre de los canes para que su anatomía se transformara con pelos y sus colmillos aumentaran su tamaño, así que los perros eran los animales perfectos para ello, además devoraba los huesos para fortalecer los suyos.

El hombre nunca estaba sin dinero, tenía varias novias y los residentes de la calle donde vivía rumoraban que era un brujo, babalao o tenía un pacto con el diablo porque sus ingresos como “pavo” no eran suficiente para el tren de vida que conducía.

Uno de los policías encargados del caso dio en el clavo que solamente cuando era luna llena, varios canes eran asesinados y pasaron varios meses y nada, no lograban hallar con el o los autores.

Era noviembre de 2015, a la calle, llegó a residir Patricia Cifuentes, una mujer, blanca, delgada, poco atractiva de rostro y con trasero limitado, pero con ojos verdes, una cabellera negra y hermosa que robaba miradas.



La mujer llamó la atención de inmediato del “pavo”, quien le tiró toda la caballería posible, no obstante, lo que desconocía el masculino era que la dama era clarividente.

Patty, a pesar de no ser una mujer hermosa, era muy coqueta y con un caminado de “do re mi fa sol”.

Aceptó salir con su vecino y cuando vino el primer beso, la mujer, oriunda de Medellín, Colombia, sintió una fuerza extraña y de inmediato descubrió que el hombre tenía un mal por dentro.

Cuando se estrenaron y “subieron al cielo”, Claudio le dejó la espalda como un tablero de ajedrez, producto de los arañazos, moretones y algunos golpes involuntarios que la dama soportó.

Hubo reclamos, gritos, discusiones y salió a relucir que ella sabía el secreto de que él era un hombre lobo, producto de una poción que se bebió para tener mujeres y dinero.

-O te curás o te vas al cementerio. Tengo el remedio para tu mal-, dijo la sudamericana con su acento antioqueño.

-Me iré al infierno porque hice un pacto con satanás-, respondió.

-Verás que vos te curarás-, argumento ella.

El atardecer del 25 de diciembre de ese año, la mujer se lo llevó a una casa de playa que le prestó una compañera de la perfumería donde laboraba, identificada como Roberta Pérez, quien los acompañó.

Las dos lo ataron con un mecate alrededor de un árbol, posteriormente cuando la luna empezó a alumbrar vino la transformación.



Roberta casi se caga del susto al ver la ropa del masculino rasgarse, el incremento de sus colmillos, los pelos negros que poblaron su espalda, cabeza, piernas, sus uñas se convirtieron en garras, los ojos aumentaron, su cabeza se alargó y su boca se convirtió en hocico.

Los aullidos por poco rompen la trompa de Eustaquio de las féminas, luego Patty le abrió el hocico y Roberta le dio una poción de mezcla con agua bendita, arándano, ostia, sésamo y aceite de oliva.

El caballero se convirtió en hombre, mientras Roberta no le quitaba la mirada al misil tierra-tierra, pero Patty solo sonrió.

Claudio no volvió a ser más hombre el lobo de Vacamonte, dejó de ser pavo, ingresó a la universidad, no aparecieron más perros muertos y se mudó con su colombiana en una casa de calle décima, Vacamonte.

Pocos saben de la historia y Roberta guardó el secreto de que el actual marido de Patty, en una etapa de su vida, hizo un pacto con satanás para ser el Hombre Lobo de Vacamonte.

El Drácula de Loma Cová

Por: Demetrio Ríos Graell

Había un don llamado Casimiro Rolda, oriundo de Veraguas (Panamá), de unos 70 años, delgado, de tez blanca, y alto, además le faltaban los dientes delanteros.

Solo cuando reía se le veían los colmillos con los que besaba, mordía y chupeteaba a las damas que visitaba en la madrugada, quienes amanecían con mordiscos hasta por debajo de los parpados.

Al hombre le decían el Drácula de Loma Cová.

Emigró del interior por las constantes peleas con otros zánganos enamoramos de Cindy Aguilar, una hermosa rubia, cabello largo hasta las nalgas, ojos celestes, con cara angelical y residente en Santiago de Veraguas.

Se encontró con un joven rival brujo una noche en la misma habitación, se formó la pelea, había una chica que no se levantaba de la cama, ni abría los ojos, pero escuchó al imberbe cuando lanzó un hechizo que dejó tuerto a Casimiro.



Casimiro perdió la primera pelea y decidió mudarse a Arraiján.

Estando allí, sabía una oración, se untaba una crema en las axilas, luego volaba hasta Santa Catalina, su tierra natal de Veraguas, trayecto que en automóvil tardaba tres horas en llegar a su destino, el Drácula de Loma Cová, lo hacía en diez minutos volando.

En su pueblo veía y se deleitaba con Cindy Aguilar, el hembrón que tenía unos senos redonditos grandes y blancos.

Por comer tantos "sapos" y riñas en las madrugadas andaba acabado físicamente, y a pesar de su edad, le gustaba ir al bar Edy de Cáceres, para con su único ojo divisar a sus presas como un halcón cazador.

Usaba lentes oscuros para que las féminas no le vieran su defecto, les platicaba, les pagaba cervezas, mientras que el resto de los hombres en el antro se preguntaban qué hacía para atraerlas, a pesar de ser tan feo.

A Casimiro le atraían las fulas de cabello largo, rubio o negro, no obstante, las que más le enloquecían eran las rubias.

Cuando dialogaba con ellas, les preguntaba su dirección y más nada, posteriormente entre las dos o tres de la madrugada volaba donde sus víctimas, le quitaba la ropa interior, las chupeteaba y mordía.

Todo iba bien hasta que conoció a una dama en un bar de Loma Cová, quien sabía sabía más magia negra que Casimiro y el varón quedó enamorado de la fémina, una santeña pelinegra y tan inda como una muñeca.



La invitó a beber cervezas, le preguntó dónde vivía, ella respondió que en la 7 de septiembre, pero el zángano ni se imaginaba lo que esperaba esa madrugada y le cayó a su presa en la madrugada.

La santeña lo dejó entrar, colocó unas almohadas en su cama, vio cuando el brujo entró a la piltra, se tiró encima del colchón, la mujer en defensa le arrojó un hechizo y lo dejó inerte.

En ese estado, la femenina lo amarró de manos y piernas, posteriormente amaneció frente a su casa semidesnudo, lo que provocó que el brujo, con lágrimas largas, le prometió que nunca la molestaría.

La también bruja lo desató a las 5:45 a.m. para que se fuera y el Drácula de Loma Cová desapareció sin dejar rastro alguno. 

Ojos 'jalados'

La canción Macarena, del dúo español, Los del Río, sonaba en un bar en Taipei, la capital taiwanesa, un domingo de septiembre de 2004, como a la una de la tarde aproximadamente, hecho que dejó sorprendidos a varios americanos que estaban en ese país.

Carlos Sugasti, Joselo Tuñón y Rosendo Matamoros, el primero panameño, el segundo era guatemalteco y el tercer costarricense, todos ingenieros en sistema que fueron a un curso de fabricación de programas de computadoras durante ocho días a la isla asiática.

Una ciudad moderna con gran cantidad de motocicletas scooter, muy bien planificada, urbanizada y con abundantes habitantes, una isla casi del tamaño de la mitad de Panamá, pero residían 25 millones de almas.



El chapino y el tico, eran blancos, de baja estatura, ojos miel y cabello castaño oscuro, mientras que el istmeño, de piel canela, mediana estatura, ojos pardos y cabello negro lacio.

Recién ingresaron al antro vieron la escena de personas con “ojos jalados” que bailaban, bebían y parecía que la pasaban bien, sin embargo, sus rasgos físicos no parecían ser taiwaneses, sino de otro país.

Conversaron, “chuparon” Taiwan Beer en grandes, cantidades, el panameño salió a fumar y al regresar había una chica que platicaba con sus amigos americanos.

Era Lucero García, una dama, blanca, de ojos negros, mediana estatura, delgada, atractiva, vestía un pantalón vaquero corto, una camisa a rayas azul, botas blancas y una pañoleta blanca en su cabeza.

No era taiwanesa, ni vietnamita, ni tailandesa, sino filipinas, ella misma se presentó con los amigos de Carlos Sugasti y la razón era que estaba “caída de la mata” con el canalero.

Solo conocía algunas palabras en castellano, laboraba como empleada doméstica para ayudar a su familia en la isla Luzón y de una vez le metió conversación al istmeño.

Con su limitado inglés, Carlos Sugasti respondía, mientras sus otros amigos le jugaban bromas en su lengua natal.



A las dos horas de estar en el bar, bailaron, se besaron, ella lo sentó un rato a platicar con el grupo con quienes estaba, pero como todo tiene su final era el momento de irse.

Ella debía tomar el último viaje del metro a las diez de la noche, de lo contrario tenía que dormir en Taipei, el panameño le ofreció la habitación del hotel donde se hospedaba y la dama se negó.

-I´m not a prostitute (no soy prostituta)-, respondió la asiática.

Le proporcionó su número de celular, conversaron gracias a la gentileza del guía taiwanés, quien le prestaba su aparato para que Carlos Sugasti platicara con la fémina.

Se citaron el martes, pero la apretada agenda de Carlos no le permitió encontrarse hasta ya el viernes, un día antes que la delegación partiera hacia América.

El panameño tenía la intención de “coronar” a la asiática, sin embargo, vino retrasada a la cita porque sus jefes llegaron tarde y era imposible dejar a los niños solos.



Caminaron por las inmediaciones del hotel Landis, entraron a la iglesia católica que está cerca y donde van los filipinos los domingos porque son cristianos, además fueron a otros lugares.

El reloj no deja de andar, se oscurecía y llegó el momento de partir, ambos sabían que nunca más se volverían a ver, ella no iría a Panamá ni él tampoco regresaría a Taiwán.

Debajo de un puente elevado vehicular, donde hay una estación de bomberos, la pareja se dio el kilométrico beso, ella se lo quería tragar, luego lloró y vino el adiós.

El solamente la miraba, respiraba y la vio subir al taxi que la trasladaría a la estación del metro.

A la semana estaba el recuerdo de la fotografía de Lucero y Carlos, en el bar en Taipei.