Siete balazos

 

Tony Valenzuela, parecía más un imputado que un abogado penalista por los embrollos que buscaba, cruzaba la línea de la ética y por dinero estuvo dispuesto hacer cualquier cosa con el fin de facturar.

Desde su juventud en la Facultad de Derecho de la Universidad de Panamá (UP) tuvo problemas con sus compañeros porque los trababa o quitaba dinero mediante engaños y nunca pagaba.

Toda una vida de tracalería, de niño, durmió varias veces en el desaparecido Tribunal Tutelar de Menores, antes ubicado en la Avenida de los Poetas, en El Chorrillo, Panamá, donde en la actualidad existen unos edificios de renovación urbana.

En su larga lista de hazañas se incluía viajar hasta la ciudad de Guatemala para sobornar unos funcionarios de la Dirección del Sistema Penitenciario, con el propósito de obtener una boleta de libertad falsa para un empresario panameño detenido.



El comerciante canalero estaba preso por lavado de dinero, pero la astucia de Valenzuela logró sacarlo de ese país y trasladarlo en un vuelo privado el mismo día que salió del penal.

Reconocido por jueces y funcionarios de instrucción por su modus operandi, también le abrieron un proceso por alterar la firma de un fiscal para descongelar varios millones de dólares cautelados, tras unas sumarias por lavado de activos.

Le gustaba la buena vida, costosos vinos, viajes, los Mercedes-Benz, tenía varias mujeres jóvenes, rubias, naturales o con peróxido, no mayores de 25 años y también pasó por hospitales privados para curarse de gonorrea tres veces.

Fue multado por no asistir a audiencias penales, compraba a médicos para obtener certificados de salud y amaba el deporte equino.

Poseía una suerte, algunos de sus colegas abogados decían que tenía un pacto con el diablo porque el masculino nunca pisó una cárcel, a pesar de las travesuras que hacía, presentaba  recursos judiciales para evitarlo.

Sin embargo, en este mundo llega alguien más listo que otro pillo porque tigre no come tigre y eso le ocurrió a Valenzuela.

En una operación antidrogas se detuvo a varios narcotraficantes panameños y colombianos, entre ellos a Julian Patrón, oriundo de Cali, y Valenzuela asumió el rol de procurador judicial del extranjero.



A las tres semanas, le pidió medio millón de dólares para presuntamente sobornar a cinco magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), a razón de 100 mil por cada uno.

Le contó que interpondría un habeas corpus, los cinco declararían ilegal la detención y podría huir a Colombia sin problemas.

Transcurrieron tres meses y nada, el sudamericano estaba desesperado, preso y con ganas de ahorcar a su abogado, mientras este le contaba historias de que pronto el recurso judicial bajaría porque el proyecto circulaba entre los magistrados.

-Ya tengo los cinco votos, otros cuatro no querrán liberarlo, pero ya está listo el negocio-.

-Mejor que salga hermano, de lo contrario le doy piso-.

Valenzuela lo calmó, dos meses más, hasta que el fallo del habeas corpus bajó a la Secretaría General del Órgano Judicial, pero los magistrados declararon por unanimidad legal la detención de Patrón.

Al enterarse, el colombiano le envió un mensaje a Valenzuela que ni lo visitara, el letrado en Derecho intentó buscar una salida para salvarse de la estafa hecha a un narco.

Cero negociaciones porque el extranjero estaba mama’o.

A las dos semanas, Valenzuela se encontraba en un establo del hipódromo revisando sus caballos, cuando se le apareció un hombre, le apuntó una escuadra con silenciador y le pegó siete tiros.

Tres en el pecho, uno en la frente, uno en el estómago, uno en sus partes íntimas y otro en la boca, el asesino profesional abandonó la escena del crimen y nunca lo encontraron.

Quienes conocían a Valenzuela no les extrañó el pase de factura por la vida que llevaba el abogado porque tarde o temprano terminaría muerto o en la cárcel.

Primera imagen cortesía de la Policía Nacional de Panamá.

Segunda imagen cortesía de Dreamstime.


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