Cuando Eustaquio Meléndez, aterrizó en el aeropuerto
internacional Juan Santamaría, de Alajuela, Costa Rica, no se imaginaba la
sorpresa que se llevaría en ese país.
Tomó el taxi de microbús que lo trasladó hacia el
hotel Talamanca en la capital costarricense y mientras viajaba apreciaba el
hermoso paisaje de la carretera, los bosques, las viviendas, el clima rico y
sin necesidad de aire acondicionado.
Eustaquio Meléndez llevó a cabo el periplo para un
congreso de ecologistas de la región de
Centroamérica que duraría tres días.
En la mañana las ponencias, luego reuniones de trabajo
y el último día recorrerían dos parques nacionales.
El primer día se metió un desayuno de casado con café, pagó en dólares y le dio tres a la camarera, pero cuando le trajeron la factura se molestó porque la propina era incluida en el documento.Tras la salida, recorrió los Yoses, frente al Mall San Pedro, se recreaba la vista con las ticas y se metió en un bar a probar las cervezas imperiales.
Llegó al hotel, se bañó, se cambió de ropa para
conocer el Parque de la Democracia, el de La Merced, lugar que los migrantes
nicaragüenses llama la Pequeña Managua y terminó en la Peatonal.
Le picó el gusanillo del arranque y tomó un taxi a las
nueve de la noche para irse a Planet Mall, ubicada en el mismo centro
comercial, en San Pedro de Montes de Oca.
Pidió una mesa, se sentó en una silla cómoda, ordenó cerveza,
miraba el tamaño del antro y vio cuatro damas que reían y bebían.
Una rubia, una morena, una mulata y otra de piel
canela, pero la primera no le quitaba la vista al panameño.
Pusieron la canción “Sopa de Caracol” de Banda Blanca
y se formó el baile en la pista, la rubia sacó a Eustaquio Meléndez, quien complació
a la dama, pero al varón le encantó la fémina de piel canela.
La mujer intentó sacar información al caballero,
aunque este solo le hablaba de su amiga hasta que ella se dio cuenta de que la
batalla estaba perdida.
La chica de piel canela era Mariana Vargas, de mediana
estatura, con un cuerpo normal, no paraba tráfico, no obstante, su abundante
cabellera negra y sus ojos pardos era un imán.
Posteriormente, llegó un cubano, residente en San José,
y todo el grupo se marchó a Pueblo e ingresaron en la discoteca Infinito.
Allí el panameño, atacó y atacó hasta que la dama, le
acarició el cabello castaño oscuro al hombre y le dio un beso en la mejilla.
Eustaquio Meléndez se puso más blanco de lo que era,
sus ojos miel brillaban más de normal. Ella le dio el número de teléfono de su
residencia (los celulares no eran tan populares en ese momento).
No la volvió a ver durante su estadía en Costa Rica y
al regresar la llamaba todos los domingos, antes de que bajaran el impuesto de
llamadas internacionales.
Se pagaba un dólar de gravamen más 50 centavos de
dólar el minuto, así que la tarjeta se consumía a la velocidad de la luz, más
si solo era de cinco dólares porque solo alcanzaba para hablar ocho minutos.
El tiempo corría, no se sacaba de su cabeza a la costarricense, hasta que pidió una semana de vacaciones, tomó un avión con destino a San José, se hospedó el mismo hotel.
Como la chica era cajera en un supermercado en San José centro, decidió darle la sorpresa, pero la vida se la dio a él.
Mientras la esperaba entró un caballero blanco, de
ojos verdes, cabello castaño claro y con una niña de unos cuatro años.
Eustaquio Meléndez encendió un cigarrillo y al
levantar la vista estaba su amor platónico, tomada de una mano con el hombre
blanco y con la otra agarraba a la niña.
Mariana Vargas tenía una hija y pareja, aunque vivía
con sus padres, seguía con el padre de su descendiente y nunca se lo informó al
istmeño.
El panameño caminó hasta el hotel, pidió la cuenta y
que le llamaran un taxi al aeropuerto, pagó la penalidad de vuelo y regresó al
istmo.
Nunca nadie se enteró de la afrenta sufrida porque por su orgullo se comió solo el sapo del engaño.