A principios de mis años de adolescencia iba con mi madre y hermanos a El Valle de San Isidro, en San Miguelito, Panamá, donde una tía de crianza que vivió en Hueco Sucio, Plaza Amador en los años 70, quien se fue para allá con sus hijas.
No había casas de inquilinatos
como en la capital panameña, algunas de madera con servicio de hueco o letrina,
pero al menos eran de la familia y no colectivos como en las propiedades
condenadas donde me crie.
Una zona con bastante yerba,
las casas empinadas y construidas sobre cerros, donde jugamos la lata, pan con
queso, compañerito pío pío y otros pasatiempos de gente pobre.
Allí conocí a Katy, una
chica de 13 años, hija de migrantes veragüenses que se instalaron en San Miguelito
en busca de un mejor futuro.
La vecina de mis primas
tenía dos hermanas, todas lindas, de piel canela, cabello negro largo y delgadas,
siendo estudiantes de secundaria en aquella época y Katy la menor.
Aún cursaba el séptimo
grado en una escuela en el corregimiento de San Felipe y mientras jugábamos a
las escondidas, un día Katy me pidió que fuera su novio, me puse nervioso y no
sabía qué hacer.
Ella me gustaba, amores
de chiquillos escolares, le respondí que sí y me dio un beso en la mejilla, lo
que me trasladó a la luna y cada vez que iba al Valle de San Isidro nos veíamos
en el parque. Otro besito y adiós.
Pasó el tiempo, parte de
mi familia se fue a vivir a España, yo me quedé trabajando en el Misterio de
Gobierno, ya contaba con 21 años y ni idea de la vida de Katy.
A los dos meses ingresó
un compañero de trabajo, vecino de mi antigua noviecita, le comenté sobre ella
y me dio algunas noticias, pero no agradables sobre Katy porque su marido la maltrataba.
Tres meses después leí en
un diario que mi exnovia fue asesinada por su pareja, quien celoso le pegó dos
tiros, lo que me entristeció a pesar de tener unos ocho años sin verla.
El mundo no observaría su
sonrisa, tampoco disfrutaría del timbre de su voz y ni se alegraría al verla caminar
con su ritmo coqueto porque ya no estaba con nosotros.
Katy fue víctima de la
violencia intrafamiliar como muchas otras mujeres, sin embargo, no se atrevió a
denunciar al monstruo y sus vecinos tampoco.
Fotografías de Gustavo Fring
y Anete Lusina de Pexels no relacionadas con la historia.
Lamentable realidad. Cada vez más mujeres mueren por miedo a denunciar a su agresor. Estas historias son necesarias para crear conciencia y darles el valor que necesitan. Al primer indicio de violencia: huir!
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