La habitación del tiempo

Manuel Montero laboró durante cuatro años para preparar su cuarto mágico, con toda la tecnología e invertido miles de dólares, casi estaba en la ruina porque debía a los bancos, su vivienda heredada estaba a pocos pasos de ser rematada porque la hipotecó y no pagaba.

Su meta era terminar su proyecto dentro de esa habitación con el fin de viajar a través del tiempo, aunque había que mover el tiempo y el espacio.

El motivo, su antigua compañera de clases, Sarah Auerbach, graduada también como física en la Universidad Humboldt de Berlín, sin embargo, como Manuel era católico, la familia judía de Sarah no lo aceptaba.

Una beca no fue suficiente para un chico de piel canela, de padre negro y madre indígena de Panamá, quien atraía a las chicas alemanas del centro superior de estudios por ser exótico y solo tenía ojos para su amada.



Antes del trabajo final, Manuel probó sus aparatos para trasladarse hasta las tres Guerras Púnicas, luego hasta la decapitación de Luis XVI en Francia, algo asustado cuando los galos gritaban muerte al rey y a la creación del imperio del Genghis Khan.

Todo funcionaba casi a la perfección, su única falla es que viajaba a través del tiempo y espacio del futuro o pasado, no del presente, era imposible trasladarse en el mismo año de un país a otro.

Durante el tercer día de las pruebas se fue al siglo 3000, vio una Tierra con gente viviendo en cuevas, con pocos lugares para cultivar, muchas peleas con palos y piedras para obtener alimentos.

Lo dijo Alberto Einstein que el cuarto conflicto mundial se pelearía con palos y piedras, el uso de las armas nucleares entre las potencias generó la destrucción de las dos terceras partes del planeta.

No obstante, el panameño regresó a la época donde se conoció con Sara, le daría una sorpresa, la llevó al futuro cuando sus padres rechazaron la relación entre el americano y la alemana.



Sarah lloró, estaba entre la espada y la pared, si aceptaba la propuesta de su enamorado jamás se encontraría con sus padres, hermanos y otros parientes. 

Manuel estaba en las mismas, corrían muchos riesgos, pero cuando se es joven la revolución y amor palpitan en el corazón en extremo, así que la pareja decidió irse para no ser molestados.

Las miradas de Sarah y Manuel denotaban nervios, felicidad, tristeza e incertidumbre con un futuro incierto, un mulato con una chica alemana llamaría la atención, aunque eso no interesaba, sino escapar hacia la felicidad.

Los novios ingresaron a la habitación viajera, Manuel la programó para el 14 de agosto de 1900, en Buenos Aires, Argentina.

Nadie supo más de ellos.

Imagen de George Becker de Pexels y Juan Franco Lazzarini.

La horma de sus zapatos

 Augusto Alaya emigró desde Quito, Ecuador, hacia Virginia, Estados Unidos, en busca de una mejor vida, dejó a sus hijos en su tierra natal con el fin de traerlos una vez se establecía en esa ciudad.

Con la ayuda de su hermano Tereso, laboraron como jornaleros en la construcción de viviendas, limpiando negocios y cortando yerba, sin embargo, el dinero no alcanzaba por lo costoso de ese país.

En una clínica donde aseaban ambos sudamericanos laboraba Peggy Sue, una hermosa rubia, ojiazules, asistente de uno de los médicos y con mucha ambición de estudiar medicina, pero los créditos solicitados o becas fueron rechazados.

Augusto, de 40 años, era acholado y alto, así que la damisela de 22 abriles, era un trofeo que podía exhibir frente a sus paisanos, los mexicanos, salvadoreños y anglosajones que llegaron de estados agrícolas con la misma idea del ecuatoriano.



Para acumular dinero y regarle a Peggy Sue, vendía flores en los semáforos en las noches en el límite de Virginia con Washington DC hasta que un cubano le comentó que falsificando licencias de conducir haría dinero a montón.

En el año 2000, el sistema E-Verify apenas se aplicaba, así que muchos migrantes sin papeles llegaron donde Augusto para solicitar el documento, lo que representó cientos de dólares y costearle la carrera de medicina a su novia estadounidense.

Trabajaba desde su casa para crear falsos carné de seguro social  o de residencia (la famosa tarjeta verde), lo que era necesario para abrir una cuenta al banco, obtener crédito y al final los clientes terminaban siendo legales, pero ilegales.

Los pequeños comercios y agricultores no contaban con ese sistema, así que desde otros estados le solicitaban a Augusto las tarjetas que vendía a 100 dólares cada una.



Semanalmente, acumulaba hasta 12,000 dólares, con Peggy Sue feliz y a quien no dejaba ni dormir porque era poco probable que se repitiera una conquista como esa.

El tiempo pasó, el ecuatoriano enamorado de su pollita yanqui, aunque también conquistaba a otras jovencitas, mientras que su hermano Tereso le pronosticaba un mal futuro de su novia norteamericana y Augusto terminó largándolo de la casa.

A los cinco años, Peggy Sue se graduó de medicina, se hizo un fiestón con algunos compañeros de clase y migrantes amigos del novio de la nueva doctora.

Esa misma noche, Peggy Sue aprovechó que su pareja estaba ebrio, agarró su ropa y se marchó con Emilio, un estadounidense de origen colombiano de la misma edad de la joven.

Augusto lloró, llamó a su hermano Tereso, quien le recordó que le había dado un mal pronóstico porque Peggy Sue se cansó de las infidelidades y al final el falsificador encontró la horma de sus zapatos.

Imagen de la pareja de Dreamstime no relacionada con la historia. 

De estrella a estrellada

Lavanda Jones nació en el pueblo de Jackson, Wyoming, donde no existía mucho futuro, los empleos escaseaban, las jóvenes desde la secundaria buscaban el varón con quien se casarían para no ser solteronas y las mantuvieran.

Por supuesto, en una zona con menos de 10,000 habitantes, si no tienes rancho, ganado o dinero, nada haces, a menos que decidas unirte al atraso de personas que jamás salieron del pueblo o no ganaron una beca para estudiar fuera del estado para amarrarse en Jackson.

Así que Lavanda, con rostro de niña, ojos azules como el cielo, cabellos tan brillantes como el sol, delgada y sonrisa de zarina, decidió marcharse a Los Ángeles, creyendo en las producciones de Hollywood y estimulada por las revistas de la farándula.



No fue tan fácil, durmió la primera semana en un motel del condado del Valle de San Fernando para tener como vecinos, jornaleros, desempleados y casi vagabundos, aunque estaba cerca de Burbank, la meca de los medios californianos.

Quizás alguien la descubriría, le daría un papel en el cine o la televisión, sin embargo, como debía comer, empezó a laborar en un club de nudista de mesera y luego a realizar danzas exóticas de pechos libres.

Tres meses después la vio Mark Thompson, un camarógrafo de películas pornográficas que le llenó la cabeza de sueños como ganar un sueldo mínimo de 15,000 dólares a la semana, así que la dama aceptó ir la productora.

Miles de migrantes estadounidenses llegan desde pequeños pueblos a las grandes urbes en busca de fama, fortuna y éxito, el caso de Lavanda es un claro ejemplo de ello.

La chica se hizo toda una estrella de pornografía, con videos de dos billones de reproducciones en internet, aceptó lo que le pedían sus jefes, grabó más de 300 escenas hasta que le destrozaron sus partes íntimas por tener sexo con siete hombres.

Al retornar a la vida normal, Lavanda era mirada con rostro de extraños por varones y damas, en restaurantes, centros comerciales, bancos, almacenes e incluso en la clínica donde se atendía.



También le gritaban obscenidades, se sentía humillada, todo el mundo conocía hasta el mínimo de su identidad sin haberla tocado, degradada como mujer, debido a su pasada vida, la que ella eligió y no fue obligada.

El metal la llevó hasta la cima de la fama, la fortuna y también su destrucción, no tiene pareja y todo varón que se le acerca no tiene intenciones de colocarle un anillo, sino de hacer un periplo a la cama.

Lavanda ahora trabaja como modelo y diseña ropa, aunque apenas inicia, intenta cambiar radicalmente su vida de estrella a estrellada.

Imagen de Bruno Massao y Soly Moses de Pexels no relacionadas con la historia.





La motociclista de Burunga

 La llegada de Betty Mosquera a Burunga, revolucionó a la comunidad de Panamá Oeste, la dama vino solamente con los 500 dólares que exigía el Servicio Nacional de Migración (SNM) y su hija de dos años.

El acento de Betty era el clásico bogotano o cachaco, sin embargo, su aspecto físico de piel oscura, reducido tamaño, trasero gigantesco, ojos pardos y cabello largo alisado, no demostraba ser nativa de Cundinamarca.

Sus padres eran migrantes de Quibdó, en el departamento de Chocó, que se marcharon a la capital colombiana en busca de una mejor vida para sus cuatro hijos y se instalaron en Ciudad Bolívar, el barrio más pobre de esa ciudad.

La fémina cerró sus ojos, muchas veces lesionados por su pareja, agarró sus maletas para instalarse en el istmo donde una tía para que huyera de los puños de acero del obrero que un día le robó el corazón.



Se ganaba el sustento en un salón de belleza, donde desarrollaba sus habilidades y aconsejaba a las clientes detalles para mantenerse hermosa, además de cuidar de su piel.

Betty era un imán para los varones, casados, solteros, unidos y a los oídos de la mujer desfilaron promesas de palacios inexistentes, matrimonios por cualquier religión y fantasías dignas de la literatura.

Ella lloraba en las noches, recordaba el infierno vivido por su pareja, quien le atribuía los males por el color de su piel, en su mente se dibujaba las golpizas recibidas y que nunca se atrevió a denunciar.

Dependía de los ingresos de su marido, así que cualquier cosa menos recurrir a las autoridades para alertar sobre las acciones de su rubio quita frío.

Mientras que en Burunga trabajaba seis días a la semana, utilizaba una motocicleta pequeña para desplazarse, con su uniforme de pantalón negro pegado, camiseta negra y pocas veces maquillada porque no lo necesitaba.

La espectacular mulata rechazaba todas las propuestas de conquista, sencillamente porque no superaba el trauma de su última relación que la dejó herida hasta lo profundo de su corazón.



Al año de vivir Betty en Burunga, regresó Alfredo, recién graduado de la Universidad de Los Andes, en Venezuela, como químico, fue acompañar a su madre al salón de belleza y vino el flechazo.

El uno para el otro, la dama se puso nerviosa y él gagueaba cuando intercambiaron palabras. Todos en el local comercial se dieron cuenta de la situación y sabían lo que sucedía.

Se frecuentaron, Alfredo la llevó donde un psicólogo para que Betty superara el espantoso capítulo de la violencia protagonizado por su antiguo marido.

Una de cal y otra de arena, por todo Burunga se diseminó que la motociclista colombiana se empató con Alfredo, el hijo de la chiricana y el español de la fonda de la esquina.

Betty huyó del mal, no obstante, los demonios también viajan a cualquier parte del mundo y la única forma de derrotarlos en combatirlos.

Fotografías de RDNE Stock Project  de Pexels no relacionadas con la historia.

Pirata millonario

Al enterarse la población de la captura del pirata cibernético Andrés Palm, se sorprendieron por su modus operandi, la cantidad de bienes inmuebles, vehículos y miles de millones de pesos mexicanos que sumaban mensualmente un millón de dólares que logró hurtar.

El caballero tenía aspecto de tonto, usaba gafas, vestía sencillo con pantalón vaqueros, camisetas sin rayas, dibujos o figuras, zapatillas o tenis color blanco en su totalidad y con una gorra negra.

Andrés se diplomó de la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam) como técnico en informática, laboró en un banco durante dos años, sin embargo, por diferencias con su jefe lo despidieron y no le pagaron sus prestaciones.



En venganza, el varón se unió a un grupo de piratas cibernéticos, atacaban instituciones, páginas de organismos internacionales, de fuerzas armadas o cuerpos policiales.

No obstante, decidió que ya no laboraría para nadie y planificó dar varios golpes que le resultaron durante unos cuatro años.

Con su inteligencia, manipulaba transacciones bancarias en línea, clonaba tarjetas de crédito y saqueaba cajeros automáticos.

Una astucia casi insuperable, un resentimiento con la sociedad y cuando la policía allanó las propiedades descubrieron que fueron convertidas en asilos de ancianos, infantiles y gente sin hogar.



Repartía alimentos, medicinas y ropa, pero el origen del dinero no era legal, así que independientemente de su venganza, cometió delitos.

No llevaba vida de rico, aunque sufragaba algunos lujos como relojes Rolex, frecuentaba casinos y tenía una novia de 23 años que sabía toda la historia.

Andrés se declaró culpable de los delitos de hurto, estafa y falsificación, lo que provocó que el juez lo sentenciara a diez años de prisión en una cárcel de la Ciudad de México.

Por las calles de la capital mexicana se rumora que una vez cumpla parte de su condena, se la conmutarán con la condición de que labore en investigaciones federales para perseguir los crímenes que él mismo cometió.

Quienes argumentan este rumor se basan en que es un hombre inteligente en extremo, que su coeficiente intelectual solo lo posee el 4% de la población mexicana.

Mientras Andrés espera que eso ocurra, aprenderá mucho en su nueva vida entre los barrotes.

A su novia le metieron cuatro años de prisión por cómplice.

Fotografía de Luis Gomes y Sebastián PH de Pexels no relacionadas con la historia.

Venganza a los infieles

 Pedro era un incorregible trabajador de la construcción, quien residía en un cuarto de alquiler, en una vivienda de mampostería, mientras que su concubina, Roberta, se ganaba la vida vendiendo productos de belleza y cortando cabellos en el popular barrio de Santa Ana, Panamá.

El caballero, bebía a montón, mujeriego por excelencia y atractivo a sus 29 años, con dos hijos de su anterior relación y una niña con Roberta, sin embargo, cuando divisaba una presa, le caía como halcón en cacería.

A la calle 17, Santa Ana, llegó desde Barquisimeto, Venezuela, Oriana, de 21 años, una chama, blanca, delgada y atractiva, que robaba miradas de hombres amarrados o sueltos, aunque ella contaba con su media naranja, el tipo estaba atrapado en la tierra de Simón Bolívar porque le negaron el visado al istmo.



Oriana se dedicó a vender arepas, pintaba uñas, peinaba, maquillaba y laboraba en lo que pudiese con el fin de enviar dinero a su quita frío porque el hombre no laboraba en su país.

Pedro le puso el ojo a la migrante sudamericana, enfiló su infantería sentimental hacia la hermosa chama, no obstante, en un principio la dama rechazó cualquier tipo de propuesta hasta que vio el rostro de Jackson impreso en blanco, negro y verde.

La mujer sucumbió por sus necesidades, mientras que Pedro descuidó la atención de su hogar porque requería coronar, así no titubeó en subsidiar a su nueva conquista.

Todo iba bien durante cuatro meses hasta que una amiga de Roberta le comentó que su marido tenía un romance con la venezolana de las arepas, lo que generó que la engañada fuese a defender su honor de mujer ante la migrante.

Se jalaron por las greñas, se arañaron y dieron de golpes, los vecinos intervinieron para evitar una tragedia, pero los amantes no dejaron de frecuentarse.



Como Roberta estaba herida y humillada, llamó al Servicio Nacional de Migración (SNM) para denunciar que una chama estaba sin documentos y ejercía el comercio al por menor, lo que es prohibido por la Constitución Nacional.

Tres días después, un microbús del SNM se detuvo frente a Oriana, se bajaron dos inspectoras, le pidieron sus documentos, como no tenía papeles, la sudamericana lloró, fue esposada y subida al vehículo.

A la semana, Oriana estaba en el aeropuerto de Maiquetía Simón Bolívar, en calidad de deportada.

La acción enfureció a Pedro, se desarrolló una guerra verbal en el cuarto de alquiler de la pareja y el varón enamorado de un imposible, agarró sus trapos para residir donde su hermano en Parque Lefevre.

El triángulo amoroso se destruyó en su totalidad.

Imagen ilustrativa cortesía del SNM de Panamá no relacionada con la historia.

¿Y yo cuando?

Luis Jaén vivía su etapa de recién entrado en la tercera edad, acaba de recibir su jubilación, tras laborar varias décadas en una planta procesadora de productos avícolas, primero como obrero y luego fue ascendido a supervisor.

Varios de sus antiguos compañeros de trabajo tuvieron cita con San Pedro, personaje de quien todos hablan, sin embargo, nadie conoce.

El paso del tiempo atacó su figura, su faz arrugada con patas de gallina, las marcas entre los labios y la nariz, además de su frente con tres líneas horizontales, demostraban que las horas no perdonan.



Su esposa falleció cuando tenía 57 años, con dos hijos y cuatro nietos que lo visitaban a menudo para que no se sintiese solo en el caserón de cuatro recámaras en Rana de Oro, Pedregal, de la capital panameña.

En esa vivienda hizo su vida, crio a sus hijos con Claudia, una bocatoreña que fue no solo su compañera por 27 años, sino de labor en la planta procesadora de pollos.

Pasaba largas horas leyendo, viendo televisión, escuchaba la música de los combos nacionales, lo que lo transportaba a sus años de mozo, juventud divino tesoro, un cazador de chicas y guapetón.

Medía casi siete pies, de piel canela, abundante cabello negro y lacio, de formación atlética, era un imán para el sexo femenino hasta que conoció a Claudia, por lo que decidió declinar su talento de Don Juan.



Un día, mientras cortaba la yerba de su patio trasero, lo visitó Antonio para comunicarle que la supervisora, Sofía, falleció de un infarto y sería sepultada en viernes a las diez de mañana en la iglesia local.

Luis lloró, fue ella quien lo ayudó a ingresar al único lugar laboral donde ascendió de indio a cacique, cumplió el tiempo establecido por la Caja del Seguro Social (CSS) para retirarse y cobrar su cheque.

Sofía era toda una dama, su amiga del colegio, su confidente e hizo gran amistad con el esposo de su antigua jefa.

Durante el sepelio de la mujer, el jubilado descubrió que asistieron algunos trabajadores retirados de la planta, todos ya en la tercera edad, además notó la ausencia de quienes se adelantaron en el viaje al más allá.

Un duro golpe para Luis porque se fueron Alberto, Sofía, Claudia, Iván, Rogelio, John y Emilio, entre otros conocidos del caballero.

Mientras se hacía la señal de la cruz, el hombre se preguntaba: ¿Y yo cuándo?

Fotografías de Pavel Danilyuk y Orhan Pergel de Pexels, no relacionados con la historia.

Neutralizados a balazos

Narciso, conocido como Pata de caballo, de 23 años, era un reconocido antisocial residente en Barraza, un barrio pobre de la capital panameña, nunca agachó el lomo, pero siempre su cartera estaba llena de dinero y conseguía las mejores guialcitas del área.

El tipo, de cabello negro, baja estatura, ojos pardos y rostro acholado, usaba un diente de oro, leontina, zapatillas Converse, color blancas y su gorrita tipo Benny Moré.

Su especialidad era hurtar en las elegantes viviendas de la Zona del Canal, aunque cumplió en dos ocasiones sentencias en la penitenciaria de Gamboa, cuando salía de esa cárcel iba con sangre en los ojos para seguir su vida delictiva.



Residía con sus padres, oriundos de Veraguas, dos hermanos y una prima de nombre Sirena, también con aspecto acholada y un cuerpo escultural.

Parte del botín que sacaba el malandrín de sus operaciones ilícitas lo administrativa Sirena y sus tíos sospechaban del romance clandestino, sin embargo, no había evidencias.

Amanda, la mamá de Pata de Caballo, los vio mientras se daban un suculento beso y para evitar más conflictos familiares decidió enviar a su sobrina a Santa Fe de Veraguas.

Pasado un mes, el antisocial extrañaba a su pariente-pareja, así que decidió viajar para reencontrarse con su media naranja y trasladar su modus operandi a la capital veragüense.

Alquiló un cuarto, no obstante, como había que cancelar pagó los tres primeros meses, mientras que el caballero se juntó con dos malandrines y planificaron hurtar en la casa de un ganadero de nombre Carlo Martini.



Con la ayuda de un peón que odiaba los Martini, ingresaron a la finca del millonario de descendencia italiana, llegaron hasta la vivienda, se fueron hasta la habitación nupcial y los descubrieron.

Martini tenía experiencia en armas, formó parte de la Brigada Victoriano Lorenzo, de panameños que combatieron la dictadura de Tachito Somoza en Nicaragua.

El ganadero mató a tiros a Pata de Caballo, sus dos compinches y resultó ileso porque los delincuentes eran maleantes de poca monta, no conocían el manejo de pistolas o escuadras.

Sirena y Amanda fueron las únicas que lloraron a quien en vida llamaron Narciso, un ladrón de barrio que se fue al campo a robar y terminó siete metros bajo tierra.

Foto de Helena Lopes de Pexels  y la Policía Nacional de Panamá, no relacionadas con la historia.

Carta para Mónica

Te escribo esta carta porque soy tan cobarde que no me atrevo a mirarte a los ojos y confesarte lo que llevo por dentro desde la primera vez que te vi en el ascensor del ministerio.

Cada mañana, antes de hacer mis labores, me coloco debajo del árbol de almendras para darte los buenos días y ser feliz porque solamente con ver tu sonrisa mi alma se nutre.

Eres el aire que necesito para respirar, la sangre que corre por mis venas, el corazón que late fuerte cuando escucho el timbre de tu voz y el alimento para no morir.




No te sorprendas, aunque sea rudo, escale las paredes y rincones del edificio con el propósito de pintarlo y limpiarlo, tengo sentimientos y sobre mi faz caen diluvios porque jamás tendré una oportunidad contigo.

La vida no me ofreció una oportunidad como la tuya de asistir a la universidad porque la pobreza me lo impidió, mis padres me matricularon en el colegio Artes y Oficio para estudiar y mantener a la familia.

Allí aprendí el oficio de albañil y como no hay trabajo en la construcción, decidí aceptar el de trabajador manual en el ministerio, ya que el hambre cesa con la vida.

Desconozco cuándo me enamoré, pasó tan rápido como el día se transforma en la noche, la tristeza en alegría, el calor en lluvia y del odio al amor.



En nuestra sociedad una mujer que está en un estrato social arriba de un varón no se fijará en él, la criticarán, no obstante, el hombre, aunque sea millonario, no discrimina salir o casarse con una camarera.

Las apariencias dictan mucho, una abogada empatada con un trabajador manual sería visto como una relación únicamente sexual y con nada de sentimientos, pero es una falacia.

Ya tomé mi decisión Mónica de renunciar porque no soporto esta situación, estoy a punto de estallar como el volcán presionado para hacer erupción.

Que tengas excelente futuro y aunque te rías cuando leas esta carta, yo siempre te amaré.

Atentamente,

Omar

Fotografías de Rodolfo Quirós y Rachel Claire en Pexels no relacionadas con la historia.

 

Coraje femenino

Su nombre en clave era Collete (victoria de pueblo, en francés), se paseaba en bicicleta en las afueras de Paris en las mañanas para comprar el pan y también como correo de la resistencia de la ocupación nazi.

Mientras pedaleaba, el viento jugaba con sus cabellos oscuros, sus verdes ojos buscaban soldados germanos, colaboradores o sencillamente agentes de la Gestapo que cazaban enemigos de la Francia ocupada.

Blanca como la espuma, delgada y linda, tenía un novio llamado Jean, escondido en el norte del país, combatía al ejército invasor y ella no sabía nada de su enamorado.



Collete ingresó a la resistencia por dos motivos: el primero por llevarle la contraria a su madre Alizée, la guerrillera urbana, de apenas 17 años, también acarreaba nacionalismo en su mente, cuerpo y alma.

No era la única fémina que servía de correo a los rebeldes galos, otras trabajaban para el gobierno alemán, pasaba información y otras hacían un trabajo más duro de ser parejas de oficiales, sacarles datos y posteriormente soplarlos a la insurrección.

La parisina no había sido descubierta, llevaba tres años como correo desde la ocupación iniciada en 1941, cuando los campos de Eliseo se vieron bañados de soldados alemanes con sus botas relucientes, bien peinados y sus uniformes planchados.

Estaban por todo Francia, incluso en los pueblos más pequeños, sin embargo, no todos fueron colaboradores, unos se resistieron a ser provincia permanente del Tercer Reich.

Uno de esos días, el teniente nazi Berengar, la observó y quedó prendido con la parisina, logró conocerla e invitarla a cenar y la chica aceptó, pero le notificó a sus superiores la novedad.



En la primera cita, en un hotel del centro de capital francesa, la dama colocó insecticida en la cerveza del oficial, abandonó rápidamente la habitación y a pesar de que había toque de queda logró burlar la soldadesca alemana

Carteles con su fotografía estaba por toda la geografía francesa con la recompensa que los alemanes no explicaron, pero dijeron que era jugosa para detener a la asesina.

Collete se escondía en una finca en Champaña-Ardenas hasta que cuatro semanas antes de la liberación un campesino la delató, la Gestapo la detuvo y fue ahorcada en una plaza pública de París, tras ser torturada.

El soplón fue identificado y fusilado durante las revueltas de los revolucionarios en busca de pasar factura a los quinta columnas.

La dama tuvo el coraje, valentía, el orgullo y la fuerza para luchar por su patria, porque contra el invasor se usa cualquier arma para combatirlo.

 

La suerte loca

Seis empleados del restaurante El Paisa, ubicado en la vía España, en Panamá, estaban hartos del trato del propietario del negocio, el colombiano John William, un aventurero que llegó al istmo para hacer fortuna.

Aunque no logró ser millonario, con tracalerías, amansó un capital para abrir un restaurante de comida colombiana, contrataba a paisanos suyos sin documentos para pagarle bajos salarios, evadir impuestos y explotarlos.

Incluso hasta las propinas que gustosamente entregaban los clientes, John William se las volteaba bajo el argumento que las repartiría a fin de mes, sin embargo, eso nunca sucedía.

Los colaboradores no se atrevían a denunciarlo ante el Ministerio de Trabajo y Desarrollo Laboral (Mitradel) porque como eran indocumentados temían ser multados por trabajar sin permiso del Estado panameño o en el peor de los casos deportados a Colombia.



Al cocinero, conocido como Juancho, se le ocurrió comprar entre todos los empleados un billete de la Lotería de la Florida, en Estados Unidos, si pegaban comparan el negocio o ninguno asistiría a sus faenas diarias.

Mientras tanto, seguía el trato de la patada con los subalternos por parte del comerciante, quien rápidamente olvidó sus inicios como migrante sin papeles y haciendo duros trabajos.

Los colaboradores tuvieron tres meses con la colecta de cuatro dólares por quincena con el fin de obtener algunos de los premios, salvar su situación económica, arreglar sus documentos migratorios y al cuarto mes salió el 16 24 07 34 88 más el balón rojo 53.

Un jugoso premio de 750 millones de dólares, repartido entre los seis, era de 125 millones de billetes verdes, con la ayuda de un amigo con visa estadounidense cambió el boleto y le pagaron diez millones.



El dinero fue repartido y el fin de semana siguiente ninguno fue a laborar al restaurante, lo que causó sorpresa del sudamericano que sus paisanos abandonaran su centro laboral.

 Para joder, Juancho se fue a husmear el domingo en la tarde en un lujoso Jaguar, mientras que, al verlo John William, casi se cae de la sorpresa.

—Vea hermano, si quiere le compro el negocio, ahora usted es un muerto de hambre e hijo de puta—, gritó el cocinero en momentos que no soltaba la risa.

Bueno, así es la suerte de loca y a cualquier le toca.

Imagen de billete de Dreamstime no relacionada con la historia.

Quiebra fraudulenta

Al intervenir la Superintendencia de Bancos de Panamá en el Banco Industrial Istmeño era porque el asunto estaba fatal, hubo manejos irregulares, y se brincaron los procesos mínimos de las empresas dedicadas a esta rama del comercio

Todos los directivos del banco eran reconocidos comerciantes, desde importadores, industriales, latifundistas y economistas, sin embargo, ninguno de sus diplomas de universidades estadounidenses sirvió para reflotar el banco.

El fiscal que averiguaba una quiebra fraudulenta, Efraín Vásquez, se enfrentaba a la disyuntiva capitalista salvaje de poner tras a los barrotes a millonarios donantes de campañas políticas, de organizaciones no gubernamentales y fundaciones supuestamente sin interés de lucro.



La razón es que sencillamente se perdieron 30 millones de dólares en créditos otorgados sin ningún tipo de garantía de recuperación o terrenos, acciones, propiedades y otro activo que respaldara los préstamos.

Los diarios difundían el escándalo financiero y no era el único porque a principios del siglo XX Panamá fue azotada por una serie de quiebras fraudulentas, sus responsables abandonaron el país o usaron su poder económico para no ir presos.

Algo típico en el capitalismo salvaje porque quien cuenta con poder y contactos, pocas veces conoce la cárcel.

¿Dónde estaba los 30 millones de dólares? Se preguntaba el fiscal Vásquez, mientras sus colaboradores buscaban afanosamente transferencias, cuentas o la ruta del dinero esfumado como fantasma en la noche.

Una colecta o vaca en silencio hicieron los directivos de ese banco para salvarlo, violando toda disposición legal sobre la materia.



¡Qué ironía! Un viejo gritó en el parque de Los Aburridos del Chorrillo que como eran rabiblancos no pasarían ni dos minutos guardados, no como los hijos de la cocinera porque el capitalismo salvaje es para el que tiene, el resto se jode.

La defensa, una barra de abogados casi todos exfiscales, interpuso los recursos judiciales que las leyes le permitían para dilatar el proceso hasta que dos de los acusados por quiebra fraudulenta fallecieron y al final se declaró prescrita la acción penal.

Así es la vida, los impolutos millonarios que promovían valores cívicos, teletones y campañas de ayuda al prójimo resultaron ser Robin Hood, pero al revés.


Imagen cortesía de Luis Quintero y Pexels.

Amor asesino

 A principios de mis años de adolescencia iba con mi madre y hermanos a El Valle de San Isidro, en San Miguelito, Panamá, donde una tía de crianza que vivió en Hueco Sucio, Plaza Amador en los años 70, quien se fue para allá con sus hijas.

No había casas de inquilinatos como en la capital panameña, algunas de madera con servicio de hueco o letrina, pero al menos eran de la familia y no colectivos como en las propiedades condenadas donde me crie.

Una zona con bastante yerba, las casas empinadas y construidas sobre cerros, donde jugamos la lata, pan con queso, compañerito pío pío y otros pasatiempos de gente pobre.

Allí conocí a Katy, una chica de 13 años, hija de migrantes veragüenses que se instalaron en San Miguelito en busca de un mejor futuro.



La vecina de mis primas tenía dos hermanas, todas lindas, de piel canela, cabello negro largo y delgadas, siendo estudiantes de secundaria en aquella época y Katy la menor.

Aún cursaba el séptimo grado en una escuela en el corregimiento de San Felipe y mientras jugábamos a las escondidas, un día Katy me pidió que fuera su novio, me puse nervioso y no sabía qué hacer.

Ella me gustaba, amores de chiquillos escolares, le respondí que sí y me dio un beso en la mejilla, lo que me trasladó a la luna y cada vez que iba al Valle de San Isidro nos veíamos en el parque. Otro besito y adiós.

Pasó el tiempo, parte de mi familia se fue a vivir a España, yo me quedé trabajando en el Misterio de Gobierno, ya contaba con 21 años y ni idea de la vida de Katy.



A los dos meses ingresó un compañero de trabajo, vecino de mi antigua noviecita, le comenté sobre ella y me dio algunas noticias, pero no agradables sobre Katy porque su marido la maltrataba.

Tres meses después leí en un diario que mi exnovia fue asesinada por su pareja, quien celoso le pegó dos tiros, lo que me entristeció a pesar de tener unos ocho años sin verla.

El mundo no observaría su sonrisa, tampoco disfrutaría del timbre de su voz y ni se alegraría al verla caminar con su ritmo coqueto porque ya no estaba con nosotros.

Katy fue víctima de la violencia intrafamiliar como muchas otras mujeres, sin embargo, no se atrevió a denunciar al monstruo y sus vecinos tampoco.

Fotografías de Gustavo Fring y Anete Lusina de Pexels no relacionadas con la historia.