Ojo por ojo

 En una fiesta en el elegante barrio de Punta Paitilla, de la capital panameña, Hernán Peña  la pasaba bien entre los tragos de ron, seco, cerveza y las concurrentes a la parranda.

El inmueble era un apartamento de lujo con cinco recámaras, cuatro baños, una habitación para la mucama, un área social para eventos, una cocina de ensueño para todo aquel que ama la gastronomía, entre otras comodidades.

Hernán Peña fue con su novia Marisela Méndez, una dama oriunda de Chitré, Herrera, de piel canela, cabello lacio, de mediana estatura, ojos pardos, delgada y bastante alocada.

Fueron invitados por una de las asistentes a la parranda.

Hernán y Marisela, laboraban en una empresa distribuidora de medicinas como ejecutivos de ventas, se conocieron allí, y donde iban, hacían demencias sin medir las consecuencias.



La fiesta era de rock y trance, cuyos propietarios del apartamento eran italianos oriundos de Nápoles que tenían intereses económicos en Panamá, Costa Rica y Colombia.

Unas 20 personas andaban, bebían, otras bailaban frente a un espejo gigantesco en la sala principal, como esos que colocan en las discotecas de Taiwán, donde los clientes se ven mientras mueven el esqueleto.

Hernán Peña era también de piel canela, cabello encrespado, mediana estatura, ojos oscuros y medio atlético, así que llamó la atención de Alessandra Lombardi, una pelinegra italiana, blanca como un lago de leche, ojos azules, pechos grandes y de voluptuosa figura.

Entretanto, la pareja panameña bailaba trance, se coqueteaba e intercambiaban fluidos frente a la concurrencia, pero a nadie le molestaba porque al fin y al cabo eran novios.

La “ragazza” planeaba robarse el chico mestizo como le llamaba cuando hablaba con una amiga panameña. El caballero la tenía loca y no sabía cómo hacer para que la mirara.

Un plan orquestado entre Patricia López (la compinche de la fémina) y la mujer oriunda de la península itálica, fue de entretener a Marisela Méndez, mientras Alessandra atacaba.



Patty le dio de beber a Marisela un vino muy dulce que la dejó dormida con cuatro copas. Se quedó dormida en uno de los sofás y a merced del acecho de su rival.

Alessandra Lombardi sacó a bailar a Hernán Peña una tanda de trance, le dio vino y ya eran aproximadamente  las tres de la mañana, casi todos ebrios en la alfombra, en los sofás y al panameño no le interesaba su novia, de momento, porque la veía dormida y borracha.

La europea, ya era reincidente en esos casos, aunque su esposo, el también italiano Marco Mancini, lo sabía, pero callaba.

La donna voluttosa se llevó al panameño a uno de los baños, la luz estaba encendida, escuchó un quejido en la bañera, abrió la puerta de vidrio oscuro y vio a su esposo “bicicleteando” con la trabajadora manual del edificio, una mujer de raza negra, delgada y atractiva.

-Sonno ocupatto (estoy ocupado)-, dijo el italiano a su media naranja, lo que dejó a la extranjera estupefacta y con lágrimas en los ojos.

 

Francisco y la ´Pituca´

En una vivienda hecha de ladrillos de barro artesanal, vivía Francisco Paniagua, con su padre del mismo nombre y zapatero de oficio.

El joven, de 19 años, cursaba el primer año de medicina en la Universidad de San Marcos de Lima, Perú, en momentos que el país atravesaba una seria crisis de seguridad por los ataques y atentados del grupo maoísta Sendero Luminoso.

Estaba cansado de dormir, estudiar y comer en la pobreza extrema, pero su papá trabajaba como burro para que su descendiente se diplomara como médico y se quitara esas ideas de la cabeza de unirse a los revolucionarios.

Una economía destrozada, mínima inversión local y extranjera, una divisa devaluada y gobiernos incapaces de solucionar los problemas sociales, educativos, además de neutralizar al grupo extremista, era la nota característica del Perú.



La pobreza-le aconsejaba su padre- se combate con preparación, estudio y trabajo, no con armas porque los gobernantes de ambos extremos terminan en lo mismo o robando al pueblo.

-Hijo, la corrupción es ambidiestra. No creas en la derecha extrema y mucho menos en la izquierda extrema-, le decía.

Entretanto, en el salón había una muchacha, Alejandra Garrido, blanca, de ojos verdes, de baja estatura y cabello lacio negro, físicamente conocida en Perú como “gringa” (persona caucásica incluso del mismo Perú).

La dama era de clase media alta, hija de un abogado y la dueña de un consultorio médico privado.

Alejandra Garrido era rebelde sin causa, y por llevarle la contraria a sus padres, entró al senderismo como célula para reclutar personas.

Desde que Sendero Luminoso hizo su primer ataque el 17 de mayo de 1980, los centros educativos superiores públicos se iban transformando, poco a poco, en verdaderos núcleos de reclutamiento guerrillero.

Mientras que Francisco Paniagua, de baja estatura, “acholado” y delgado, hizo una amistad excelente con Alejandra Garrido, a quienes sus compañeros de clases la llamaban “pituca” (de clase alta).

Tres meses después de conocerse, los jóvenes no se presentaron un lunes a clases, pero nadie le tomó importancia hasta que Francisco Paniagua padre fue a la policía a averiguar por su hijo y posteriormente a la Facultad.



Cuatro semanas sin su rastro, pegaron carteles en el barrio y en la universidad hasta que un compañero de clases le informó al padre que su hijo se juntó con una pituca y lo más probable es que se metieron a la guerrilla.

El afligido padre lloró, odió a Abimael Guzmán, conocido por sus seguidores como “Presidente Gonzalo”, el responsable directo de muerte y destrucción en el Perú.

Solamente podía rezar para que su hijo desertara y regresara con vida.

Sin embargo, un día la televisión informó que el ejército abortó una operación insurgente en una estación de policía en Lima, donde un grupo de guerrilleros intentaron robar armas.

Francisco Paniagua padre observaba las imágenes de los insurgentes muertos a tiros, entre ellos su hijo, vestido de verde, con una pañoleta con la bandera de Perú  en el cuello y el signo de SL. A su lado estaba una joven de tez blanca.

Seis meses después del triste hecho, Abimael Guzmán fue hecho prisionero, lo que dejó a sus seguidores sin revolución y a muchos padres sin hijos, como al humilde zapatero Francisco Paniagua.

 

Una paliza ganada

Javier Socarras, era un cubano residente en Vista Alegre, Arraiján y tenía un negocio de esotería en la carretera Interamericana, frente a una calle que dobla hacia el Casco Viejo de ese corregimiento.

Alto, cabello castaño oscuro, ojos verdes, delgado y de hablado rápido, timaba a sus clientes, principalmente mujeres, con hechizos, trabajos de limpieza, lectura de runas y cartas.

Sin embargo, todo era una estafa porque no tenía conocimiento alguno de la brujería, a pesar de que en la isla caribeña existen miles de sacerdotes o padrinos de religiones de origen africano.

Al caballero, de 45 años, le iba bien, tenía una casa alquilada en Altos de Vacamonte, un vehículo de doble tracción, su esposa cubana, dos hijos y una querida panameña, identificada como Patricia del Carmen Araúz.



Nada hacía gratis, aunque le rogaran, clientes que lloraban por infidelidad, amarres para que la pareja no la dejara, baños para ganar la lotería, labores con muñecos y tierra negra.

Patricia del Carmen, una mulata de 21 años, “pocotona” (voluptuosa), de cabello alisado, mirada de tigresa y pechos enormes, lo presionaba para que el caribeño dejara a su mujer y se cambiara a su casa para construir un castillo de amor.

El hombre la esquivaba con excusas de que recién trajo a su esposa de Cienfuegos, por lo que era imposible abandonarla en esos momentos, que ella debía estabilizarse con un trabajo y sus hijos aún no tenían permiso laboral en Panamá.

Uno de esos días, llegó al negocio del falso brujo, un caballero identificado como Víctor Garza, blanco, ojos oscuros, fisiculturista, se afeitaba la cabeza, medía casi dos metros y con poder adquisitivo.

Era pasacable en la Autoridad del Canal de Panamá, vecino de Playa Dorada, una zona exclusiva de Vacamonte.

Víctor Garza quería embrujar a una culisa que le robó la calma en el bar Alex, ubicado en la entrada de Vacamonte y pocos pasos de la regional de la Dirección de Investigación Judicial (DIJ).



Al ver la fotografía de la mujer, el estafador tragó fuerte porque no era otra que su mocita, pero se hizo el loco y le tumbó (cobro excesivo) 500 dólares por un amarre y unos baños mágicos que pondrían a la mujer a los pies del enamorado masculino.

Casi tres semanas después nada que la dama “caía” y le hicieron tres trabajos que ya sumaban mil 500 dólares, mientras el pasacable perdía la paciencia porque quería “coronar” a la mulata.

Víctor Garza le contó al brujo que la mujer solo era salida y dame dinero para esto, para el otro, aunque nada de entregar su preciado tesoro que trajo consigo al nacer.

Se quejaba de que lo trataba como un cajero automático y ni a “oler”.

El siguiente fin de semana, el pasacable estaba en La Chorrera en un bar con unos compañeros de la ACP, cuando vio al brujo tomado de la mano con su mocita y estalló el problema.

Víctor Garza le metió una trompada que lo dejó tirado en el piso, el cubano se levantó y el hombre engañado, lo alzó y lo aventó a una mesa donde estaban unas chichis lindas “chupando” cerveza, quienes lograron ver al caballero en el aire y huyeron.

Víctor Garza fue donde el gerente, le dijo que pagaría los daños con su tarjeta de crédito, lo hizo y se marchó antes que llegara la policía.

Al cubano se llevaron al hospital donde se encontró la moza con la esposa y esta última lo abandonó, además le quitó una pensión.

 

 

 

  

Atrapada (I parte)

Teresita Rojas, de 22 años, tenía ya tres meses de desaparecida, vivía en un apartamento en Britalia Norte, en la calle 170, con 167, de Bogotá, Colombia, y por más que sus familiares bombardearon los medios de comunicación, no la encontraban.

Una propiedad sencilla de un matrimonio de clase media, cuyos padres, Alfonso Rojas y María del Pilar Londoño, eran docentes en la Universidad Javeriana de esa urbe.

Tres recámaras, dos baños, una pequeña cocina y una sala-comedor, era el centro de atención de los Rojas-Londoño, sin embargo, al cuarto mes de la tragedia, María del Pilar tuvo un encuentro con alguien que podría ayudarla.

La dama, de mediana estatura, blanca, cabello negro y ojos verdes, caminaba con su pantalón vaquero, abrigo y botas negras a comprar pizza cuando se topó con un vendedor de cigarrillos callejero.

Era Adriano Jaén, oriundo del Medellín, de raza negra, alto, atlético y con profundos ojos color oscuro.



María del Pilar se detuvo a comprar un par de cigarrillos cuando el hombre le comentó que podía auxiliarla, lo que asustó a la mujer y le preguntó de qué hablaba.

-Disculpe su merced, pero vos tienes un problema con un ser querido, atrapada en una dimensión desconocida-.

La fémina dejó los cigarrillos, dio media vuelta y se marchó a su apartamento, llegó asustada, abrió la puerta y le contó a su marido lo ocurrido.

Dos semanas después todo seguía igual hasta que la pareja fue a ver al hombre y lo llevaron a su propiedad.

Lo primero que no le gustó a Adriano Jaén fue ver a Carolina Cifuentes, blanca, de cabello rojizo teñido, ojos azules y alta como una jugadora de baloncesto.

El hombre le hizo saber a la pareja que esa señora era una bruja porque sentía su poder y fuerza, no obstante, no la acusó de ser la responsable de la desaparición de la estudiante de medicina.

-Ella está aquí en esta propiedad, encerrada en algún lugar-, manifestó el clarividente.



Todos sorprendidos. La pelirroja trató de agarrarlo para que lo llevara donde se encontraba atrapada la menor, pero el caballero le gritó: ¡bruja!

Hubo un silencio.

La sala estaba decorada con una alfombra roja, un juego de sofás color gris, una mesita con matas artificiales, varios cuadros de los integrantes de The Beatles, una foto del matrimonio con Teresita y un espejo gigantesco.

También una mesita de noche con adornos, al lado un mueble con libros y las paredes pintadas de blanco hueso.

Adriano Jaén “pelaba los ojos”, los esposos y la tía de la nena solamente lo miraban, se frotaba las manos, dentro de sala la temperatura cambió de 19 grados sobre cero a unos 3 grados Celsius bajo cero.

Pidió otro espejo de pie, por suerte había uno en la habitación de Teresita y lo colocó frente al gigantesco, la luz se fue por 20 segundos, luego volvió y el bombillo parpadeaba hasta que se vio el rostro de la desaparecida en el espejo pequeño.

El clarividente miró a la pareja y la tía, pidió un martillo, pero no tenían.

-Está atrapada dentro de espejo grande-, explicó.

Le dieron un cuchillo, amarró un limpión para no cortarse, posteriormente rompió el espejo grande, se escuchó un grito de la “sardina” (mujer joven en Colombia)  y se fue al pequeño, lo destruyó en su totalidad.

La alfombra quedó regada de vidrios e introdujo ambas manos en el espejo de pie, salía neblina y los dedos de la futura doctora en medicina que sostenía las negras manos de Adriano Jaén.

La sacó de la dimensión y no hubo explicación, por el momento, de cómo entró o quién la metió.

Continuará...


Pólvora en gallinazo



Cuando Eustaquio Meléndez, aterrizó en el aeropuerto internacional Juan Santamaría, de Alajuela, Costa Rica, no se imaginaba la sorpresa que se llevaría en ese país.

Tomó el taxi de microbús que lo trasladó hacia el hotel Talamanca en la capital costarricense y mientras viajaba apreciaba el hermoso paisaje de la carretera, los bosques, las viviendas, el clima rico y sin necesidad de aire acondicionado.

Eustaquio Meléndez llevó a cabo el periplo para un congreso de ecologistas  de la región de Centroamérica que duraría tres días.

En la mañana las ponencias, luego reuniones de trabajo y el último día recorrerían dos parques nacionales.

El primer día se metió un desayuno de casado con café, pagó en dólares y le dio tres a la camarera, pero cuando le trajeron la factura se molestó porque la propina era incluida en el documento.Tras la salida, recorrió los Yoses, frente al Mall San Pedro, se recreaba la vista con las ticas y se metió en un bar a probar las cervezas imperiales.

Llegó al hotel, se bañó, se cambió de ropa para conocer el Parque de la Democracia, el de La Merced, lugar que los migrantes nicaragüenses llama la Pequeña Managua y terminó en la Peatonal.



Le picó el gusanillo del arranque y tomó un taxi a las nueve de la noche para irse a Planet Mall, ubicada en el mismo centro comercial, en San Pedro de Montes de Oca.

Pidió una mesa, se sentó en una silla cómoda, ordenó cerveza, miraba el tamaño del antro y vio cuatro damas que reían y bebían.

Una rubia, una morena, una mulata y otra de piel canela, pero la primera no le quitaba la vista al panameño.

Pusieron la canción “Sopa de Caracol” de Banda Blanca y se formó el baile en la pista, la rubia sacó a Eustaquio Meléndez, quien complació a la dama, pero al varón le encantó la fémina de piel canela.

La mujer intentó sacar información al caballero, aunque este solo le hablaba de su amiga hasta que ella se dio cuenta de que la batalla estaba perdida.

La chica de piel canela era Mariana Vargas, de mediana estatura, con un cuerpo normal, no paraba tráfico, no obstante, su abundante cabellera negra y sus ojos pardos era un imán.

Posteriormente, llegó un cubano, residente en San José, y todo el grupo se marchó a Pueblo e ingresaron en la discoteca Infinito.



Allí el panameño, atacó y atacó hasta que la dama, le acarició el cabello castaño oscuro al hombre y le dio un beso en la mejilla.

Eustaquio Meléndez se puso más blanco de lo que era, sus ojos miel brillaban más de normal. Ella le dio el número de teléfono de su residencia (los celulares no eran tan populares en ese momento).

No la volvió a ver durante su estadía en Costa Rica y al regresar la llamaba todos los domingos, antes de que bajaran el impuesto de llamadas internacionales.

Se pagaba un dólar de gravamen más 50 centavos de dólar el minuto, así que la tarjeta se consumía a la velocidad de la luz, más si solo era de cinco dólares porque solo alcanzaba para hablar ocho minutos.

El tiempo corría, no se sacaba de su cabeza a la costarricense, hasta que pidió una semana de vacaciones, tomó un avión con destino a San José, se hospedó el mismo hotel.

Como la chica era cajera en un supermercado en San José centro, decidió darle la sorpresa, pero la vida se la dio a él.

Mientras la esperaba entró un caballero blanco, de ojos verdes, cabello castaño claro y con una niña de unos cuatro años.

Eustaquio Meléndez encendió un cigarrillo y al levantar la vista estaba su amor platónico, tomada de una mano con el hombre blanco y con la otra agarraba a la niña.

Mariana Vargas tenía una hija y pareja, aunque vivía con sus padres, seguía con el padre de su descendiente y nunca se lo informó al istmeño.

El panameño caminó hasta el hotel, pidió la cuenta y que le llamaran un taxi al aeropuerto, pagó la penalidad de vuelo y regresó al istmo.

Nunca nadie se enteró de la afrenta sufrida porque por su orgullo se comió solo el sapo del engaño. 

´Panchito´ y ´Tachito´

Francisco Navarro Arias y Anastasio Galindo López, se conocieron en las aulas del Colegio Javier, un plantel de curas, ultra conservador y donde la oligarquía católica matriculaba a sus hijos.

Ambos chicos compartían muchas cosas, eran salseros, le gustaba patinar, ver películas de terror y comer hamburguesas.

Tras terminar la secundaria, sus padres los enviaron a estudiar distintas carreras a Estados Unidos, como lo hace los de poder económico en Panamá.

El primero se diplomó como ingeniero industrial en la Universidad de Kansas y el segundo trajo en su maleta un título de literatura inglesa en la Universidad de Portland, algo que no fue del agrado de sus padres, desde el principio, pero los convenció y de algo debía graduarse.

A “Panchito”, prácticamente lo obligaron a casarse con Lilita Vander Hans, la bisnieta de un aventurero holandés que se coló en el Club Unión, a pesar de ser prófugo de la justicia de su país por estafador.



Mientras que “Tachito” peleó, pataleó, se cabreó y se negó a casarse con Marian Horowitz, cuyos padres se la pusieron en bandeja de plata, no tanto por amor, sino para salvar de la quiebra su negocio de cadena de almacenes de ropa.

Durante una fiesta del Año nuevo 2012, “Panchito” y “Tachito” se reencontraron en el famoso club de Punta Paitilla, rieron, recordaron viejos tiempos, hartaron y “chuparon” guaro como cosacos.

Intercambiaron números de móvil y se volvieron inseparables desde ese momento, tanto que preocupó a Lilita sus constantes perdidas de la fábrica de bloques de la familia y de las reuniones los viernes en el club.

“Tachito” era un hombre de armas a tomar, rebelde con o sin causa, se negaba a seguir las tradiciones de la oligarquía panameña, ya que él decidía su vida y nadie intervendría, lo que provocaba pleitos con su familia.

Un día, Lilita buscó y encontró las cuentas de las tarjetas de crédito de su marido. Grata sorpresa hallar numerosos pagos del hotel Kardati, de la avenida Ricardo J. Alfaro. ¿Tendría amante?

A llegar a casa ardió el rancho, gritos, reclamos y preguntas del por qué no la embarazaba.



“Panchito” harto de la situación, le pidió el divorcio porque no estaba en condiciones de seguir un matrimonio con una mujer que no amaba, lo que generó llantos y sufrimientos de la fémina.

Sin hijos y todo hablado, ambos caballeros empezaron a frecuentar lugares públicos juntos, lo que creó la bola de corrillos en el club de los rabiblancos que los señores eran homosexuales.

En una sociedad panameña, donde la hipocresía y el doble discurso son la nota característica, esta no acepta que en este mundo hay de todo, sin embargo, cuando se trata de dinero y “familias” lo que prevalece son las dinastías, las herencias y los intereses económicos.

Algunos los trataban bien, no obstante, los ataques hacia Lilita eran devastadores, entre ellos, que se casó con un “maricón”.

No le dio el divorcio a su esposo, pero se fue a Miami, EUA, donde una prima para contar toda su historia.

“Panchito” y “Tachito” ya hartos de la situación, críticas infundadas, embustes de socios, amigos y parientes, tomaron una decisión, no la más correcta, pero una salida a su problema.

Se hospedaron en el Hotel Panamá, comieron, bebieron, bailaron y en el último trago se incluyeron cianuro a los tragos de güisqui.

La trabajadora manual los encontró a los dos en la cama, con una rosa roja en el centro y una nota que decía lo siguiente: “Si no nos quieren en la tierra, estaremos juntos en el cielo”.

Sus familias, por ser poderosas, presionaron para que los periódicos no publicaran la noticia, como ocurre cuando los oligarcas hacen cagadas, cometen delitos y se registran este tipo de hechos.

Solo un diario digital divulgó la información que tituló: ´Panchito y Tachito´, del colegio hasta la muerte´.

El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

 

Los cazadores cazados

Aún Omar Luis Ballesteros, tenía el olor a los barrotes del Centro Penitenciario La Joya, donde purgó dos años y medio de prisión por hurtar en una distribuidora.

Una infancia dura, con su madre fallecida, su padre lo crio a punta de golpes, se drogaba y cambiaba de concubina como si fuese una camisa.

Omar Luis Ballesteros, a quien apodaban “Parche Caliente”, le gustaban las nenas mulatas, delgadas, con abundantes senos y escandalosas, tipo “chumerri” y en que tiempos pasados las llamaban rakatakas o ratonas.

Acholado, de baja estatura, medio obeso, cabello lacio, labios delgados y ojos pardos, el caballero al salir de la cárcel cortejaba a Yasuri Mendieta, una culisa que residía en calle 27 de El Chorrillo, en los edificios de Renovación Urbana.

La guialcita (chica) vendía abrebocas, gaseosas y cigarrillos a los automovilistas que circulaban por la avenida de los Mártires, en la capital panameña y que viajaban rumbo a Panamá Oeste.



Junto con un masculino de nombre Mario Soles, apodado “Diente de Drácula”, se dedicaban a hurtar a los parroquianos en la 5 de Mayo y Calidonia, abriéndoles los morrales y sacando lo que podían.

Como no eran pendejos, sabían dónde estaban las cámaras de la policía y atacaban a sus víctimas donde no eran vistos.

“Parche Caliente” le prometió a la dama un celular costoso, ya que el hombre aún no probaba del dulce manjar de la mujer, bien formada como una guitarra, de cabello negro alisado, dos dientes de oro, bastantes tatuajes, ojos oscuros y un caminado fabuloso.

La noche anterior lo dejaron con ganas, así que, para probar del azúcar de la mulata “Parche Caliente” se fue con “Diente de Drácula”  a Calidonia, a las 9 de noche, un viernes, para tumbar a los hombres que salían ebrios de las cantinas de la zona.

Pensó que con el botín tendría el dinero necesario para complacer a la mujer y esta se bajaría el calzón sin pensarlo dos veces. ¿Lo haría?

Le robaron a tres clientes del bar Casanova, cuando divisaron un indio guna que se tambaleaba mientras se dirigía hacia el Mercadito de Calidonia.

Los antisociales se “alagartaron” (querer más) y siguieron a su víctima hasta cuando ingresó a la oscura calle donde están los quioscos destartalados del mercadito.

Se colocaron frente al hombre, quien se dio cuenta que lo iban a “bolsear”, este se agachó, con su pie derecho, a pesar de la borrachera, hizo un giro de reloj en las piernas de “Diente de Drácula”, quien cayó y se golpeó la cabeza.

“Parche Caliente” fue a defender a su compinche, pero el guna le dio un rodillazo en los testículos, posteriormente “Diente de Drácula” se levantó y el indio le pasó un cuchillo por al antebrazo derecho.



Un grito desgarrador del malandrín y el chorro de sangre cambió el color de su camiseta de blanca a roja.

Una ronda policial que pasaba vio la escena, los esposaron a los tres y se los llevaron al cuarto de urgencias del Hospital Santo Tomás.

La víctima narró que le iban a robar y se defendió, versión que le creyó la policía, lo soltaron, sin embargo, los dos cacos durmieron en la sombra.

A “Diente de Drácula” y a “Parche Caliente”, el juez les impuso cuatro años de cárcel porque se declararon culpables de intento de robo.

Lo peor fue “Parche Caliente” no “coronó” y ahora Yasuri Mendieta anda con un vecino del también llamado “barrio mártir”.

Les salió la bruja o todo mal como dicen en Panamá.

Chorreada en pintura

Jaime García, de 21 años, era un vendedor ejecutivo de una empresa de automóviles en la Ciudad de Panamá, de mediana estatura, un rostro que asustaba, por lo que le apodaban “Cara de Crimen”, delgado, de mediana estatura, acholado y ojos pardos.

Sus compañeros de trabajo se preguntaban qué tenía el caballero, ya que era un maestro en el arte de conquistar mujeres, principalmente clientes o damas de la “alta sociedad” a quienes chuleaba.

Residía en el edificio 31, de Villa Lorena, con su papá y su madrastra, con quien tenía roces porque la señora quería que su hijastro la pasara por aduanas y este último se negaba.

En la compañía había una bola de corrillos de que “Cara de Crimen” tenía amoríos con doña Alexandra de Papadakis, una catrina de 45 años, gerente de la concesionaria, casada con un griego, “milloneta”, dueño de barcos, accionista en un banco y de una arenera.

El señor tenía 20 años más que su esposa y, como suele ocurrir en la oligarquía y parejas clandestinas, Alexandra solo podía verse con su mocito en hoteles de la Transístmica o de playa.





Un día “Cara de Crimen” se apareció con un Toyota Land Cruiser, del año, con todas las extras y ante la mirada sorpresiva de sus camaradas y de Lucía Miller, una darienita sexy, mitad indígena y mitad negra, roba miradas por su gran trasero y pechos.

Con sus ojos profundamente negros, la dama miraba a “Cara de Crimen” mientras acariciaba sus rizos negros.

Mientras Alexandra se fue con su marido a un viaje a la isla de Creta (Grecia) a ver unos familiares, su novio gozaba en grande con Lucía y el billetón que le dejó su amante antes de abordar el avión.

El mes que la “encopetada” estuvo fuera del istmo, “Cara de Crimen” y Lucía se fueron a paradisíaca isla de Taboga, a la Calzada de Amador, las discotecas de calle 50, cruzaron el Canal de Panamá y derrocharon dinero ajeno.

La clave del éxito del varón era su labia, porque no tenía atractivo y daba la impresión de que solamente le faltaba el machete para cortar monte.

Al regresar, Alexandra de Papadikis, se enteró de las andanzas de su novio, intentó calmarse, pero se sintió burlada y herida.



Llamó a su amante a la oficina donde se formó una discusión. Los gritos se oían en todo el local o en otras palabras ardía Troya en calle 50.

Cegada de celos, Lucía fue donde estaba la pareja.

En ese momento pintaban las oficinas, por lo que la mujer tomó una lata de pintura blanca, llamó a la puerta, cuando la esposa del griego le abrió, Lucía le arrojó un galón de pintura a la cabeza a su jefa.

Los colaboradores sorprendidos observaron como el traje de Dolce & Gabanna, azul, se chorreaba de blanco, el costoso peinado de la dama y su rostro se tornó como una nieve derretida.

La señora “encopetada” no dijo nada, solo lloró y se internó en su oficina. No quería un escándalo marital que terminara en divorcio y sin su jugosa herencia.

Allí no acabó todo.

A la hora “Cara de Crimen” y Lucía pasaron por la oficina de RRHH por su liquidación, pero a la novia del acholado nada le correspondió por el daño que pagó del vestido y cuyo precio era de 4 mil dólares.

 

 

´Cero tolerancia´

Ralph Wilson, era un diplomático estadounidense de 35 años, oriundo de Chula Vista, California, trabajaba para el Departamento de Estado, en la sección de Asuntos de Asia.

Sin embargo, no era de su agrado porque había estado en Alemania, México, Filipinas, Panamá, Egipto y su sueño era que lo trasladaran a la embajada norteamericana en Colombia.

Blanco, de ojos azules, de casi dos metros, delgado y cabello rubio, Ralph Wilson, era divorciado con una hija y como muchos diplomáticos solteros de Estados Unidos, rogaba para que lo trasladaran hacia Bogotá.

No era un secreto para quienes trabajaban en el Departamento de Estado o la cancillería de EUA que los funcionarios solteros pedían a gritos que los mandaran allí.

El cambio de dólares a pesos colombianos le triplicaba el salario, que oscilaba en unos seis mil dólares mensuales Y  que a principio del siglo XXI se traducía en nada más y nada menos que doce millones de pesos.



Aparte de eso, las colombianas eran otra arista por la cual pedían ser enviados allí y aunque fueran cíclopes, cualquier diplomático estadounidense enganchaba alguna “sardina” o “cuchita”, dependiendo de su gusto.

Algunas nativas del país sudamericano lo veían como un pasaporte para salir de su país que contaba con numerosas riquezas naturales, pero la pobreza era como el Everest.

Lo cierto que el Departamento de Estado aplicaba una política de “cero tolerancia” a sus funcionarios por las cagadas cometidas, principalmente porque en uno de los locales de Bogota Beer Company, de la 85, un grupo de ellos, ebrios, protagonizó una pelea de proporciones mayores.

Con jugoso salario, un apartamento en Chicá y exoneraciones para vehículos importados, Ralph Wilson, se preparaba para su aventura.

Se enamoró del rico clima de la ciudad, su organizada estructura de calles y carreras, el Transmilenio, los edificios de ladrillos, la changua (desayuno a base de leche y huevo), sus mujeres, entre otras cosas.

A la semana de estar en Bogotá, se fue con unos diplomáticos estadounidenses a almorzar a la Pesquera Jaramillo de la Zona Rosa, específicamente de la 85, a disfrutar de una langosta canadiense de 150 mil pesos (unos 75 dólares).

El destino le tenía otra jugada, ya que conoció a Daniela Ortegón, una camarera oriunda de Cuba, uno de los barrios más pobres de Pereira (Risaralda).

Aunque la dama no hablaba inglés y Ralph conocía pocas palabras en castellano se empataron de inmediato.



Daniela Ortegón de estatura mediana, rubia, con cuerpo voluptuoso, ojos miel, cabello rizado y mirada de imán, se dio cuenta de que se ganó la lotería con el extranjero.

El hombre la recogió a las 10 de la noche a la salida y se perdieron a un lugar desconocido.

Fueron tres días de alcohol, sexo y drogas, el diplomático no se presentó a su puesto, ni llamó para reportarse enfermo y sus superiores empezaron a preocuparse.

Los diplomáticos de EE.UU. tenían prohibido viajar fuera de Bogotá en carretera porque podrían ser blanco de secuestros por la guerrilla izquierdista.

Cuatro días después, uno de los conductores de la embajada lo vio en La Candelaria caminando y tomado de la mano con su novia.

El empleado notificó y lo fueron a buscar al restaurante donde almorzaba con la dama.

Un carro con matrícula diplomática llegó, se bajaron tres norteamericanos, lo subieron, dejaron a la mujer sola y se marcharon.

Al día siguiente, Ralph Wilson, estaba en un aeropuerto de Catam en un avión con destino a Washington D.C., le quitaron todos los privilegios y perdió su puesto laboral.

Le aplicaron la política de “cero tolerancia”, se quedó sin novia colombiana y sin trabajo.

Cuando se junta el ganado

Carlos Eduardo era un panameño que se fue a vivir a Bogotá para trabajar en una empresa petrolera, tras estudiar en la Universidad de Bucarest, Rumania. Se llevaría la sorpresa de su existencia allí. 

Como en Panamá nadie le daba trabajo como ingeniero petrolero,  un amigo suyo  lo ayudó para obtener la plaza laboral y se fue a la cosmopolita ciudad sudamericana.

Le fascinó el clima, los edificios de ladrillos, la autopista Norte, Chicá, la Zona Rosa, la Circunvalar, la Séptima, el ajiaco y las numerosas actividades culturales, pero además le encantaron las mujeres.

Soltero, sin hijos, a sus 26 años, de tez canela, de mediana estatura, cabello lacio, medio atlético, ganaba un salario de seis millones de pesos al mes, lo que en el 2004, al cambio, eran tres mil dólares, más un apartamento en Cedritos y viáticos para los trabajos de campo.



El lugar favorito de Carlos Eduardo era Aguapanelas de Cedritos, cerca de su casa, también le encantaba arrancarse en Bogota Beer Company, de la calle 85, donde cazaba lindas chicas.

Durante uno de esos arranques en Bogotá Beer Company de la 85, conoció a Diana Carolina, rubia, de ojos verdes, delgada, senos pequeños y sonrisa atractiva, pero una tigresa de proporciones mayores.

El flechazo entre la dama, oriunda de Antioquía, y el istmeño fue de inmediato.

Ella lo entrenó en el cambio de monedas, lo llevó al Monserrate, al parque Jaime Duque, al Castillo Marroquín de Chía, al Parque del Rock y otras zonas de esa bella ciudad.

Todo iba viento en popa hasta que en una reunión laboral conoció a Ana Milena, caleña, de piel canela, voluptuosa, ojos pardos, cabello lacio y de mediana estatura.

Carlos Eduardo comenzó a perdérsele a su novia para fugarse con la caleña a bailar salsa, ya que la fémina era una maestra en ese ritmo, como muchas personas oriundas de Cali.

La “paisa” sospechaba que su pareja extranjera le ponía los cuernos, no tenía evidencias, sin embargo, decidió visitarlo un sábado casi a media noche a su apartamento.



El caballero se encontraba “bicicleteando” con la caleña cuando sonó el citófono. 

Del otro lado, el vigilante le informaba que su novia lo buscaba, Carlos Eduardo le respondió que le dijera que no estaba, pero  Diana Carolina insistió hasta que el hombre bajó.

Se formó una discusión de proporciones mayores entre la pareja y a la que se unió la caleña, lo que transformó el disturbio menor en dos contra uno.

Dos féminas engañadas y juntas es peor que una manada de hienas con hambre de una semana, así que entre las dos lo amarraron con unas pañoletas, Ana Milena sacó una tijera de la cartera, le cortó el cabello y lo encueraron.

Posteriormente, llegó la policía, cargó con los tres a un CAI (Centro de Atención Inmediata) y luego a un juzgado nocturno.

Todo fue filmado por un camarógrafo de City TV, noticia que divulgaron en el segmento “Así Amanece Bogotá” el lunes en la mañana y que vieron los ejecutivos de la empresa Ecopetrol, donde laboraba el panameño.

Tres días después, Carlos Eduardo aterrizaba en el aeropuerto de Tocumen, sin trabajo porque lo botaron, por dar mala imagen a la empresa, mientras que la caleña y la paisa se hicieron compinches.

El engaño de un hombre las hizo casi hermanas y el masculino gozó de su aventura colombiana solo cuatro meses.