Extracto de la novela El Trébol de la Muerte

 

El peligro, la muerte, las balas y el terror del enemigo acechaban a ambos personajes porque fue la vida que escogieron. No había vuelta atrás, ya que una vez se ingresa al mundo de la guerra sucia no existe otra salida que la cárcel o el cementerio.

 




-¿Tienes tu arma contigo?-, preguntó el palestino.

 

-La dejé en la oficina-, respondió Mark Collins (Jim O’Niell).

 

-¡Por Alá! Te proporcionamos un arma para que cuides tu vida y la dejas. ¡Eres un pendejo, europeo! ¿Qué clase de guerrillero eres?-, dijo molesto el guapetón palestino.

Kaleb Bahrein sabía que existía una puerta trasera; sin embargo, era necesario entrar a la cocina para hallar la otra salida del local, por lo que el palestino se levantó de su silla y se dirigió hacia la ruta de escape y su acompañante permaneció en la mesa.

 

Uno de los espías del Mossad miró al palestino y aunque las gafas oscuras le impedían a Kaleb Bahrein saber con exactitud dónde miraban ambos espías israelíes, sospechaba que no le despegaba la vista.

 

Había un agente israelí de cabello claro, otro de cabello oscuro; el primero se levantó de su puesto para ir detrás del palestino; sin embargo, Mark Collins (Jim O´Niell) hizo lo mismo con té en mano y como en una función teatral, derramó la bebida sobre la blanca camisa del espía del Mossad.



 

El agente se quitó las gafas, bajó su cabeza para observar su camisa manchada con la bebida que el irlandés disfrutaba, luego el espía levantó su mano derecha para separar al agente; no obstante, el irlandés le metió una zancadilla y el israelí cayó.

 

Mark Collins (Jim O’Niell) corrió hacia el frente del local, mientras reía.

El agente medio rubio entró a la cocina para seguir a Kaleb Bahrein, luego el palestino le arrojó una bandeja de arroz caliente al israelí, quien logró esquivar parte del grano, pero no evitó que muchos cayeran sobre su cabeza.

 

Los gritos del espía fueron de espanto, lo que le dio tiempo al representante de la OLP para salir por la puerta trasera.

 

Entretanto, el norirlandés abandonó el local por la parte frontal del restaurante y colocó un cuchillo de mesa en las manijas de la puerta principal para trancarla y tener tiempo de huir; corrió por dos calles y dobló hacia la derecha para desaparecer.

 

Ese fue un escape de momento porque Kaleb Bahrein y Mark Collins (Jim O´Niell) tenían sus días contados.

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Tres doncellas y una partida

 

Antonio iba por un camino de tierra, a ambos extremos el gigantesco herbazal, se escuchaban el estruendo de los cañones que bombardeaban el improvisado puerto.

 

Las luces del fuego eran visibles y temblaba el suelo a medida que caían.

 

Una fila de soldados vestidos con harapos, algunos descalzos, con carabinas británicas y pocas municiones para enfrentar al enemigo conservador. ¿Dónde estaba? No tenía ni la menor idea.

 


La noche estrellada y una hermosa luna que alumbraba el mar, mientras los barcos se divisaban porque estaban a corta distancia del objetivo que disparaban.

 

--¿Antonio?

 

El hombre volteó y la vio. Hermosa, con su abundante cabellera negra, sus ojos pardos que denotaban tristeza, cuerpo escultural, donde el caballero nadó en numerosas ocasiones cuando en otra época las pasiones provocaban tsunamis de testosterona.

 

-¿Cristina? ¿Qué haces aquí?-

 

-Te fuiste a la guerra por ella?

 

-Es a ti a quien amo no a Massiel-

 

Massiel miraba todo desde cerca y le hacía señas a Antonio para que fuese donde ella, pero el movió la cabeza en señal negativa.

 

-Te repito es a ti a quien amo-.

 

Massiel lo miraba, con su sonrisa coqueta y le lanzaba besos con su mano derecha, pero era ignorada.

 

-Lucho por mi causa, no por ella-.

 

-No es cierto. Vine hasta acá para verte-, dijo Cristina en momentos que un diluvio recorría sus mejillas.

 

-No me volverás a ver más-, respondió Antonio, furioso, se volteó y se marchó.

 

Tras darse la vuelta, otra vez el sonido de las bombas, Massiel se marchó sin despedirse, pero estaba frente a él Gloria, con su cabello castaño, su pequeña estatura, ojos color miel, su blanca piel y sonrisa atractiva.

 

-Yo sí te amo, Antonio—

 

Vuelven a bombardear el puerto, el fuego alumbra la silueta de guitarra de Gloria, pero nada le pasa.

 

Antonio se despierta asustado. Es un sueño. No todas las noches sueñas con tres exnovias al mismo tiempo o se te junta el ganado en una misma noche. ¿Me estaré ponchando (volviendo loco)?

 

Muchos párvulos, pero poca comida

 

Cuando en nuestros países del Tercer Mundo vemos en los noticieros de televisión a madres solteras vociferando que tienen cuatro o cinco hijos, sentimos lástima.

Ellas culpan a la sociedad de sus errores y por ello todos tenemos la obligación de ayudarlas. ¿Por qué no pensaron eso cuando estaban en el colchón con diferentes representantes del sexo masculino?


Tener un hijo no es fácil. Hay que criarlo, alimentarlo, educarlo e intentar que no se vayan por el camino más fácil que termine en una cárcel, un centro de rehabilitación de drogadictos o en el peor de los casos, en el cementerio. Como padres no debemos confundir el amor con la disciplina.





Aunque parezca increíble, las personas con mayor poder adquisitivo y educación universitaria son las que menos hijos tienen en el matrimonio.

Los más pobres pueden crear un equipo de baloncesto en sus barrios, caracterizados por la promiscuidad, el hambre y la venta de drogas.


Muchos se preguntan la razón por la cual los pobres tienen tantos hijos y las respuestas son varias: ignorancia, machismo, falta de prevención y carencia de educación sexual.

Para mí solo hay un motivo, a excepción de las zonas montañosas, la estupidez de las parejas. No es cuestión del hombre o de la mujer de forma individual, sino de ambos. Un hijo no lo hace una sola persona, sino dos.


A estas alturas en el siglo XXI, con la tecnología, Internet, comunicaciones con tecnología de punta, los medios de comunicación social, principalmente los audiovisuales y redes sociales, no concibo que personas irresponsables traigan hijos como si fueran fábricas de papel para envolver chocolates.


Cuando mi única hija Daniella Britannia nació, iba a cumplir 36 años. No tengo interés en buscar al famoso heredero “varón” o el junior como en ocasiones machistas hacen y lo que generan es llenarse de hijos.

Una nena puede dar inclusive hasta más talla que los varones. Lo que la vida nos dio que no lo cambie el individuo.


Crecí en un barrio pobre llamado El Chorrillo, uno de los más miserables de mi país y veía como el vientre les crecía a mis vecinas de la noche a la mañana. Claro que desde los ocho años sabía cómo se hacía un bebé y las historias de cigüeñas me daban risa.


Con el ejemplo de la zona donde crecí y mi mejor maestro, mi padre, me prometí que jamás tendría un jardín de infancia.





Sin querer dar lecciones de moralidad (tampoco soy un santo porque tuve muchas novias) uno puede disfrutar de la vida sin tener que ir al urólogo por enfermedades sociales.


¿Cómo alimentarás a tantos hijos si no estas preparado psicológicamente, económicamente y mentalmente para una responsabilidad tan grande?


Los centros parvularios son para que nos cuiden a nuestros hijos, no para llenarlos personalmente con nuestros descendientes.

¿Por qué se va la gente?

 

A lo largo de mis viajes al exterior como reportero y como Jefe de Información, en el diario El Siglo, aprendí mucho y pregunté sobre la migración humana.

Es tan sencillo porque si los animales viajan grandes extensiones de tierra o por aire (en este caso las aves), sobran razones para que alguien abandonara su nación en busca de mejor futuro.


Mi propia familia en 1989 , con un país casi destruido por la crisis política y económica, tuvo que salir de su adorada Panamá para residir en el estado de La Florida.

Ya pasaron 20 años desde que mi madre (regresó once años después y falleció en el 2019), mi hermano y una hermana, se fueron a buscar trabajo y una tranquilidad que no hallaron en la tierra que los vio nacer.



Cuando vivía en San José, Costa Rica, me sorprendió la xenofobia de los ticos contra los nicaragüenses. Si bien es cierto habían grupos que cometían delitos, era imposible que todos fueran al parque cercano a la iglesia La Merced (llamado la Pequeña Managua), a beber guaro y agarrarse a machetazos.

Eso me inspiró a crear el cuento denominado “Un amor disparatado” (jczukov.blogspot.com) y colgarlo en Internet para que fuera leído.


En el 2005, tuve la oportunidad de visitar Taipei y otras ciudades de Taiwán, aunque en esta ocasión no quedé estupefacto al ver inmigrantes filipinos, vietnamitas, malayos, de China Comunista y otros países asiáticos haciendo labores que los taiwaneses se negaban a realizar.


Allí conocí a Irene, una filipina que laboraba como empleada doméstica y tomaba el metro todos los días para ir a la mansión que limpiaba. Irene me contó (todo en inglés) que cada mes enviaba dinero a Filipinas para mantener a su madre y sus hermanos que vivían en una zona pobre de la isla Luzón.


Historias como la de Irene existen por todo Asia, América, Europa, África y Oceanía. La gente quiere un mejor futuro, mientras tienen el corazón en la boca cuando se acerca la policía y los agentes de migración. Ser inmigrante, como dice Mano Chau, es sinónimo de clandestino, maleante, marihuana, hachís y negocios sucios.


En todo el mundo habrá movimientos de personas y la migración humana cesará cuando la Tierra sea destruida por la naturaleza o el individuo. ¿Saben por qué? La gente se va porque quiere irse, se tienen que ir o no aguantan la situación económica, social, cultural, política y religiosa en sus países de origen.


La lejanía de los familiares, el desconocimiento de la lengua, las jergas, la xenofobia, el cambio culinario, la soledad, la variación cultural y las trabas por ser extranjero, son parte de las cargas de profundidad que deben soportar los inmigrantes. No obstante, se van porque no tienen otra salida. Confieso que estoy contra la migración ilegal, sin embargo, quien se quiere ir se marcha por arte de birlibirloque o como sea.

No se equivoquen, el problema migratorio no solo es un asunto de Estados Unidos sino mundial.

Topos y fugas carcelarias

 

Temprano en la mañana miraba en el noticiero de televisión de Canal 2, donde trabajaba como reportero (2000-2001), una información de unas presas que se evadieron de la cárcel de Mujeres de la Ciudad de Panamá. Mi amigo y colega Abdel Fuentes estaba conmigo y veíamos como las llevaban esposadas y una recriminaba que, como castigo, las meterían en una celda con internas enfermas de Sida.


Horas más tarde entrevistaba a Winston Spadafora, en ese momento ministro de Gobierno y Justicia, posteriormente ocupó el cargo de magistrado de la Corte Suprema de Justicia (CSJ). Le pregunté cómo andaban las investigaciones sobre evadidas y su rostro fue de sorpresa.


“Señor periodista, ninguna mujer se ha escapado de esa cárcel. Eso lo está afirmando usted”, respondió el premier.


“Señor ministro, anoche se fugaron varias mujeres de la cárcel y las atraparon cerca de la Escuela de Motores Diesel Muñoz. Hay escenas fílmicas que lo prueban”, respondí con micrófono en mano.


“Bueno eso lo dice usted, entreviste a la directora de Corrección porque nadie se ha evadido”, fue la respuesta de Spadafora.


Lo peor que le puede pasar a un ministro de Estado es desconocer un hecho público en su jurisdicción. Estaba seguro porque nadie me lo contó, lo ví al igual que miles de personas en Panamá, pero el premier de mi nación estaba en la luna y trató de ridiculizarme frente a todos mis colegas periodistas.


Un reportero debe conocer el tema, documentarse, saber con quién se enfrenta y estar seguro de lo que preguntará y las posibles respuestas para repreguntar. Tomen en cuenta, reporteros novatos, que muchas veces no es la respuesta sino la pregunta.


En este caso, mi camarógrafo Merardo Gómez (falleció en el 2014), conocido popularmente como “Chino”, me preguntó que si no había inventado esa información. “Eso lo cubrió Joaquín Maizón (hoy periodista fallecido)”, respondí.


Al llegar al canal de televisión le mostré lo que ocurrió al director de noticias, Irene Hernández, quien se fijó en la entrevista. Su idea fue original para restregarle al ministro que desconocía un hecho público y no era postivo tratar de culpar al periodista de sus errores, como se hace en muchas ocasiones.


Luego me telefoneó el relacionista público del ministerio, mi colega David Salayandía para decirme que su jefe quería hablar conmigo en su despacho. Obviamente la respuesta fue que no. El ministro debía pagar las consecuencias de su arrogancia y el país sabría que no tenía idea de lo ocurrido en su institución.



Para no dar vueltas, en la información divulgada en la televisión colocaron el audio del ministro negando las fugas, aunque las imágenes difundidas eran de las internas evadidas y esposadas. ¿Quién se evadió entonces, fueron unos topos?, preguntó el director de noticias, quien locutaba los avances del noticiero.


Días después me enteré que el propio hijo del ministro, le dijo a su padre lo siguiente: “quedaste con un huevón (tonto)”.


Eso nos enseña que la arrogancia no lleva a ninguna parte y es mejor quedarse callado si se desconoce algún tema, de lo contrario meterás la pata hasta el fondo.

Los indocumentados en EE.UU.

 

En marzo del 2004 tuve una experiencia inolvidable, conocer parte del territorio estadounidense que en una ocasión fue español, luego mexicano y finalmente se convirtió en un estado federal de EE.UU. Fue llamado Alto California y años después le decían simplemente California.


Sin embargo, en Los Ángeles, no fue la belleza de Beverly Hills, ni los mendigos que pedían dinero cerca del Parque MacArthur, ni las hermosas californianas, ni los estudios Universal lo que me sorprendió, sino la cantidad de indocumentados, principalmente mexicanos, que laboraban y vivían en diversos condados. Una población estimada en tres millones de almas “sin papeles”, sólo en California.


Me hospedé en un hotel ubicado en el Orange County, en Buena Park, no obstante, visité diversas partes para conocer a la colonia panameña residente en ese estado y escuchar sus historias.




Cerca del famoso parque existían pequeñas tiendas de ropas y en una de ellas, la mafia mexicana vendía carnés de residente, licencias de conducir y carnés de seguro social. Todos los documentos eran falsos, aunque los vendedores estaban tan tranquilos como si comercializaran cerveza Tecate o agua de Jamaica. Como soy periodista no resistí la tentación y adquirí dos carnés por 50 dólares.


Esa experiencia fue publicada en el diario El Siglo de Panamá, donde laboraba para esa época como reportero, para ser exactos el 4 de abril del 2004 (si la memoria no me falla).


Como no soy ningún pendejo, antes de escribir la historia, consulté con una fiscal para saber si había cometido delito al comprar un carné falso de residente y de seguridad social de EE.UU. Al día siguiente, la funcionaria de instrucción me comentó que sería un hecho punible si usaba los documentos en Estados Unidos para trabajar y vivir.

No iría preso si los carnés eran divulgados en el periódico donde trabajaba, ya que el documento de residente tenía mi foto y mi nombre.

El de seguridad social sólo tenía mi nombre y obviamente un número falso.
Con eso e investigando los archivos de los cables internacionales y leyendo algunos periódicos en inglés de Estados Unidos, concluí que el propio sistema alimentaba la migración de indocumentados.


Los estadounidenses anglosajones, ni los de origen afroamericanos estaban interesados en sembrar y recoger lechugas, tomates, fresas y uvas.


Ese trabajo “denigrante” era para los mexicanos y centroamericanos quienes cobran tres dólares la hora (creo que es mucho). Sus patrones no les pagaban ni siquiera seguro dental y vivían en barracas de miserias, sin agua, electricidad o calefacción.

Los inmigrantes no tenían nada que perder porque en sus países carecían de poder adquisitivo para comprar tacos o pupusas.


Con la crisis económica y la feroz persecución federal contra los indocumentados, alimentadas por grupos como Minuteman y otros, los sin papeles regresaron a sus naciones de orígenes con los pocos dólares que guardaron o sin dinero y con la cara de tristeza.


Hace poco me llamó mi hermano de Florida para decirme que el proyecto de construcción donde laboraba se paralizó porque le cayeron los federales y el 90 por ciento de los trabajadores, que eran hispanos, tenían documentos falsos.

Ahora esta parada la construcción porque ni los anglosajones, ni los afroamericanos quieren tomar un yakama para partir las calles y no hay indocumentados que hagan esa labor. ¡El tiempo me dio la razón! (Fotografía tomada de US Border Patrol) (Historia publicada originalmente en 2010). (Historia publicada originalmente en el 2010).


Arturito y Citripio


Si usted es extranjero y ha visitado Panamá o reside en este país se dará cuenta que existe un sinnúmero de palabras que no están en el diccionario y que son anglicismos, pero no se utilizan en otras naciones.

 

Los panameños no tenemos la culpa, sin embargo, fueron 100 años de influencia de Hollywood, lo que nos da cierta ventaja a nuestros vecinos del área porque la mayoría de los panameños entiende o habla un poco de inglés.

 


Cuando era un niño, recuerdo que le llamábamos con nombres propios a dos de los robots de la película la Guerra de las Galaxias. El primero era “Arturito, uno pequeño cuya cabeza daba vueltas y el segundo era Citripio, de color oro y delgado. Realmente se trataba de R2-R2 y su compañero inseparable C-3PO. La forma como se pronunciaba en inglés esas letras provocó que los panameños lo bautizáramos con nombres hispanos.


“Lo tiró al tinaco como si no sirviera”. “Tinaco” no esta en ningún diccionario de español ni en inglés, no obstante, la compañía que recogía la basura en la antigua Zona del Canal tenía el nombre “T & Co”. De allí proviene la frase “tinaco” para sustituir el cesto de basura.


Los istmeños hablamos de “gun” cuando nos referimos a armas de fuego, “truck” mientras conversamos sobre camiones y de “guiales” cuando charlamos de mujeres. “Guiales” es un anglicismo de “girls” (quiere decir chicas en inglés).


A veces los extranjeros que van a Panamá se confunden por las frases o los anglicismos, pero que son netamente panameños. Hay anglicismos como “coima e implementar” que se entienden en toda América, aunque los anglicismos usados en Panamá son creados por los locales.


Hablamos del “man” cuando se trata de hombres o que a fulano lo mataron de un “paipazo” para decir que lo golpearon con un pedazo de tubo. Pipe es tubo en inglés, además de “pantie” para el calzón femenino.


“Le metieron un chutón por agacharse”. “Chutón” es patear y proviene de la palabra inglesa “shot” que es disparar. Cosas de la vida panameña, de mi terruño, no obstante, esas frases son usadas por ricos y pobres en toda la geografía canalera.


Igualmente, la famosa frase: “metió un brekazo para no matarse”, cuando se trata que el conductor frenó el automóvil, la motocicleta o la bicicleta para evitar un accidente. Proviene del inglés “brake” que significa frenar.


Y si es de la provincia caribeña de Colón mucho más, donde existe el famoso “wapin” que popularizó

internacionalmente el conjunto haitiano Tabou Combo en su canción “Panamá Querida”. El tan popular “wapin” proviene de la frase inglesa What happened? (¡Qué pasó?). Ese es mi Panamá, tan adorado y las diversas culturas.

 


Los peligros del periodismo

 

No me gustaría que mi única hija Daniella Britannia estudiara el periodismo, ya que fue la carrera que elegí (no podía pagar la de Derecho) y debido a que se beben tragos amargos, mala remuneración, incomprensión, alcoholismo, largas jornadas y otros problemas característicos de las profesiones liberales


Estaba en Los Ángeles, California, a principios de marzo del año 2004, con mi amigo Fernando A. “Pocho” Daly, antiguo cónsul honorario de Panamá en ese estado y otros del oeste norteamericano, cuando decidí hacer una travesura periodística.





La mafia mexicana vendía en un comercio cerca del famoso parque McArthur carnés de seguridad social, licencias de conducir y carnés de residentes. Eran falsos, sin embargo, servían para que los indocumentados laboraran y abrieran su cuenta bancaria sin ningún problema. Cientos hacían esa práctica que era conocida como: ser legal siendo ilegal.


Pagué 50 dólares por un carné de seguridad social y uno de residente. El mexicano me preguntó el nombre que quería tener y el dígito de seguridad social y mi respuesta fue darle mi nombre. Le informé que colocara el número en el carné de seguridad social de su antojo.


Al regresar a la hora no estaban listos los documentos y nos hicieron esperar. Los minutos parecían horas, debido al nerviosismo mío. Era primavera en Estados Unidos, pero los nervios me hacían sudar, mientras veía unas anglosajonas rubias, de ojos azules ingresar a un edificio destruido.

Inferí que comprarían drogas. Del mi lado, había un norteamericano que limpiaba vidrios por un dólar. Era otro adicto a las drogas e inclusive decía en un mal español: “limpio vidrios por un dólar”.


Si los mexicanos descubrían que era periodista y hacía un trabajo encubierto no dudarían en meterme un tiro en la cabeza. Los diarios hispanos en Los Ángeles sabían lo que ocurría, pero no se atrevían a publicar la historia porque muchos de sus lectores eran inmigrantes indocumentados con papeles falsos.



No querían tirarse de enemigos a esa gente.

Cuando me entregaron los documentos, les di las gracias al mexicano. “Pocho” arrancó el automotor donde viajábamos y seguimos directo durante siete minutos hasta llegar a una estación de combustible, donde nos estacionamos.

“Los tenía de corbata”, le dije a “Pocho”. Él con cara de asustado sonrío y comentó que ya había pasado el susto.


La historia fue publicada el 4 de abril de 2004, en el diario El Siglo, titulada “Las dos caras de Los Ángeles”. En página salió “escaneada” los dos carnés que compré y uno de ellos tenía mi fotografía.


Los periódicos pasan de moda en 24 horas y en ocasiones nos acusan de ser sensacionalistas a los periodistas panameños y del mundo, pero algunos lectores no tienen ni idea que uno arriesga su vida para llevarles buenas historias.

 


Horrores periodísticos. ¡Yo no fui!

 

Cuando se es reportero se cometen muchos errores y se paga en ocasiones el precio con la plaza laboral. La diferencia es que cuando un médico se equivoca el paciente muere, si un abogado comete un error, su cliente queda tras los barrotes, mientras que los del periodista se publican.


Trabajaba para el diario El Panamá América en 1998 y tengo que confesar que fui uno de los pocos que logró meter un “gol periodístico” a Juan Pritsiolas, hoy director del diario panameño Crítica y para aquella época era jefe de Redacción de El Panamá América.




Redactaba una noticia política y en vez de escribir el nombre del ex precandidato presidencial Alberto Vallarino, cometí el horror y redacté Alfredo Vallarino, involucrado en actos ilegales y que hoy ya superó.


Al día siguiente se publicó la información, Flor Cogley, asistente de Rosita Guizado (Jefa de Información) me comentó que en la gerencia me querían ahorcar por el error que había cometido.

Por supuesto que lo negué y fuimos a mi computadora para verificar lo que en efecto era la verdad. La cagué. Quedé blanco como un papel y agaché la cabeza.

 


“Cuando venga el griego te entenderás con él”, dijo Cogley. Se refería a Pritsiolas, de origen helénico y quien daba unas sermoneadas inolvidables, pero es un buen maestro.


Horas más tarde recibí una sermoneada con insultos y consejos que tomara pastillas para la memoria porque el licor acabaría mis neuronas.


“Ya me tienes nervioso con ese gol que me metiste. Toma KH3 (una pastilla para la memoria) porque por estar chupando (tomando licor) te acabarás el cerebro”, me dijo Pritsiolas, uno de mis mejores jefes que he tenido cuando era reportero.


Nunca he olvidado ese suceso, aunque comprendí que los periodistas nos negamos a reconocer que en ocasiones la cagamos y en grande.

También nos falta mucha humildad, principalmente los que laboran en la televisión porque se creen dioses.

Cuando nos botan como zapatos viejos se viene abajo todo un castillo de naipes y el dios de barro se derrite para admitir que solo somos “pinches” empleados.


Al ascender a jefe de información del diario El Siglo, en noviembre del 2004, descubrí que mis subalternos cometían los mismos errores de redacción, cambiaban nombres, apellidos y fechas.

Los corregía y los sermoneaba igual como lo hicieron conmigo. El cura no recuerda cuando era sacristán, pensé en una ocasión y solté la carcajada.
Son hechos que se viven en el periodismo y no se puede tapar el sol con una mano porque somos seres humanos, no obstante, lo malo del asunto es creernos que somos perfectos y nunca nos equivocamos. ¡Que vaina!

 

El Chorrillo: recuerdos de mi infancia

 

Cuando vivía en la capital colombiana pasé por el barrio Ciudad Bolívar de Bogotá, mientras realizaba un periplo hacia Villavicencio, ubicada en el departamento colombiano de Meta.

Al observar esa zona, recordé mis años de infancia y parte de mi adolescencia que viví en el corregimiento del Chorrillo, uno de los sectores más pobres de la ciudad de Panamá.


Allí di mi primer beso, conocí a quienes me llevaron al camino de escuchar música rock, sentí en carne propia la palabra carencia o no tener juguetes que quieres, ropa bonita, anhelar cosas y verlas pasar frente a mis ojos.



En ese barrio miraba a diario a mi madre, Dora Ábrego luchar frente a una máquina de coser para mantener sus cinco hijos.

También sentí por primera vez el olor a marihuana y vi a un policía matar a un maleante, por lo que me prometí que no sería como muchos vecinos míos que terminaron en la cárcel o el cementerio.


¿Qué es la pobreza? Algunos políticos hablan mucho de ella, sin embargo, no tienen ni idea de lo que se trata porque no la sintieron, nunca se prestaron la ropa entre hermanos, no comieron arroz con cebolla en tiempos duros y tampoco escucharon disparos cuando la policía se enfrentaba a los antisociales.


Ese barrio bogotano me hizo viajar al pasado y reír porque en el Chorrillo salieron figuras brillantes que atravesaron el mundo para dar a conocer a Panamá.

Rubén Blades, Roberto “Mano de Piedra” Durán” y los fallecidos futbolistas Rommel Fernández, Javier Antonio “Borolo” Castro y Miguel Tello.


Abogados renombrados como Diego Tello (hermano de Miguel Tello), quien fue mi compañero de salón de clases en el Instituto Bolívar, y otros profesionales, caminaron y jugaron en ese barrio lleno de necesidades y esperanzas.


La pobreza no debe avergonzar, tampoco es un mal y para mí sólo es un reto contra las personas para que huyan de los zaguanes y proyecten un mejor futuro para ellos y sus hijos. Quien no quiere aplicar los correctivos contra la miseria  no lo hace y punto.


Yo quería estudiar Derecho y Ciencias Políticas, no obstante, carecía de recursos económicos para irme a la Universidad Javeriana de Bogotá a recibir clases, pero eso no significa que abandonara mis deseos de superación.

Estudié periodismo en la Universidad de Panamá y de allí di un salto a varios medios de comunicación impresos, una televisora, luego a una campaña política, al servicio exterior de mi país y en la radio.


Amigos de los barrios pobres del mundo, la pobreza no se soluciona robando o vendiendo drogas, sino preparándose con estudio, esfuerzo y lucha.

Trabajar y asistir a la universidad en las noches no es fácil, aunque tampoco imposible. Si yo lo hice, usted tome el ejemplo.