Factura a la italiana

 El cuerpo de don Mario Marchetti quedó boca arriba en la alfombra gris, con una inmensa mancha ladrillo, con cuatro impactos de bala en el tórax, corazón, estómago y la laringe.

Uno de los investigadores al ver la escena del crimen corrió al baño a vomitar porque la impresión era muy fuerte, sin embargo, de inmediato descubrieron que algo extraño sucedía.

Ambas lámparas de mesita en la alfombra, las sábanas revueltas, las cortinas arrancadas, las uñas de la víctima presentaban alguna piel arañada y tenía un golpe en su ojo derecho.

Hubo una fuerte lucha antes de ser ultimado o peleó como un tigre y no era necesario ser un doctor en investigaciones para saberlo.



En la billetera del comerciante italiano radicado en Panamá, tenía nueve billetes de a cien dólares, sus joyas y otros valores estaban intactos, lo que inducía a que no fue un robo, sino un homicidio por encargo.

Los primeros sospechosos fueron los familiares, sus hijas sometidas a   interrogatorio, declararon estar con su madre en San Carlos, en la casa de playa, mientras su padre realizaba algunos arreglos a su propiedad en Portobelo, Colón.

Nadie vio nada, no se escucharon disparos, posiblemente eran asesinos profesionales que usaron silenciador y se perdieron, se alertó a los puertos, aeropuertos y a Paso Canoas,  y dos colombianos fueron detenidos en el aeropuerto Internacional de Tocumen.

Entraron el domingo en la mañana y el lunes pretendían salir del país a las 9:00 a.m., lo que llamó la atención de los inspectores de migración, por ser una visita extremadamente breve y no eran ejecutivos internacionales.



Los tipos cantaron, viajaron por encargo a hacer el trabajo, les pagaron 10 mil dólares en efectivo a los dos e incluso el dinero llevaba el papel para sujetarlo con el sello del banco, así con ese dato se supo dónde y quién efectuó la transacción.

En tres días se giró orden de detención contra Mario Marchetti Sossa, su hijo de la víctima, quien huyó a Roma y posteriormente a Palermo.

Fue un proceso largo y engorroso hasta que fue publicado en los diarios de Sicilia que el hijo de un italiano ordenó su muerte para quedarse con sus propiedades en Panamá e Italia.

Peligro latente para Mario hijo, el asunto era público y los jefes de la mafia siciliana estaban molestos con él.

Para el crimen organizado en América, como los colombianos o mexicanos, se mata a cualquier pariente con el fin de no perder dinero, no obstante, la mafia italiana considera la familia como sagrada en extremo.

Mario hijo pretendió reunirse con representantes de la Cosa Nostra, aunque fue rechazado.

Pasaron seis meses del asesinato del comerciante italiano, Mario hijo salía de un restaurante y le metieron doce balazos.

Así terminó el parricida porque la costumbre italiana es muy distinta a la panameña e incluye la de los mafiosos.

Fotografías cortesía de Dreamstime no relacionada con la historia.

 

 

 

 

 

 

La casa de madera

Otra noche más para Tatito, mal alimentado, un vaso con una bebida de frutas más una galleta de María en la cena porque no había dinero para mejores alimentos y eran seis bocas que mantener.

Con la madre Evelyn, sumaban siete, así que Tatito se durmió en su camarote con su hermano Fernando, ambos en posición que se miraban los pies porque eran delgaduchos y sobraba espacio.

Soñaba con días mejores, su madre, vendía chicheme, empanadas y tortillas para ganarse la vida, en el barrio El Marañón, al final de los años 70, en una zona que construyeron los estadounidenses para los trabajadores antillanos que edificaron el Canal de Panamá.

Toda una supervivencia en la selva de cemento, entre ratas, alimañas, alacranes, aguas oscuras y tuberías rotas que disparaban misiles que diseminaban un olor que casi destrozaba las fosas nasales.



Su padre los abandonó para irse con otra mujer, no había leyes que lo obligasen a pagar pensión alimenticia, así que el masculino se esfumó sin dejar rastro alguno.

Los niños se divertían en el viejo caserón de madera cuyas tablas se oscurecían por la carrera del reloj, mientras que los clavos eran un arcoíris grisáceo, negro, pardo y colores fríos.

Pasatiempos como país, animal o cosa; la lata, compañerito pío-pío, mamá y papá, pan con queso, la tiene y otros juegos eran los favoritos porque la economía pujante del régimen militar no visitaba los guetos de la capital.

Ir al baño era todo un espectáculo, con el papel sanitario, la tasa del inodoro, cepillo de dientes, toalla y jabón.

La vergüenza estaba exiliada, todos evacuaban, era normal, común y corriente, nadie se burlaba, los vecinos se saludaban con una alegre sonrisa antes de entrar a cagar.

Migrantes domésticos, chilenos, colombianos y centroamericanos en busca de un mejor futuro, aunque por el momento era lo único que poseían y la esperanza de que todo cambiara.



Las paredes colisionaban con el humo de marihuana, abundante cosecha de botellas de diluyente que olían los malandrines, aunque no todos hacían cosas malas.

Un lugar donde se reía, lloraba, se bailaba en Navidad y Año Nuevo, se gozaba el carnaval y cualquier fiesta.

De ese inmueble, salieron putas, asesinos, ladrones, drogadictos, abogados, periodistas, ingenieros, modistas y mecánicos.

Una vivienda de dos plantas, cuatro baños y 60 cuartos-casa, donde nacieron decenas de historias.

Así fue la casa de madera.

Imágenes cortesía de la Junta Comunal del Chorrillo no relacionadas con la historia.

 

 

 

 

 

Travesura en Taboga

Mi suegro Pedro me la ponía dura para salir con Ada María, mi novia, porque consideraba que era demasiado listo para mantener un romance con su descendiente.

Ada María contaba con 19 años, estudiante de licenciatura en Farmacia de la Universidad de Panamá, mientras que yo tenía 21 años y terminaba el bachillerato industrial en un colegio estatal.

Sin embargo, Francisca, mi suegra, era todo lo contrario a su marido porque me apoyaba en todos los sentidos, me comprendía que luchaba por ganarme la vida e incluso nos arreglaba citas para encuentros con su hija.

La discriminación en nuestra sociedad es muy marcada porque si la mujer va un paso hacia adelante que su pareja, entonces la critican hasta que se busque un varón que esté a su lado o adelante, no atrás.





En ese sentido, a los hombres le  interesa el estatus de su novia o mujer porque cuando está con una es porque la ama, le gusta o lo enloquece, no importa si es camarera o barre en un almacén.

Yo laboraba en una ferretería cono vendedor para demostrar que no soy un Ninis o un vago como dice mi suegro.

Mientras que un domingo, Ada María me invitó a la isla de Taboga, le respondí que no contaba con dinero y sacó cinco billetes de a 20 dólares para el paseo, aunque me negué, mi pareja se arrebató hasta que me convenció.

Fue un fabuloso viaje en el mar, vimos la Calzada de Amador, las islas Naos, Perico y Flamenco, el puerto de Balboa, del Pacífico panameño, las inmensas aguas azules y nos besamos debajo del puente de las Américas.

Llegamos a la isla, recorrimos sus estrechas calles, conocimos la casa del escritor Rogelio Sinán, vimos muchas flores, anduvimos por la playa hasta que llegamos a un paraje solitario lleno de arbustos.





De inmediato, Ada María me acarició con muchos besos, se quitó la pieza de abajo del vestido de baño, me bajó la pantaloneta, sus pupilas hablaban que tenía toneladas de ganas.

Nos acostamos en la arena, sin sábana, toalla o protección, y empezó el concierto entre el hombre y la mujer.

Ella feliz, yo no cabía en mi pellejo, gemía, me mordía los labios, pedía más y más hasta que mi géiser interno explotó dentro de su cueva.

Nos vestimos, luego fuimos a bañarnos en la playa,  Ada María no paraba de reír y mencionaba el secreto.

Si mi suegro se enteraba de lo ocurrido, me cortaría los huevos con un machete.

Al mes de regresar de Taboga recibí la noticia que mi novia estaba embarazada de ese viaje, a su papá casi le da un infarto al enterarse, quiso echarla de su casa, pero mi suegra se lo impidió.

Fue una locura, ahora vivimos en un pequeño apartamento, ayudados por mi suegra porque necesitamos privacidad.

Todo por una travesura en Taboga.

Fotografías cortesía de Samid Botello no relacionadas con la historia. 

 

 

 



Por lagarto

A Ricardo Cohen solo le quedó medio millón de dólares de toda la fortuna que crearon sus antepasados, quienes emigraron desde Aruba a Panamá a principios del siglo XX.

Los Cohen son de origen sefardita, vieron en el istmo una oportunidad de hacer una nueva vida y con la ayuda de la colonia hebrea establecer un negocio de licorería.

Una inmensa fortuna logró acumular la familia, pero sus descendientes no tuvieron la misma visión, por lo que se dedicaron a despilfarrar todo el dinero en viajes, joyas, lujos, casinos, caballos y gallos, entre otros vicios.

A Ricardo solo le quedó ese monto cuando su papá falleció, así que decidió multiplicarlo para recuperar su prestigio, en dos bancos que pagaban el 8% de interés anual cuando lo normal era el 4%, pero no importaba porque la plata fácil es lo válido.



Uno de sus amigos, Farid, un árabe que importaba telas, le comentó que tuviese cuidado porque era demasiado el interés que ofrecían en comparación con el del  mercado y Ricardo respondió que su plata estaría asegurada en ambos bancos.

Siguió con su negocio de compra-venta de telas hasta que un día leyó que la Superintendencia de Bancos, intervino los bancos El Inversionista y Jamaica Bank, donde mantenía los plazos fijos.

La noticia casi le provoca un infarto, sus empleados tuvieron que llamar una ambulancia hebrea porque pensaron que su patrón se iría al más allá al recibir semejante información.

Malos manejos en los préstamos, créditos otorgados sin garantías, administración deficiente provocaron casi la quiebra, lo que evidenciaba que no solo el Estado es mal administrador, sino también los empresarios.

Se desató una tormenta económica de proporciones mayores, uno de los interventores admitió que de a milagro los depositantes podrían recibir 25 centavos por cada dólar.

El asunto pintaba mal para el comerciante, si le pagaban esa suma recibiría 125, 000 dólares, lo que se traducía en que perdería 375,000 dólares, un golpe duro al bolsillo.



Hubo protestas, un proceso judicial, piquetes, Ricardo se fue a las televisoras, periódicos, radioemisoras y revistas para denunciar el escándalo.

Recordó el consejo de su amigo Farid, antes que depositara la plata en ambos bancos, no obstante, ya era tarde.

Pasaron dos años y aún no recuperaba su dinero hasta que tanta preocupación le provocó un ataque al corazón que lo mató.

Ricardo se fue sin un centavo, a los dos años posteriores a su muerte sus dos hijas lograron recibir parte del monto prometido.

No siguió consejo y por lagarto perdió.

 

Imagen de Jonathan Borba y Luis Quintero de Pexels no relacionados con la historia.

 

 

Sin retorno

Fulgencio cenaba en un restaurante de comida rápida, ubicado en la vía España de la capital panameña, y mientras se atragantaba la hamburguesa la observaba a ella, a tan solo dos puestos delante de él.

La dama de piel canela, delgada, cabello negro y ojos pardos, llamó la atención del estudiante de leyes y pasante, quien no paraba de mirarla hasta que la mujer se acercó con sus alimentos.

—¿Por qué no me quitas la vista de encima? Si quieres hablarme, hazlo con confianza que no como gente—.

—Eres muy linda, eso es lo que sucede—.



La pareja continuó su plática, era obvio que ambos se gustaban, el hombre blanco y la dama de piel canela, eran como un helado de vainilla mezclado con café.

No faltaban las ganas de probarse, hablaron de todo, economía, política, viajes, leyes, escándalos de noticias internacionales y sus planes cuando fueran jubilados.

Casi las nueve de la noche, era lunes, el restaurante a punto de cerrar, así que Fulgencio no titubeó con la mujer, le propuso irse a un hotel para gozar de las hormonas hasta quedar rendidos como dos soldados tras una batalla.

La fémina aceptó y cuando llegaron a la habitación, ella se despojó de sus prendas de vestir, quedaron sus pechos al aire, su sonrisa de pícara lo ató y fue prisionero del deseo.

Una chica liberal, entre ambos pagaron las tres horas de la pieza, se fueron al baño donde se desató una tormenta de intercambio de fluidos, caricias, risas y gemidos.



La mujer le hablaba al oído del masculino, él le daba pequeños mordiscos en sus dedos, era como si se tratara de recién casados con ganas de banquetearse hasta las servilletas de la recepción.

Fabuloso encuentro, los gritos de la desconocida mujer atravesaban los bloques y el cemento, pedía más velocidad y fuerza, así que el hombre la complació hasta que el arma se disparó y por poco estalla el látex.

Durmieron, sin embargo, sonó el teléfono de la habitación para comunicarles la famosa palabra tiempo, se vistieron y abandonaron el hotel.

Tomados de la mano, como dos enamorados, se fueron hasta la parada de la Justo Arosemena para que la mujer tomara un taxi.

Un largo ósculo antes de que ella subiera al automóvil y luego se marchó.

Pasaron dos semanas, pero Fulgencio no la volvió a ver, a pesar de que cenaba a diario en el mismo restaurante, luego un mes, dos meses y nada.

Sin retorno, fue su mejor experiencia y ni siquiera sabía el nombre de la tigresa que lo devoró.

Imagen cortesía de Andrea Piacquadio y Valeria Boltneva de Pexels, no relacionadas con la historia.

 

 

 

 

 

El perverso

 Antes de que le dieran de baja del ejército colombiano, el sargento Héctor Ortega, renunció para trabajar en una empresa de Contadores Públicos Autorizados, ya que estudiaba el IV año de esa carrera.

En las filas castrenses cargaba con toneladas problemas por arrogante, maldito, déspota, doble cara, chismoso, embustero, altanero y acosador sexual, así que antes de que lo botaran por cortejar a la fuerza a una cabo, prefirió evitar la humillación e irse.

Estaba harto de que el coronel al mando de la Dirección de Contabilidad lo sermoneara, lo tenía en el tuquito por altanero y otras aristas más, sin embargo, Héctor era un hombre astuto e inteligente.



Cuatro años después de graduarse como CPA, lo nombraron como jefe en el Ministerio de Agricultura de Colombia, sus subalternos lo recibieron con entusiasmo y la respuesta de vuelta fue de terror.

Lo primero que hizo fue crear una cadena de espionaje o sapería dentro del departamento, jugaba con el pan de los compañeros de la oficina, los humillaba, gritaba y provoca una tormenta en las mejillas de las damas.

Instaba a las rivalidades, trataba con los pies al subjefe y andaba como un unicornio por todo el ministerio para cogerse a cuánta fémina aceptara sus indecentes propuestas, ya fuesen casadas o solteras.

Obligó a hacer turnos a sus subalternos los fines de semana con la excusa que todo debía marchar bien porque quería demostrar en el Ministerio de Agricultura que, sin él, la oficina era inoperante.

Un mentiroso patológico, usaba la figura del ministro y viceministro entre los colaboradores que supervisaba para sembrar miedo, ya que no le interesaba que lo respetaran, sino que le temiesen.

Sin embargo, a los tres años, al titular de la cartera lo trasladaron como embajador en Japón y aunque el viceministro lo protegía, bajó un poco su guerra psicológica contra sus subalternos.

No soltaba la frase: cuando el jefe se equivoca, vuelve y manda como si aún laborara en el ejército, con un trato irrespetuoso porque daba la impresión de que su personal carecía de cerebro o pensara.



Siguió con sus maldades hasta que un día incurrió en un error o faltante de dinero en viajes por el país, y fue despedido.

Al saber la noticia, sus subalternos celebraron, aunque sus sapos estaban tristes porque su querido jefe lo destituyeron.

Lo peor fue que a ninguno de los espías internos, los ayudó con incrementos salariales u otros beneficios.

Héctor, el perverso, recogió sus libros y se marchó de la oficina con el rabo entre las piernas, mientras discurría dónde laboraría ahora para continuar su vida de maldad, perversidad y altanería.

Imágenes cortesía de Pixbay en Pexels no relacionadas con la historia.

 

 

 

 

 

 

 

El mulato y la blanca

La vida de Toribio no andaba nada bien, lo despidieron de su trabajo, su novia lo dejó, se enfermó de dengue y para rematar, la dueña del apartamento que arrendaba le comunicó que la mensualidad sería elevada a 50 dólares más.

Sin plata, el caballero, de piel canela y cabello lacio, seguía con su rutina de buscar empleo, nada que lo llamaban hasta que una tarde estaba sentado en una banca del Parque Urracá de Panamá cuando un señor se cayó.

Toribio se levantó para auxiliarlo y llevarlo hasta su vehículo, el anciano se lo agradeció, le entregó una tarjeta de presentación para que lo llamara en caso de que necesitara algo.

A la semana de ese hecho, el caballero telefoneó al señor, identificado como Salomón Toledano, le preguntó si conocía alguien que lo ayudara a conseguir un empleo y la respuesta fue positiva.



Toribio se presentó al día siguiente a un restaurante lujoso en calle 50, lo contrataron como ayudante de cocina, aprendió rápido ricas recetas y para rebuscarse unos reales, cuando podía hacía comida para vender.

A las dos semanas de empezar a laborar, al  negocio llegó a trabajar Linda, la nieta chilena del dueño del restaurante, cocinera profesional y quien de inmediato quedó flechada con el mulato panameño.

La fémina, de ojos verdes, cabello castaño claro, delgada y sonrisa de ángel, impactó en el corazón del canalero, aunque no se atrevió a conquistarla ante el temor de que lo botaran.

Pasaron los meses de solo miradas entre ambos hasta que un día la mujer atacó con todas sus fuerzas, lo invitó a tomarse unos vinos en su apartamento en la vía Porras.



Platicaron, bebieron, comieron quesos y jamones hasta que se dieron el primer beso y terminaron entre las sábanas de sedas de la habitación principal de la lujosa propiedad.

Cuando Pedro, el abuelo, se enteró de la relación, lo primero que hizo fue despedir a Toribio, sin embargo, Linda es de armas a tomar y protestó de forma radical.

Dimitió como chef del negocio y aunque su abuelito no aceptó, la mujer condicionó su retorno a la recontratación de Toribio y su pariente se negó.

Ser joven, y no ser revolucionario o rebelde, es una contradicción casi biológica, así que con un dinero guardado más un préstamo, Linda y Toribio abrieron un restaurante a pocos pasos que el Pedro para llevarle la contraria.

Los novios se casaron por lo civil y la iglesia, pero nadie de la familia de ella asistió, posteriormente a los dos años la pareja tuvo una niña de piel canela y ojos verdes.

Pedro fue a verla al hospital, lloró, se disculpó con ella y Toribio, quiso conocer a su bisnieta porque su hijo del mismo nombre y padre de Lucía había muerto en Chile hacía diez años.

Como la pareja no guardaba rencor, perdonaron al bisabuelo  y todos los domingos visitaba a su nueva pariente. Estaba culeco con la bebita. 

Imagen cortesía de Pexels Cats y Dreamstime no relacionadas con el relato.

 

 

 

 

 

Mi nuera

Ese fin de semana hubo un asado en casa de los Vargas, en Las Tablas, Panamá, con mucha música, licor, mataron una vaca y la fiesta era fabulosa, con gran cantidad de comensales y música  con banda.

Mercedes, mi esposa, no asistió porque estaba en Colón en una actividad laboral, así que decidí ir con mi hijo Florencio, quien fue bautizado con mi mismo nombre.

Mi nuera Paola, es una dama muy atractiva, de 23 años, blanca, con unos inmensos ojos avellana, cabello castaño, delgada y de enormes pechos, pero con un carácter fuerte o cascarrabias.



Preferimos no quedarnos donde los Vargas y arrendamos dos habitaciones en un hotel tableño, mi hijo con su esposa y yo solito para abrazar a la almohada por las razones ya explicadas.

Ya en la fiesta hubo una fresca noche, los árboles danzaban al ritmo del acordeón, una luna inmensa y estrellas que brillaban más de lo normal, las fogatas acaloraban el ambiente de la campiña y era notoria la felicidad de los asistentes al evento.

Tras cinco horas de beber y comer, nos fuimos al hotel, compré cuatro cervezas para consumirlas en el balcón del hotel, al llegar me duché, me coloqué un pantaloncillo azul corto, una camiseta blanca y me puse unas chancletas.

A los 20 minutos se apareció Paola, con un vestido de dormir que dejaba al descubierto toda su alma, quedé impactado, mi hijo Florencio estaba borracho y dormía como un recién nacido.



Mi nuera se encontraba algo ebria, me pidió una cerveza, fui a la pieza a buscarla, entonces, me empujó a la cama, di la vuelta, era ella, se quitó toda su ropa y la tentación mostró su máxima expresión.

Unas montañas lindas, gigantes, con areolas rosas, puntiagudas, lindas piernas, pecas en sus hombros y su sonrisa de diabla me aprisionaba.

—Ven, soy toda tuya. Cógeme duro—, dijo.

Soy hombre, pero ante todo padre, dudé y quise caerle, sin embargo, no destruiría mi matrimonio ni el de mi hijo por una noche de locura.

Le respondí que estaba ebria y se fuese a dormir, agachó la cabeza y se retiró en momentos que lloraba.

Al día siguiente muy discretamente se disculpó, respondí que pasara la página que fue un hecho sin importancia.

Para un hombre maduro no es fácil rechazar una mujer joven y bien dotada, pero lo hice a pesar de que mi nuera me dejó picado.

Imágenes ilustrativas de Umay Caratas y de Vinicius Pontes en Pexels no relacionadas con la historia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El colibrí

Desde hacía cuatro meses, el fiscal Luis González, de Colón, Panamá, intentaba resolver las muertes misteriosas por desangramiento de dos hombres e igual número de mujeres, sin embargo, no había pistas y ni una sola gota de sangre.

La necropsia indicaba que cero líquidos rojos en las venas de las víctimas y presentaban un pequeño agujero detrás de la nuca, pero ni golpes, moretones, huesos rotos, herida de arma blanca o bala.

Uno de los enigmas es que las mañanas de los días 26 aparecieron los cadáveres, por lo que sospechaba que en las personas eran atacadas el 25 durante la noche.

Ni siquiera las cámaras de la ciudad caribeña mostraban un sujeto, drogadicto, maleante o loco, y lo peor era que los asesinados mantenían en su poder dinero y sus prendas.



Los investigadores se iban de cacería con uniforme, de agentes encubiertos y disfrazados de mendigos, malandrines, los pandilleros no eran sospechosos, ni los ladrones conocidos, así que Lucho no tenía nada en su escritorio.

No había respuestas a numerosas preguntas, mientras ya se acercaba la fecha de un posible ataque.

Entretanto, esa noche del 25 de agosto, como las siete de la noche, Carliño, un aficionado y amante de aves, intentaba atrapar la primera que le gustase.

Detrás de su vivienda tenía una jaula con tela de malla bien fina con unas 12 especies cautivas, las estudiaba, a pesar de existir una prohibición legal de poseer aves exóticas.

Caminaba en la parte trasera de su casa en Santa Rita, Sabanitas, apenas podía ver algo celeste, preparó su trampa, de malla fina, y cuando el pajarillo se acercaba a una flor a sacar su miel, lo atrapó.

Carliño brincaba de alegría porque era su primer colibrí, hermoso, con tonalidades azul, celeste, turquesa, gris, blanca, su pico fino y ojos oscuros, lo llevó e introdujo a su gigantesca jaula.



En la mañana siguiente, los gritos de un hombre lo despertaron, cuando el coleccionista fue detrás de su vivienda, un hombre de tez blanca, desnudo, gritaba que lo dejaran salir o llamaran a la policía.

Cuando Carliño, le preguntó como rayos, entró a la jaula, respondió que era el colibrí atrapado en la noche, solicitó llamar a la policía, aunque ya una vecina avisó al gobierno.

Hizo un pacto con el diablo para obtener dinero y mujeres, logró la transformación, pero debía ofrecer vidas a cambio de su poder.

La policía cargó con Carliño por violar la ley ambiental y el caballero, a quienes los psiquiatras de Medicina Forense diagnosticaron trastornos de identidad disociativo.

El hombre fue encerrado en el Hospital Mental Nacional para un tratamiento médico, Carliño multado, aunque en las noches, los internos del manicomio dicen ver un colibrí que vuela.

Claro, no les creen por estar locos y no se reportaron muertes extrañas.

 Imagen de Pexels y Marko Garic no relacionadas con la historia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Poción dormilona

Sin duda alguna Mariano perdía poco a poco su virilidad, a sus casi 60 años ya no era un maestro en hacer el amor, conquistar damas, cazar en discotecas y bares porque el tiempo lo traicionaba.

Entre rezos, velas, oraciones y esoterismo recurría su vida, tras pasar largos años de consumo de cerveza, güisqui, cocaína, marihuana y cualquier sustancia que le hiciera aguantar más al estar en la cama con el sexo femenino.

Su última vez con una dama de 45 años, no fue la mejor, sus pulmones no funcionaban como en sus tiempos de guerrero sexual, le dolía el tórax y presentaba síntomas de diabetes.



Durante sus años mozos sus vecinos, del barrio de Calidonia, en Panamá, lo admiraban y respetaban porque todos los fines de semana ingresaba con una dama a su cuarto de alquiler, no tuvo problemas con esposas e hijos porque nunca se casó ni tuvo descendientes.

Su preocupación era únicamente resistencia y seguir de don Juan, aunque su apariencia era la de un abuelito cansado de tanto trabajar largas jornadas en una mina de carbón.

Ojos tristes, pómulos pronunciados, demasiadas líneas en su frente, labios y dientes gastados del tabaco y el cannabis, evidenciaban ante las féminas que intentaba conquistar, su entrada a la tercera edad.

Sin embargo, se negaba a aceptar que la juventud es un divino tesoro que se termina cuando menos se da cuenta el ser humano, sino se aprovecha o planifica su vejez, las cosas se alterarán en su totalidad.



Uno de sus amigos que jugaba dominó en la antigua casa Müller, ahora de concreto, le aconsejó quedarse tranquilo y disfrutar de sus años dorados, pero otro le instaba a inventar pociones para experimentar fuerza, virilidad y poder.

Ideó usar una pastilla blanca, con algo de marihuana, polvo blanco, mezclarlo en una cerveza, beberlo y luego acostarse con una de esas chicas que pululan en las noches en la Peatonal de la avenida Central.

Esa noche se metió a la cantina Saoco, bebió un par pintas, vio una rubia venezolana, con signos de maltrato por mala vida, la encontró hermosa, le habló al oído, aunque antes de partir a la pensión destartalada se metió una cerveza mezclada con la famosa poción.

Pago los diez dólares por el cuarto, la mujer quedó en traje de Adán y Eva, lo besaba y luego se asustó.

Mariano sintió un dolor en el pecho, pidió ayuda, cayó al sucio suelo, su acompañante al ver que el hombre sufría un infarto, se vistió para darse a la fuga por ser indocumentada.

Minutos después quedó Mariano encuero y muerto.

Fue una poción dormilona, pero del sueño eterno.

 Imagen de poción de Cottonbro Studio en Pexels y hombre de Pixabay.

 

 

Elisa, la culisa

Los invitados a la boda centraron su atención en mi cuñada Elisa, luego de la ceremonia religiosa entre su hermana Alsacia y yo.

Mi nueva pariente política era alocada, tanto en su forma de vestir como ser.

Llevó un traje negro pegado a su voluptuosa figura, daba la apariencia de que las telas no soportarían un trasero semejante a Brasil, mientras que en su parte frontal sus misiles eran tierra-aire e intercontinentales.



Bailaba muy sensual la canción Sweet Dreams de Eurythmics, sus pechos danzaban, penetraban en las pupilas de los masculinos, la mayoría con anillo en su dedo anular derecho y las damas disgustadas por lo acontecido.

Antes de casarme con Alsacia, fuimos novios dos años, solo conocía a Elisa por fotografías porque vivía en Puerto Armuelles, Panamá y  estuvo matrimoniada con un hombre 15 años mayor que ella.

Sin embargo, su exmarido no galopaba el mismo ritmo de mi cuñada y la pareja terminó en un divorcio que le dejó muchas ventajas, algo de dinero y una propiedad en el antiguo puerto bananero.

La fiesta se acabó, cada uno tomó por su lado, me fui a Las Islas Malvinas con mi mujer de luna de miel y a los ocho días regresamos e hicimos la vida normal como toda pareja.



Un día me encontré a Elisa en un centro comercial, andaba sola de compras, decidió tomarse un café con galletas y la vi, sonreí, la saludé y me invitó, aunque en un principio me negué, soy un caballero y al final cedí hablar con mi cuñada.

Ella es hermosa, su piel canela brillaba, era imposible no mirar su deseada figura, su sonrisa coqueta y quedé embrujado con esos ojos pardos.

Todos los intentos que hice por evitarla fracasaron porque Alsacia se fue por una semana a Costa Rica por razones laborales, mientras que mi cuñada y yo aprovechamos para arrastrarnos entre las sábanas.

Hicimos el amor los siete días de ausencia de mi esposa, mi cuñada era un motor fuera de borda cuando se movía, colocaba sus Apalaches en mi rostro y gritaba vulgaridades que me excitaban.

Soy un hombre ultraconservador, no obstante, al final del camino terminé enamorado de la hermana de mi media naranja y no sabía cómo decirle a mi mujer porque no buscaba hacer daño.

Un año después de mi primer encuentro clandestino con Elisa, le conté todo a mi esposa, mi conciencia me remordía y no era justo mi comportamiento.

Alsacia gritó, lloró, pataleó y me largó de la casa, pero no intenté pedir otra oportunidad porque no era mi intención.

Nos divorciamos, a los dos años me casé con Elisa, su familia me odia y espero algún día me perdonen.

En el corazón no se manda, actué mal, recapacité y creo que hice lo correcto en confesarme con mi exesposa.

Mi actual  mujer y yo nos mudamos a David, Chiriquí, donde abrimos un restaurante y en ocasiones recuerdo el día que la conocí porque ya sabía que tambaleaba ante Elisa, la culisa.

Fotografía de boda cortesía de Luana Freitas en Pexels y modelo de Dreamstime, no relacionadas con la historia.