Aceite caliente

Gilberto Galindo Díaz, era uno de esos rabiblancos (oligarcas) panameños que poco salen en los periódicos mientras hacen obras sociales o reuniones en los clubes cívicos u organizaciones no gubernamentales.

El caballero de marras no dio bola en el Colegio Javier, donde lo expulsaron por indisciplinado, lo matricularon en el Instituto de Enseñanzas Superiores (Ides) y también lo echaron por mal portado.

Terminó el bachillerato en la Escuela Secundaria Nocturna Oficial (Esno), el Instituto Nacional en las noches, ya que de algo debía graduarse y se diplomó en comercio, tras pasar siete años en ese plantel.

Alto, blanco, de ojos verdes, abundante cabello castaño, delgado, era un consumidor de marihuana, no servía para nada e iba a la fábrica de plásticos de su familia a buscar dinero para gastarlo en chicas y parrandas.

Como no había terminado la universidad, sus padres estaban preocupados porque en el Club Unión, nadie quería saber del buaycito (hombre).



Ninguna mujer de la alta sociedad estaba dispuesta a casarse con varón indisciplinado, drogadicto y ebrio.

Eran la burla de los rabiblancos del club, hasta los empleados le bautizaron con el apodo de “Gilbertito Droga”, alias que también le decían los socios del exclusivo grupo cuando hablaban de él.

“Gilbertito Droga” conoció a Elia Montero, una jovencita, de piel canela, linda y delgada, camarera del club, de 23 años, sin experiencia, recién llegada de la provincia de Herrera, quien cayó ante los encantos y promesas del “canyacsero” (quien consume marihuana).

Otro escándalo más para sus parientes, debido a que aparte de sus cagadas y problemas de conducta y vago, se fijaba en una campesina, sin dinero, poder y sin ser socia del grupo de millonarios panameños.

A la chica la despidieron del trabajo, “Gilbertito Droga” la fue a buscar a Juan Díaz, donde vivía, en su elegante vehículo Audi, color rojo y con todas las extras, arrendó un apartamento en Betania, donde la instaló.

La dama se llevó la sorpresa de su vida porque el masculino llegaba ebrio, drogado, quería acostarse con ella y cuando se negaba, le llovían las trompadas a la mujer que la dejaba irreconocible.

Los vecinos hartos ya, no querían llamar a las autoridades porque es muy conocido que a los rabiblancos casi nunca los agarra el brazo de la justicia, aunque una vecina le dijo a Elia que cuando el tipo estaba dormido le tirara aceite caliente.



En efecto, a la semana el hombre llegó trabado en el canyac (marihuana), ella no se quiso acostar con él, le pegó, le rompió el tabique y la obligó hacer el amor.

Al dormirse, ella aún con la cara manchada de sangre, calentó aceite y se lo arrojó en el vientre al caballero.

Los gritos despertaron a todo el barrio, llegó una ambulancia y cuando la policía vio a Elia llamaron a la Fiscalía.

La maltratada mujer contó todo y el caballero apenas salió del hospital, lo detuvieron por violencia doméstica y a la víctima le proporcionaron tratamiento psiquiátrico.

Al final presionaron a Elia, ella retiró la denuncia, le dieron un billete para callarla y Gilberto Galindo Díaz, salió libre.

Lo enviaron donde un tío a Nueva York, pero en esa ciudad lo pillaron con drogas y fue enviado a la prisión de la isla Rikers a pagar una cana de tres años por posesión y consumo de sustancias ilegales.

Chow mein

Frank Brown llegó a trabajar a las bananeras de Puerto Armuelles como jefe de mecánica, luego de que un primo suyo lo ayudara porque la estaba pasando muy mal económicamente en Palenque, Colón, Panamá.

Graduado del colegio Artes y Oficios como mecánico, solamente “camaroneaba” (jornalero) cuando lo llamaban, pero con esos ingresos apenas alcanzaba para sobrevivir.

Se instaló en un cuarto alquilado, se levantaba de madrugada para trotar y los fines de semana jugaba balompié, deporte para lo que tenía una habilidad impresionante.

Era de mediana estatura, 25 años, sin hijos, de raza negra, cuerpo atlético, ojos pardos y una caballera con gran cantidad de rizos, que se movían mientras corría o hacía deportes.



No fumaba, no bebía y era soltero, tuvo un par de novias, pero se sentía inseguro de sí mismo porque su papá le gritaba desde niño que no servía para nada y no tendría futuro.

Su mejor carta fue irse a Puerto Armuelles, todo iba de maravilla hasta que se fue a un restaurante a comprar un chow mein de camarones, un sábado en la noche.

En el restaurante lo atendió Lucy Chan, la hija del dueño del negocio, nacida en Panamá, de 25 años, quien quedó loquita con el colonense, pero su padre se dio cuenta y se la llevó a la cocina a sermonearla.

Los chinos son muy celosos en su círculo, la mayoría se casa entre ellos, pero en ocasiones los varones se mezclan con otras razas, sin embargo, cuando se trata de una mujer el asunto es más radical.

Lucy Chan hablaba castellano, inglés y el natal mandarín, aprendido de sus padres, intentaba afanosamente que el masculino saliera con ella y sus padres se la ponían difícil.

Durante un campeonato de balompié regional, Lucy Chan, aprovechó que su padre estaba en China para fugarse y encontrarse con Frank Brown, quien con su timidez tampoco hizo las cosas fáciles, pero le gustaba la chica.

Lucy Chan era blanca, ojos jalados, cabellera negra, no tenía un cuerpo espectacular, sin embargo, un alma que valía oro en su peso.



Tenían tres meses de verse a escondidas, hasta que su padre descubrió la relación, le dio una puñera a su hija y le quebró uno de los brazos, y al darse cuenta Frank Brown, denunció el hecho ante la policía.

Al día siguiente, Alfredo Chan fue detenido y su hija estaba en tres y dos, le pidió a su novio que retirara la denuncia y este se negó.

El chino preso, a la hija, la largaron de la casa, sus hermanos, la desheredaron y Lucy Chan estaba en el parque de Puerto Armuelles sola y mientras lloraba se acercó su novio colonense.

-Cásate conmigo-.

-¿De qué viviremos, Frank?-.

-Yo trabajo, no soy un vago, no tengo millones, pero uso mis dos manos, pies y cerebro para ganar dinero. Tú también puedes trabajar-.

-Claro que sí me casaré contigo y te preparé un rico chow mein-.


Encuentro y adiós

La pareja conformada por Silvio Garantes y Silvia Fallas eran la comidilla del barrio León XIII, de San José, Costa Rica, por su forma peculiar de vivir, entre las infidelidades, los golpes, gritos y escándalos.

Ella era de mediana estatura, de piel blanca, cabello rubio de farmacia, ojos avellana, nalgas y senos enormes, gracias a dos intervenciones en el quirófano que pagó su marido Silvio, acholado, de mediana estatura, contextura atlética y oriundo de Chinandega, Nicaragua.

El hombre de marras laboraba con ayudante general en un proyecto de construcción de viviendas en la capital tica y su quita frío se ganaba la vida como camarera en la discoteca Planet Mall.



Tenían múltiples problemas porque Silvio bebía demasiado guaro Cacique, era mujeriego y violento.

Para rematar su pareja le ponía también los cuernos, debido a su belleza y donde laboraba le llovían admiradores, invitaciones matrimoniales, de sexo y viajes, entre otras promesas.

En una ocasión los vecinos llamaron a la policía para que interviniera en el viejo caserón del empobrecido y marginado barrio León XIII, ya que el matrimonio tuvo una pelea gigantesca, luego que se tomaron dos botellas de guaro.

Un agende de policía sacó su arma de reglamento y amenazó con disparar a Silvio si no soltaba un cuchillo, pero lo tiró al suelo, detuvieron a la pareja y salieron bajo fianza.

El hombre, de 32 años, tenía una amante llamada Fabiola, una nicaragüense de 19 años, también acholada, nacida en Matagalpa, quien laboraba como doméstica en una residencia lujosa en Escazú.

Abiertamente, andaban tomados de las manos por todo San José, se daban besitos en el parque La Merced, conocido como la Pequeña Managua, donde se reunían los nicas a platicar y a beber a escondidas.

Pero eso no era todo, Silvia, de 26 años, tenía de novio de 45 años, Arturo Monge, cliente de discoteca, quien laboraba como gerente de una compañía de cosméticos franceses.



Silvia tenía aspecto de wila (adolescente) a pesar de su edad, no obstante, aprendió mucho con su marido nicaragüense, entre ellas decir embustes en cantidades industriales.

Para las fiestas de Zapote del año 2000, Silvio inventó una historia a su esposa para verse con su amante, ella no le creyó, pero tampoco protestó porque pensaba verse con Arturo y le dijo que iría a Heredia a encontrarse con una amiga del trabajo.

Cuatro horas después, entre la multitud en Zapote, estaba Silvio agarradito de mano con Fabiola, bailaban al ritmo de la música y la pasaban bien.

Una riña provocada por unos borrachos, generó la curiosidad de la pareja y fueron a ver, no obstante, se encontraron con Silvia y Arturo, abrazados, quienes veían la pelea.

Silvia y Silvio, se miraron intensamente, a ambos sus mejillas se inundaron de lluvia y agacharon la cabeza.

La esposa tica tomó de la mano a su novio maduro, se dio la vuelta para marcharse y nunca regresó con su esposo nicaragüense, ni siquiera para divorciarse.

 

 

 

El diputado

 

Por  Michelina  Rossi

En medio  de  la penumbra  de  la  noche,  ha  despertado  de  su  oscuro  ataúd,   José Drakul,   y  ha  enfilado sus  pasos  hacia  el  recinto  legislativo  porque  ansia degustar sangre  joven de  nuevos  diputados  que  ahora  trabajan  allí.  

Sin que ellos se dieran cuenta,  mató  a  cinco jóvenes  diputados  independientes,  mordiéndoles  en  sus  hermosos  cuellos. 





Los depositó en unos  negros ataúdes  hasta  que  despierten buscando sangre fresca  en  la  siguiente  noche.       

Los diputados independientes, asesinados certeramente por José  Drakul,    se  han  despertado  bruscamente  de  un  profundo  sueño con  muchas  ganas  de  degustar    una  deliciosa  sangre  en  una  copa  de  vino. 

Se sienten extraños y caminan como si fueran zombies por  una  vía  muy  transitada  y llena  de  gente  de  la  Ciudad  de  Panamá.  

Inconscientemente, se mezclan entre  la  gente  y  muerden  a  unos  incautos    que  esperan  un  autobús,  después  se  los  llevan  a  rastras  a  un  sitio  apartado  donde  todos  beberán  a gusto  su deliciosa  sangre.   

Y  nadie  nunca  sabrá  por  quién  ha  sido  mordidos.

Arrechura mortal

Las coloridas luces alumbraban las mesas, las paredes y el rostro de los asistentes del  bar Encanto, ubicado en la avenida Circunvalar de Pereira, Risaralda, en Colombia, un sábado durante el primer fin de semana puente del año 2010, cuyo lunes 5 de enero era libre.

Marino Córdoba ingresó, vestido con una camisa blanca bien almidonada, un pantalón negro, zapatos oscuros muy lustrados y bañado en perfume.

El caballero era de raza negra, alto, de ojos oscuros, con corte de cabello bajo y una contextura física de atleta, lo que generó que las chicas, la mayoría de ellas blancas, miraran al visitante.

Obvio que no era de allí, Marino Córdoba vivía en Quibdó, departamento del Chocó, trabajaba como capataz en la construcción y el periplo en avión a Pereira, lo hizo gracias al Baloto.



El masculino acertó varios números y se ganó 50 millones de pesos colombianos, lo que al cambio en dólares en esa época representaba 26 mil 42, siempre y cuando el valor del peso estuviese en 1,920  por dólar.

Le llamó la atención de que en las mesas había copas gigantescas, desde donde las chicas bebían el coctel con pitillos (carrizos en Panamá o pajillas) y entre las damas había una rubia, ojos azules, de baja estatura y lindo rostro.

Marino Córdoba se sentó en una de las bancas de la barra, el lugar era al aire libre, se veía el resto de los negocios, los vehículos que transitaban por la famosa calle y los transeúntes en busca de un lugar para rumbear.

Bebió aguardiente, solo miraba a la gente y viceversa, hasta que colocaron la canción “De bar en bar” de John Alex Castaño, era música norteña que poco se escucha en la costa o la selva, si no en el eje cafetero colombiano.

Miraba a la gente bailando hasta que un caballero, blanco, de baja estatura, ojos avellana, le dijo que en Pereira nadie rumbeaba solo y lo invitó precisamente a la mesa donde estaba la rubia.

Era Pamela Keller, la hija de un rico hacendado, casada, de 28 años, sin hijos, y mientras su esposo estaba en Alemania ella parrandeaba.

Marino Córdoba era casado y con tres hijos, pero le inventó una historia y no le dijo nada su mujer de que se ganó la lotería porque quería darse unos días de farra.



El grupo, de seis chicas y los dos caballeros, la pasaron bien hasta que llegó las dos de la mañana, hora en que cerraban todos los negocios de diversión.

Los de la mesa se dieron cuenta de que hubo atracción entre Pamela Keller y el capataz, ya que un viejo refrán dice que carne blanca es perdición del negro.

Antes de irse, el chocoano compró una botella de aguardiente, se despidió y se dirigió a tomar un taxi, cuando se apareció un Mercedes Benz, blanco deportivo, se abrió la ventana del pasajero y Pamela Keller le dijo que lo llevaría al hotel donde se hospedaba.

Se desviaron hasta las afueras de la ciudad e ingresaron a uno de los moteles de ocasión que abundan allí.

La pareja “café con leche” se desbordó de pasión, posiciones, gritos, gemidos, posteriormente entre el licor y los besos se durmieron.

Sonó el timbre de tiempo, ella aterrada porque debía irse a casa antes del amanecer, lo despertó, se vistieron y salieron del lugar.

Cuando se viaja por carretera hacia Pereira se debe subir unas lomas para entrar a la ciudad.

La dama iba como bólido en la vía, se pasó un camión de frutas, sin embargo, al intentar tomar el carril correcto perdió el control e impactó frontalmente con un contenedor.

Los ocupantes del auto de fabricación alemana fallecieron de forma instantánea, mientras que el conductor del camión resultó solo con algunas laceraciones.

Así culminó una arrechura mortal en Pereira.

El que a hierro mata...

Juan Camilo Molina, laboraba como Contador Público Autorizado (CPA) en el Ministerio de Minas y Energía de Colombia, ubicado en el Centro Administrativo Nacional (CAN), de barrio Salitre, Bogotá.

Ganaba un salario de un poco más de 2 millones de pesos colombianos, lo que equivaldría a  mil 40 dólares aproximadamente para el 2010, que es el año donde se desarrolla esta historia.

De baja estatura, blanco, ojos verdes, cabello negro, obeso y con pronunciadas mejillas, sus compañeros de la oficina se preguntaban lo que el caballero hacía para tener casi un ejército de mujeres detrás de él.

En los pasillos del ministerio decían que era un chulo, un brujo, un vividor, que estaba robando dinero al fisco colombiano, que era un prostituto de hombres y gran cantidad de rumores.



Juan Camilo Molina, tenía un Renault Grand Scenic, color gris, con vidrios polarizados y en cuya parte trasera cayeron gran cantidad de mujeres en el acto sexual.

Vivía en un apartamento en Suba, de dos recámaras, no tenía hijos, nadie le conocía un hermano o primo, solamente sabían que era del departamento de Casanare y se diplomó en la Universidad Nacional de Colombia.

Al ministerio llegó a trabajar Malena Varela, una cubana de raza negra, de 25 años, alta, con escultural cuerpo, cabello rizado y hermoso, además era economista, egresada de la Universidad de La Habana.

La dama era asesora del despacho superior y un día el colombiano quedó loquito con la mujer y pensó que sería su próxima víctima.

Intentaba meterle plática hasta que hubo una reunión y logró su objetivo, la invitó a almorzar cuando terminó el evento se fueron a la cafetería y acordaron tomarse unos tragos en el apartamento del masculino.

Malena Varela no era ninguna pendeja, Cuba es la tierra de todos los santos, babalaos, brujos, hechiceros, entre otras creencias no cristianas.

Ya en el apartamento, la escultural cubana se dio cuenta de que en unos de los tragos el caballero le agregó algo, se negó a beberlo, agarró otro vaso y se sirvió ron Caldas sin hielo ni mezclador, porque así se bebe en la isla.



Lo emborrachó y sin que se diera cuenta el varón, ella le dio a ingerir el trago que él le preparó, luego el hombre se quedó dormido, la mujer recorrió el apartamento, entró a uno de los cuartos y vio un altar. Era un brujo.

Con el pasar del tiempo, Juan Camilo Molina fue perdiendo peso, su cabello se caía, el carro se le dañó, no tenía dinero para repararlo y fue despedido de su empleo por acosador sexual.

Terminó en las calles de barrio Kennedy durmiendo entre los gamines (niños de la calle), los drogadictos y los ebrios.

Malena Varela se marchó a Miami, donde le ofrecieron un trabajo en una empresa especuladora de capitales y atrás dejó al conquistador “vuelto leña” porque el que a hierro mata a hierro muere.

'Pizza Topping'

Corría el año 1982 para Magda Carrizales, una adolescente de 13 años, quien residía con tres hermanas en un viejo caserón de mampostería, en la calle 5.a del corregimiento de San Felipe, en la Ciudad de Panamá.

Delgada, trigueña, pequeña estatura, cabello negro, lacio, ojos oscuros y una mirada triste que demostraba que no la pasaba bien, puesto que su madre era el sustento de la familia como vendedora en un almacén.

Cursaba el 8.o grado del colegio Bonifacio Pereira Jiménez (hoy Escuela Amador Guerrero que está, al lado de los edificios de Barraza) y en esa época funcionaba en las mañanas como escuelas repúblicas de Cuba, Argentina y Perú.

La chica caminaba a diario desde su casa, con sol o lluvia, ya que no había dinero para transporte colectivo y menos privado, además cuando tenía suerte su madre le daba 25 centavos de dólar.



Era la menor, todas sus hermanas estudiaban en otro colegio en la mañana y Magda iba en las tardes, lo que la dejaba en posición desventajosa.

Desayunaba dos trozos de pan, con una rueda de mortadela, partida en dos para que alcanzara y una taza de té. Muchas bocas que mantener por parte de su madre y un solo ingreso.

Eso era como a las 8:00 a.m. y su estómago no recibía alimentos antes de ir al colegio, así que tenía que sobrevivir, como dicen en Panamá “saltando garrocha” (pasar hambre) hasta regresar a casa, aproximadamente a las 6:30 p.m.

Magda tenía una amiga de nombre Viodelda, casi en las mismas condiciones, pero algo privilegiada porque solamente tenía un hermano.

Las adolescentes caminaban hacia el mismo colegio, aunque a veces Magda se presentaba unos 20 minutos antes de la salida.

Prácticamente, iba a mendigar un pedazo de pan con una salsa de tomate con hongos que Viodelda colocaba en un hornito de mesa. El producto se llamaba “Pizza Topping” y era popular en los años 80.



Se notaba la malnutrición de las chavalas, tanto en su tamaño diminuto como su contextura física, sin embargo, con libros prestados o idas a la biblioteca, las señoritas lograron terminar su secundaria, entre algunos fracasos, provocados por su situación socioeconómica.

Pasaron ya 25 años desde que se graduaron de bachillerato, Magda estudió Relaciones Internacionales y Viodelda, arquitectura, lo que les abrió las puertas a una mejor vida.

La primera fue embajadora de carrera en varios países y la segunda una famosa diseñadora de estructura, se casaron y tuvieron hijos.

Ninguna de las dos ocultó su origen humilde, se reunían cuando podían, bebían vino, en casa de algunas de una de las dos, a veces lloraban cuando recordaban lo difícil que es sentir el estómago, bailar y la “Pizza Topping” que numerosas veces les mató el hambre. 

La viuda

Por Michelina  Rossi

Celeste  Martínez, es una viuda de ochenta años, de tez blanca  y complexión  delgada,   se   encuentra  sola, triste  y  acongojada por el reciente fallecimiento de su esposo  Mario,  su  compañero  de  tantos  años.   

En medio de la soledad  y  los  recuerdos que la atormentan, Celeste empieza a  percibir  sucesos  extraños en su casa.    

Ella,  ha empezado  a  sentir  que  está  perdiendo  la  razón  porque  siente  la  presencia  del  que  se  fue  en  cada  rincón  de  la  casa, las   cortinas  se  mueven  en  ausencia  de  la  brisa, el  radio y el  televisor se encienden  solos, sin que los prenda  alguna  persona. 

El chirrido de una puerta que se abre, como si sus bisagras estuvieran oxidadas, y el  ruido que se oye al cerrarse.  



La estela de la fragancia cítrica de  la   Colonia   4711  invade  los  rincones  de  la  vivienda  cuando  la  presencia  de  Mario  se  hace  sentir  cerca  de  ella.

Se apoderan de su mente atormentada  los  recuerdos  del  vals  de  Johann Strauss,   que  ella  había  bailado  en  brazos  de su  amado  esposo  el  día  de  su  boda.  

Ambos,  bellamente  ataviados,  bailando  al  son   de  esta  melodiosa  música  en un  gran  salón    que  parecía  sacado  de   un  palacio  antiguo  austriaco.

Celeste,  aún no  comprende  lo  que  está  pasando  en  su  casa  y  en su  vida. En  medio  de  la  noche  y  en   la mitad  de una  pesadilla  vivida,   ella  empieza  a  temblar,   a  sentir  escalofríos  y  a  sudar  copiosamente.     

Porque,  además  de  la  presencia  de  su  esposo,    ha  empezado  a  sentir  que  se  apoderan  de  su  entorno  unas   entidades   mal  intencionadas   y  ahora  está  a  punto  de  enloquecer   porque   esas   apariciones  malévolas ahora   se  dedican  a  mover  mesas  vasos,  espejos  y  ella se siente  impotente  y más asustada  ante  tales  manifestaciones.


   

Con voz entrecortada, les pregunta directamente   quiénes  son ellos  y  que  buscan  en  mi  casa.

Le contestan con voz fuerte y  amenazante:   “tienes  que  salir  pronto  de  aquí porque nosotros  estamos  enterrados  debajo  de  tu  casa  y   estás  profanando  nuestras  tumbas”.

Los vecinos oyeron  que  la  anciana, sola, atormentada  y  desquiciada,  daba  gritos  y  alaridos  como  una  persona  demente.     

Tristemente, su  deterioro  fue  tal  que  la  llevó a terminar  sus días encerrada en una  institución para enfermos mentales.

 

Le robaron los huevos...

Manuel Delgado, era un empresario panameño, un oligarca de pura cepa, miembro del Partido Nacional de Panamá, pero donante de todos los candidatos presidenciales porque nunca ponía los huevos en una sola canasta.

Tenía negocios en bancos, inmobiliarias, financieras, terrenos, ganado, barcos pesqueros, transporte de carga, acciones en varias compañías, pactaba con todo lo que le producía ingresos, por lo que muchos decían que Manuel Delgado “fumaba bajo el agua”.

Como apostaba a los cuatro caballos ganadores, sus negocios crecían, trababa a cualquier pendejo que se atravesara en su camino, ya que tenía millones y poder, así que nunca lo investigaban o juzgaban.



Manuel Delgado tenía una preocupación porque los precios de los materiales de la construcción se disparaban, lo que generaba el alza de los precios y apartamentos y menos compradores.

Para el 2011, la migración masiva de venezolanos en Panamá era una realidad, estaban por todos los rincones del país, muchos trabajaban honradamente, sin embargo, otros venían hacer dinero “como sea”.

A la oficina del magnate, se presentaron tres chamos, identificados como Max Urdaneta, Alberto Ruiz y Efigenio Cardini, quienes venían en busca de socios panameños para un proyecto de edificar casas de material policloruro de vinilo (PVC) en todo Panamá.

La idea la tomaron del gobierno de su país porque había dado resultados, la ventaja era que los materiales eran baratos y una vivienda de 70 metros cuadrados se construía en una semana aproximadamente con la mano de obra de tres personas.

Los extranjeros le mostraron varios videos de la fase de construcción, costos y entrevistas a los compradores que elogiaban tener una vivienda digna, barata y que neutralizaba, tanto el frío como el calor.

Mario Delgado, le dijo que lo pensaría, investigó la página web, tenían una cuenta bancaria en Panamá, papeles en el Seguro Social y estaban registrados en la Dirección General de Ingresos (DGI).



Los citó, los tres llegaron en un flamante BMW, serie tres, color gris, del año 2010, lo que le intuyó al empresario que eran de fiar.

Pactaron que el istmeño daría cuatro millones de dólares, él entraría en la sociedad, transferiría el dinero y luego venía el resto porque ellos le presentaron varios títulos de propiedad de inmensas tierras.

Al mes de la transferencia, el caballero no tuvo noticias de los venezolanos, no respondían en celular, en las oficinas tampoco contestaban, decidió enviar un emisario, quien regresó con la mala noticia que el local estaba vacío.

Uno de los hombres más vivos de Panamá fue víctima de una estafa porque los foráneos, usaron identificación falsa, los títulos de propiedad eran alterados, retiraron el dinero y se marcharon del país.

Estaba cabreado, emputado y molesto, pero no tuvo más remedio que aceptar que le robaron los huevos al águila.

El sacerdote seductor

Todos los martes, después de la misa en el Santuario Nacional, ubicado en el elegante Obarrio, de la capital panameña, Encarnación de Van Dalen, se quedaba para platicar con el párroco Marcos Cubillas.

La dama era de la alta sociedad panameña, integrante del club Unión, accionista de varias empresas y dos bancos, además su esposo, Juan Van Dalen, también nadaba en dinero, pero era un mujeriego.

Dicen que plata llama a la plata, la familia forrada en miles de dólares, sin embargo, la infelicidad no entraba a la mansión que tenían en urbanización Altos del Golf, en el corregimiento de San Francisco.

Encarnación le pedía consejos al sacerdote Marcos, quien conversaba con ella para que la pareja encontrara una solución a sus problemas.



La dama era toda una modelo, de 35 años, tres hijos, sus rubios cabellos, blanca con abundantes pecas, ojos verdes, senos inmensos y trasero arreglado en el quirófano, demostraban que la fémina paraba tráfico.

Marcos Cubillas era un cura oriundo de Bocas del Toro, alto, de tez canela, ojos negros y cabello “sal y pimienta” lacio, con cuerpo de atleta porque hacía ejercicios y con 50 años.

Sobre todas las cosas y sus votos de castidad, el masculino seguía siendo un hombre, lo que hacía tambalear su rígida vida religiosa cuando Encarnación se acercaba para plantearle sus conflictos familiares.

Pantalones vaqueros ajustados, camisetas pegadas a su tórax que mostraban sus volcanes naturales, que a veces tapaba con una chaqueta, su sonrisa y ojos verdes brillantes, volverían loco a cualquier varón.

Posteriormente de seis meses de pláticas, se encontraron en un centro comercial y se fueron a comer, hasta que el cura no soportó y rompió el hielo.

-La verdad Encarnación es usted tan linda, me perdona, que no sé qué tiene en la cabeza su esposo, porque anda con otras mujeres-.



Ella, respiró y suspiró, le tomó la mano al cura.

-Gracias padre, lástima que usted es sacerdote y está prohibido, ya sabe que-.

Por ser peligroso el asunto cambiaron de tema y a la semana, ella lo llamó a las nueve de la noche, tras pelear con su esposo.

El sacerdote la recibió, ella lloró, conversaron, bebieron güisqui y ocurrió, lo se avecinaba o un “bicicleteo” de dos horas en la pieza del religioso.

Los encuentros fueron esporádicos, luego se convirtieron en mensuales y posteriormente semanales, ella no le reclamaba nada a su marido y este comenzó a sospechar que le pagaban con la misma moneda.

Al año y medio de los “bicicleteos” la dama quedó embarazada, Marcos Cubillas aterrado porque sabía que era el accionista mayoritario de la criatura.

Encarnación de Van Dalen, no abortó y tuvo al bebé, en la elegante clínica de Paitilla, pero cuando le colocaron al varoncito a su lado, venía el escándalo porque era toda la cara del sacerdote.

Los Van Dalen fueron la comidilla del club Unión o de los rabiblancos panameños porque el bebé era de piel canela y a medida que crecía se parecía físicamente a su padre biológico.

Obvio que si el matrimonio era de caucásicos y rubios, los descendientes serían iguales, pero en este caso no fue así.

A los tres años, al cura, por presiones del poder económico, lo trasladaron a una parroquia en Darién como castigo, pero dejó su semilla entre la oligarquía panameña, a pesar de ser un campesino bocatoreño.