Ojos 'jalados'

La canción Macarena, del dúo español, Los del Río, sonaba en un bar en Taipei, la capital taiwanesa, un domingo de septiembre de 2004, como a la una de la tarde aproximadamente, hecho que dejó sorprendidos a varios americanos que estaban en ese país.

Carlos Sugasti, Joselo Tuñón y Rosendo Matamoros, el primero panameño, el segundo era guatemalteco y el tercer costarricense, todos ingenieros en sistema que fueron a un curso de fabricación de programas de computadoras durante ocho días a la isla asiática.

Una ciudad moderna con gran cantidad de motocicletas scooter, muy bien planificada, urbanizada y con abundantes habitantes, una isla casi del tamaño de la mitad de Panamá, pero residían 25 millones de almas.



El chapino y el tico, eran blancos, de baja estatura, ojos miel y cabello castaño oscuro, mientras que el istmeño, de piel canela, mediana estatura, ojos pardos y cabello negro lacio.

Recién ingresaron al antro vieron la escena de personas con “ojos jalados” que bailaban, bebían y parecía que la pasaban bien, sin embargo, sus rasgos físicos no parecían ser taiwaneses, sino de otro país.

Conversaron, “chuparon” Taiwan Beer en grandes, cantidades, el panameño salió a fumar y al regresar había una chica que platicaba con sus amigos americanos.

Era Lucero García, una dama, blanca, de ojos negros, mediana estatura, delgada, atractiva, vestía un pantalón vaquero corto, una camisa a rayas azul, botas blancas y una pañoleta blanca en su cabeza.

No era taiwanesa, ni vietnamita, ni tailandesa, sino filipinas, ella misma se presentó con los amigos de Carlos Sugasti y la razón era que estaba “caída de la mata” con el canalero.

Solo conocía algunas palabras en castellano, laboraba como empleada doméstica para ayudar a su familia en la isla Luzón y de una vez le metió conversación al istmeño.

Con su limitado inglés, Carlos Sugasti respondía, mientras sus otros amigos le jugaban bromas en su lengua natal.



A las dos horas de estar en el bar, bailaron, se besaron, ella lo sentó un rato a platicar con el grupo con quienes estaba, pero como todo tiene su final era el momento de irse.

Ella debía tomar el último viaje del metro a las diez de la noche, de lo contrario tenía que dormir en Taipei, el panameño le ofreció la habitación del hotel donde se hospedaba y la dama se negó.

-I´m not a prostitute (no soy prostituta)-, respondió la asiática.

Le proporcionó su número de celular, conversaron gracias a la gentileza del guía taiwanés, quien le prestaba su aparato para que Carlos Sugasti platicara con la fémina.

Se citaron el martes, pero la apretada agenda de Carlos no le permitió encontrarse hasta ya el viernes, un día antes que la delegación partiera hacia América.

El panameño tenía la intención de “coronar” a la asiática, sin embargo, vino retrasada a la cita porque sus jefes llegaron tarde y era imposible dejar a los niños solos.



Caminaron por las inmediaciones del hotel Landis, entraron a la iglesia católica que está cerca y donde van los filipinos los domingos porque son cristianos, además fueron a otros lugares.

El reloj no deja de andar, se oscurecía y llegó el momento de partir, ambos sabían que nunca más se volverían a ver, ella no iría a Panamá ni él tampoco regresaría a Taiwán.

Debajo de un puente elevado vehicular, donde hay una estación de bomberos, la pareja se dio el kilométrico beso, ella se lo quería tragar, luego lloró y vino el adiós.

El solamente la miraba, respiraba y la vio subir al taxi que la trasladaría a la estación del metro.

A la semana estaba el recuerdo de la fotografía de Lucero y Carlos, en el bar en Taipei.

 

 

Amor en las Farc

Juan Manuel Gómez, llevaba una semana en la celda, de las dos, que le impuso como castigo el comandante “Alberto”, de 50 años,  del campamento, ubicado en la selva colombiana y fronterizo con Panamá.

Se negó a matar a un agricultor que le vendió obligado unas reses a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) o los paramilitares de derecha, enemigos de las también insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).

Sin embargo, todos en el campamento del poderoso Frente 57 de las Farc sabían que el jefe odiaba a Juan Manuel Gómez, ya que, a su mujer de momento, Diana Fajardo, le gustaba el cachaco.

El sancionado era un abogado, de 30 años, egresado de la carrera en Derecho y Ciencias Políticas de la Javeriana de Bogotá, de clase media alta, aventurero y rebelde, hijo de un magistrado del Poder Judicial, rebelde izquierdista y detestaba la oligarquía que gobernaba su país durante casi 200 años.

Diana Fajardo, de 23 años, era de piel canela, mediana estatura, cabello negro lacio, ojos pardos y figura normal, pero fue elegida por el comandante del campamento para saciar sus apetitos sexuales y como allí mandaba él, la fémina no pudo negarse.



El rolo era de ojos verdes, blanco, alto, de contextura atlética, cabello castaño y poseía una impresionante puntería, por lo que fue elegido como francotirador del temido frente.

Ya era un secreto a voces en toda Colombia y el mundo que cuando un comandante le ponía el ojo a una guerrillera, era su objetivo sexual, ningún guerrillero se atrevía a enamorarla porque estaría en problemas.

Tanto Diana Fajardo, una campesina oriunda del departamento de El Valle, y el cachaco, pasaron su entrenamiento militar como física, hacer sus propios fusiles de madera para practicar, adoctrinamiento político, tácticas de combate en la selva, entre otros.

“Desde Marquetalia hasta la victoria” fue una de las primeras consignas que aprendieron los insurgentes y que es parte del lavado de cerebro, tanto a los voluntarios como los reclutados de forma obligatoria.

Cuando el abogado-guerrillero terminó su castigo, pidió su traslado a otro frente, no obstante, el comandante “Alberto” dijo que elevaría la consulta con sus superiores, aunque todo fue una mentira para hacerle la vida de cuadritos.

La familia de Juan Manuel Gómez, no entendía la razón por la que dejó sus comodidades en la fría Bogotá para dormir entre los zancudos, bañarse en los ríos, comer a deshoras, alejarse de la vida social y poner en peligro su vida.



Si era capturado sería acusado de rebelión, cargo que le formulaban a los rebeldes detenidos, mientras que las cárceles colombianas estaban con masculinos sindicados por ese hecho punible.

El rolo y la campesina se gustaban, hablaban cuando podían o el comandante no estaba cerca, aunque no se atrevían hacer más nada, sí se besaron una noche que “Alberto” estaba las patas con güisqui.

Planearon “volarse”, caminar hasta Panamá, entregarse a la policía fronteriza de ese país centroamericano, pedir asilo político, quedarse allí o buscar un tercer país para residir tranquilos.

Era abril de 2003, el panorama no se presentaba bien para las Farc porque el nuevo mandatario Álvaro Uribe Vélez, prometió “acabar” con la insurrección, fortaleciendo las fuerzas armadas, con golpes políticos, en los ingresos, petardeando sus conexiones internacionales, entre otros ataques.

Un 15 de abril de 2003, el comandante estaba ebrio a las 7 de la noche, lo que aprovecharon los enamorados para fugarse, corrieron, luego caminaron y todo normal hasta el día siguiente.

Durante la formación se le informó a “Alberto” que Diana y Juan Manuel desertaron, lo que desató la ira del jefe insurgente, envió cinco patrullas a buscarlos y que los trajeran vivos.

Pagarían caro su traición, tanto a las Farc como a “Alberto”, ya que se trataba de un asunto personal.

La pareja estaba entrenada para estar en la selva, comían frutas, raíces, cazaron un mico, se alimentaron de su carne cruda porque cocinar haría humo y revelarían su posición, cagaban detrás de los árboles y se bañaban en los ríos de noche para no ser vistos.

Las guerrilleras “Aminta” y Carolina”, lograron verlos, la primera los apuntó con su fusil ruso AK-47, luego la segunda, sin embargo, los abrazaron y les comunicaron que, si eran capturados, el mismo comandante los mataría por desertores, por amor, celos y odio.

Diana lloró y Juan Manuel se mantuvo firme, pero las insurgentes le regalaron balas y los dejaron marcharse.

Seis días después de “volarse”, estaban mal alimentados, deshidratados, con sueño, preñados de terror y agotados, se quedaron dormidos en un árbol gigantesco.

Iniciaban los primeros rayos de sol, los árboles daban sombra, se oía el cantar de los pajarillos, la brisa movía las ramas, cuando escucharon una voz de alto de hombres armados con uniforme de selva y una insignia de la bandera de Panamá.

Eran miembros del Servicio Nacional de Frontera (Senafront) que le apuntaban con sus armas, los guerrilleros, tiraron sus fusiles, se besaron y gritaron a todo pulmón “somos libres”, bailaron y lloraron, ante los sorprendidos policías panameños.

Imágenes ilustrativas no relacionadas con la historia.

 

 

 

 

Las brujas estafadoras

La gente de Ciudad Esperanza, en Vacamonte, en el 2019, decía que las hermanas Marita y Yasuri Kumari, al igual que su mamá, conocida como “Chancleta”, practicaban la brujería y tenían pacto con el diablo.

El papá de las damas era Narendra Kumari, un indostano que venía perfumes, sábanas, inciensos, licuadoras y otros productos, a quienes los vecinos de Curundú en 1987, rumoraban que “Chancleta” lo embrujó para estar con ella.

Proveniente de Las Minas, Herrera, “Chancleta” era blanca, baja estatura, delgada, con cuerpo normal, ojos verdes, tetona y arpía, pero físicamente Marita, de 30 años, se parecía más a su mamá.

Por su parte, Yasuri, de 32 años, era delgada, baja estatura, de piel canela, como su padre, aunque heredó los ojos verdes de su madre, lo que atraía como imán a los masculinos a los que dejaba en bancarrota.

Toda una vida de desastres, “Chancleta” tuvo varios maridos, algunas temporadas en prisión, vendía marihuana, así que como sus hijas vieron un mal ejemplo tomaron el camino más fácil.



Las hermanitas Kumari tenían tres hijos varones, cada una, todos de distintos padres, y pesar de que uno u otro masculino las quiso rescatar y “pulirlas”, fue una misión imposible.

En el apartamento tenían una tela negra, con un altar de brujería, un cráneo, dos velas negras, una botella de ron, tabaco y frutas.

Marita y Yasuri les encantaba beber cerveza, no obstante, en ese apartamento nadie trabajaba, una señora cuidaba a “Chancleta” porque le dio un derrame, todos los gastos eran costeados por los varones enamorados de las hermanitas.

También vendían marihuana, pero a veces el dinero escaseaba y las mujeres sacaban un as bajo la manga.

Tomaban hojas de mango, las frotaban, decían una oración, la pasaban por el altar, aspiraban tabaco, el humo lo arrojaban a las hojas que posteriormente se convertían en un billete de a 20 dólares.

Con ese dinero, generalmente tres billetes, se iban al billar Alex, ubicado en la entrada de Vacamonte a consumir cerveza, pero cuando José contaba el dinero se daba cuenta de que había tres o cuatro hojas de mango.

El caballero no tenía idea de cómo llegaban esas hojas a la caja, si él era el único autorizado a meter la mano allí, mientras que el chinito propietario del negocio pensaba que le robaban.



Cada viernes antes de arquear la caja le ocurría lo mismo a José, hombre trabajador desde joven y a punto de jubilarse.

Entretanto, Yasuri andaba con un panameño de origen hebreo, Salomón Cohen, socio de un almacén en Westland Mall, a quien la fémina lo tenía “seco” de tanto dinero que le quitaba.

Cuando el comerciante protestaba, ella se encueraba, colocaba “aquello” en su boca y lo llevaba directamente al cielo, tanto, que el hombre de 55 años, más plata, le daba.

Fue Salomón, quien pagó la fianza para sacar a Marita que estaba presa por drogar y robar a un turista estadounidense en un casino de la Ciudad de Panamá.

Por su parte, José fue donde un brujo para contarle el extraño suceso porque se trataban de un asunto sobrenatural.

El chamán respondió que era un efecto de la magia negra y que el dinero se convertía en hojas en poco tiempo.

Le recomendó meter las hojas en agua bendita, sacarla y con un cuchillo cortarlas en el centro en forma de cruz.

-Le aseguro, señor José, que quien convirtió la hoja en dinero, su mano derecha sangrará-, resaltó el brujo.

José no tenía idea de quién era el estafador (ra), así que el siguiente viernes ocurrió lo mismo, obedeció al chamán y miró las mesas, cuando observó que la palma derecha de la mano de Marita sangraba.

Fue a donde las damas.

-Largo de aquí brujas estafadoras-, gritó a las mujeres ante la sorpresa de los clientes, quienes vieron a las damas salir, una de ellas con sangre en la mano.

No volvieron al Alex y tampoco las dejaron entrar más a ningún bar de Arraiján porque su fotografía estaba en todos los locales con la siguiente leyenda: “Cuidado, brujas estafadoras”.

 

 

¿Dónde está Marisol González (Final)

Como el narcotraficante dijo que daría información vital de un secuestro, llamaron a Vicente Dimyanov, coordinador de los fiscales de Chiriquí, Veraguas y Panamá, en los casos de las mujeres desaparecidas.

Una hora después estaba el caballero, con el fiscal primero de drogas, Raúl Azcárraga, el testigo protegido, identificado como Asia 36, y su abogado, Rogelio Matías.

Acordaron que, si la información era válida, le pedirían al juez reducir la pena de prisión, que se declarara confeso de posesión de droga y no tráfico internacional, a lo que la defensa aceptó, de lo contrario su cliente sería sentenciado a 10 años de prisión como mínimo.

Asia 36 contó que en una vivienda en Punta Paitilla, tenían a Marisol González, retenida por la pandilla Los buaycitos de Colón, quienes estaban buscando mujeres en Santiago de Veraguas y atraparon a la chica.



Marisol González fue vista por última vez, el 4 de abril de 2022, cuando salía del Instituto Urracá, en Santiago de Veraguas, a las 6:30 p.m., estaba en XI grado y no hubo ni una sola pista sobre su paradero.

El testigo protegido manifestó que se enteró de la privación de libertad de la adolescente, de 16 años, porque escuchó una conversación telefónica, de la persona que le proporcionó la droga y otro pandillero.

También explicó que la estudiante sería enviada a un yate en el Caribe panameño para ser entregada a un miembro de la realeza de Arabia Saudita, a cambio de 50 mil dólares.

El jefe de la operación, según Asia 36, era un ruso identificado como Víktor Popov, exagente de la KGB, de 65 años, quien viajaba tres veces al año a Panamá y reconocido mafioso que trabajaba para los saudíes millonarios.

Con todos esos datos, se inicio la vigilancia durante dos días frente a la residencia en Paitilla, pero solo vieron a dos hombres de aspecto eslavo y ni señas de Marisol González.

Los inspectores se hicieron pasar por trabajadores del municipio, recogieron la basura y entre los desechos encontraron toallas sanitarias, informaron y el juez de garantías ordenó el allanamiento.

Eran las 3:00 de la tarde del jueves 14 de abril, había miembros de la Dirección de Investigación Judicial (DIJ), Linces, Vicente Dimyanov, peritos y otros funcionarios de instrucción preparados para atacar.



La casa fue rodeada, la calle cerrada, dispararon gas lacrimógeno por las ventanas, destruyeron la puerta y arrojaron más gas, se escucharon gritos en ruso y la policía entró fuertemente armada.

En la planta baja estaban en el piso dos hombres blancos, tosían, tres agentes subieron por la escalera, abrieron puerta por puerta, y en una pieza estaba Marisol González, atada de manos, pies y con una cinta engomada en la boca.

-Es la policía. Está a salvo, señorita Marisol-, dijo un uniformado, quien con un cuchillo cortó los amarres y le quitó la cinta de los labios.

La nena lloraba y gritaba. Posteriormente, la sacaron de la vivienda, la metieron en un vehículo para trasladarla al hospital y notificar a sus parientes.

Marisol González logró reunirse con su familia y contó que caminaba hacia la parada, se abrió la puerta de un carro, se bajó un hombre de tez negra, le colocaron en la nariz un pañuelo con un olor fuerte  y cuando despertó estaba en ese lugar donde la rescataron.

Asia 36 fue condenado a dos años de prisión, pero a los cuatro meses murió presuntamente envenenado en la cárcel El Renacer, el abogado Rogelio Matías, falleció por una herida pequeña e insignificante que un hombre le hizo con la punta de un paraguas en un centro comercial.

Lo asesinaron al estilo de periodista y disidente búlgaro, Gheorghi Márkov, ya que los exámenes arrojaron que el licenciado en Derecho tenía ricina en su sangre, mientras que Víktor Popov no fue capturado en Panamá, sin embargo, lo incluyeron en la alerta roja de la Interpol. 

Imagen cortesía de la Policía Nacional de Panamá.


La cita de Fulgencio

Son las 8:00 de la mañana de un lunes soleado y caluroso, Fulgencio mira la entrada del viejo edificio de la Caja del Seguro Social (CSS), de calle 17, en la Ciudad de Panamá, donde están unos orientadores de la entidad, muy amables.

Una fila de aproximadamente 15 personas, la mayoría longevos acompañados por algún pariente, aguardan ingresar de tres en tres por turno, ya que la pandemia no permite aglomeraciones.

Larga espera, el ascensor arcaico, que un día fue tecnología de punta, es administrado por una señora que aprieta los botones de los nueve pisos que tiene el inmueble.

Antes de que Fulgencio entre al aparato, uno de los funcionarios de la entrada anuncia que en la parte administrativa hay otro elevador para evitar largas colas, los asegurados, jubilados y beneficiarios, lo observan, pero no dicen nada.



Los jubilados de a milagro pueden andar, están con bastones o auxiliados para ir a sus citas médicas, aunque ya pagaron la atención con anticipación, tras una larga vida laboral no se sienten conformes.

Es el cuarto piso, donde están los médicos generales, se observa gente sentada, impaciente, la mayoría personas que sobrepasan las cinco décadas, poseen miradas de dolor y desesperanza, por lo que buscan en los médicos un remedio a su mal interno.

Las auxiliares, vestidas de blanco o celeste, con cofias y tapabocas, pululan en el pasillo, preguntan quiénes son los pacientes que se deben registrar o atender con el doctor fulano de tal.

El pleno siglo XXI y desobedeciendo las órdenes de los jerarcas de la CSS, algunas servidoras de la institución de salud piden ficha y carné, aunque eso ya es prehistoria con la tecnología.

Paredes pintadas de blanco, sillas de plástico que piden su remoción por el paso del tiempo, goteras en las ventanas, mientras que en el interior del edificio el moho  conquista  la estructura, y de los baños, ni mencionarlos.

Una jornada de espera triste, perezosa. A Fulgencio le dan ganas de pegar una carrera desde Australia hasta la Patagonia, quizás llegue más rápido a la meta antes de que el galeno lo atienda.



Posteriormente, de casi dos horas sentado o de pie, llama la asistente a Fulgencio, entra al consultorio, el médico lo recibe muy gentil, le hace preguntas y este responde.

Cuando Fulgencio pide un CAT porque se cayó hace tres meses, el galeno le interroga si se marea o le duele la cabeza, recibe de respuesta negativa y el doctor le explica que el examen es solo para quienes tienen síntomas extraños en su región craneal.

Debes estar casi moribundo o esperar un ataque de apoplejía para que te hagan el CAT, así de sencillo pensó el paciente.

A Fulgencio le ordenan hacerse media docena de exámenes, al salir del consultorio, se despide y va a la ventanilla del laboratorio para ver una fila kilométrica de longevos.

 Se cabrea y se marcha. Volverá otro día porque no aguanta la seguridad social.

 

El brujo de Burunga

Todos en la 2000, en Burunga, Arraiján, Panamá, decían que Doroteo Guaynora, de 40 años, practicaba la brujería y tenía pacto con el diablo porque nadie se explicaba que nunca estaba sin dinero y conseguía buenas guialcitas.

El caballero huyó de su natal Sambú, Comarca Emberá-Wounáan antes de que lo colocaran en el cepo por andar con una mujer casada, se sabía poco de él, no tenía hijos, tampoco parientes cercanos o en Arraiján.

De baja estatura, con vientre pronunciado, cabello lacio, piel canela y ojos pardos, Doroteo Guaynora se caracterizaba porque su especialidad era conquistar mujeres rubias, naturales o de botica.

El chisme era tan grande en su vecindario porque con lo que ganaba como empacador de un supermercado, en el corregimiento de San Francisco, no compensaba los lujos que se daba.



Vivía en un cuarto de alquiler, alfombrado, con un equipo de sonido moderno, una estufa de seis quemadores, una refrigeradora de 25.6 pies cúbicos, con dos puertas, aire acondicionado, entre otras comodidades.

El masculino escandalizaba al barrio cuando lo dejaban vehículos Mercedes Benz, BMW, Audi o Land Cruiser, todos conducidos por clientes femeninas del supermercado donde el buaycito se ganaba los reales.

A veces por las noches se escuchaban sonidos aterradores, silbidos, posiblemente de una bruja, los talingos amanecían muertos por la zona, sin cabeza y había rastros de sangre en las calles.

Los sábados en las noches ingresaba al jorón Las 4 Esquinas, donde pedía una botella de güisqui y siempre conquistaba alguna dama.

No le gustaban ni féminas de tez morena o acholadas, solo rubias o mujeres blancas, independientemente del color del cabello, aunque las primeras eran las que encabezaban su larga lista de enamoradas.

Nunca tuvo enfermedad venérea alguna, a pesar de hacer el amor sin látex con todas las que se acostó, ni un resfriado o una ida al hospital por quebrantos de salud.

Tiempo después, al barrio se mudó la chiricana Ámbar Pitti, una fulita de farmacia, estudiante de periodismo, de 19 años, quien se instaló con una tía para culminar su carrera en la extensión universitaria de La Chorrera.

Cuando el brujo vio a Ámbar en el jorón, acompañada de dos chicas, quedó loquito con ella, le envió una ronda de cervezas, pero fue rechazada porque la joven ya conocía la historia del caballero que supuestamente tenía un pacto con el diablo.

La dama estaba protegida con uno de esos rezos raros, utilizaba cadenas y pulseras contra el mal de ojo, hechizos y la magia negra.



Como lo esquivaron esa noche, el hombre insistió y se le ocurrió usar sus dotes sobrenaturales para llevarla al colchón.

Sin embargo, para que no jodiera más le tendieron una trampa.

La familia de Ámbar también sabía de esoterismo y magia blanca, así que le colocaron un anzuelo con la finalidad de que lo mordiera.

Era viernes Santo, se veía la sombra de un perro a distancia en la 2000, que entró a la casa donde vivía la chiricana, se escucharon silbidos y gritos lejos, lo que significaba que el brujo estaba cerca.

Apenas estaba la sombra completa en la casa, le arrojaron agua bendita y la golpearon con un palo en forma de cruz.

La sombra se movía, se escuchaban los gritos lejanos, luego lanzaron una soga y la sombra quedó atrapada hasta el amanecer, posteriormente se convirtió en Doroteo Guaynora, desnudo.

El tío de Ámbar, Mario Pitti, le metió una tunda de correazos al indio, mientras que el brujo gritaba encuero que no lo haría más, pedía perdón y lloraba.

Calixta de Pitti, la esposa de Mario, le dijo que ya no más golpes, a lo que el cabreado tío accedió, Doroteo Guaynora corrió en traje de Adán y Eva por todo Burunga y jamás volvió.


La chica irlandesa

Mía Callaghan, llevaba viviendo dos semanas en Bogotá por razones judiciales, ya que acompañó a su madre desde el Ulster (Irlanda del Norte) porque su tío estaba preso en La Picota.

El pariente de la joven, de 24 años, era acusado junto con otros tres irlandeses, de entrenar en fabricación de coches-bombas y explosivos a miembros de las clandestinas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en San Vicente de Caguán en agosto de 2001.

La señorita estaba con el abogado defensor de su tío, y su madre, Lita de Callaghan, en Bogotá Beer Company, de la 85, mientras platicaban, comían y bebían cerveza negra Chapinero.

Al lugar se presentó Augusto Grenald, de raza negra, alto, delgado, con abundante cabello rizado, recién graduado de ingeniero civil y era empleado de la Dirección de Ingeniería Municipal de la Alcaldía de Colón, en Panamá. 



El hombre llegó acompañado de un señor rubio, de unos 46 años, ojos verdes, de baja estatura, algo obeso y de aspecto muy refinado.

Ambos hablaban un castellano que los delató porque no eran colombianos, sin embargo, la entrada de Augusto Grenald cobró notoriedad entre los clientes, ya que, aunque en Colombia hay negros, muy poco frecuentan los restaurantes, bares o discotecas del norte de Bogotá.

El compañero del ingeniero no era otro que Salvador Fuentes, el encargado de negocios de la embajada de Panamá en Colombia.

Carne blanca, perdición del negro y al revés, Mía Callaghan, no le quitaba la mirada al hombre de tez oscura y en traje de calle con sus rizos. Más que un profesional liberal parecía un deportista o futbolista.

Luego Augusto Grenald, fumaba afuera del local cuando llegó la dama irlandesa a solicitar un encendedor, con su mal castellano, pero el chico sabía inglés porque sus antepasados del Caribe lo trajeron a Colón y su madre se lo enseñó.

El ingeniero fue flechado con esos ojos azules, cabello rojo natural y toda la retórica del colonialismo británico en Irlanda del Norte.



Tras conversar con Mía Callaghan, Augusto Grenald quedó impresionado por ser una mujer culta y preparada, así que atrás quedó lo físico porque lo intelectual no se borra, pero si la belleza.

Una plática de 10 minutos terminó en intercambio de números de teléfono y citas en otras partes de Bogotá.

Las vacaciones del profesional panameño fueron fabulosas, sin embargo, todo tiene su final y ambos debían abandonar la ciudad para ir sus respectivos países.

La distancia no impide que las personas hablen, ella lo invitó al Ulster para conocer mejor la situación de los católicos, a lo que el caballero alegó no poder ir por razones laborales.

Transcurrieron seis meses de ese encuentro, cuando a Augusto Grenald, le comunicaron que una mujer lo buscaba en la recepción y al salir estaba ella, con su sensacional sonrisa, una bandera irlandesa en su mano izquierda y una de Panamá en la derecha.

-Vine solo a verte a ti, mi negro adorado-, dijo ella en su mal castellano.

Traicionado

Manuel Estévez, pensaba mientras estaba entre los barrotes, la forma en que fue traicionado por la que se hizo pasar por su novia, la cubana Carolina Varela, blanca, de cabello negro, con rayas amarillas, ojos verdes, delgada, mediana estatura y hermosa.

El caballero era el hombre que controlaba el paso de la cocaína hacia el Pacífico panameño, pacto que se acordó entre varias pandillas de la zona, los carteles colombianos y mexicanos de la droga.

La historia comenzó cuando la conoció en una discoteca de Calle Uruguay porque Manuel Estévez festejaba, junto con unos socios, el paso de un cargamento de “nieve” en un yate, luego a México por tierra y la introdujeron a EEUU en un túnel en Mexicali.

El narcotraficante, era de baja estatura, tez canela, ojos pardos, cabello lacio, delgado y con una impresionante habilidad para conquistar mujeres, más los regalos que ofrecía producto de sus ingresos de negocios ilegales.



Como muchos mafiosos, no solamente tenía de mujer a Carolina Varela, sino a tres más, además cuando asistía a las discotecas, generalmente, conquistaba alguna, atrayéndolas con su poder y dinero.

Sin embargo, le ocurrió lo que pasa a todo masculino infiel y mujeriego porque tienen varias féminas y una sola es la que lo vuelve loco o le roba la calma. Esa era Carolina Varela.

Desde su vivienda, ubicada en Burunga, Arraiján, Panamá Oeste, Manuel Estévez hacía sus negocios y peleaba con su pareja porque la dama se negaba a mudarse a su mansión, construida con dinero sucio y manchado de sangre.

Sus amigos y socios se preguntaban la razón por la que, un narcotraficante de su talla, aún no “coronaba” a la cubana, cuya única actividad comercial conocida era la discoteca donde lo vio y era su propietaria.

Manuel Estévez decía que, si tenía que casarse lo haría, dejaría a todas las chicas o mocitas que lo consolaban, pero a toda costa iría a la cama con la caribeña.



Entretanto, hubo un conflicto porque se perdió un cargamento y el mafioso tuvo que hacer un periplo a San José, Costa Rica, para mediar entre la mafia mexicana y la colombiana, ya que de lo contrario habría guerra.

Se fue por carretera, pasó todos los controles de seguridad fronterizos de ambos países, era blanco de una investigación, tanto en Panamá como por la DEA de San Diego, California, pero como muchos narcos, no tenía idea que era vigilado.

La reunión se desarrolló de forma normal, pactaron pagar la mercancía, no habría muertos, no obstante, agentes del Organismo de Investigación Judicial (OIJ), la policía tica y miembros de la DEA allanaron la vivienda.

Seis mafiosos arrestados, entre los agentes de la agencia estadounidense estaba Carolina Varela, con su uniforme negro, pistola en mano y su carné de identificación.

En ese momento, Manuel Estévez comprendió la razón por la que nunca coronó, ni la dama se mudó con él, sencillamente le daba seguimiento y cayó en la trampa del amor. La mujer era la única que sabía lo del viaje. 

Ahora espera en la cárcel La Reforma, en San José, Costa Rica, una solicitud de extradición a EEUU que lo pide para juzgarlo por comerciar cocaína.

Su abogado le adelantó que se prepare porque ningún país de América, menos Cuba, Venezuela o Nicaragua, se negarán a enviarlo a Estados Unidos.

 

Alá fue testigo

 Kalilia Ghazali, era una panameña nacida en la Ciudad de Colón, de padres jordanos, egresada en Administración de Empresas de la Universidad Santa María La Antigua (Usma) de esa ciudad caribeña.

Aplicada para el tema de negocios, sus padres tenía un almacén en la Zona Libre de Colón, donde importaban y reexportaban aparatos electrodomésticos hacia Sudamérica, el Caribe y Centroamérica.

A la dama, de 24 años, sus papás la comprometieron con Abdul Farsi, un estadounidense de origen palestino, residente en El Paso, Texas, donde sus parientes tenían un restaurante.

Kalilia Ghazali, era blanca en extremo, ojos oscuros muy pronunciados, inmensa caballera negra, medía 1.75 y tenía cuerpo de guitarra, además hablaba árabe, castellano, inglés, francés e italiano.



Educada, guerrera, luchadora y rompía con los patrones de su cultura árabe muy ultraconservadora, ya que no quería casarse con un hombre que jamás había visto en su vida.

En el año 1999, hubo elecciones en Panamá y la nombraron como asesora del Ministerio de Comercio e Industrias (Mici), a pesar de no estar inscrita en ningún partido y nunca se imaginó trabajar para el Estado, pero su educación era la llave de éxito.

Llevaba dos meses en el Mici cuando conoció a Jahiro Hurtado, un tipo “chombo-blanco” de pelo rojo de afro, pecas en la cara, ojos verdes, bohemio, delgado, alto, fumador e integrante de la Comisión Fílmica de Panamá.

El caballero era un maestro en producciones de cine, egresado de la carrera de Producción de Cine y Televisión de la Universidad de Panamá, sin embargo, era de orígenes humildes porque se crio en Barraza, corregimiento de El Chorrillo.

La pareja, en principio, se trataba como amigos, pero luego vinieron los besos, aunque más nada porque la cultura y crianza de una mujer árabe no le permitía ir a la cama sin estar casada, lo que el cineasta respetó.

Pasaron los meses y llegó a Panamá Abdul Farsi para pedir la mano de Kalilia Ghazali, en una elegante reunión en la casa de los empresarios jordanos y estalló la bomba.



Delante de sus futuros suegros y padres, la políglota les informó que no se casaría con un hombre que no tenía ni 24 horas de conocerlo físicamente, lo que desató un huracán de pasiones y violencia verbal en la mansión.

-Es verdad que soy de sangre árabe, pero nací y me crie en Colón, esto es América, se piensa diferente. Lo siento señor Abdul Farsi, no me casaré con usted y nadie me puede obligar-.

-No puedes hacer esto-, gritó su padre.

-Trabajo y puedo mantenerme-, respondió la mujer.

Su papá intentó acercarse a ella, pero la fémina introdujo la mano en una gaveta, sacó una escuadra, amenazó disparar a todos y pegarse un tiro si la obligaban matrimoniarse.

Miradas de terror, Abdul Farsi, aceptó, su papá le anunció que estaba desheredada y que ya no era su hija.

-Te repito que trabajo para mantenerme-, refutó.



La mujer se fue con la ropa puesta, llamó desde su celular a Jahiro Hurtado, para contarle lo sucedido, quien posteriormente la buscó en hotel Washington de Colón.

A los seis meses se casaron por lo civil y luego por el ritual del islam, se instalaron en un apartamento en Betania y vivieron una vida normal.

Kalilia Ghazali jamás se imaginó que encontraría el amor en un masculino totalmente distinto a sus costumbres, pero el hombre quedó flechado por una árabe,  ambos lucharon para estar juntos y Alá fue testigo. 

 

 

Ejecutado

Seis horas antes que le cortaran la garganta con un filoso cuchillo, Luis Kaya III, se bañó, se puso un pantalón vaquero, Gianni Versace azul, una camisa blanca, unos zapatos Salvatore Ferragamo y se fue a desayunar.

Luis Kaya III, era nieto de un turco con el mismo nombre, quien llegó por accidente a Colón, Panamá en 1933 porque iba con destino a Nueva York, pero le gustó la hermosa ciudad y decidió quedarse, trabajó y con artimañas fundó una fábrica de alimentos enlatados.

Sin embargo, de nada le valió dejar un imperio comercial al morir porque su hijo, Luis Kaya II, la despilfarró en viajes, mujeres, casinos, drogas y entrando en la política como candidato a alcalde de la Ciudad de Colón en varias elecciones, todas perdidas.

La tercera generación de los Kaya salió igual a la segunda, acostumbrado a una vida de lujos, de pronto se queda sin dinero y como nunca en su vida laboró, se dedicó a lo más fácil como el tráfico de obras de arte y drogas hacia Turquía.



Sus conexiones eran los carteles colombianos, tanto para la heroína como para pinturas, esculturas y otras creaciones. Usaba a Panamá como centro de acopio de la mercancía hurtada para luego exportarla a Turquía.

El caballero era de abundante cabello negro, cejas muy pobladas, casi dos metros de alto, ojos verdes, blanca piel y una atlética figura.

Mientras que cinco horas antes que le cortaran la garganta, el guapetón visitó a su amante, Sandra Sasson, en un apartamento en Bella Vista, Ciudad de Panamá. La fémina era casada, así que las citas eran secretas.

Luego se fue donde un antiguo amigo de su padre, quien le advirtió que no se expusiera porque unos colombianos lo buscaban para asesinarlo, ya que 20 kilos de heroína nunca llegaron a Estambul, por lo que sospechaban que él (Luis Kaya III) se los había “volteado” (robado).

Tres horas antes que le cortaran la garganta, Luis Kaya III, apareció donde Yussef Aziz, un colombiano originario de Maicao y de ascendencia árabe, quien también le dijo que se cuidara.

-Compa, a mí nada me pueden hacer, ando armado y tengo los huevos cuadrados-, respondió el panameño.

Salió del negocio del sudamericano, ubicado en Multi Centro en Paitilla y vio una joven linda, de piel canela, ojos negros, voluptuosa porque estaba operada en su cuerpo, dama que saludó a Luis Kaya III y este le cayó de inmediato como buitre.



Se fueron a la planta baja del restaurante El Emir, bebieron cerveza, comieron cordero, pan pita y hummus (crema de garbanzo con limón) hasta que él la invitó a su apartamento y ella aceptó.

La “buenona” era Badra Ahmat, una barranquillera de origen libanés, quien tomó de la mano al istmeño, se fueron a los estacionamientos y llegaron hasta el BMW negro de Luis Kaya III.

Un huracán de besos se desató antes de subir al vehículo, el caballero inspirado le acariciaba su piel, la fémina se dejó hasta que un hombre salió, golpeó al istmeño con un madero en la cabeza, al caer lo inyectaron y quedó drogado.

A la mañana siguiente, un vecino de Paitilla que trotaba vio el cuerpo de Luis Kaya III, desnudo en el parque Nacho Valdés, con la garganta cortada, desangrado y en el pecho escribieron "orospu cocu" (hijo de puta en turco).

Llegó la policía, el Ministerio Público y una batería de periodistas para cubrir el suceso de un muerto sin documento alguno que lo identificara.

Badra Ahmat abandonó Panamá sin dejar rastro alguno.