Cachita

 Jaimito y Pedrito, brincaban de alegría cuando su papá le trajo a su casa de Burunga, Arraiján, una perrita de dos meses, color negro con manchas blancas, animal que aumentaría la felicidad de la familia.

Rodolfo Campuzano, venía de Ecuador, tenía una panadería en calle 21 El Chorrillo y también un puesto de ventas de dulces, en el mercado periférico de ese corregimiento, donde sus hijos, Jaimito, de 10 años y Pedrito de 8, le ayudaban en el negocio.

Al can le pusieron el nombre de “Cachita”, juguetona, como todo ser cachorro, brincaba, corría, daba sus primeros mordiscos y con un ladrido de soprano que rompió la monotonía familiar.

Manuel era viudo, llegó sin dinero a Panamá, proveniente de Guayaquil, Ecuador con su mujer y sus descendientes, sin embargo, cuatro meses después de arribar al istmo, su esposa falleció en un accidente de tránsito.



El caballero se dedicó a trabajar arduamente, primero limpiaba una panadería, luego aprendió hacer panes y dulces, hasta que se le presentó una oportunidad y compró el negocio de calle 21 El Chorrillo.

Los niños asistían a la Escuela República de Cuba (hoy Centro Escolar Manuel Amador Guerrero), al lado de los edificios de Barraza.

Cachita no era de raza fina, si no como le dicen en Panamá “tinaquero”, pero muy bella, coqueta y amorosa.

Como no conocía el riesgo, en ocasiones cruzaba la calle del mercado, muy peligrosa para ella porque allí circulaban los autobuses de Arraiján, La Chorrera y Capira.

En ese lugar estaba la terminal y cientos de personas se desplazaban a diario para trabajar en la capital panameña, a comprar verduras o frutas en el mercado o comer en la fonda cercana.

Apenas llegaban a casa, los esperaba Cachita, can que saltaba y corría entre la vivienda de Burunga porque la dejaban sola, ya que Manuel no quería llevarla al negocio.

Los niños protestaban frente a su padre porque no querían dejar a su mascota sola en su vivienda hasta que retornaran, puesto que salían del colegio y se iban a la panadería de su papá hasta que cerraba y posteriormente se marchaban a su hogar.



Acordaron con Melche, la dueña de la fonda cercana, dejar a Cachita en sus alrededores porque la mujer tenía una hija de 7 años que podía cuidar a la mascota.

Marita, la hija del Melche, cuidaba a Cachita, era muy celosa, no la dejaba cruzar a la calle porque la colocó en un espacio cerrado con capacidad para la perrita se moviese.

Luego corría con ella en el estadio de Barraza, con amplio campo para que Cachita jugara sin peligro.

A los tres meses todo iba bien hasta que los niños y la niña no fueron a clases, posteriormente al llegar a casa su papá tenía un rostro de tristeza.

Jaimito y Pedrito, sintieron que algo pasaba, su padre movía la cabeza y decía lo siento.

Les contó que Cachita corrió hacia el mercado, momentos en que un bus de La Chorrera-Panamá venía, le aplastó la cabeza y la mató al instante.

Ambos chavales rompieron a llorar, su padre se les unió, los abrazó e intentó consolarlos.

Su mascota favorita se había ido, no lograron  acariciarla, los tres miraban las estrellas afuera de la casa en Burunga como para verla correr, brincar y ladrar entre las estrellas.

El golpe fue duro para los niños que apenas iniciaban sus vidas, pero siempre recordarán a su apreciada mascota Cachita que vive en sus corazones.

La enfermera alemana II

Ayra e Isis, se quedaron mudas al tener el fantasma de la enfermera alemana frente a ellas.

Las dos quisieron gritar, sin embargo, el propio terror que sentían les impedía hablar en momentos que observaban el físico y los hermosos ojos azules del espíritu.

El bombillo principal de la biblioteca se apagó y posteriormente el lugar quedó oscuro, pero una luz blanca alumbró a lo que un día fue una mujer extranjera en Panamá.

-No tengan miedo. No les haré daño, por el contrario, necesito que me ayuden-.

-¿Noo, nosotras?-, respondió Isis.

-Sí, ustedes-, dijo el fantasma con marcado acento alemán.

-¿Qué podemos hacer por un fantasma o un espíritu?-, interrogó Ayra, quien estaba más blanca que un papel bond.

-Vayan al cementerio Amador, al final de la mano derecha debe haber una tumba de Ricardo Brown, era mi novio panameño. Yo fui llevada al campo de concentración Crystal City, en Texas, en 1944-.



-Pero, ¿por qué?-.

El gobierno de Ricardo de la Guardia ordenó detener a los alemanes, japoneses e italianos, solo por sus nacionalidades. Muchos, como yo, fueron enviados a esos campos sin haber cometido delito alguno.

-¡Santo!-, replicó Isis.

-Yo no puedo rezar ni ir hasta allá. Ustedes vayan y háblenle a la tumba de Ricardo, díganle que yo morí de tifus en ese campo de concentración, así él descansará en paz y yo no seré más un espíritu errante.

No hubo tiempo para extender el diálogo porque la energía eléctrica volvió, el fantasma desapareció, solamente se vio un hilo de humo que se colaba por debajo de la puerta.

Las dos chicas aterradas sin saber qué hacer o si seguir la corriente del fantasma de la enfermera, pero, eso no fue todo, porque en el piso había una fotografía en blanco y negro.

Ayra la recogió y la imagen era la foránea en vida con un hombre de raza negra, detrás una leyenda escrita en castellano que decía lo siguiente: “Siempre te amaré mi panameño negrito Ricardo Brown. Tu princesa alemana, Hellen Becker”.



Recogieron sus pertenencias y se marcharon para irse a la discoteca, pero allá la germana les rodeaba la mente y acordaron ir el domingo al camposanto para ayudar al fantasma.

La pasaron bien en la disco y estando ya algo pasada de cervezas, Isis observó que frente a ella había una chica, vestida de rojo, rubia, ojos azules, alta y esbelta figura, pero era una copia de rostro de Hellen Becker.

Se asustó, se lo comentó a su amiga, quien quedó estupefacta y decidieron abandonar la discoteca.

Posteriormente, el domingo temprano fueron las dos, encontraron la tumba, toda sucia, casi no se comprendía el nombre, le pagaron a un señor para que cortara la hierba y la pintara de blanco.

El fantasma nunca más volvió, no obstante, a las dos les llegó un sobre amarillo con una fotografía de la tumba, bien pintada y cuidada. Atrás estaba escrita la palabra “gracias”.

Hellen Becker solo quería descansar con su amor, pero nadie la ayudaba hasta que encontró a dos damas dispuestas a tenderle la mano.

 

 

Palabra de asesino

Hola Martita:

Desde que me condenaron ya mi vida no es, ni será igual, puesto que ha girado de forma radical en esta prisión donde estaré hasta que muera.

No veré crecer a nuestra hija Diana, que dé sus primeros pasos, cuando vaya al colegio, al pasar de nivel en nivel, al graduarse de secundaria, asistir a la universidad y diplomarse.

Además de esa puñalada que yo mismo me di, tampoco te tendré entre mis brazos como antes de “caer”, no sentiré tus besos, ni mucho menos disfrutaré de los momentos en que hacíamos el amor.

Tú, obligatoriamente, deberás hacer otra vida, con una nueva pareja que te ofrezca estabilidad familiar, económica, amorosa y mucho cariño para la niña porque soy un muerto viviente.

Crecí en mi natal Río Piedras (Puerto Rico), entre la pobreza, las necesidades, en un barrio lleno de malandrines, vendedores y fumadores de marihuana, pandilleros y mi madre quiso un cambio para mí.



Me envió al Bronx, Nueva York, donde la tía Poli para salir de ese ambiente y para un mejor futuro, aunque el remedio fue peor que la enfermedad porque acá existen más pandillas que en la Isla del Encanto.

Al mes me uní a los Latins Kings, para emerger del lago de la pobreza que abunda en esta ciudad y quería ser respetado.  Otro error más de mi vida.

Me da la impresión que los boricuas solamente tenemos como futuro enlistarnos en el ejército de Estados Unidos o irnos a alguna ciudad de este país para vivir de los contribuyentes. Soy el ejemplo vivo de esta situación.

Para probar mi valentía, debía dispararle a alguien y elegí a un ciudadano normal, común y corriente, un estadounidense blanco, de 25 años, recién graduado de la universidad e identificado como Gus Miller.

Pero alguien me delató y me pescaron, por lo que perderé mi juventud hasta que Dios diga ya no más.



Jamás pensé que un disparo a un hombre cambiaría mi vida, de un inocente que no conocía y escogí al azar. No quería matarlo, solo herirlo.

La Isla Rikers, es un infierno repleto de homicidas, narcotraficantes, drogadictos, mafiosos, pandilleros y ladrones, de todas las etnias, además de nacionalidades y hasta mujeres que están separadas en otro pabellón.

Haz tu vida, no vengas acá, busca un tercer país, vete a Europa, cásate con un hombre bueno no un pandillero como yo que solo volaba en un cielo de quimeras.

Quisiera que algún día los jóvenes leyeran esta carta para que aprendan que estar en una pandilla es una fantasía, el dinero fácil viene, pero se va rápido y que el que a hierro mata a hierro muere.

Estoy con una sentencia de por vida, acompañado por los barrotes y a la espera de que otro preso pandillero me asesine o sea un anciano para terminar esta eterna pesadilla.

Atentamente,

Robert Gómez

Desde la prisión de la Isla Rikers, Nueva York.

15 de marzo de 1995.

El desmayado de la Escuela Profesional

Todos los lunes en la Escuela Profesional Isabel Herrera Obaldía (Epiho), ubicada en Paitilla, en la Ciudad de Panamá, era un problema con muchos estudiantes durante el canto del himno.

No por ser antipatriotas, sino que los alumnos debían colocarse a cantar, por salón, en fila india, de pie y con el implacable sol del mediodía que quemaba las cabezas de los chicos, mientras los docentes se protegían bajo las marquesinas.

En el VI B13, del plan de estudio de Contabilidad en español, estaban tres jóvenes identificados como “El Metálico”, “Raya’o” y “Plastiquito”, quienes se la pasaban pululando por los pasillos y jodiendo a todo el mundo.

“El Metálico” era de baja estatura, flaco, cabello medio lacio, de piel canela, cegato, mientras que “Raya’o” era blanco, algo alto, usaba gafas, cabello negro, entre lacio y crespo. Ambos con ojos oscuros.



Por su parte, “Plastiquito” era de baja estatura, delgado, de piel canela también, utilizaba el cabello largo (se lo cubría con un gancho en clases porque si no lo suspendían), peinado tipo “romano” y ojos pardos.

Los tres eran muy populares en el colegio, molestaban a las chicas y eran un dolor de cabeza para los profesores por sus reconocidas “fugas” de las clases, principalmente los viernes después del recreo porque se perdían.

Un lunes los tres planificaron hacer una travesura para molestar la paciencia, tanto del personal docente, administrativo y estudiantes.

El trío reía y algunos compañeros los miraban con interrogantes como: ¿Qué planean estos muchachos ahora? O ¿Con qué se saldrán?

En medio del inclemente sol y frente al enjambre de estudiantes, “El Metálico” se hizo el desmayado, antes que cayera al piso “Raya’o y “Plastiquito” lo interceptaron.

-¿Qué le pasó hermano? ¿No te sientes bien? -, eran algunas de preguntas de los compinches al desmayado.



Obvio que toda la multitud miró el acontecimiento, sorprendidos, quizás algunos pensaron que el jovencito no comió antes de ir al colegio.

Lo llevaron a una de las bancas de la marquesina, cerca del gimnasio y del salón de música del profesor Valdés.

Era 1986, no había celulares, redes sociales y menos internet, pero la bola de que “El Metálico” se desmayó se corrió por todo el plantel y quienes no lo conocían, en ese momento supieron su identidad.

Lo trasladaron hacia la enfermería, donde lo atendió un auxiliar, de raza negra, apodado “Quincy”, por el programa estadounidense de la televisión de medicina forense.

Sus amigos Santiago, Pepe, Orlando y Fabricio vieron todo el asunto, pero conocían a los tres jovencitos, siendo el último, quien se dio cuenta de que era una actuación porque “El Metálico” tenía un chicle en la boca.

-La próxima vez bota el chicle-, le comentó Fabricio a “El Metálico”.

El auxiliar le ordenó irse a casa al estudiante, pero el travieso adolescente se quedó jodiendo en el colegio hasta la hora de salida.

Pero como todo se sabe, una chica confesó a una profesora que fue pura actuación de “El Metálico” y sus amigos.

Posteriormente, los llamaron a capítulo y lo suspendieron por tres días, a cada uno, por indisciplina y engañar a las autoridades del colegio, docentes y sus compañeros.

Treinta y seis años después de la historia, “Raya’o” es abogado, “El Metálico” publicista y “Plastiquito” joyero, ya que los tres maduraron y cambiaron sus vidas.

 

 

Tres correazos

Cada vez que terminaba el sorteo dominical de la lotería en Panamá, Aníbal Escalona, tomaba los chances y billetes que su mamá dejaba cerca de la caja del negocio, corría hacia afuera de la fonda y los quemaba.

Aníbal Escalona, era el único hijo varón de Manuel Escalona y Afrodita Pérez, santeños, pero también tenía otras dos hermanas del matrimonio, que eran María Lucía y María Sofía.

El pequeño restaurante estaba ubicado cerca del Mercadito de Calidonia, una zona popular de la capital panameña, donde comían conductores, transeúntes y las personas que se desplazaban del oeste de la provincia de Panamá para trabajar en la urbe.

Como muchos santeños, Aníbal Escalona, era blanco, de cabello crespo, castaño claro, ojos miel y con pecas en la cara.

Los vecinos y la gavilla de Calidonia lo llamaban “Caga leche” por la pigmentación de su piel, principalmente cuando iba a San Miguel a jugar “la lata” con sus amiguitos de tez oscura.



Su papá conducía un autobús de La Chorrera-Panamá y residían en la urbanización San Antonio, todo un ghetto en su máxima expresión, lleno de maleantes, fumadores de marihuana, zorras, pero también de gente que luchaba por superarse.

Afrodita ya le había advertido a “Caga leche” que no quemara los billetes ni los chances porque un día haría una trastada y le metería tres correazos como castigo por desobediente.

Durante el verano, las dos niñas y el niño ayudaban en la fonda, lavando platos, barriendo, limpiaban las mesas y haciendo mandados, pero el muchacho seguía con su práctica al terminar los sorteos.

María Lucía Tenía 14 años, María Sofía 12 y “Caga leche” diez años. Era el pequeño y más travieso de la familia.

Era marzo de 1977, empezó la transmisión por radio y televisión, de la Lotería Nacional de Beneficencia, desde el parque de Santa Ana, mientras en la zona se acercaban personas que buscaban la suerte en directo.

Cantaron los cuatro números del primer premio, luego los del segundo y por último del tercero.

En el primero jugó 1367, en el segundo 7845 y el último 0823, la mamá de “Caga leche” no hizo gesto ni de ganar ni de perder, así que su descendiente tomó los chances y se fue afuera del negocio sin que su madre se diera cuenta.

Sin saberlo tomó quince pedazos del chance 67, lo que representaba 165 dólares, un dineral en ese tiempo y los quemó.



Cuando Afrodita descubrió la cagada de su hijo, corrió hacia donde estaba el niño y vio como el fuego destruía los chances.

Para esa época un pedacito de chance (solo dos números) pagaba 11 dólares en el primer premio, tres dólares en el segundo y dos en el tercero.

Al llegar a San Antonio, después de llorar en su negocio, la molesta madre, tomó el cinturón de su marido, se fue donde estaba su hijo y le metió tres correazos como lo prometió.

El chico, con lágrimas en sus ojos, dijo que no lo haría más y cumplió.

Por ironías de la vida, Aníbal Escalona, se graduó de economía en la Universidad de Panamá y 30 años después de la rejera, el caballero llegó a ser director de la Lotería. ¿Quién lo habría pensado?

Triángulo mortal

Tomás Calzadilla, era un hombre sin sentimiento alguno, sin solidaridad o empatía, debido a que sus primeros años fueron tan duros como una piedra gigantesca.

Su padre era un maleante de Río Abajo, corregimiento ubicado en la periferia de la Ciudad de Panamá, y su madre, nadaba entre la marihuana y el licor, lo que se traducía en que solamente vio, desde niño, desastres al abrir sus ojos.

“Tommy”, así le llamaban cariñosamente sus amigos y clientes, ya que era un prostituto, tanto de mujeres como de homosexuales. Su único interés era el dinero, lo que en ocasiones le costaba la cárcel.

Su vida transcurría con una temporada entre los barrotes y otra en apartamentos o cuartos estudios prestados por sus novias o clientes, hombres.



Nunca estaba “limpio” o sin dinero, bien vestido y bañadito, en peluquerías para asearse o que le limaran las uñas de las manos.

“Tommy” medía casi dos metros, alto, de piel canela, ojos oscuros, una caballera larga, negra y bien cuidada.

El caballero era un guapetón en toda su expresión, aunque solo físicamente porque si el propio demonio o diablo lo veían corrían asustados de miedo.

Su última estadía en el centro penitenciario de la isla de Coiba (cerrado años después), fue de dos años y medio, tras una condena por estafa y hurto de automóvil de un cliente suyo homosexual.

En ese penal conoció a Ana Laura Kangas, una abogada, nieta de un finlandés, forrada en dinero, heredera de cuatro barcos camaroneros, tierras en Chiriquí, acciones en un banco y otras empresas.

La abogada quedó impresionada con el hombre de marras y una historia que le contó de su presencia en ese penal, sin embargo, todo fueron toneladas de mentiras que la mujer le creyó.



Con sus contactos, Ana Laura, dio y dio hasta que consiguió una rebaja de pena para “Tommy”, le dio dinero, le instaló en un apartamento en la Vía Porras y le entregó un Nissan March, modelo 1986.

La letrada en leyes, era blanca, de ojos azules, de baja estatura y con rasgos físicos escandinavos, con muchas pecas en su rostro y piel, además de caballo rubio natural.

Esa ida a Coiba para acompañar a otra abogada a ver un cliente le cambiaría la vida a Ana Laura.

Tenía dos meses de ser mujer oculta de “Tommy”, pero el hombre se le perdía durante varios días, no respondía el teléfono residencial (en 1988 no existían celulares), se iba de parranda con homosexuales para obtener dinero y también con damas oligarcas.

Una de sus amigas le contó que su “tinieblo” era una prenda de 18 quilates (hombre mal portado), “cacha cueco” y mujeriego, fumaba marihuana y cogía cocaína.

La abogada, peligrosamente enamorada, tenía algo que la protegía o una escuadra que su abuelo le regaló al cumplir 23 años y el mismo día que terminó la carrera de leyes.

Molesta, humillada, herida y lesionada en lo profundo de su corazón, Ana Laura Kangas, salió de su residencia en el elegante barrio de Altos del Golf, se subió en su lujoso Audi, color negro, asientos de cuero y todas las extras, para ir a la vía Porras.

La mujer entró al apartamento, no hizo ruido, vio dos botellas de vodka, un cenicero lleno de colillas, la mesa con abrebocas, vino regado por el tapete gris, dos pantalones vaqueros de distintas tallas, así como dos pares de tenis, una camiseta blanca y otra azul.

Abrió la cartera, sacó el arma de fuego y se dirigió a la habitación para ver a “Tommy” boca arriba, roncando, ebrio y a su lado un hombre de tez blanca, ambos desnudos.

Le metió un disparo a su novio en la cabeza y luego otro en el corazón, su acompañante despertó, pero sintió una bala en el estómago y otra en la cabeza.

La sábana quedó teñida de sangre, la mujer bebió un sorbo de una botella de vino tinto que estaba en la mesita a lado de la cama y posteriormente se pegó, en la sala del apartamento, un tiro en la sien derecha.

Así terminó Tomás, su cliente y su novia.

 

La gringa de los martes

Cada martes, Gonzalo Pérez, se reunía con sus amigos en el café Le Bistrot, de la vía Argentina, para charlar sobre poesía y las últimas noticias literarias.

Eran tertulias donde no faltaba el tabaco, el vino, las cervezas, las picadas y las historias de letras.

“Chalo” era de mediana estatura, piel canela, cabello lacio, ojos pardos y con barriga cervecera porque le encantaba, así como las mujeres, principalmente si eran blancas como un reguero lácteo.

Ese martes, estaba “Chalo” con Rafael Túnez y Adrián Ballesteros, mientras debatían sobre los poemas de Ricardo Miró y Federico García Lorca, los saludó una dama, con aspecto de extranjera.



Ya la habían visto otras veces en el café charlando con otras dos féminas, una aparentemente indostana y otra asiática.

Las tres mujeres eran Susan Taylor (estadounidense), Kelly Patel (británica de origen indostán) y Mik-suk Park (estadounidense de origen coreano), todas estudiantes de español en Panamá, ya que querían mejorarlo para aplicar como docentes en California donde vivían.

Susan se presentó y los caballeros le ofrecieron un espacio para que los acompañara porque el trío de féminas escuchaba las pláticas literarias y les llamó la atención el tema conversado.

Media hora después llegaron las dos damas, tuvieron que cambiar de mesa para una más amplia, pero la tertulia se convirtió en parranda hasta la una de la madrugada.

“Chalo” bailó con Susan, Rafael con Mik-suk y Kelly con Arturo, esta última estaba recién divorciada, rompía con las tradiciones de su familia porque fue criada en Londres, donde la casaron con un hombre desconocido, luego se divorció y se marchó a Los Ángeles para una nueva vida.

Todo fue normal en el arranque hasta que Susan besó a “Chalo”, quien estaba hipnotizado con la mujer de pelo negro, ojos verdes, alta y caucásica.

El asunto fue que sobrepasó los límites de las ideas políticas de “Chalo” un izquierdista y anti yanqui en toda su expresión, a quien la vida le puso una prueba por hablar mucho.

Sus amigos lo vacilaban que, tanto que hablaba mal de EUA, y tenía de novia una estadounidense.



No obstante, la extranjera le enseñó a su pareja que los ciudadanos no son culpables de las decisiones de sus presidentes y también son víctimas de las guerras e intervenciones militares porque los soldados muertos son del pueblo, no de la élite norteamericana.

Las tertulias seguían y la pareja tenía seis meses de ser novios, Susan debía partir a California y le propuso a su media naranja casarse e irse juntos a EUA. Le conseguiría trabajo como profesor de español en algún colegio.

“Chalo” dio vueltas por una semana, todo su discurso anti yanqui se iría por la basura, sus amigos lo criticarían, pero al final las críticas de pasillo no aportan nada y la gente tóxica debe alejarse.

Se casó con su norteamericana, se fue con ella para instalarse en Buena Park, Los Ángeles, trabajó primero dando clases de castellano a particulares y luego en un colegio privado.

La vida le demostró a “Chalo” que el amor es una parte importante en este mundo y hasta de ideas políticas se cambia cuando el corazón está flechado.

 

La enfermera alemana (I parte)

Faltaba solo tres meses para entrar al nuevo siglo XXI, mientras que Ayra e Isis laboraban en la Biblioteca de la Procuraduría de la Administración en busca de jurisprudencia que ordenó el despacho superior.

Ambas molestas porque era un viernes cultural y querían irse de parranda a la discoteca Señor Frogg, ubicada en calle Uruguay, en la Ciudad de Panamá.

Por los pasillos de la institución se diseminó el rumor de que en las noches o terminada la tarde, pululaba el fantasma de una mujer, vestida con atuendo de enfermera de principios del siglo XX.

Ya varios funcionarios comentaron que la vieron, sin embargo, nadie logró tomar fotografía alguna del suceso paranormal e incluso un conductor la describió como rubia, de ojos azules, alta, delgada y vestida con “un poco de trapos”, en alusión a las prendas de vestir usadas décadas atrás.



Otro de los chismes era que había un pasadizo secreto entre el edifico de la Gobernación de Panamá y la Procuraduría de la Administración, construido en los años 40, cuando el istmo le declaró la guerra a Alemania, Italia y Japón, presionado por Estados Unidos.

Supuestamente, el fantasma andaba por ese pasillo escondido (unía a las dos instituciones) y recorría todas las oficinas, en busca de pacientes porque se hablaba que fue enfermera en el frente belga durante la I Guerra Mundial.

Cayó la noche, la avenida Perú desierta en su totalidad y el parque Belisario Porras con pocos visitantes, típico de un viernes de quincena donde se incrementa la vida nocturna.

Ayra e Isis, encontraron los documentos que necesitaban, eran aproximadamente las 7:30 de la noche, debían subir del sótano donde estaba el Centro de Documentación, y tomar las escaleras, iguales a un caracol partido en dos.

Entregaron los papales, se despidieron de la secretaria y bajaron a la biblioteca a buscar sus pertenencias para marcharse.

Las dos sintieron un frío, Ayra pensó que era el aire acondicionado, sin embargo, solo estaban las dos.




Isis le peguntó a su compañera si lo bajó, la respuesta fue negativa porque no tuvo oportunidad.

En una de las ventanillas que daba a la calle había un bombillo de avenida que se apagó, luego se fue la luz en la zona.

Al minuto volvió la energía eléctrica, pero las computadoras no encendían, fue entonces cuando un hilo de humo se coló por debajo de la puerta.

Las dos damas se miraron asustadas.

Isis es de piel canela, cabello negro, delgada y alta, cuando vio el cerrojo moverse quedó más blanca que la nieve y Ayra, blanca, cabello negro, azabache, ojos pardos y de mediana estatura, abrió la boca para gritar, pero su compañera le puso la mano derecha para evitar que lo hiciera.

Frente a las mujeres estaba ella, con su vestido blanco, una cruz roja en el pecho de su ropa, una cofia en la cabeza, ojos profundamente azules, caucásica, alta y con mirada que hipnotizaban.

No era cuento, la enfermera existía y la vieron las Ayra e Isis.

Continuará…

Atrapada II

 Antes que Teresita Rojas, de 22 años, quedara encerrada dentro del espejo gigantesco de su casa, le gustaba hacer travesuras sobre dimensiones extrañas, teletransportación y temas místicos.

Ya en una ocasión estaba en Villavicencio con unos amigos y se pusieron a jugar la Ouija, en medio de la luz de la luna, las estrellas y velas negras, colocadas en forma de pentagrama invertido

La estudiante de medicina era de aspecto caucásico, cabello castaño oscuro, ojos miel y de mediana estatura.

Sus padres, Alfonso Rojas y María del Pilar Londoño, se fueron a pasear un domingo al Castillo Marroquín de Chía junto con otros profesores de la javierana de Bogotá, donde laboraban como docentes de filosofía.

Teresita Rojas aprovechó para jugar a los misterios e hizo una estrella de cinco puntas con conchas negras que trajo la última vez fue a Santa Marta. Le colocó sal afuera del pentagrama.



En el centro colocó una Ouija, miraban al espejo gigantesco, pedía a todos los santos, dioses o seres del cualquier lugar del universo que la transportara, donde estaba Jaime, un antiguo compañero de secundaria que falleció en un accidente de tránsito en Medellín, antes de graduarse.

-Ábrase esa puerta y llévame donde Jaime. Jaime dime dónde está que necesitamos conversar-, decía la chica.

Quizás su juventud o la rebeldía de quienes empiezan la vida, como es normal, no aceptaba que su compinche falleció y no volvería.

No es lo mismo llamar al diablo que verlo frente a la persona que lo convoca, dicen por ahí y eso precisamente le pasó a la bogotana.

La sala del apartamento de Britalia Norte de Bogotá, se llenó de neblina, lo que provocó que la señorita se levantara del tapate, en una parte del espejo se abrió una puerta y se observaba una luz tenue.

Con la boca abierta, asustada y algo sudada, por el culillo (miedo), Teresita Rojas cometió un error que fue salir del pentagrama o la estrella de cinco puntas.

No tenía ningún tipo de protección fuera del círculo de sal, quizás los nervios la traicionaron o una silueta masculina que habría confundido con Jaime que se veía en el espejo.



El fantasma sencillamente se la llevó y la dejó encerrada, como castigo para que no llamara más a los muertos.

La dama no comprendió que quien se va no vuelve y no hay forma que regrese a este mundo, aunque la experiencia, le enseñaría a no hacer más travesuras.

Cuando a Teresita Rojas la sacaron del espejo, no se sorprendió de ver a su tía, sus papás y el hombre que la ayudó, puesto que desde adentro veía todo lo que pasaba en el apartamento.

Lloró y contó todas sus travesuras místicas desde que Jaime murió porque quería conversar con él, ya que lo apreciaba como a un hermano.

Adriano Jaén le regaló un crucifijo de madera, atado con una pequeña cuerda.

-No vuelva a jugar con fuego, niña porque se quema-, comentó el caballero, nativo de Medellín.

 

Ojo por ojo

 En una fiesta en el elegante barrio de Punta Paitilla, de la capital panameña, Hernán Peña  la pasaba bien entre los tragos de ron, seco, cerveza y las concurrentes a la parranda.

El inmueble era un apartamento de lujo con cinco recámaras, cuatro baños, una habitación para la mucama, un área social para eventos, una cocina de ensueño para todo aquel que ama la gastronomía, entre otras comodidades.

Hernán Peña fue con su novia Marisela Méndez, una dama oriunda de Chitré, Herrera, de piel canela, cabello lacio, de mediana estatura, ojos pardos, delgada y bastante alocada.

Fueron invitados por una de las asistentes a la parranda.

Hernán y Marisela, laboraban en una empresa distribuidora de medicinas como ejecutivos de ventas, se conocieron allí, y donde iban, hacían demencias sin medir las consecuencias.



La fiesta era de rock y trance, cuyos propietarios del apartamento eran italianos oriundos de Nápoles que tenían intereses económicos en Panamá, Costa Rica y Colombia.

Unas 20 personas andaban, bebían, otras bailaban frente a un espejo gigantesco en la sala principal, como esos que colocan en las discotecas de Taiwán, donde los clientes se ven mientras mueven el esqueleto.

Hernán Peña era también de piel canela, cabello encrespado, mediana estatura, ojos oscuros y medio atlético, así que llamó la atención de Alessandra Lombardi, una pelinegra italiana, blanca como un lago de leche, ojos azules, pechos grandes y de voluptuosa figura.

Entretanto, la pareja panameña bailaba trance, se coqueteaba e intercambiaban fluidos frente a la concurrencia, pero a nadie le molestaba porque al fin y al cabo eran novios.

La “ragazza” planeaba robarse el chico mestizo como le llamaba cuando hablaba con una amiga panameña. El caballero la tenía loca y no sabía cómo hacer para que la mirara.

Un plan orquestado entre Patricia López (la compinche de la fémina) y la mujer oriunda de la península itálica, fue de entretener a Marisela Méndez, mientras Alessandra atacaba.



Patty le dio de beber a Marisela un vino muy dulce que la dejó dormida con cuatro copas. Se quedó dormida en uno de los sofás y a merced del acecho de su rival.

Alessandra Lombardi sacó a bailar a Hernán Peña una tanda de trance, le dio vino y ya eran aproximadamente  las tres de la mañana, casi todos ebrios en la alfombra, en los sofás y al panameño no le interesaba su novia, de momento, porque la veía dormida y borracha.

La europea, ya era reincidente en esos casos, aunque su esposo, el también italiano Marco Mancini, lo sabía, pero callaba.

La donna voluttosa se llevó al panameño a uno de los baños, la luz estaba encendida, escuchó un quejido en la bañera, abrió la puerta de vidrio oscuro y vio a su esposo “bicicleteando” con la trabajadora manual del edificio, una mujer de raza negra, delgada y atractiva.

-Sonno ocupatto (estoy ocupado)-, dijo el italiano a su media naranja, lo que dejó a la extranjera estupefacta y con lágrimas en los ojos.

 

Francisco y la ´Pituca´

En una vivienda hecha de ladrillos de barro artesanal, vivía Francisco Paniagua, con su padre del mismo nombre y zapatero de oficio.

El joven, de 19 años, cursaba el primer año de medicina en la Universidad de San Marcos de Lima, Perú, en momentos que el país atravesaba una seria crisis de seguridad por los ataques y atentados del grupo maoísta Sendero Luminoso.

Estaba cansado de dormir, estudiar y comer en la pobreza extrema, pero su papá trabajaba como burro para que su descendiente se diplomara como médico y se quitara esas ideas de la cabeza de unirse a los revolucionarios.

Una economía destrozada, mínima inversión local y extranjera, una divisa devaluada y gobiernos incapaces de solucionar los problemas sociales, educativos, además de neutralizar al grupo extremista, era la nota característica del Perú.



La pobreza-le aconsejaba su padre- se combate con preparación, estudio y trabajo, no con armas porque los gobernantes de ambos extremos terminan en lo mismo o robando al pueblo.

-Hijo, la corrupción es ambidiestra. No creas en la derecha extrema y mucho menos en la izquierda extrema-, le decía.

Entretanto, en el salón había una muchacha, Alejandra Garrido, blanca, de ojos verdes, de baja estatura y cabello lacio negro, físicamente conocida en Perú como “gringa” (persona caucásica incluso del mismo Perú).

La dama era de clase media alta, hija de un abogado y la dueña de un consultorio médico privado.

Alejandra Garrido era rebelde sin causa, y por llevarle la contraria a sus padres, entró al senderismo como célula para reclutar personas.

Desde que Sendero Luminoso hizo su primer ataque el 17 de mayo de 1980, los centros educativos superiores públicos se iban transformando, poco a poco, en verdaderos núcleos de reclutamiento guerrillero.

Mientras que Francisco Paniagua, de baja estatura, “acholado” y delgado, hizo una amistad excelente con Alejandra Garrido, a quienes sus compañeros de clases la llamaban “pituca” (de clase alta).

Tres meses después de conocerse, los jóvenes no se presentaron un lunes a clases, pero nadie le tomó importancia hasta que Francisco Paniagua padre fue a la policía a averiguar por su hijo y posteriormente a la Facultad.



Cuatro semanas sin su rastro, pegaron carteles en el barrio y en la universidad hasta que un compañero de clases le informó al padre que su hijo se juntó con una pituca y lo más probable es que se metieron a la guerrilla.

El afligido padre lloró, odió a Abimael Guzmán, conocido por sus seguidores como “Presidente Gonzalo”, el responsable directo de muerte y destrucción en el Perú.

Solamente podía rezar para que su hijo desertara y regresara con vida.

Sin embargo, un día la televisión informó que el ejército abortó una operación insurgente en una estación de policía en Lima, donde un grupo de guerrilleros intentaron robar armas.

Francisco Paniagua padre observaba las imágenes de los insurgentes muertos a tiros, entre ellos su hijo, vestido de verde, con una pañoleta con la bandera de Perú  en el cuello y el signo de SL. A su lado estaba una joven de tez blanca.

Seis meses después del triste hecho, Abimael Guzmán fue hecho prisionero, lo que dejó a sus seguidores sin revolución y a muchos padres sin hijos, como al humilde zapatero Francisco Paniagua.