El candado asesino

 Samira y Arnoldo, se paseaban como dos tortolitos en Altos de Los Lagos, Colón, Panamá, donde la pobreza abundaba, se desayunaba balacera, muertos, terror y también nacía la esperanza de un mejor mañana.

Ella, de 19 años, estudiaba para ser Contador Público Autorizado (CPA) en el Centro Regional Universitario de Colón, mientras que su novio Arnoldo, de 21 años, era un bueno para nada, maleante, fumador de marihuana y pandillero.

Ambos residían en el mismo edificio de un proyecto de urbanización para dar una calidad de vida, pero solo fue de vivienda porque solo se trasladó el problema de la delincuencia y pandillerismo de la ciudad de Colón a la nueva zona.

La chica muy sexi, delgada, de raza negra, con hermoso caminar y unos ojos oscuros, tenía un admirador en su salón quien la invitó a salir varias veces, pero la dama enloquecía por su pandillero.



Arnoldo estuvo varias veces en la cárcel por delitos menores hasta que ingresó en una pandilla, lo hirieron tres veces, se salvó en una ocasión porque mataron por error a otro joven a tiros, en vez de a él.

La confusión le salvó la vida y ni así, el caballero, alto, de contextura atlética, cabello de afro y ojos pardos, seguía con su modus operandi.

Samira le lloraba para que dejara ese mundo porque todo pandillero cuenta con dos salidas que son la cárcel o siete pies bajo tierra, le suplicaba y el hombre ascendía en la escala de la banda Los Cangrejos de Aspinwall.

Drogas, territorios, robos, chantajes y tumbes de estupefacientes eran las faenas a las que se dedicaba el grupo.

Tres de ellos, planearon hurtar una joyería de la calle Cuarta, donde las cámaras de la policía poco captaban por estar en una esquina escondida.

Esa noche llegaron con pasamontañas, taparon la cámara del negocio de adelante y atrás, colocaron la cizalla y apretaron entre los tres jóvenes, pero la herramienta se rompió.

Les falló la jugada.

Sin embargo, a Arnoldo se le ocurrió la brillante idea de usar su escuadra para disparar al candado, lo que es altamente peligroso.



Pepe, uno de los muchachos, le comentó a Arnoldo que no lo hiciera y también se lo advirtió Jaime, aunque el hombre insistía en hacer el golpe.

-Mejor lo hacemos otro día, utilizar el arma no es bueno, además hará bulla y nos descubrirán-, dijo Pepe.

-Es la una de la mañana, nadie camina a esta hora por aquí-, respondió Arnoldo, con el arma en su mano derecha.

Apuntó, pidió que con la linterna alumbraran al candado y disparó, al segundo cayó con un chorro de sangre de una herida en la parte lateral de su cuello izquierdo.

La bala rebotó en el candado y fue directo a la yugular del antisocial.

Al ver a su amigo en el piso, la sangre corría a ríos, Pepe y Jaime huyeron de la escena, pero al salir a la calle las cámaras de la policía los captaron, fueron detenidos y confesaron todo.

Cuando le notificaron a Samira que su novio estaba muerto, el mundo se le vino encima y solo los consuelos de su pretendiente Ernesto la aliviaron en parte.

Arnoldo quedó siete pies bajo tierra como numerosos pandilleros que no buscan un mejor futuro y quieren vivir de las armas junto con los delitos.

Imágenes cortesía de la Policía Nacional de Panamá.

 

Comentarios

  1. Ese es el final de un maleante . Lo peor es que los supuestos amigos te abandonan.

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