La canción Macarena, del dúo español, Los del Río, sonaba en un bar en Taipei, la capital taiwanesa, un domingo de septiembre de 2004, como a la una de la tarde aproximadamente, hecho que dejó sorprendidos a varios americanos que estaban en ese país.
Carlos Sugasti, Joselo Tuñón y Rosendo Matamoros, el
primero panameño, el segundo era guatemalteco y el tercer costarricense, todos
ingenieros en sistema que fueron a un curso de fabricación de programas de
computadoras durante ocho días a la isla asiática.
Una ciudad moderna con gran cantidad de motocicletas
scooter, muy bien planificada, urbanizada y con abundantes habitantes, una isla
casi del tamaño de la mitad de Panamá, pero residían 25 millones de almas.
El chapino y el tico, eran blancos, de baja estatura,
ojos miel y cabello castaño oscuro, mientras que el istmeño, de piel canela,
mediana estatura, ojos pardos y cabello negro lacio.
Recién ingresaron al antro vieron la escena de
personas con “ojos jalados” que bailaban, bebían y parecía que la pasaban bien,
sin embargo, sus rasgos físicos no parecían ser taiwaneses, sino de otro país.
Conversaron, “chuparon” Taiwan Beer en grandes, cantidades,
el panameño salió a fumar y al regresar había una chica que platicaba con sus
amigos americanos.
Era Lucero García, una dama, blanca, de ojos negros,
mediana estatura, delgada, atractiva, vestía un pantalón vaquero corto, una
camisa a rayas azul, botas blancas y una pañoleta blanca en su cabeza.
No era taiwanesa, ni vietnamita, ni tailandesa, sino
filipinas, ella misma se presentó con los amigos de Carlos Sugasti y la razón
era que estaba “caída de la mata” con el canalero.
Solo conocía algunas palabras en castellano, laboraba
como empleada doméstica para ayudar a su familia en la isla Luzón y de una vez
le metió conversación al istmeño.
Con su limitado inglés, Carlos Sugasti respondía, mientras
sus otros amigos le jugaban bromas en su lengua natal.
A las dos horas de estar en el bar, bailaron, se
besaron, ella lo sentó un rato a platicar con el grupo con quienes estaba, pero como todo tiene su final era el momento de irse.
Ella debía tomar el último viaje del metro a las diez
de la noche, de lo contrario tenía que dormir en Taipei, el panameño le ofreció
la habitación del hotel donde se hospedaba y la dama se negó.
-I´m not a prostitute (no soy prostituta)-, respondió
la asiática.
Le proporcionó su número de celular, conversaron
gracias a la gentileza del guía taiwanés, quien le prestaba su aparato para
que Carlos Sugasti platicara con la fémina.
Se citaron el martes, pero la apretada agenda de Carlos no le
permitió encontrarse hasta ya el viernes, un día antes que la delegación
partiera hacia América.
El panameño tenía la intención de “coronar” a la
asiática, sin embargo, vino retrasada a la cita porque sus jefes llegaron
tarde y era imposible dejar a los niños solos.
Caminaron por las inmediaciones del hotel
Landis, entraron a la iglesia católica que está cerca y donde van los filipinos
los domingos porque son cristianos, además fueron a otros lugares.
El reloj no deja de andar, se oscurecía y llegó el momento
de partir, ambos sabían que nunca más se volverían a ver, ella no iría a Panamá
ni él tampoco regresaría a Taiwán.
Debajo de un puente elevado vehicular, donde hay una
estación de bomberos, la pareja se dio el kilométrico beso, ella se lo
quería tragar, luego lloró y vino el adiós.
El solamente la miraba, respiraba y la vio subir al
taxi que la trasladaría a la estación del metro.
A la semana estaba el recuerdo de la fotografía de
Lucero y Carlos, en el bar en Taipei.