El juez duodécimo penal no tuvo clemencia al condenar a 20 años de prisión a Arnaldo Urriola, de 62 años, a pesar de que su abogado argumentó razones de salud y de edad para una pena menor.
La sentencia era clara, había estafado a unas 25
personas y seis empresas, con distintos nombres, documentos alterados, cuatro
pasaportes falsos, decía que era tico, venezolano, darienita, chiricano y
colonense para lograr sacar dinero a los incautos.
Un banco, tres financieras, cuatro políticos, una
organización no gubernamental y otras personas comunes y corrientes fueron
víctimas del caballero, a quien le apodaban “Mil caras”.
Los propios funcionarios de instrucción quedaron con
la boca abierta cuando detuvieron al sujeto en una operación encubierta, tras
la denuncia de un comerciante jordano estafado por “Mil caras”.
El delincuente compró dos BMW con dinero falso, pero era
tan inteligente que el papel moneda pasaba la prueba del marcador de plata
alterada.
Muy hábil era Arnaldo Urriola, ya que unos colombianos
le proporcionaron el monto alterado.
Un abuelito, esposado, con grilletes, mirada triste y
carita de “yo no fui”, esquivaba su indagatoria porque, en el año 2005, aún
existía en Panamá el sistema inquisidor en el ámbito judicial.
En un principio se acogió al artículo 25 de la
Constitución Nacional que establece que nadie está obligado a declarar en su
contra, ni de sus familiares en consanguinidad y afinidad.
No obstante, en la tercera declaración de indagatoria,
en la Fiscalía Segunda de Circuito, el hombre confesó que incurrió en la
comisión de hechos punibles porque el capitalismo salvaje también robaba.
-Los bancos roban, las empresas roban, las
aseguradoras estafan, en los cines te venden palomitas de maíz, pero te transan
y los políticos se llenan de la plata del pueblo y nada les hacen-, resaltó en
su declaración.
El caballero tenía un extenso prontuario delictivo, en
un principio, un ladrón de poca monta que hurtaba ropa y zapatos en almacenes,
carterista y alimentos en supermercados.
Con el tiempo prefirió perfeccionar sus actos
delictivos, escoger a sus víctimas porque si regresaba a la cárcel sería por
una codiciada suma y no por dos reales, ya que al final la condena sería igual
por robar 20 dólares o 20 mil dólares.
Antes de ser atrapado, le dieron una medida cautelar
de país por cárcel por otro caso, se presentaba en los pasillos del Órgano
Judicial, para hablar con todos los abogados y funcionarios, luego de firmar
los días 30 de cada mes.
El escurridizo estafador no tenía límites para timar
porque desde hermanos, primos y antiguos compañeros de trabajo caían víctima de
sus acciones.
Mientras que la sentencia lo obligaba a ir donde un
psicólogo a tratar su mitomanía, aunque el juez consideró que era lo suficientemente
cuerdo para cumplir su condena.
Fue benévolo, ordenó que lo trasladaran hacia el
Centro Penitenciario El Renacer, ubicado en las riberas del Canal de Panamá,
prisión que los internos consideran un “resort”.
La policía, harto de sus andanzas, lo trasladó desde
las oficinas del Órgano Judicial, en Ancón, hasta la prisión canalera.
El hombre, de baja estatura, blanco, cabello de nieve,
escuálido y ojos pardos, entró al penal con su pantalón azul, zapatillas blancas,
sin cordón y camiseta, blanca, donde lo más temprano es que saldría es a los 72
años, si se portaba bien.
Así terminó la carrera criminal de uno de los más
grandes estafadores del istmo.
Imágenes cortesía de la Policía Nacional y el Órgano Judicial de Panamá.
Mil caras, su apodo lo dice todo. Mil nombres y muchas estafas.
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