Cuando en nuestros países del
Tercer Mundo vemos en los noticieros de televisión a madres solteras
vociferando que tienen cuatro o cinco hijos, sentimos lástima.
Ellas culpan a la sociedad de sus
errores y por ello todos tenemos la obligación de ayudarlas. ¿Por qué no
pensaron eso cuando estaban en el colchón con diferentes representantes del
sexo masculino?
Tener un hijo no es fácil. Hay que criarlo,
alimentarlo, educarlo e intentar que no se vayan por el camino más fácil que
termine en una cárcel, un centro de rehabilitación de drogadictos o en el peor
de los casos, en el cementerio. Como padres no debemos confundir el amor con la
disciplina.
Aunque parezca increíble, las personas con mayor
poder adquisitivo y educación universitaria son las que menos hijos tienen en
el matrimonio.
Los más pobres pueden crear un
equipo de baloncesto en sus barrios, caracterizados por la promiscuidad, el
hambre y la venta de drogas.
Muchos se preguntan la razón por la cual los
pobres tienen tantos hijos y las respuestas son varias: ignorancia, machismo,
falta de prevención y carencia de educación sexual.
Para mí solo hay un motivo, a
excepción de las zonas montañosas, la estupidez de las parejas. No es cuestión
del hombre o de la mujer de forma individual, sino de ambos. Un hijo no lo hace
una sola persona, sino dos.
A estas alturas en el siglo XXI, con la
tecnología, Internet, comunicaciones con tecnología de punta, los medios de
comunicación social, principalmente los audiovisuales y redes sociales, no
concibo que personas irresponsables traigan hijos como si fueran fábricas de
papel para envolver chocolates.
Cuando mi única hija Daniella Britannia nació, iba
a cumplir 36 años. No tengo interés en buscar al famoso heredero “varón” o el
junior como en ocasiones machistas hacen y lo que generan es llenarse de hijos.
Una nena puede dar inclusive hasta
más talla que los varones. Lo que la vida nos dio que no lo cambie el individuo.
Crecí en un barrio pobre llamado El Chorrillo, uno
de los más miserables de mi país y veía como el vientre les crecía a mis
vecinas de la noche a la mañana. Claro que desde los ocho años sabía cómo se
hacía un bebé y las historias de cigüeñas me daban risa.
Con el ejemplo de la zona donde crecí y mi mejor
maestro, mi padre, me prometí que jamás tendría un jardín de infancia.
Sin querer dar lecciones de moralidad (tampoco soy
un santo porque tuve muchas novias) uno puede disfrutar de la vida sin tener
que ir al urólogo por enfermedades sociales.
¿Cómo alimentarás a tantos hijos si no estas
preparado psicológicamente, económicamente y mentalmente para una
responsabilidad tan grande?
Los centros parvularios son para que nos cuiden a
nuestros hijos, no para llenarlos personalmente con nuestros descendientes.
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