Primera y última orgía

Efigenio, Yamileth y Enelda, terminaron en la habitación de una casa de citas en San Miguelito, posteriormente que la pasaran excelente en una discoteca el sábado por la noche.

Alcohol en exceso, antes de ingresar, se fueron a un restaurante a comer pollo asado, papas frías y ensalada de lechuga con tomate, luego se detuvieron en una estación de gasolina para llenar de combustible el carro del masculino.

Las damas entraron a la tienda para cargar con cerveza y vino para seguir chupando como cosacos, sin embargo, Enelda llevaba dentro de su bolso varias dosis de felicidad.

Efigenio, era un arquitecto, oriundo de Bocas del Toro, acholado, de baja estatura, encantado de gozar con Yamileth, de raza blanca, y Enelda, de piel canela, ambas delgadas y con cuerpo seductor.



Tres tiempos fueron suficientes para garantizar nulas molestias ni llamadas telefónicas de la administradora de turno, así que  Sodoma y Gomorra inició con los protagonistas.

Vestidos con su piel, las damas besaban y acariciaban al varón, quien se sentía con mayor poder que Calígula, mucho más cuando las ninfas se turnaban para las felaciones.

Pícaras miradas, palabras de grueso calibre que dejaban cultas las conversaciones en los centros penitenciarios y gritos de excitación que cruzaban océanos.

Terminaron el sexo, pero no se detuvieron, siguieron con la cerveza, mezclada con cocaína y algo de vino para darle sabor a la orgía.



Era el fin del mundo para el trío, nadie tiene un mañana asegurado, así que se debe disfrutar la vida a plenitud, gritaban los tres, no obstante, dejaron la puerta abierta y el automóvil de motor Diesel encendido.

La primera que cayó fue Enelda, Yamileth creyó que estaba ebria, luego Efigenio y de última en suelo pulido con cera quedó la diva de pigmentación de espuma.

A las tres horas, la administradora llamó, nadie respondió, pero por la cámara de seguridad que tienen esas habitaciones vio los tres cuerpos y se comunicó de inmediato con la policía.

Llegaron con los paramédicos, aunque poco pudieron hacer con Efigenio y Enelda, Yamileth respiraba aún y fue trasladada a la sala de Urgencias del hospital San Miguel Arcángel.

Sobrevivió para narrar a los investigadores todo el derroche de sexo, drogas y alcohol, sumado al monóxido de carbono que recorrió la habitación de esa casa de citas, como si se tratase de un Tsunami intercontinental.

Como era casada, su esposo le pidió el divorcio porque se enteró en Colón de las andanzas de su mujer mientras él laboraba.

Fue su primera y última orgía.

Fotografía de HSMA cortesía de Sertv y de fiesta de Mauricio Mascaro de Pexels, no relacionadas con la historia.

 

 

 

Mi vecina, la seductora

 Mi vecina África siempre me saludaba en las tardes cuando volvía del trabajo con su coqueta sonrisa más su caminado de imán que enloquecía al sexo contrario.

Yo estaba recién empatado con Ilsa, una antigua compañera de secundaria que siempre me gustó y tras un reencuentro en un cine, decidimos darnos una oportunidad.

África, de 35 años, está divorciada, con tres hijos, sin embargo, sus curvas daban la impresión de que su útero nunca fue ocupado, tiene un trasero de montaña, senos gigantes, ojos claros, cabello negro y blanca como la espuma.



Para un negro como yo, mi vecina era el mejor trofeo de cacería que todo hombre aspira a disfrutar, aunque con Ilsa me sentía satisfecho y preferí dejar las cosas así antes que perderla.

Me casé a los 25 años, pero me divorcié a los 31 años, tuve un hijo con mi exesposa, a quien poco trataba por los constantes conflictos para visitar a mi descendiente y el dinero que mi ex pedía como si fuese un banco.

Un fin de semana Ilsa se fue a visitar a sus padres a Chiriquí, me quedé ese tiempo leyendo la novela Plenilunio, de Rogelio Sinán, me moví al patio para fumar y me encontré a África.

Me saludó, platicamos sobre una reunión que tenía, me comentó que fuera con mi novia, respondí que ella no estaba e insistió para que la acompañara y accedí.

Ahora o nunca fue mi consigna, nos fuimos al asado, bebimos ron con cola, comimos, bailamos hasta que nos rozamos con la canción Regresa Pronto, de Dorindo Cárdenas.

El asunto fue que el arma se cargó, África sonrió y seguimos en la fiesta hasta que a la  hora de marcharse y me dijo que deseaba hacer el amor conmigo.

Como no soy bobo, acepté, nos dirigimos a una de las pensiones de la avenida Justo Arosemena.



Al desnudarse me entraron más ganas, sentía sus pezones en mi pecho, su respiración era fuerte, besaba muy rico e intenso con inmensa excitación y las felaciones fueron fabulosas.

Para no alargar esta historia, la locomotora entró en las dos estaciones, mientras que los gritos de mi acompañante se escuchaban hasta Tierra de Fuego.

Confieso que ninguno de los dos llevó preservativo porque nada se planificó, fue en carne viva y África quedó preñada.

Ilse me dejó, en medio de una tormenta de lágrimas, y me traje a vivir a África, a mi casa con sus tres hijos.

Ahora quedé atado, con grandes deudas para mantener cuatro bocas y todo por una noche de arrechura con mi vecina, la seductora.

Fotografías cortesía de Pexels no relacionadas con la historia.

 

La Universidad de Texas

Max Miller era un estadounidense, nativo de Houston, pero que se fue a vivir a Austin, huyendo de la gigante urbe en busca de una nueva experiencia y una mujer norteamericana que le cambiase su vida. 

Criado como parte de la gran supremacía blanca, odiaba a los negros, los mexicanos, chinos y cualquiera que no fuese de su raza porque cuando te dicen desde pequeño que la segregación está en la Biblia te lo crees.

Se matriculó en la Universidad de Texas en Austin para estudiar leyes, sin embargo, de inmediato se dio cuenta la existencia de muchos compañeros de origen mexicano o blancos con apellidos hispanos.



Así que a regañadientes asistía a clases y en una de ellas vio a Robin, una rubia hermosa, delgada, ojos verdes y sonrisa atractiva que lo flechó de inmediato.

Utilizó varias tácticas para conquistar a Robin, no obstante, la joven de 21 años estaba enamorada de Mariano García, un mexicano, mitad indígena y mitad español, residente en Austin.

La estatura de Mariano era impresionante, sus rasgos mestizos notorios con cuerpo de atleta y jugador de fútbol, también hurtaba miradas de otras estudiantes.

Como Max fracasó en seducir a Robin, decidió un día tomar la colección más valiosa de su padre y se fue hasta la torre del centro de estudios superiores.

La vista era impresionante desde su ubicación, toda la ciudad y las personas divisadas se veían pequeñas hasta que pilló a Robin en una banca con Mariano.

Abrió fuego, primero al masculino, quien cayó al piso y al levantarse Robin a averiguar lo sucedido recibió un tiro en la cabeza.



Max enloqueció, llevó cuatro fusiles, una carabina y un revólver, disparó a mansalva, por lo que mató a siete estudiantes más hasta que la policía subió a la torre para ultimarlo.

Una carta del asesino dirigida a Robin confesaba que la amaba, pero no soportaba que no le prestara atención para ser la novia de un frijolero.

Ese fue el motivo suficiente para acabar con nueve inocentes vidas, un desquiciado supremacista que padecía de trastorno de personalidad antisocial y sus padres no buscaron ayuda profesional.

Fotos cortesía de Wikipedia no relacionadas con la historia.

 

Solo faltaron 15 minutos

Cuando Armenia conoció a José Luis, en el colegio Británico de Panamá, quedó impactada con la personalidad del adolescente de 17 años e intentó controlar sus sentimientos porque el caballero era menor.

Fue su profesora de matemáticas, con 23 años y dos años de experiencia, el chico era muy inteligente, miembro de una de las familias más ricas del país, mientras que sus padres esperaban que terminara el bachillerato para montarlo en un avión rumbo a Estados Unidos.

La oligarquía panameña, como todas en América, enviaba a sus descendientes a universidades estadounidenses e incluso los mandaban allá para terminar el bachillerato, en escuelas militares.



José Luis también estaba flechado y de por medio estaba Luzmila, la novia del estudiante, a quien los celos la atacaban fuertemente y planeaba sacar del camino a la que consideraba su rival.

En el amor y la guerra, dicen algunos, que todo está permitido, Luzmila no dejaría que una vieja le robara el hombre con quien quería casarse una vez tuviese el diploma de secundaria en su mano.

Las constantes conversaciones entre alumno y profesora sobre cálculos, fórmulas matemáticas y otras aristas se incrementaron hasta que llegó el último trimestre.

Una graduación fabulosa, el primer puesto ocupado por José Luis, sus padres y su consejera Armenia no cabían en el pellejo, luego con la graduación la famosa fiesta en un lujoso hotel.

Esa noche José Luis, llamó a Armenia, ella miraba la televisión ese viernes, el caballero cumplía sus 18 años al día siguiente, así que lo invitó a su apartamento a celebrar.



A las once de la noche, la pareja bailaba desnuda entre las sábanas baratas, acompañados por una mesita de noche, una lámpara, un ventilador y gritos de excitación femenina.

Toneladas de besos, caricias y abrazos hasta que llamaron a la puerta, dos policías y Luzmila, esta última enfurecida porque al ser esquivada por su novio, lo siguió hasta llegar al nido de amor.

Eran las 11:45 de la noche, violación al Código Penal por tener sexo con un menor, así que cuando se cometió el hecho punible la víctima no era un votante.

La policía cargó con Armenia, fue despedida del trabajo y condenada a cuatro años de prisión por estupro.

Al mes, José Luis fue enviado a Oklahoma para aprender inglés y estudiar ingeniería industrial, volvió graduado a los cuatro años, justo el tiempo de la pena que cumplió completa su profesora y empezó a buscarla.

Ella huía porque su acción le dejó su reputación por el piso, el jovencito quería casarse a pesar de que su familia le tenía una oligarca como novia, aunque la rechazó.

Al final convenció a Armenia y aceptó ir al juzgado a casarse por lo civil, el amor no murió en ambos, pero esos 15 minutos le costaron 48 meses tras los barrotes porque no esperó las 12 de la noche para que su esposo cumpliese la mayoría de edad.

 Fotografía cortesía de Thishisengineering en Pexels no relacionadas con la historia ficticia.

 

 

 

 

Miedo de tongos

En la academia de la Policía Nacional de Panamá, en Gamboa, dos cadetes se evadieron de la vigilancia de sus superiores, ambos con medias de ron y un paquete de cigarrillos para festejar pocos meses antes de graduarse.

Amparados por la oscuridad, abrieron los envases y bebieron durante dos horas, pero solo tenían tres medias para festejar solos, así que a pico de botella se zamparon el licor que enloquecía en un dos por tres por su pésima calidad.

Chacho y Saril, platicaban del sargento Gómez, a quien muchos aspirantes calificaban de hijo de puta por la gran cantidad de castigos que les imponía al no seguir sus instrucciones.



Ambos cadetes se conocían desde Chiriquí, oriundos de Boquete, la pobreza les hizo inscribirse en la Academia para ganarse la vida honradamente y formar una familia de forma digna.

La noche era fresca, solamente se escuchaba el sonido de las ramas de los árboles, alguna que otra ardilla perdida a las nueve de la noche, las estrellas brillaban más de lo normal y casi no había nubes.

Terminado el licor era el momento de regresar a los dormitorios porque la diana se tocaba a las 5:30 de la madrugada para la rutina normal, sin embargo, antes de levantarse, la neblina invadió la zona.

La temperatura bajó a unos 15 grados Celsius, algo anormal en un clima tropical como el de Panamá, así que algo asustados se pusieron de pie y caminaron rápido para huir de alguien que los perseguía.

Mientras andaban escucharon un sonido extraño, un pájaro posiblemente, luego risas diabólicas y frente al muro que escalarían había un remolino de neblina.



Chacho se orinó en sus pantalones, pero Saril lo tomó por el brazo para despertarlo del susto, le puso su mano de derecha para que el primero trepase la barrera e ingresar.

Al entrar a las instalaciones, las luces de los pasillos parpadeaban, lo que les indujo que lo raro también estaba adentro.

Frente a ellos, una mujer, vestida de novia, con gusanos en sus cuencas, huesos grises, cabello sal y pimienta, con un calzado, colmillos, las uñas de sus manos largas y oscuras por la falta de aseo.

Era un fantasma y corrieron hasta que el sargento Gómez los pilló, los vio asustados e intentó detenerlos, no obstante, al ver al ente también emprendió la carrera.

Al llegar al baño, los dos cadetes y el instructor, casi cagados del miedo, gritaron como locos. El entrenador prometió guardar el secreto con la condición de no abrir la boca.

Se salvaron de a pura leche, sin embargo, nunca se les ocurrió escaparse más a Chacho y Saril.

Fotografías cortesía de Dreamstime y el Ministerio de Seguridad Pública de Panamá no relacionadas con la historia.

 

Gisela

 Mi compañera de trabajo, Gisela, fue el amor que me rompió el corazón cuando empecé a trabajar en el centro de llamadas de Juan Díaz, Panamá, y luché como un león para conquistarla al tener  25 años.

Soñaba con acariciar sus cabellos oscuros ensortijados y que me hipnotizaba, moría por esos ojos pardos, mientras nadaba en su nevada piel, principalmente en sus muslos encantadores.

Planifiqué un lanzamiento de obús de versos con una amiga de ambos como mensajera, luego le envié la aviación para arrojar las bombas de girasoles, rosas rojas y claveles.

Rematé con enviar una división de chocolates, una caja de música y tarjetas con dibujos de amor, sin embargo, Gisela logró resistir todos mis ataques porque tenía un bunker que la protegía.



Me preguntaba la razón por la cual ella aceptaba mis obsequios, pero cuando estaba cerca de mí se tornaba nerviosa y se retiraba de inmediato.

Pensaba que mi amiga, llamada Eva, ocultaba algún secreto porque era imposible que Gisela no me dirigiera la palabra, hiciese un gesto de agradecimiento o sonriera.

Todo fue por mensajes a través de Eva, pero Gisela ni siquiera movía los labios para decirme hola.

Me sentía desesperado y en las noches era prisionero del insomnio porque me preguntaba si hice algo malo o de pronto la fémina no le gustaban los caballeros románticos.

Un lunes fui a laborar en el turno mañanero, vi que el puesto de Gisela estaba vacío, mi alerta se disparó de inmediato y fui donde Eva para interrogarla sobre lo que ocurría.

Respondió que mi amada estaba de vacaciones, sin embargo, eso fue lo de menos porque me arrojó una bomba de neutrones que destrozó mi mente, cuerpo y alma.



Gisela tenía novio, se casaría, luchaba contra ella misma porque llevaba dos años con su pareja y de pronto apareció un saxofonista y compañero de trabajo a conquistarla.

Fue como si una gigantesca torre se desmoronaba dentro de mí.

Pasó el mes de vacaciones, Gisela no regresó, me fui quince días de descanso y al retornar supe que la mujer renunció al centro de llamadas y se casó con su novio.

A pesar de que la amé, desconozco si ella lo sabía, aunque fue inteligente para aplicar la consigna que es mejor un loco conocido que uno por conocer.

Pasaron diez años, no sé nada de Gisela y dudo mucho que la vuelva a ver.

Fotografía de Bruna Gabrielle Félix y Pixbay de Pexels.

 

 

 

 

 

Factura a la italiana

 El cuerpo de don Mario Marchetti quedó boca arriba en la alfombra gris, con una inmensa mancha ladrillo, con cuatro impactos de bala en el tórax, corazón, estómago y la laringe.

Uno de los investigadores al ver la escena del crimen corrió al baño a vomitar porque la impresión era muy fuerte, sin embargo, de inmediato descubrieron que algo extraño sucedía.

Ambas lámparas de mesita en la alfombra, las sábanas revueltas, las cortinas arrancadas, las uñas de la víctima presentaban alguna piel arañada y tenía un golpe en su ojo derecho.

Hubo una fuerte lucha antes de ser ultimado o peleó como un tigre y no era necesario ser un doctor en investigaciones para saberlo.



En la billetera del comerciante italiano radicado en Panamá, tenía nueve billetes de a cien dólares, sus joyas y otros valores estaban intactos, lo que inducía a que no fue un robo, sino un homicidio por encargo.

Los primeros sospechosos fueron los familiares, sus hijas sometidas a   interrogatorio, declararon estar con su madre en San Carlos, en la casa de playa, mientras su padre realizaba algunos arreglos a su propiedad en Portobelo, Colón.

Nadie vio nada, no se escucharon disparos, posiblemente eran asesinos profesionales que usaron silenciador y se perdieron, se alertó a los puertos, aeropuertos y a Paso Canoas,  y dos colombianos fueron detenidos en el aeropuerto Internacional de Tocumen.

Entraron el domingo en la mañana y el lunes pretendían salir del país a las 9:00 a.m., lo que llamó la atención de los inspectores de migración, por ser una visita extremadamente breve y no eran ejecutivos internacionales.



Los tipos cantaron, viajaron por encargo a hacer el trabajo, les pagaron 10 mil dólares en efectivo a los dos e incluso el dinero llevaba el papel para sujetarlo con el sello del banco, así con ese dato se supo dónde y quién efectuó la transacción.

En tres días se giró orden de detención contra Mario Marchetti Sossa, su hijo de la víctima, quien huyó a Roma y posteriormente a Palermo.

Fue un proceso largo y engorroso hasta que fue publicado en los diarios de Sicilia que el hijo de un italiano ordenó su muerte para quedarse con sus propiedades en Panamá e Italia.

Peligro latente para Mario hijo, el asunto era público y los jefes de la mafia siciliana estaban molestos con él.

Para el crimen organizado en América, como los colombianos o mexicanos, se mata a cualquier pariente con el fin de no perder dinero, no obstante, la mafia italiana considera la familia como sagrada en extremo.

Mario hijo pretendió reunirse con representantes de la Cosa Nostra, aunque fue rechazado.

Pasaron seis meses del asesinato del comerciante italiano, Mario hijo salía de un restaurante y le metieron doce balazos.

Así terminó el parricida porque la costumbre italiana es muy distinta a la panameña e incluye la de los mafiosos.

Fotografías cortesía de Dreamstime no relacionada con la historia.

 

 

 

 

 

 

La casa de madera

Otra noche más para Tatito, mal alimentado, un vaso con una bebida de frutas más una galleta de María en la cena porque no había dinero para mejores alimentos y eran seis bocas que mantener.

Con la madre Evelyn, sumaban siete, así que Tatito se durmió en su camarote con su hermano Fernando, ambos en posición que se miraban los pies porque eran delgaduchos y sobraba espacio.

Soñaba con días mejores, su madre, vendía chicheme, empanadas y tortillas para ganarse la vida, en el barrio El Marañón, al final de los años 70, en una zona que construyeron los estadounidenses para los trabajadores antillanos que edificaron el Canal de Panamá.

Toda una supervivencia en la selva de cemento, entre ratas, alimañas, alacranes, aguas oscuras y tuberías rotas que disparaban misiles que diseminaban un olor que casi destrozaba las fosas nasales.



Su padre los abandonó para irse con otra mujer, no había leyes que lo obligasen a pagar pensión alimenticia, así que el masculino se esfumó sin dejar rastro alguno.

Los niños se divertían en el viejo caserón de madera cuyas tablas se oscurecían por la carrera del reloj, mientras que los clavos eran un arcoíris grisáceo, negro, pardo y colores fríos.

Pasatiempos como país, animal o cosa; la lata, compañerito pío-pío, mamá y papá, pan con queso, la tiene y otros juegos eran los favoritos porque la economía pujante del régimen militar no visitaba los guetos de la capital.

Ir al baño era todo un espectáculo, con el papel sanitario, la tasa del inodoro, cepillo de dientes, toalla y jabón.

La vergüenza estaba exiliada, todos evacuaban, era normal, común y corriente, nadie se burlaba, los vecinos se saludaban con una alegre sonrisa antes de entrar a cagar.

Migrantes domésticos, chilenos, colombianos y centroamericanos en busca de un mejor futuro, aunque por el momento era lo único que poseían y la esperanza de que todo cambiara.



Las paredes colisionaban con el humo de marihuana, abundante cosecha de botellas de diluyente que olían los malandrines, aunque no todos hacían cosas malas.

Un lugar donde se reía, lloraba, se bailaba en Navidad y Año Nuevo, se gozaba el carnaval y cualquier fiesta.

De ese inmueble, salieron putas, asesinos, ladrones, drogadictos, abogados, periodistas, ingenieros, modistas y mecánicos.

Una vivienda de dos plantas, cuatro baños y 60 cuartos-casa, donde nacieron decenas de historias.

Así fue la casa de madera.

Imágenes cortesía de la Junta Comunal del Chorrillo no relacionadas con la historia.

 

 

 

 

 

Travesura en Taboga

Mi suegro Pedro me la ponía dura para salir con Ada María, mi novia, porque consideraba que era demasiado listo para mantener un romance con su descendiente.

Ada María contaba con 19 años, estudiante de licenciatura en Farmacia de la Universidad de Panamá, mientras que yo tenía 21 años y terminaba el bachillerato industrial en un colegio estatal.

Sin embargo, Francisca, mi suegra, era todo lo contrario a su marido porque me apoyaba en todos los sentidos, me comprendía que luchaba por ganarme la vida e incluso nos arreglaba citas para encuentros con su hija.

La discriminación en nuestra sociedad es muy marcada porque si la mujer va un paso hacia adelante que su pareja, entonces la critican hasta que se busque un varón que esté a su lado o adelante, no atrás.





En ese sentido, a los hombres le  interesa el estatus de su novia o mujer porque cuando está con una es porque la ama, le gusta o lo enloquece, no importa si es camarera o barre en un almacén.

Yo laboraba en una ferretería cono vendedor para demostrar que no soy un Ninis o un vago como dice mi suegro.

Mientras que un domingo, Ada María me invitó a la isla de Taboga, le respondí que no contaba con dinero y sacó cinco billetes de a 20 dólares para el paseo, aunque me negué, mi pareja se arrebató hasta que me convenció.

Fue un fabuloso viaje en el mar, vimos la Calzada de Amador, las islas Naos, Perico y Flamenco, el puerto de Balboa, del Pacífico panameño, las inmensas aguas azules y nos besamos debajo del puente de las Américas.

Llegamos a la isla, recorrimos sus estrechas calles, conocimos la casa del escritor Rogelio Sinán, vimos muchas flores, anduvimos por la playa hasta que llegamos a un paraje solitario lleno de arbustos.





De inmediato, Ada María me acarició con muchos besos, se quitó la pieza de abajo del vestido de baño, me bajó la pantaloneta, sus pupilas hablaban que tenía toneladas de ganas.

Nos acostamos en la arena, sin sábana, toalla o protección, y empezó el concierto entre el hombre y la mujer.

Ella feliz, yo no cabía en mi pellejo, gemía, me mordía los labios, pedía más y más hasta que mi géiser interno explotó dentro de su cueva.

Nos vestimos, luego fuimos a bañarnos en la playa,  Ada María no paraba de reír y mencionaba el secreto.

Si mi suegro se enteraba de lo ocurrido, me cortaría los huevos con un machete.

Al mes de regresar de Taboga recibí la noticia que mi novia estaba embarazada de ese viaje, a su papá casi le da un infarto al enterarse, quiso echarla de su casa, pero mi suegra se lo impidió.

Fue una locura, ahora vivimos en un pequeño apartamento, ayudados por mi suegra porque necesitamos privacidad.

Todo por una travesura en Taboga.

Fotografías cortesía de Samid Botello no relacionadas con la historia. 

 

 

 



Por lagarto

A Ricardo Cohen solo le quedó medio millón de dólares de toda la fortuna que crearon sus antepasados, quienes emigraron desde Aruba a Panamá a principios del siglo XX.

Los Cohen son de origen sefardita, vieron en el istmo una oportunidad de hacer una nueva vida y con la ayuda de la colonia hebrea establecer un negocio de licorería.

Una inmensa fortuna logró acumular la familia, pero sus descendientes no tuvieron la misma visión, por lo que se dedicaron a despilfarrar todo el dinero en viajes, joyas, lujos, casinos, caballos y gallos, entre otros vicios.

A Ricardo solo le quedó ese monto cuando su papá falleció, así que decidió multiplicarlo para recuperar su prestigio, en dos bancos que pagaban el 8% de interés anual cuando lo normal era el 4%, pero no importaba porque la plata fácil es lo válido.



Uno de sus amigos, Farid, un árabe que importaba telas, le comentó que tuviese cuidado porque era demasiado el interés que ofrecían en comparación con el del  mercado y Ricardo respondió que su plata estaría asegurada en ambos bancos.

Siguió con su negocio de compra-venta de telas hasta que un día leyó que la Superintendencia de Bancos, intervino los bancos El Inversionista y Jamaica Bank, donde mantenía los plazos fijos.

La noticia casi le provoca un infarto, sus empleados tuvieron que llamar una ambulancia hebrea porque pensaron que su patrón se iría al más allá al recibir semejante información.

Malos manejos en los préstamos, créditos otorgados sin garantías, administración deficiente provocaron casi la quiebra, lo que evidenciaba que no solo el Estado es mal administrador, sino también los empresarios.

Se desató una tormenta económica de proporciones mayores, uno de los interventores admitió que de a milagro los depositantes podrían recibir 25 centavos por cada dólar.

El asunto pintaba mal para el comerciante, si le pagaban esa suma recibiría 125, 000 dólares, lo que se traducía en que perdería 375,000 dólares, un golpe duro al bolsillo.



Hubo protestas, un proceso judicial, piquetes, Ricardo se fue a las televisoras, periódicos, radioemisoras y revistas para denunciar el escándalo.

Recordó el consejo de su amigo Farid, antes que depositara la plata en ambos bancos, no obstante, ya era tarde.

Pasaron dos años y aún no recuperaba su dinero hasta que tanta preocupación le provocó un ataque al corazón que lo mató.

Ricardo se fue sin un centavo, a los dos años posteriores a su muerte sus dos hijas lograron recibir parte del monto prometido.

No siguió consejo y por lagarto perdió.

 

Imagen de Jonathan Borba y Luis Quintero de Pexels no relacionados con la historia.

 

 

Sin retorno

Fulgencio cenaba en un restaurante de comida rápida, ubicado en la vía España de la capital panameña, y mientras se atragantaba la hamburguesa la observaba a ella, a tan solo dos puestos delante de él.

La dama de piel canela, delgada, cabello negro y ojos pardos, llamó la atención del estudiante de leyes y pasante, quien no paraba de mirarla hasta que la mujer se acercó con sus alimentos.

—¿Por qué no me quitas la vista de encima? Si quieres hablarme, hazlo con confianza que no como gente—.

—Eres muy linda, eso es lo que sucede—.



La pareja continuó su plática, era obvio que ambos se gustaban, el hombre blanco y la dama de piel canela, eran como un helado de vainilla mezclado con café.

No faltaban las ganas de probarse, hablaron de todo, economía, política, viajes, leyes, escándalos de noticias internacionales y sus planes cuando fueran jubilados.

Casi las nueve de la noche, era lunes, el restaurante a punto de cerrar, así que Fulgencio no titubeó con la mujer, le propuso irse a un hotel para gozar de las hormonas hasta quedar rendidos como dos soldados tras una batalla.

La fémina aceptó y cuando llegaron a la habitación, ella se despojó de sus prendas de vestir, quedaron sus pechos al aire, su sonrisa de pícara lo ató y fue prisionero del deseo.

Una chica liberal, entre ambos pagaron las tres horas de la pieza, se fueron al baño donde se desató una tormenta de intercambio de fluidos, caricias, risas y gemidos.



La mujer le hablaba al oído del masculino, él le daba pequeños mordiscos en sus dedos, era como si se tratara de recién casados con ganas de banquetearse hasta las servilletas de la recepción.

Fabuloso encuentro, los gritos de la desconocida mujer atravesaban los bloques y el cemento, pedía más velocidad y fuerza, así que el hombre la complació hasta que el arma se disparó y por poco estalla el látex.

Durmieron, sin embargo, sonó el teléfono de la habitación para comunicarles la famosa palabra tiempo, se vistieron y abandonaron el hotel.

Tomados de la mano, como dos enamorados, se fueron hasta la parada de la Justo Arosemena para que la mujer tomara un taxi.

Un largo ósculo antes de que ella subiera al automóvil y luego se marchó.

Pasaron dos semanas, pero Fulgencio no la volvió a ver, a pesar de que cenaba a diario en el mismo restaurante, luego un mes, dos meses y nada.

Sin retorno, fue su mejor experiencia y ni siquiera sabía el nombre de la tigresa que lo devoró.

Imagen cortesía de Andrea Piacquadio y Valeria Boltneva de Pexels, no relacionadas con la historia.

 

 

 

 

 

El perverso

 Antes de que le dieran de baja del ejército colombiano, el sargento Héctor Ortega, renunció para trabajar en una empresa de Contadores Públicos Autorizados, ya que estudiaba el IV año de esa carrera.

En las filas castrenses cargaba con toneladas problemas por arrogante, maldito, déspota, doble cara, chismoso, embustero, altanero y acosador sexual, así que antes de que lo botaran por cortejar a la fuerza a una cabo, prefirió evitar la humillación e irse.

Estaba harto de que el coronel al mando de la Dirección de Contabilidad lo sermoneara, lo tenía en el tuquito por altanero y otras aristas más, sin embargo, Héctor era un hombre astuto e inteligente.



Cuatro años después de graduarse como CPA, lo nombraron como jefe en el Ministerio de Agricultura de Colombia, sus subalternos lo recibieron con entusiasmo y la respuesta de vuelta fue de terror.

Lo primero que hizo fue crear una cadena de espionaje o sapería dentro del departamento, jugaba con el pan de los compañeros de la oficina, los humillaba, gritaba y provoca una tormenta en las mejillas de las damas.

Instaba a las rivalidades, trataba con los pies al subjefe y andaba como un unicornio por todo el ministerio para cogerse a cuánta fémina aceptara sus indecentes propuestas, ya fuesen casadas o solteras.

Obligó a hacer turnos a sus subalternos los fines de semana con la excusa que todo debía marchar bien porque quería demostrar en el Ministerio de Agricultura que, sin él, la oficina era inoperante.

Un mentiroso patológico, usaba la figura del ministro y viceministro entre los colaboradores que supervisaba para sembrar miedo, ya que no le interesaba que lo respetaran, sino que le temiesen.

Sin embargo, a los tres años, al titular de la cartera lo trasladaron como embajador en Japón y aunque el viceministro lo protegía, bajó un poco su guerra psicológica contra sus subalternos.

No soltaba la frase: cuando el jefe se equivoca, vuelve y manda como si aún laborara en el ejército, con un trato irrespetuoso porque daba la impresión de que su personal carecía de cerebro o pensara.



Siguió con sus maldades hasta que un día incurrió en un error o faltante de dinero en viajes por el país, y fue despedido.

Al saber la noticia, sus subalternos celebraron, aunque sus sapos estaban tristes porque su querido jefe lo destituyeron.

Lo peor fue que a ninguno de los espías internos, los ayudó con incrementos salariales u otros beneficios.

Héctor, el perverso, recogió sus libros y se marchó de la oficina con el rabo entre las piernas, mientras discurría dónde laboraría ahora para continuar su vida de maldad, perversidad y altanería.

Imágenes cortesía de Pixbay en Pexels no relacionadas con la historia.