Alessandro Espósito tenía como una inmunidad, ya que sobre su cabeza pesaba varias denuncias de estafas, pero no era detenido y vivía como si nada, frente a los incautos que les quitaba su dinero para negocios que nunca concretaba.
Todas las mañanas desayunaba en elegantes hoteles,
almorzaba en el restaurante Di María, en la avenida México, y cenaba en locales
lujosos, todo pagado por sus víctimas a quienes les despojaba de plata.
La fórmula perfecta era mostrar varios extractos
bancarios de cuentas en Las Bahamas, con miles de dólares, sin embargo, pedía
prestado porque los bancos locales le imponían trabas para las transferencias
internacionales.
Alessandro Espósito, tenía dos hijas en su natal, Calabria
(Italia) y su esposa, mientras que en Panamá se paseaba con Marcela, su amante
venezolana, de 24 años, blanca, con senos y traseros operados, ojos pardos e
inmensa cabellera negra.
Aunque lo más probable, por los 67 años del europeo,
es que solo le diera “lengua”, la sudamericana no desaprovechó la oportunidad
de sacar dinero cuando el longevo se le declaró en el restaurante donde ella
laboraba y el estafador frecuentaba.
De baja estatura, cabello blanco, abundante barba, con
gafas, ojos verdes y la nariz que caracteriza a los italianos, Alessandro
Espósito, les decía a sus clientes que tenía en Panamá varias empresas.
Entre ellas, una aerolínea de carga, dos diarios digitales, una fábrica de
aviones en Ucrania, una compañía inmobiliaria y negociaba con el gobierno
panameño la administración del aeropuerto internacional de Colón.
No todos se comían el cuento, no obstante, otros como
un ministro de Estado le entregó 40 mil dólares y un indostano le dio 20 mil
dólares, y aunque logró esquivar al político, el segundo fue con una radio patrulla
a la Vía Argentina, donde el italiano tenía su base de operaciones para cobrar.
Con los empleados ni hablar, les debía hasta cuatro
meses de salario, les abonaba un mes de paga, les tiraba un cuento, siempre
para ganar tiempo ante sus acreedores.
Creó un sistema interno de sapería, entre sus
colaboradores, a quienes compraba con billetes 100 dólares para que le contara
lo que platicaban en la empresa mientras él no estaba.
Las autoridades panameñas sabían todo, sin embargo,
nada hacían, era sospechoso de que un italiano ingresara al país con pasaporte
venezolano, tomando en cuenta la situación política y económica de ese país americano.
El extranjero recorría la capital panameña, muerto de
la risa en su Mercedes-Benz, con su conductor de origen indostano y en
ocasiones con dos escoltas del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront).
Se burlaba de sus víctimas, luego le decretaron
impedimento de salida por tres delitos de estafa, pero nada de prisión.
Cuando se alborotaron los casos de Covid-19 en marzo
de 2020, el inteligente ladrón abandonó Panamá, a pesar de tener impedimento de
salida, para aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía en La Guaria, Venezuela.
En la tierra de Simón Bolívar fue detenido, a pedido
de extradición, de un tribunal de Roma, Italia, que lo buscaba para que
cumpliera una condena de 10 años de prisión, por los cargos de concierto para
delinquir, alteración de documentos, estafa y robo.
Perdió su batalla y en marzo de 2021, un tribunal de
la República Bolivariana de Venezuela, ordenó enviarlo a su país y ahora duerme
tras los barrotes, luego de una carrera criminal que duró solo cuatro años en
Panamá.
Si bien es cierto en Panamá sus delitos quedaron
impunes y estafó a varios incautos, la justicia lo alcanzó en la propia tierra
en que nació y su novia se quedó sin trabajo y sin dinero porque nada logró sacarle al zorro europeo.
Se fue de Panamá y lo atraparon. Aquí la justicia es ciega y sordomuda, como dice Shakira.
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