Cuando la chiquilla de 12 años desapareció de la finca de los Alcázar, en Las Minas, Panamá, todo el pueblo y las autoridades la buscaron afanosamente e incluso traspasaron los límites de la provincia herrerana y nada de hallarla.
Su madre Patricia lloraba, a pesar de que la hacía sufrir mucho por las
constantes malcriadeces y desplantes con las visitas, delante de los peones o de
la familia.
La mujer recordaba los hermosos ojos miel de su descendiente, cuando le peinaba
sus castaños cabellos y enjabonaba su blanca piel al ser una bebita de meses,
pero en ese momento solo sonreía en su imaginación.
Patricia, junto con su marido Felipe, atravesaron difíciles momentos porque
no podían procrear, y tras siete años de tratamiento logró nacer Elenita y la
criaron como una princesa.
Creía que todo se lo merecía, en el colegio no la soportaban los maestros, ni
los compañeros, fue necesario sacarla del plantel y contratar una maestra
privada para cumplir su etapa escolar.
Le encantaba llevar el palo donde anotaban con rayas la cantidad de peones
que trabajaban, aunque no los marcaba a todos para que alguno se quedara sin
comida y burlarse.
Entretanto, casi todos los habitantes del pueblo la buscaban, por los ríos,
las fincas privadas, el monte y un trabajador de Darién estaba bajo los barrotes
como sospechoso de privar de la libertad a la preadolescente.
Mientras eso ocurría, en una cueva lejos del poblado, Elenita estaba sentada
en una silla, amarrada, con un pañuelo en la boca para evitar los gritos y los
ojos vendados.
Oía voces que le preguntaban la razón de su mal comportamiento, no lograba identificar
a sus captores que la sorprendieron camino hacia unos sembradíos de arroz en
tierras de su papá.
Su rostro se tornó ladrillo por el susto y la lluvia que no se detenía en
su faz, de pronto alguien le dijo que podía hablar con la condición de que no
gritase, obedeció, prometió no ser más grosera y malcriada con sus padres y con los peones de la finca.
Elenita escuchó risas, percibió un olor a guiso y sintió el calor del fuego.
Parece que los desconocidos cocinaban.
Pidió no ser el almuerzo, la niña padecía de hambre, dos días sin probar un
bocado o una gota de agua, el terror de ser capturada y la conciencia le
hicieron bajar de peso.
El cansancio la venció, a las tres horas abrió sus ojos, era libre, caminó hacia la luz de
la cueva, un inclemente sol, lejos de su pueblo y llegó hasta una quebrada
donde al beber agua se desmayó.
Uno de los trabajadores la encontró, la llevó cargada hasta la casa de sus padres,
luego la trasladaron a una clínica a Chitré.
Su cuerpo, manos, dedos y espalda marcados, quizás por la soga que fue
atada muy fuerte, pero el hombre que la halló le entregó a Felipe, una hoja
de trébol que no crecen en esa zona y estaba en el bolsillo de la camisa de Elenita.
El humilde darienita preso fue liberado, indemnizado y contratado por
Felipe por la vergüenza de culpar a un inocente.
La jovencita cambió su comportamiento, sin embargo, en Las Minas se corrió la
voz de que los duendes se la llevaron por mal portada y solo así aprendió la lección,
de lo contrario la próxima vez sería la cena.
Fotografía de trébol cortesía de Elías Tigiser de Pexels y Las Minas de Dreamstime.