¡Están bota’os!

Mi nombre es Laureano, de 23 años, les contaré la historia de cómo perdí mi trabajo en una planta procesadora de mariscos en Parque Lefevre, Panamá,  de una mujer que fue mi amiga con derecho y ahora es mi concubina.

Paquita llegó a trabajar unos dos meses después que ingresé a laborar, empacábamos productos del mar, nos pagaban 500 dólares de salario mensual, un lío para cancelarnos las horas extras, el dueño nos descontaba el seguro social y no lo reportaba.

Era un pillo, le llevaron varias citaciones del Ministerio de Trabajo y Desarrollo Laboral (Mitradel), aunque tenía allí un padrino que lo protegía porque no perdía ni un caso.



Paquita, de 31 años, emigró de la comarca Emberá-Wounaan, de mediana estatura, cabello lacio, abundante y negro, ojos oscuros, senos inmensos y excelentes curvas, lo que dejó loquito al propietario Andreas Marotti, de 54 años.

Hacíamos las travesuras en el turno de amanecer o de 11 de la noche hasta las siete de la mañana porque la vigilancia era nula, por lo que nos trasladábamos hacia los depósitos de las cajas de cartón con el fin de bicicletear.

Soy alto, de raza negra, cabello de afro, flaco como un palo de escoba, pero dicen por ahí que tengo una labia y con ella Paquita cayó en mis garras.

Aclaro que soy soltero y no tengo hijos.

La fémina tiene dos hijos, separada y por la planta corría el huracán de que el viejo italiano Marotti se la almorzaba o gustaba de la nativa, sin embargo, ella negó que tuviese algo con el empresario.

Pasaron tres meses más, seguía con mi idilio con Paquita hasta que me comentó asustada que la regla no le bajaba, así que sentí la sombra del terror porque con ese miserable salario nos iría muy mal.

A la semana de confirmar la noticia de que mi novia clandestina estaba preñada del chombo, o sea yo, las cosas se pusieron peor.

El italiano eliminó los recargos dominicales y las horas extras.



Todos cabreados con la explotación laboral del europeo, con conexiones con el gobierno de turno.

Luego mi mujer llevaba dos meses de embarazo, un día me encontraba donde se colocan los plásticos para empacar los mariscos, platicaba con el viejo Marotti porque me informó que me ascendería a supervisor y aumentaría 300 dólares.

Con 800 míos y 500 de mi guial, ya serían 1,300 dólares, se puede boxear,  fue entonces cuando la dama se apareció,  empezó a platicarme de temas sexuales y lo que ella quería que le hiciera en esa noche.

Dijo que gran cantidad palabras de grueso calibre del acto sexual y mi aparato reproductor, luego salió el italiano la miró sorprendido.

—Tú y él son marido y mujer—.

Quedé blanco como un papel.

—¡Pues si son novios, los dos están bota’os!—, dijo el caballero encendido en los celos. Era cierto que le gustaba Paquita.

Como mi mujer esta encinta, en el Mitradel, Marotti canceló todo el año del fuero maternal más las prestaciones. No la quería ver ni en pintura.

Ahora estamos mal, a mi concubina nadie le da trabajo por su estado y yo buscando como loco una plaza laboral, mientras espero el pago de mis prestaciones.

Imágenes cortesía de Dreamstime.


¡QUÉ SERÍA!

 Por: Hermógenes L. Mora




¡Qué sería del mundo

sin la sonrisa de una mujer,

qué sería del mundo

sin el dulce llanto

de un bebé al nacer!

 

¡Qué sería de las mañanas

sin la luz de la aurora,

qué sería de las mañanas

sin el trinar de las aves!

 

¡Qué sería de una playa

sin sus arenas,

qué sería del océano

sin sus playas!

 

¡Qué sería de la poesía

Si no existieran los poetas,

qué sería de la razón

si no existiera la lógica!

 

¡Qué sería del universo

Si no existieran las estrellas,

qué sería de los besos

si no hubiese labios qué besar!

 

Panamá 8/10/19




Siete balazos

 

Tony Valenzuela, parecía más un imputado que un abogado penalista por los embrollos que buscaba, cruzaba la línea de la ética y por dinero estuvo dispuesto hacer cualquier cosa con el fin de facturar.

Desde su juventud en la Facultad de Derecho de la Universidad de Panamá (UP) tuvo problemas con sus compañeros porque los trababa o quitaba dinero mediante engaños y nunca pagaba.

Toda una vida de tracalería, de niño, durmió varias veces en el desaparecido Tribunal Tutelar de Menores, antes ubicado en la Avenida de los Poetas, en El Chorrillo, Panamá, donde en la actualidad existen unos edificios de renovación urbana.

En su larga lista de hazañas se incluía viajar hasta la ciudad de Guatemala para sobornar unos funcionarios de la Dirección del Sistema Penitenciario, con el propósito de obtener una boleta de libertad falsa para un empresario panameño detenido.



El comerciante canalero estaba preso por lavado de dinero, pero la astucia de Valenzuela logró sacarlo de ese país y trasladarlo en un vuelo privado el mismo día que salió del penal.

Reconocido por jueces y funcionarios de instrucción por su modus operandi, también le abrieron un proceso por alterar la firma de un fiscal para descongelar varios millones de dólares cautelados, tras unas sumarias por lavado de activos.

Le gustaba la buena vida, costosos vinos, viajes, los Mercedes-Benz, tenía varias mujeres jóvenes, rubias, naturales o con peróxido, no mayores de 25 años y también pasó por hospitales privados para curarse de gonorrea tres veces.

Fue multado por no asistir a audiencias penales, compraba a médicos para obtener certificados de salud y amaba el deporte equino.

Poseía una suerte, algunos de sus colegas abogados decían que tenía un pacto con el diablo porque el masculino nunca pisó una cárcel, a pesar de las travesuras que hacía, presentaba  recursos judiciales para evitarlo.

Sin embargo, en este mundo llega alguien más listo que otro pillo porque tigre no come tigre y eso le ocurrió a Valenzuela.

En una operación antidrogas se detuvo a varios narcotraficantes panameños y colombianos, entre ellos a Julian Patrón, oriundo de Cali, y Valenzuela asumió el rol de procurador judicial del extranjero.



A las tres semanas, le pidió medio millón de dólares para presuntamente sobornar a cinco magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), a razón de 100 mil por cada uno.

Le contó que interpondría un habeas corpus, los cinco declararían ilegal la detención y podría huir a Colombia sin problemas.

Transcurrieron tres meses y nada, el sudamericano estaba desesperado, preso y con ganas de ahorcar a su abogado, mientras este le contaba historias de que pronto el recurso judicial bajaría porque el proyecto circulaba entre los magistrados.

-Ya tengo los cinco votos, otros cuatro no querrán liberarlo, pero ya está listo el negocio-.

-Mejor que salga hermano, de lo contrario le doy piso-.

Valenzuela lo calmó, dos meses más, hasta que el fallo del habeas corpus bajó a la Secretaría General del Órgano Judicial, pero los magistrados declararon por unanimidad legal la detención de Patrón.

Al enterarse, el colombiano le envió un mensaje a Valenzuela que ni lo visitara, el letrado en Derecho intentó buscar una salida para salvarse de la estafa hecha a un narco.

Cero negociaciones porque el extranjero estaba mama’o.

A las dos semanas, Valenzuela se encontraba en un establo del hipódromo revisando sus caballos, cuando se le apareció un hombre, le apuntó una escuadra con silenciador y le pegó siete tiros.

Tres en el pecho, uno en la frente, uno en el estómago, uno en sus partes íntimas y otro en la boca, el asesino profesional abandonó la escena del crimen y nunca lo encontraron.

Quienes conocían a Valenzuela no les extrañó el pase de factura por la vida que llevaba el abogado porque tarde o temprano terminaría muerto o en la cárcel.

Primera imagen cortesía de la Policía Nacional de Panamá.

Segunda imagen cortesía de Dreamstime.


'A odiar la lectura'

 Aunque parezca increíble en Panamá y en algunos países de América se utiliza, desde hace más de 40 años, el método de los docentes en español de obligar a los alumnos a leer novelas para posteriormente hacer un examen.

Las preguntas de ataño como el nombre de los personajes principales, secundarios, el lugar donde se ambienta la obra, su estilo y otras interrogantes de cajón que nuestros abuelos, padres, nosotros, hijos y nietos tuvieron que responder.

Al menos tres generaciones atravesaron el mismo espinoso camino y por lo que se vislumbra el panorama seguirá igual.

Una fórmula errónea que para nada une al estudiante con la lectura, ya que les ordenan leer clásicos como Mío Cid, La Ilíada y El Quijote, pero la mayoría no comprende y empiezan a odiar los libros.



Los ministerios de Educación, entre ellos el de Panamá, no despiertan de ese sueño de dinosaurio que atrasa el sistema.

La mejor forma de amar la lectura, es inculcando desde niños a leer y discutir en clases, no memorizar nombres, ni ubicaciones o fechas.  Eso viene después cuando el alumno está formado.

En la escuela básica o primaria, a los niños los ponen a leer, sin embargo, ese método es para adiestrarlos, no obstante, una vez llegan al quinto y sexto grado, desaparece en su totalidad las lecturas en voz alta.

Una cosa es enseñar a leer y otra muy distinta llevar a los alumnos por el camino del amor a la lectura, hacerla su aliada y no su enemiga.

Un chiquillo de 13 años, no comprenderá los clásicos de la literatura universal, son muy pocos, así que considero que lo efectivo es discutir novelas para adolescentes tipo Harry Potter u otra que los trasladen al mundo de la imaginación y la curiosidad.

Con eso los jóvenes hacen un ejercicio mental.

Precisamente la asignatura de español es una de las que más fracaso tienen los estudiantes panameños. ¿Por qué será?



La lectura no solo es comprar novelas, es devorar folletines, revistas, enciclopedias, boletines, blogs, periódicos y todo lo relacionado con las letras, ya sea impreso o digital.

Leer te amplía la autopista del conocimiento en Historia, Geografía, Ciencias Naturales, Matemáticas, Astronomía, flora, fauna, construcción y otros temas.

Un pueblo culto es difícil de manipular porque conoce su Historia y realidad.

Sin embargo, nuestros ministerios de Educación usan el método rechazado por los alumnos y mientras las autoridades continúen con lo mismo, la consigna del estudiantado no será otra que "a odiar la lectura".


Melany, la inconquistable

 

La carretera parecía que no tenía final durante el trayecto hacia Boquete, Chiriquí, en Panamá, Melany conducía, su esposo Rogelio, iba en el asiento trasero con las hijas del matrimonio Amanda de cinco años y Martina, de tres.

Ella sonrió, le manifestó a su marido que recordó cuando empezaron a ser novios y todo el duro camino para seducirla.

Ocho años antes, Rogelio se cambió de turno en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de Panamá, donde cursaba el último año de licenciatura en publicidad.

Obtuvo un trabajo en una publicitaria como asistente, así que el horario nocturno de clases era el mejor, fue entonces cuando el primer día ingresó al salón y vio a Melany en momentos que platicaba con una compañera de clases, María Teresa.



Todos en el salón miraron al caballero, vestido con camisa blanca, pantalón vaqueros desteñidos, zapatos bien lustrados, de mediana estatura, piel canela, ojos oscuros y con la cabeza afeitada.

Amor a primera vista, Rogelio se idiotizó y embobó con las curvas de Melany, blanca, cabello largo, negro, ojos pardos e intensos y una pitufa de estatura.

Atacó, atacó y atacó, sin embargo, fue rechazado todas las veces que intentó conquistar a su compañera de salón, mientras que María Teresa le decía a su amiga que era una lechuda.

Trabajos en grupos, salidas a restaurantes los sábados, muchos proyectos de tarea y nada, así que Rogelio analizó que la mejor estrategia era la paciencia, serenidad e ignorar en su totalidad a Melany.

El plan de Rogelio fracasó, terminó el último año, cada uno agarró por su lado y el varón se empató con otra mujer.

Para Melany, Rogelio era demasiado atractivo, ella era celosa y, aunque el hombre le gustaba, prefirió dejar el agua correr.



Como la vida da muchas sorpresas, Rogelio se fue a estudiar a México, una maestría, recién se graduó, estuvo dos años en ese país y retornó al istmo.

Abrió su propio negocio con unos compañeros de trabajo, nadie sabía nada de Melany, ni se pronunciaba ese nombre. No porque lo prohibieran, sino porque todos sabían que Rogelio nunca dejó de amarla.

Al año de regresar, por ironías de la vida, Melany estaba en un centro comercial con unas amigas y Rogelio fue a comprar un teléfono móvil.

Los dos, frente a frente, hubo un silencio de un minuto, miradas con numerosas preguntas, luego una sonrisa y un diálogo.

Ella le contó algunas penurias, dos novios, muchos problemas y decidió quedarse sola un tiempo, mientras que Rogelio le informó el viaje a México, sus proyectos, su antigua novia y decidieron intercambiar números de celular.

Tras el encuentro, Melany ya estaba más madura, con casi 28 años, a los seis meses eran pareja, luego aceptó ir al juzgado y posteriormente al altar de la Iglesia Metropolitana, donde empezaba la segunda historia de Melany, la inconquistable.


El candado asesino

 Samira y Arnoldo, se paseaban como dos tortolitos en Altos de Los Lagos, Colón, Panamá, donde la pobreza abundaba, se desayunaba balacera, muertos, terror y también nacía la esperanza de un mejor mañana.

Ella, de 19 años, estudiaba para ser Contador Público Autorizado (CPA) en el Centro Regional Universitario de Colón, mientras que su novio Arnoldo, de 21 años, era un bueno para nada, maleante, fumador de marihuana y pandillero.

Ambos residían en el mismo edificio de un proyecto de urbanización para dar una calidad de vida, pero solo fue de vivienda porque solo se trasladó el problema de la delincuencia y pandillerismo de la ciudad de Colón a la nueva zona.

La chica muy sexi, delgada, de raza negra, con hermoso caminar y unos ojos oscuros, tenía un admirador en su salón quien la invitó a salir varias veces, pero la dama enloquecía por su pandillero.



Arnoldo estuvo varias veces en la cárcel por delitos menores hasta que ingresó en una pandilla, lo hirieron tres veces, se salvó en una ocasión porque mataron por error a otro joven a tiros, en vez de a él.

La confusión le salvó la vida y ni así, el caballero, alto, de contextura atlética, cabello de afro y ojos pardos, seguía con su modus operandi.

Samira le lloraba para que dejara ese mundo porque todo pandillero cuenta con dos salidas que son la cárcel o siete pies bajo tierra, le suplicaba y el hombre ascendía en la escala de la banda Los Cangrejos de Aspinwall.

Drogas, territorios, robos, chantajes y tumbes de estupefacientes eran las faenas a las que se dedicaba el grupo.

Tres de ellos, planearon hurtar una joyería de la calle Cuarta, donde las cámaras de la policía poco captaban por estar en una esquina escondida.

Esa noche llegaron con pasamontañas, taparon la cámara del negocio de adelante y atrás, colocaron la cizalla y apretaron entre los tres jóvenes, pero la herramienta se rompió.

Les falló la jugada.

Sin embargo, a Arnoldo se le ocurrió la brillante idea de usar su escuadra para disparar al candado, lo que es altamente peligroso.



Pepe, uno de los muchachos, le comentó a Arnoldo que no lo hiciera y también se lo advirtió Jaime, aunque el hombre insistía en hacer el golpe.

-Mejor lo hacemos otro día, utilizar el arma no es bueno, además hará bulla y nos descubrirán-, dijo Pepe.

-Es la una de la mañana, nadie camina a esta hora por aquí-, respondió Arnoldo, con el arma en su mano derecha.

Apuntó, pidió que con la linterna alumbraran al candado y disparó, al segundo cayó con un chorro de sangre de una herida en la parte lateral de su cuello izquierdo.

La bala rebotó en el candado y fue directo a la yugular del antisocial.

Al ver a su amigo en el piso, la sangre corría a ríos, Pepe y Jaime huyeron de la escena, pero al salir a la calle las cámaras de la policía los captaron, fueron detenidos y confesaron todo.

Cuando le notificaron a Samira que su novio estaba muerto, el mundo se le vino encima y solo los consuelos de su pretendiente Ernesto la aliviaron en parte.

Arnoldo quedó siete pies bajo tierra como numerosos pandilleros que no buscan un mejor futuro y quieren vivir de las armas junto con los delitos.

Imágenes cortesía de la Policía Nacional de Panamá.

 

El sugar daddy

Michael Ortegón, es un comerciante bogotano con negocios en Cedritos y Chía, dueño de un restaurante en la primera localidad y de un bar en Chía, el hermoso suburbio de la capital colombiana, además de escape de los cachacos y otros del bullicio de la gigantesca urbe.

Nació en Antioquía, casado, con una paisa, tres hijos, todos rubios, de ojos claros y preciosos, llevaba una vida común y corriente con su mujer Alicia, con altas y bajas como tienen todos los matrimonios.

Alicia atendía el restaurante en Bogotá, mientras su marido estaba pendiente del bar en Chía, muy acogedor, amplio, con unas 30 mesas, pantalla gigante, decorado con madera laqueada y al estilo de las cantinas del oeste estadounidense y mexicano.

Michael reflejaba preocupación en su rostro por una crisis matrimonial, ya que a sus 50 años pasaba por el problema de numerosos hombres maduros que deciden mirar jóvenes para probar su virilidad masculina.



Un sábado por la noche, llegaron unas estudiantes de la javeriana a pasar un fin de semana en Chía, con el propósito de parrandear, conocer el centro comercial Chía, darse su vuelta por el castillo Marroquín, unos parques y terminar la Catedral de Sal de Zipaquirá.

Aburridas de ir a Andrés Carne de Res, cuando caminaban vieron en negocio de Michael, les encantó las puertas al estilo vaquero que recordaba las películas italianas del salvaje oeste.

El comerciante paisa levantó la vista, cuatro damas, una blanca y pelinegra llamada Sofía; otra mona de ojos azules, identificada como Daniela; una de piel canela, caleña, cuyo nombre era Teresa, y Estefanía, una chica de raza negra, oriunda de Quibdó.

De inmediato, el caballero miró las delgadas curvas de Estefanía, de 22 años, su cabello oscuro alisado, sus pequeñas montañas, ojos oscuros y una sonrisa cautivadora.

Le hizo señas a una de sus empleadas para que supiesen que él las atendería, dejó la caja para ir a la mesa, tomó cuatro cartas para las clientes, llevó un vaso grande con maníes y otro con aceitunas preparadas.



-Buenas noches, chicas, esto es cortesía de la casa-, dijo el masculino y lanzó una mirada profunda a Estefanía, quien obviamente se dio cuenta de que flechó al hombre maduro.

La afortunada estudiaba por una beca en la universidad, residía con Teresa y Daniela en un pequeño apartamento en Chapinero Alto, donde hacían parrandas y numerosas locuras.

Tres horas después, Michael dejó encargado a un empleado de la caja y se fue a una discoteca con las cuatro chicas.

En Colombia no se anda con cuento, así que Michael y Estefanía fueron al bicicletear esa misma noche.

El caballero quedó enloquecido con su jovencita, le arrendó un apartamento amplio, donde apreciaba los ojos negros de su novia y con sus labios nadaba en la piel de ébano de la futura doctora en medicina.

Complació todos los caprichos de su novia, viajes domésticos por Colombia, joyas, ropas, le regaló Renault Clio, color gris y una cuenta al banco donde le pasaba semanalmente miles y miles de pesos.

Sin embargo, todo tiene sus consecuencias, las finanzas familiares y de los negocios empezaron a tambalear porque metía la mano en el negocio para alegrar a su amante del Chocó.

Michael se peleó con su esposa, lo largó de la casa y esa noche se trasladó al apartamento en Chía para estar con su mocita, pero cuando abrió la puerta, el sugar daddy, sorprendió a Estefanía con un chico rubio y compañero del salón haciendo el amor.

Sacó su revólver, momentos de tensión, pero no disparó, les dijo que salieran de su propiedad en traje de Adán y Eva o los mataba.

La pareja se fue encuera a la calle, mientras que Michael lloró como un chiquillo porque su ilusión, su novia y su bizcochito le puso los cuernos con un hombre más joven que él.

Tardó dos años en reconciliarse con Alicia, casi se va a la quiebra, pero la inteligencia de su esposa salvó los negocios.

El viejo enamorado aprendió que las jovencitas son para pasar el rato porque una relación de pareja formal, con una diferencia de 28 años, termina mal.

 

  Imágenes ilustrativas de Dreamstime.

 

 

 

 

Leticia Clemente, la ardiente

Una decepción amorosa la transformó en un monstruo con faldas para devorar todo masculino que se le pusiera en frente y posteriormente los dejaba con dos palabras o se acabó.

Era lógico, no de su forma de actuar, pero cuando tienes dos años de noviazgo, una casa comprada con los muebles y solamente te falta llevar tu cepillo de dientes con la ropa y te das cuenta de que tu novio te fue infiel con tu hermana, es un duro golpe.

De 25 años, mediana estatura, delgada, piel canela, ojos muy pardos, cabellera negra corta y linda, además de una falsa sonrisa, eran las características de Leticia Clemente, conocida como la ardiente.

Pintaba cuadros de cera, acrílicos, acuarela y al óleo, también realizaba grabados que sorprendían los compradores, vivía de eso, no tenía problemas económicos de ninguna índole.



Se acostaba con cualquier hombre, no importaba la raza, credo, estatus social porque limpios y con plata, blancos, chinos, negros y exóticos fueron víctimas de su venganza.

Pasó por varios consultorios médicos con resultados de gonorrea, sífilis y herpes genital, esta última la alertó de perder su vida ante un posible VIH, así que los masculinos debían colocarse el capote o nada de sexo.

Iba a exposiciones de arte, óperas, conciertos, bares de los casinos y discotecas con el fin de conocer un varón que saciara su apetito sexual, mientras que quienes la conocían solo la saludaban.

Era experta cabalgando, en las felaciones, besos pornográficos, con sus caricias, tenía una voz de princesa y una mirada de emperatriz.

Una gonorrea la hizo volver a la clínica y allí vio a Manuel Menéndez, un visitador médico, de 35 años, viudo, alto, blanco, flacuchento, cabello negro y ojos pardos.

Leticia quedó enloquecida con el caballero y más porque cuando la dama ingresó al consultorio dio los buenos días, Manuel volteó para responder y no la miró más.

Era una de las pocas veces que no la admiraban, eso le molestó porque acostumbraba al ser el centro de la atención.



El vestido negro pegado al cuerpo que dejaba ver su hilo dental de calzón y sin sujetador no fue carnada para Manuel, quien fue a recoger un cheque, dio la media vuelta y se marchó.

Leticia se transformó en una zorra enamorada, su venganza contra los malditos hombres parece que llegaría a su fin porque el amor a primera vista le atravesó la piel y su corazón.

Dio y dio hasta que se encontró con Manuel, este en un principio la tildaba de trota calles, ella insistió y salieron un día a cenar al apartamento arrendado de la mujer, en la vía Argentina de la capital panameña.

Leticia se emborrachó con vino, lloró, le contó a su acompañante, desde su decepción, sus faenas sexuales y le pidió perdón al masculino.

Sorprendido Manuel, dedujo que la mujer se enamoró, rompió el molde y su escudo protector porque a todos nos atrapa en alguna ocasión.

Con el pasar del tiempo, Leticia dejó sus locuras, se hizo novia de Manuel, al año compraron una casa en Villa Lucre, vivieron 12 meses tranquilos hasta que la ardiente quedó embarazada.

Al cumplir el niño un año, la pareja se casó, la dama cambió radicalmente su forma de vida, aunque nunca desapareció el apodo de Leticia Clemente, la ardiente.

Imágenes ilustrativas de Dreamstime.


A escondidas

Tamara y Boris, llevaban ya dos años de una relación clandestina solamente de colchones, testosterona, intercambio de fluidos, caricias y abrazos, pero era de entender por el compromiso familiar de cada uno.

Ella con una hija, un esposo celoso en extremo, mientras que él con dos varoncitos, una esposa tímida, cohibida y sumisa, así que no era de extrañarse que la pareja no hiciera vida social.

Tamara, de 25 años, era muy deseada, en el Ministerio de Transporte y Comunicaciones de Panamá, blanca, delgada, ojos pardos, inmensa cabellera negra, pechos medianos y caminadito de coqueta.

Laboraba como secretaria en el Departamento de Contabilidad, vestía muy sexi, siempre arreglada, con su cabello celosamente cuidado, aunque numerosas de sus compañeras la odiaban y la tildaban de trota calles.



El peor enemigo de una mujer es otra, a muchas no les gustaba que Tamara tuviese un carro, sencillo, pequeño, pero no andaba en chivas, ni taxis, lo que les revolvía la bilis a un montón de damas del ministerio.

Por su parte, Boris, de 31 años, era jefe del departamento de Mantenimiento, poseía un chunchito del 95, un Toyota, Corolla, color rojo, que en un día fue la envidia de otros y ahora un dolor de cabeza de su propietario porque casi siempre lo dejaba en la carretera.

Con 24 meses de amores a escondidas, los tórtolos aprovechaban la hora de almuerzo para irse a uno de esos hoteles en Calidonia o la Avenida Cuba para satisfacer su sed sexual.

La dama nunca reclamó una ida al cine, al parque, a la playa o recorridos en centros comerciales, tomados de la mano, sin embargo, en ocasiones lo pensaba y prefería no hallar conflictos con su compañero de cama.

En el ministerio viajaba la bola de corrillos que Tamara y Boris eran amantes, ella lo negaba, mientras él se cabreaba bajo el argumento que una mujer de ese calibre jamás se fijaría en él.



Pasaron tres años en lo mismo hasta que llegó a laborar una chica identificada como Claudia Martínez, de 23 años, trigueña, de piel canela, pocotona, cabello corto. castaño oscuro y ojos miel.

Le pegó al ojo a un hombre blanco, alto, cabello negro, ojos oscuros y cuerpo de luchador, no obstante, ya estaba casado y con una mocita que no era otra que Tamara.

Claudia enloqueció con Boris, lo correteaba, él la esquivaba porque era imposible tener dos frentes en un mismo lugar.

La nueva funcionaria averiguó todo, incluso hasta el número de teléfono de la mujer de Boris, la llamó y le contó que su marido tenía una amante.

Sharon, la esposa del infiel, no le creyó hasta que los siguió durante uno de sus encuentros y reconoció el carro de su marido por la matrícula cuando ingresaba al quilombo.

Una mujer sumisa, entró, pagó por una habitación, pero esperó en todo el tiempo en el pasillo, a los 45 minutos venía su esposo con su querida.

La esposa, era sumisa, pero no pendeja, así que abrió su cartera, sacó un Glock, su marido intentó calmarla.

-Los dos son unos hijos de puta-, gritó Sharon.

Disparó primero contra Tamara, quien no tuvo tiempo de correr y cayó muerta, la segunda bala impactó en el muslo izquierdo del infiel, Sharon se acercó a su media naranja y abrió fuego en su frente.

Con su rostro bañado en lágrimas, se colocó, con su mano derecha, la pistola en su sien derecha y disparó.

En un lago de sangre quedaron los tres cuerpos, la esposa quemada, el esposo infiel y la amante voluptuosa, porque en este mundo los pendejos son los más peligrosos cuando pierden los estribos.

 

Imágenes ilustrativas de Dreamstime. 

 

Juego peligroso

  

 

Durante una fiesta en la playa, tres parejas, bebían, comían, bailaban y la pasaban muy bien, en una propiedad en Coronado, donde abundaba la riqueza, los alimentos y el corte de luz o algún servicio no era motivo de preocupación.

Alonso con su novia Indira, Pedro junto con su pareja Amarilis y Luis, empatado con María Cristina, una chica que no pertenecía al poder económico, sin embargo, logró colarse en ese mundo gracias a una beca de estudios en un colegio privado y luego en la universidad.

A Indira se le ocurrió hacer una travesura, se fue a su lujoso Mercedes-Benz, abrió la cajuela y sacó un juego de Ouija.



Cuando presentó el tablero a sus compañeros, se sorprendieron, María Cristina lo rechazó, pero Amarilis la llamó cobarde, lo que provocó que la primera aceptara un juego tan peligroso para quien lo conoce.

Decidieron ir a la playa, encendieron una fogata para la luz, colocaron dos petates y se sentaron con una nevera portátil con cerveza, vino, güisqui y hielo.

Era una noche muy estrellada, el cielo se admiraba con una hermosura de proporciones gigantescas, la luna alumbraba muy bien, el viento soplaba suave, mientras que el sonido de las olas rompía el silencio.

Al final decidieron jugar Indira con Alonso y Pedro Amarilis, la otra pareja sería meramente mirones de la acción.

Iniciaron, Amarilis preguntó mentalmente si su novio se casaría con ella, el tablero respondió que no y ella miró a su pareja con cierta duda.

-Porquería de juego. Esta vaina no sirve-

-Te cuidado-, advirtió María Cristina.- Si te ahuevas abrirás un portal difícil de cerrarlo-, lo que provocó risas de Amarilis.



Por su parte, Alonso preguntó (mentalmente) si sus negocios aumentarían, a lo que la Ouija dijo que sí.

Un silencio sepulcral, se oía el sonido de la fogata, era el momento de preguntar a Pedro, quien señaló que ese juego era una basura, que los espíritus no existían y no había evidencia de señales para normales.

Al minuto, la fogata se apagó, se formó un círculo azul, de allí salió una sombra.

Los jóvenes corrieron hacia la casa, se encerraron por temor al espíritu maligno, pero no lograron escapar del fantasma.

Un hombre, vestido de soldado español del siglo XVII, con botas color chocolate, pantalones largos de raya roja y amarillo, su casco, su camisa y cuello con un escudo que protegía su pecho.

El espíritu, ingresó, por debajo de la puerta de vidrio ante la mirada aterrador de los seis.

-Me desafías. Ahora sabrás que sí existo-, aseguró e ingresó al cuerpo de Alonso.

Posteriormente a la posesión, Alfonso se retorcía, sus pupilas se tornaron blancas, expulsó sangre por las orejas, se estremeció en el piso, defecó y orinó en sus pantalones.

Muy aterrados, al grupo no les quedó más remedio que cargar con el hombre a la iglesia más cercana a buscar ayuda de un sacerdote, a pesar de ser las once de la noche.

Era el momento para un exorcismo y sus amigos aprendieron que quien juega con fuego se quema porque arde.

 

 

 

 

 

 

 


Arroz con cebolla

En una humilde vivienda, ubicada en la urbanización San Antonio, en La Chorrera, Panamá, donde llovía esperanza de un mejor futuro, soplaban vientos de felicidad y se respiraba delincuencia, crecieron cientos de chicos y chicas, algunos terminaron como delincuentes y otros son profesionales hoy.

No había mejor momento que la hora de la comida con un racionamiento necesario para que los alimentos alcanzaran, una hojaldre, una molleja de pollo frita y un vaso de té en el desayuno.

El dinero no sobraba, mientras que a la hora del almuerzo y la cena se comía lo mismo, arroz con cebolla.

Un plato de arroz similar al que comen los marineros u obreros de la construcción porque necesitan energías para su labor con la fuerza, bruta, aunque en este caso se trataba de niños y dos madres solteras.



Doralis, tenía cuatro chiquillos varones y una niña, mientras que su amiga Samantha, tres niños e igual número de niñas, todos sedientos de alimentos, quienes comían el arroz con cebolla como si se tratase de un banquete navideño.

En total 13 bocas para alimentar, los tres golpes del día y aunque Samantha y Doralis, no eran parientes de sangre, la solidaridad, el hambre, las lágrimas y las ganas de luchar por sus hijos las unió hasta que la última falleció.

Hombres irresponsables que solo preñaban y desaparecían, al igual que sus parejas que se dejaban embarazar para luego tener dolores de cabeza correteando a los padres de sus hijos.

En el año 1976 en Panamá, ningún masculino iba preso por no mantener sus hijos, así que hombres humildes, clase media y los oligarcas tenían descendientes reconocidos o no y muchos nunca los atendieron.

Mientras que, volviendo al almuerzo, se servía el impresionante cerro de arroz, las cebollas eran cortadas en rodajas, se le agregaba sal, pimienta, vinagre y aceite, luego que colocaba encima del grano como decoración.

Ningún niño hambriento no ve esto en la comida, ya que requiere saciar su estómago, más cuando con el primer alimento del día no se satisface.

Pobreza a montón, zapatos rotos en las suelas, para rematar, uno de los hijos de Samantha se iba a la tienda del santeño para preguntar si no tenía un pan frío que le regalara, lo que le rompía el corazón al comerciante.



La frase quedó en todo San Antonio, y a Eduardo, como se llamaba el chico, le pusieron el apodo de pan frío.

Pero, en ocasiones, también se comía arroz con huevo, macarrones con carne molida, pollo o ensaladas, aunque el arroz con cebolla estaba en el menú unas tres veces a la semana.

Los ojos hundidos y el vientre hinchado producto de las lombrices por una inadecuada alimentación, era la nota característica en ese barrio.

Ni hablar de la leche Care que Estados Unidos entregaba al gobierno militar panameño, debido a que los niños desnutridos les causaba diarrea por su gran contenido de nutrientes. No la asimilaban.

Entretanto, detrás de la pequeña casa había un gigantesco patio que los carajillos usaban para jugar base por bola.

Con manillas hechas con cajas de cartón, pelotas de tenis, palos de escoba y otro madero para batear, las bases eran piedras, y no todos tenían las famosas manillas, sino que debían atrapar la bola con las manos desnudas.

Una enorme felicidad, a pesar de los Everest de necesidades, privaciones y trabajos que atravesó las dos familias.

El rico arroz con cebolla, un plato que nunca olvidaron, luego que los menores crecieron, algunos lograron graduarse de la Universidad para mejorar sus vidas y sus hijos viviesen en un mundo totalmente distinto.