Isabel y Eduardo, establecieron su nido de amor, en una vivienda en Costa Verde, ubicada en La Chorrera, Panamá Oeste, una urbanización de clase media alta, ya que ambos como abogados gozaban de jugosas entradas de dinero.
Ella era juez de garantías, mientras que él laboraba
como defensor público, lo que se traducía que ambos sumaban un salario de 10
mil dólares mensuales, nada malo para otros que sudaban la gota gorda con
reducidos ingresos.
Se conocieron en el Órgano Judicial, como era lógico, él
asistía a audiencias para defender clientes sin dinero, cuya representación
legal la pagaban los contribuyentes panameños.
Una dama atractiva, alta, de piel canela, cuerpo sexi,
cabello negro lacio, labios delgados, ojos pardos y que llamaba la atención,
mientras que su pareja es alto, blanco, ojos oscuros, cabello negro lacio y
cuerpo atlético.
Los dos asistían al gimnasio, así que están en forma,
la fémina lucía excelente sus 45 abriles, mientras el marido ya casi llegaba a
los 60 años, pero con cuerpo de luchador.
Isabel tenía una hija de 21 años, quien residía con su
padre en Buenos Aires, donde estudiaba producción de cine, mientras que Eduardo
dos hijos varones, uno casado y otro soltero.
La pareja tenía sus altas y bajas, peleas, ella era muy
celosa porque el caballero era acosado, tanto por jovencitas como mujeres
maduras, aunque él sabía manejar los sentimientos de su mujer.
Ya con un año de vivir juntos, llegó a la vivienda, William,
el hijo menor de Eduardo, de 28 años, soltero, tímido, sin novia, ingeniero
civil de profesión, residía en Santiago de Veraguas, donde laboraba en un
proyecto carretero millonario.
William conocía a su madrastra por fotografías hasta
que cuando ingresó a la hermosa vivienda y quedó impactado con el físico, la
voz y la mirada de imán de la mujer madura.
Fue un flechazo desde primera vista y nada ni nadie podría
detener los sentimientos del ingeniero.
En este caso, viene como anillo al dedo la frase de que tres son multitud.
William es el clon de su padre, físicamente hablando,
pero casi un pendejo que en su vida tuvo dos o tres novias, no sabía bailar, leía,
escribía cuentos de terror y se dedicaba a otras faenas.
Transcurrieron cuatro meses desde la llegada de William (venía una vez al mes),
quien jamás le faltó el respeto a la mujer de su papá, este tampoco sospechaba
y a la dama le gustaba el jovencito, sin embargo, marcó su distancia para
evitar problemas.
El diablo es puerco, las tentaciones son difíciles de
evadir y los gustos exóticos atraen como imán, lo que hace inevitable los
encuentros cuando el propio sentimiento los pide a gritos en la mente.
Durante un asado en la casa de la familia, con
abundante tequila, güisqui, cerveza y ron, los asistes bebieron y comieron como
cosacos.
El primero en caer fue Eduardo, pasado el alcohol,
luego los asistentes se marcharon para que Isabel junto con William limpiaran
el desastre dejado por los invitados.
Cuando el joven estaba en la cocina, Isabel fue a
llevar unos vasos de vidrios, lo miró con deseo, William, quedó inmovilizado,
ella se acercó y su hijastro la besó intensamente.
Sin decir una palabra, la tomó de la mano para
llevarla a su habitación, donde se convirtió en un corderito alimentándose de
las mamas de la fémina madura.
Besos, caricias, abrazos, ella tenía destreza en la
mano, el alcohol solo fue una excusa para lo que ocurría inexorablemente.
Réquiem por una madrasta sexi no era lo correcto, no
obstante, cuando terminaron las dos horas de lujuria y pasión, al día siguiente
William se marchó a Santiago de Veraguas.
Un pecado, un secreto, nadie debía saberlo, Eduardo ni
cuenta se dio, seguía con su mujer a todos lados y su hijo lejos, sin deseos de
visitarlo porque la conciencia le remordía.