Los caramelos de Pisulino

Mientras el sol abrasaba, Pisulino regresa con una bolsa de papel reciclado y  una sonrisa de oreja a oreja.

“Lo trabé”, pensó el niño de diez años, al recordar que vendió una bolsa de jabón en cinco dólares, cuando el precio real era de tres. La ganancia era de 50 centavos, pero usó su astucia para inflar el precio de la mercancía de contrabando proveniente del comisariato de Balboa (antigua Zona del Canal de Panamá) y  logró obtener dos dólares de ganancia extra.



Llegó al cuarto donde vivía en “Hueco Sucio” de Plaza Amador. 

Afuera de su vivienda había una mesa donde colocaban los platos y se lavaban, mientras que dentro de ella un televisor RCA, una mesa destartalada, un calendario de signos zodiacales con posiciones sexuales, una lámpara y un viejo sofá.

Subió por el altillo para buscar ropa limpia, se bañó, se cambió y salió donde Miroslava.

-Aquí tiene señora Mirolsava, son 16 dólares de la mercancía vendida de su señor. Me corresponden tres dólares-.

-Coge lo tuyo y regresa en dos días porque Roberto aún no trae mercancía. Hay muchos operativos en la Zona y le quitan los carnés a los gringos que pillen comprando mercancía para venderla acá-, respondió la señora.

Pisulino abandonó el destruido caserón de madera, donde las aguas negras se mezclaban con los olores fétidos, el moho de las paredes y la ropa de baratillo tendida en las cuerdas.

Como era rico, vanagloriaba con sus amigos, les pagó gaseosas a cinco de ellos, le compró un dulce de canela y un jugo a Daysi. 

La niña era su vecinita santeña de ojos color miel, mientras que Pisulino era de piel canela y cabello lacio, delgado y pequeño. Estaba prendido con la santeña.

El alumno supera al maestro. Pisulino harto ya de ser empleado, aprovechó que una zonian se derretía por su hermano mayor.

Pidió 20 dólares prestado para irse con Sandra Lee al comisariato de Corozal y  trajo una bolsa llena de golosinas, cuyas ganancias serían el triple de la inversión.

Gomas de mascar, galletas, caramelos, pastillas y gran cantidad de dulces compró con el dinero.

Al enterarse que el chiquillo se independizó, Roberto lo buscó hasta encontrarlo, lo agarró por la camiseta y le reclamó por quitarle los clientes.

La salida más rápida del chavalo fue patearle los testículos y posteriormente huyó.

-Soy un pelao, pero no pendejo-, gritó mientras huía con la bolsa llena de caramelos.

La mucama de Ng

Alberto Ng, era hijo de un chino que llegó sin un centavo a Panamá en 1935, se instaló en su colonia, ubicada en las inmediaciones del antiguo Mercado Público de la Ciudad de Panamá, casi inexistente en la actualidad, ya que la mayoría de los negocios se mudaron detrás del centro comercial El Dorado.

Su padre logró subir un par de escalones, su hijo lo imitó y lo superó, siendo un contratista, dueño de tierras en varias partes del país y de una importadora de productos provenientes de China Continental.

Alberto Ng, tenía un empleado de confianza llamado Ramón Lezcano, un chiricano, oriundo de David, enemigo del alcohol y del tabaco, pero todo un doctor en la conquista del sexo contrario.

Ramón Lezcano, se graduó de maestro de obras, en el colegio Artes y Oficios, lo que en los años 40 y 50 equivalía prácticamente a un título de ingeniero civil y ganaban mucha plata.



El interiorano tenía dos hijas, nacidas durante su adolescencia, pero no se casó con ninguna de las dos madres, sino con una mujer de 23 años, tras abandonar a la dama madura de 40 años que le sufragó sus estudios.

Una vieja costumbre en la campiña interiorana del Panamá de ayer, era que los “pelaos” (jóvenes) tuviesen hijos y los dejaran al cuidado de sus abuelas, debido a lógicas razones y la de edad.

También había otro problema al reconocer a los menores, debido a que el registrador pedía el acta matrimonial, de no poseerla se inscribía a los niños o niñas como hijo ilegítimo.

Eso de colocar en las actas si el hijo era legítimo o ilegítimo terminó durante una de las presidencias de Arnulfo Arias Madrid.

Paralelamente, el chino y el chiricano tenían buena amistad, el primero le daba trabajo al segundo, lo que generó que comprara numerosas tierras en la periferia de la capital a bajo costo, por estar poco habitadas.



A Ramón Lezcano le gustaba una prima de Alberto Ng, identificada como Sunita Ng Wong, una china-panameña de segunda generación, y cuya familia tenía un supermercado en Calidonia.

En 1957, Panamá era una sociedad conservadora y machista con la tradición de que los oligarcas preñaban a las domésticas de fincas, casas de campo o residencias, algunos de ellos ni reconocían al menor ni mucho menos daban manutención.

El chiricano era uno de esos, su verdadero padre era un “rabiblanco” de apellido Blair, pero nunca lo reconoció.

Entretanto, Alberto Ng, planeó una reunión de negocios en su casa de Bella Vista, invitó a su prima Sunita y a Ramón Lezcano, a ver si ambos “enganchaban”.

El conquistador era alto, blanco, con figura de futbolista, ojos miel y poco cabello lacio oscuro.

Días antes, Alberto Ng, contrató a Diana, una mucama chiricana, blanca, de mediana estatura, cabello negro, ojos pardos, delgada y linda, con tan solo 16 años y recién llegada de su provincia.

Ambos invitados se presentaron, el anfitrión los recibió y todo estaba preparado con anticipación.

Dos horas después, los tres platicaban sobre negocios y daba la impresión que Sunita y Ramón tenían química.

Los abrebocas se acabaron y el chino-panameño fue a la cocina para pedirle a Diana que friera más alas de pollo para los invitados y trajera unas cervezas.

La chica, con su traje de mucama, llevaba en una bandeja las bebidas, los convidados estaban de espalda, ella no los había visto cuando llegaron, al voltearse Ramón Lezcano, a la adolescente se le cayó lo ordenado al reconocerlo.

Se le salieron las lágrimas y solo dijo muy pausado: “Es usted… Papá”.

La vida tiene kilométricas historias de encuentros sorpresivos.

 

 

El baile del ataúd

Martín Ramírez, era un hombre de 60 años, aunque su apariencia era de dos décadas menos, de baja estatura, cuerpo atlético, blanco, ojos miel y abundante cabello castaño claro y lacio.

Trabajaba como peón en la finca de los Fernández, en Churuquita Chiquita del rural Penonomé, a principios de los años 60, donde había zonas que aún no llegaba la electricidad y se abastecía de agua por pozos.

La provincia era el orgullo de Panamá, ya que Roberto F. Chiari, descendiente de coclesanos, asumió la presidencia del país el 1 de octubre de 1960 y de donde era originaria la familia Arias-Madrid, que logró meter a dos de sus descendientes en el Palacio de las Garzas.

Martín Ramírez tenía una habilidad para arrear ganado, sembrar, construir o ser una mano de obra calificada, lo que hacía que los terratenientes lo corretearan para contratarlo y las mujeres sucumbían ante sus encantos.



Algunos se sorprendían porque nunca había ido al médico, tenía sus dientes completos, no perdió una sola hebra de su cabello y estaba tan fuerte como un roble.

Decían por Churuquita Chiquita que el hombre de marras era el amante oculto o “tinieblo” de doña Tiffany Scott de Galindo, una escocesa casada con Adolfo Galindo, oligarca panameño y socio de los Fernández.

Las malas lenguas afirmaban que el caballero tenía un pacto con el diablo para poseer una salud fuerte, tener sexo por varias horas sin parar y conquistar damas de hasta 30 años menor que él.

Pueblo chico, infierno grande dice un viejo refrán, porque a los oídos de don Adolfo entró la noticia de que la escocesa lo pasaba por la parrilla (serle infiel) con el humilde e ignorante campesino, así que tomó cartas en el asunto.

En una fiesta le dieron de beber vino de palma a Martín Ramírez, quien la consumió como si se tratara de agua  y tras “mamar” guaro quedó completamente borracho.

Dos peones encontraron su cuerpo en medio del camino que llevaba a la finca de los Fernández, avisaron a las autoridades y como tenía aliento a licor, no le hicieron autopsia, presumiendo que le dio un ataque al corazón.

El corregidor no se iba a buscar conflictos si investigaba a Adolfo Galindo, ya que también sabía la historia de amor entre el hoy occiso y la extranjera, pero se quedó callado. Nada de buscar líos con un “rabiblanco”.

Durante el velorio de cuerpo presente (esa práctica no se realiza en la actualidad), en la casa de la hermana de Martín, Tita Ramírez, sucedió algo que dejó a todos boquiabiertos.

Cuando doña Mercedes rezaba el padrenuestro, sopló una brisa fuerte que apagó las guarichas y la velas alrededor del ataúd, este temblaba sobre la gigantesca mesa donde lo colocaron.

La caja parecía que danzaba frente los parroquianos sorprendidos.

Aterrados, los vecinos abandonaron la vivienda en momentos que cuchicheaban que era cierto que Martín tenía un pacto con el diablo, razón por la cual no quería que rezaran por su alma.



En medio de la lluvia, lo sepultaron en el cementerio Municipal de Penonomé, en una tumba sin cruz, solo con un madero pintado de blanco con su nombre, fecha de nacimiento y muerte.

Un mes después, dos chavales jugaban en el camposanto, encontraron la tierra removida y la tumba abierta sin el cuerpo, corrieron con miedo y la noticia se regó por todo el pueblo.

Adolfo Galindo quedó seis meses internado en un hospital mental porque decía que en las noches se le aparecía Martín Ramírez, luego salió del nosocomio, sin embargo, le diagnosticaron trastornos psicóticos de por vida y su mujer escocesa falleció de un infarto.

Los bochinchosos del pueblo señalan que el peón se llevó a la extranjera e hizo que su esposo perdiera el juicio por venganza, ya que lo mandó a envenenar.

En las madrugadas penonomeñas, algunos vecinos afirman haber visto en las calles el fantasma de Martín Ramírez pululando con una mujer sin rostro.

Con las manos en la masa

“El Metálico” vio a “Culembo” con dos vasos de raspados con hielo, sin sabor o sencillamente hielo puro, y se preguntaba: ¿para qué necesitaba eso?

El segundo se dirigió hacia las marquesinas del colegio José Antonio Remón Cantera (Jarc), donde lo esperaban tres estudiantes más, colocaron el hielo en unos vasitos de plástico, “Culembo” metió la mano en un morral rojo, abrió como un envase y empezó a servir.

“El Metálico” se unió al grupo de “Culembo”, “Raya’o”, “El Tico” y “Jirafa”, todos estudiantes del VB17, de plan de contabilidad en español de la Escuela Profesional Isabel Herrera Obaldía.

Como si estuviesen en un resort, reían, vacilaban las nenas del colegio Remón y chistaban.



Unos 20 minutos después, el negro “Poroto” llamó a “El Metálico” porque platicaba con Verónica, una chica que le gustaba al adolescente roquero y este le confesó que los muchachos tenían una botella de güisqui que la bebían de forma clandestina.

No solo era ilegal, sino que rompía las reglas de ambos planteles estatales, así que si los sorprendían sería una suspensión de clases hasta que trajeran a su acudiente y para 1985, eso representaba una tunda de correazos por mal portados.

-Miren que están correteando a este poco de locos-, manifestó “Poroto” a “El Metálico” y Verónica.

Los tres alumnos observaron cómo dos inspectores del Jarc perseguían a los estudiantes de la Profesional, no obstante, como eran cuatro los alumnos, tres lograron evadir a sus captores.

“Jirafa”, a pesar de sus largas piernas, era un “patón” corriendo, ya que lo atraparon, “Raya’o”, cruzó por debajo del puente elevado peatonal en medio del tráfico y escapó, así como el resto de los chicos.

Después del recreo, llegó a la clase de Contabilidad, una secretaria de la Subdirección, para llamar a todos los varones del salón y los llevaron para ser identificados por los inspectores del Jarc.



“Flaco Bala”, preñado culillo porque tenía dos cigarrillos en la cartera, pero no lo reconocieron porque no estaba en la “chupata”.

También se salvaron “El Metálico” y “Raya’o”, el primero porque estuvo poco tiempo y el segundo porque, arriesgando su vida, cruzó la vía Israel aterrado ante una posible rejera de su acudiente.

A “Culembo” y “Jirafa” los suspendieron hasta que trajeran a sus padres y resto tuvo en respiro para aprender la lección de que hay acciones que deben esperar a la mayoría de edad, una de ellas es el consumo de licor.

Tras terminar el colegio en 1986, “Culembo” se fue a Estados Unidos, se enlistó en el ejército y fue enviado a la primera Guerra del Golfo Pérsico de 1990, y no hubo más noticias de él, mientras que “Jirafa” trabajó en una empresa privada en el departamento de Contabilidad.

“Flaco Bala” laboró en una cadena de supermercados en la parte administrativa, “Raya’o” es abogado y tiene dos hijas, “El Metálico” publicista y escritor, “El Tico” desapareció del mapa y del resto de los chicos poco se supo.

 

Meena y Ricardito

En la calle 18 Central, de la Ciudad de Panamá, está un edificio de cinco pisos, pintado de blanco, donde vivía Ricardito Herrera, de 16 años, con su padre del mismo nombre, y su hermanito Julio José, de 10 años.

Al lado del apartamento 16, residían unos migrantes de Mumbay (antes Bombay) que eran Sureh Mayani, su esposa Sila y su hija adolescente Meena, de 15 años, quien nació en Panamá.

En aquella época solo había una cantina, la farmacia Morán y la discoteca El Manchego, muchos años antes de que se convirtiera en lo que hoy le llaman la “Calle Paraguay” con antros en cada local comercial y dos abarroterías.

Meena y Ricardito hicieron buena amistad, ambos jugaban monopolio, parchís y ella, en ocasiones, iba a los partidos de base por bola del equipo Los rayos verdes, en el que el adolescente era lanzador.



Los Mayani no consumían carne de res, pero invitaban a los Herrera a deleitarse de las exóticas comidas con mucho jengibre, picante y curry, ya sea pollo o cordero, mientras que la familia panameña les preparaba gallina asada y sancocho la contraparte migrante.

Ricardito soñaba con ser piloto de avión y Meena doctora en medicina, sin embargo, el futuro de las mujeres indostanas no lo deciden ellas, sino sus parientes.

Ya le tenían un esposo, desde antes de nacer, un caballero identificado como Ranjit Begam, cuyo padre tenía un negocio de venta de electrodomésticos en Mumbay.

Las dos familias fueron muy unidas hasta que con los años los amiguitos dieron el paso de transformarse de adolescentes a hombre y mujer.

Meena se convirtió en una linda dama, piel canela, con curvas deseadas, delgada, pechos medianos, unos ojos pardos muy brillantes, cabello negro extremadamente hermoso y sonrisa angelical.

Por su parte, Ricardito era un hombre atlético, blanco, cabello lacio negro, ojos oscuros y roba miradas de las féminas.

Pero hubo un gran problema, ambos se enamoraron, lo que generó que los Herrera y los Mayani, se pelearan porque una cosa era que los chicos fueran amigos y otra, novios.



Los indostanos son muy celosos de su cultura, si un hombre o mujer no se casa con alguien de su entorno, entonces lo desheredan (en el caso de que haya bienes) o lo apartan de la familia.

Tras cumplir 20 años Meena, a la semana siguiente llegó de la India Ranjit Begam para casarse, lo que dejó a Ricardito en pie de guerra y con un plan de escape anticipado, digno de una producción cinematográfica.

El 14 de febrero de 1979, Meena abandonó su apartamento, solamente con la ropa puesta, tomó un taxi rumbo a calle H, en la terminal de Tica Bus, donde lo esperaba su amado con dos maletas llenas de ropa para ella.

El hombre enamorado trabajó un año para prepararse.

Abordaron el autobús, ni siquiera se bajaron en la terminal de Santiago de Veraguas para comer, ya que los nervios los tenían destrozados.

En San José, los esperaba un amigo de Ricardito.

Ambos pasaron la frontera panameña sin problema, aunque en la tica, la oficial de migración, vio el pasaporte istmeño de Meena, le habló para cerciorarse de su acento, lo comprobó y selló la entrada por 60 días a los dos.

Rumbo a San José, la mujer y su novio lloraban de alegría, pasaron el último retén tico y de allí hacia la libertad.

La exótica pareja evidenció que el mazo del amor derrumba cualquier muro de la separación.

 

 

Cachita

 Jaimito y Pedrito, brincaban de alegría cuando su papá le trajo a su casa de Burunga, Arraiján, una perrita de dos meses, color negro con manchas blancas, animal que aumentaría la felicidad de la familia.

Rodolfo Campuzano, venía de Ecuador, tenía una panadería en calle 21 El Chorrillo y también un puesto de ventas de dulces, en el mercado periférico de ese corregimiento, donde sus hijos, Jaimito, de 10 años y Pedrito de 8, le ayudaban en el negocio.

Al can le pusieron el nombre de “Cachita”, juguetona, como todo ser cachorro, brincaba, corría, daba sus primeros mordiscos y con un ladrido de soprano que rompió la monotonía familiar.

Manuel era viudo, llegó sin dinero a Panamá, proveniente de Guayaquil, Ecuador con su mujer y sus descendientes, sin embargo, cuatro meses después de arribar al istmo, su esposa falleció en un accidente de tránsito.



El caballero se dedicó a trabajar arduamente, primero limpiaba una panadería, luego aprendió hacer panes y dulces, hasta que se le presentó una oportunidad y compró el negocio de calle 21 El Chorrillo.

Los niños asistían a la Escuela República de Cuba (hoy Centro Escolar Manuel Amador Guerrero), al lado de los edificios de Barraza.

Cachita no era de raza fina, si no como le dicen en Panamá “tinaquero”, pero muy bella, coqueta y amorosa.

Como no conocía el riesgo, en ocasiones cruzaba la calle del mercado, muy peligrosa para ella porque allí circulaban los autobuses de Arraiján, La Chorrera y Capira.

En ese lugar estaba la terminal y cientos de personas se desplazaban a diario para trabajar en la capital panameña, a comprar verduras o frutas en el mercado o comer en la fonda cercana.

Apenas llegaban a casa, los esperaba Cachita, can que saltaba y corría entre la vivienda de Burunga porque la dejaban sola, ya que Manuel no quería llevarla al negocio.

Los niños protestaban frente a su padre porque no querían dejar a su mascota sola en su vivienda hasta que retornaran, puesto que salían del colegio y se iban a la panadería de su papá hasta que cerraba y posteriormente se marchaban a su hogar.



Acordaron con Melche, la dueña de la fonda cercana, dejar a Cachita en sus alrededores porque la mujer tenía una hija de 7 años que podía cuidar a la mascota.

Marita, la hija del Melche, cuidaba a Cachita, era muy celosa, no la dejaba cruzar a la calle porque la colocó en un espacio cerrado con capacidad para la perrita se moviese.

Luego corría con ella en el estadio de Barraza, con amplio campo para que Cachita jugara sin peligro.

A los tres meses todo iba bien hasta que los niños y la niña no fueron a clases, posteriormente al llegar a casa su papá tenía un rostro de tristeza.

Jaimito y Pedrito, sintieron que algo pasaba, su padre movía la cabeza y decía lo siento.

Les contó que Cachita corrió hacia el mercado, momentos en que un bus de La Chorrera-Panamá venía, le aplastó la cabeza y la mató al instante.

Ambos chavales rompieron a llorar, su padre se les unió, los abrazó e intentó consolarlos.

Su mascota favorita se había ido, no lograron  acariciarla, los tres miraban las estrellas afuera de la casa en Burunga como para verla correr, brincar y ladrar entre las estrellas.

El golpe fue duro para los niños que apenas iniciaban sus vidas, pero siempre recordarán a su apreciada mascota Cachita que vive en sus corazones.

La enfermera alemana II

Ayra e Isis, se quedaron mudas al tener el fantasma de la enfermera alemana frente a ellas.

Las dos quisieron gritar, sin embargo, el propio terror que sentían les impedía hablar en momentos que observaban el físico y los hermosos ojos azules del espíritu.

El bombillo principal de la biblioteca se apagó y posteriormente el lugar quedó oscuro, pero una luz blanca alumbró a lo que un día fue una mujer extranjera en Panamá.

-No tengan miedo. No les haré daño, por el contrario, necesito que me ayuden-.

-¿Noo, nosotras?-, respondió Isis.

-Sí, ustedes-, dijo el fantasma con marcado acento alemán.

-¿Qué podemos hacer por un fantasma o un espíritu?-, interrogó Ayra, quien estaba más blanca que un papel bond.

-Vayan al cementerio Amador, al final de la mano derecha debe haber una tumba de Ricardo Brown, era mi novio panameño. Yo fui llevada al campo de concentración Crystal City, en Texas, en 1944-.



-Pero, ¿por qué?-.

El gobierno de Ricardo de la Guardia ordenó detener a los alemanes, japoneses e italianos, solo por sus nacionalidades. Muchos, como yo, fueron enviados a esos campos sin haber cometido delito alguno.

-¡Santo!-, replicó Isis.

-Yo no puedo rezar ni ir hasta allá. Ustedes vayan y háblenle a la tumba de Ricardo, díganle que yo morí de tifus en ese campo de concentración, así él descansará en paz y yo no seré más un espíritu errante.

No hubo tiempo para extender el diálogo porque la energía eléctrica volvió, el fantasma desapareció, solamente se vio un hilo de humo que se colaba por debajo de la puerta.

Las dos chicas aterradas sin saber qué hacer o si seguir la corriente del fantasma de la enfermera, pero, eso no fue todo, porque en el piso había una fotografía en blanco y negro.

Ayra la recogió y la imagen era la foránea en vida con un hombre de raza negra, detrás una leyenda escrita en castellano que decía lo siguiente: “Siempre te amaré mi panameño negrito Ricardo Brown. Tu princesa alemana, Hellen Becker”.



Recogieron sus pertenencias y se marcharon para irse a la discoteca, pero allá la germana les rodeaba la mente y acordaron ir el domingo al camposanto para ayudar al fantasma.

La pasaron bien en la disco y estando ya algo pasada de cervezas, Isis observó que frente a ella había una chica, vestida de rojo, rubia, ojos azules, alta y esbelta figura, pero era una copia de rostro de Hellen Becker.

Se asustó, se lo comentó a su amiga, quien quedó estupefacta y decidieron abandonar la discoteca.

Posteriormente, el domingo temprano fueron las dos, encontraron la tumba, toda sucia, casi no se comprendía el nombre, le pagaron a un señor para que cortara la hierba y la pintara de blanco.

El fantasma nunca más volvió, no obstante, a las dos les llegó un sobre amarillo con una fotografía de la tumba, bien pintada y cuidada. Atrás estaba escrita la palabra “gracias”.

Hellen Becker solo quería descansar con su amor, pero nadie la ayudaba hasta que encontró a dos damas dispuestas a tenderle la mano.

 

 

Palabra de asesino

Hola Martita:

Desde que me condenaron ya mi vida no es, ni será igual, puesto que ha girado de forma radical en esta prisión donde estaré hasta que muera.

No veré crecer a nuestra hija Diana, que dé sus primeros pasos, cuando vaya al colegio, al pasar de nivel en nivel, al graduarse de secundaria, asistir a la universidad y diplomarse.

Además de esa puñalada que yo mismo me di, tampoco te tendré entre mis brazos como antes de “caer”, no sentiré tus besos, ni mucho menos disfrutaré de los momentos en que hacíamos el amor.

Tú, obligatoriamente, deberás hacer otra vida, con una nueva pareja que te ofrezca estabilidad familiar, económica, amorosa y mucho cariño para la niña porque soy un muerto viviente.

Crecí en mi natal Río Piedras (Puerto Rico), entre la pobreza, las necesidades, en un barrio lleno de malandrines, vendedores y fumadores de marihuana, pandilleros y mi madre quiso un cambio para mí.



Me envió al Bronx, Nueva York, donde la tía Poli para salir de ese ambiente y para un mejor futuro, aunque el remedio fue peor que la enfermedad porque acá existen más pandillas que en la Isla del Encanto.

Al mes me uní a los Latins Kings, para emerger del lago de la pobreza que abunda en esta ciudad y quería ser respetado.  Otro error más de mi vida.

Me da la impresión que los boricuas solamente tenemos como futuro enlistarnos en el ejército de Estados Unidos o irnos a alguna ciudad de este país para vivir de los contribuyentes. Soy el ejemplo vivo de esta situación.

Para probar mi valentía, debía dispararle a alguien y elegí a un ciudadano normal, común y corriente, un estadounidense blanco, de 25 años, recién graduado de la universidad e identificado como Gus Miller.

Pero alguien me delató y me pescaron, por lo que perderé mi juventud hasta que Dios diga ya no más.



Jamás pensé que un disparo a un hombre cambiaría mi vida, de un inocente que no conocía y escogí al azar. No quería matarlo, solo herirlo.

La Isla Rikers, es un infierno repleto de homicidas, narcotraficantes, drogadictos, mafiosos, pandilleros y ladrones, de todas las etnias, además de nacionalidades y hasta mujeres que están separadas en otro pabellón.

Haz tu vida, no vengas acá, busca un tercer país, vete a Europa, cásate con un hombre bueno no un pandillero como yo que solo volaba en un cielo de quimeras.

Quisiera que algún día los jóvenes leyeran esta carta para que aprendan que estar en una pandilla es una fantasía, el dinero fácil viene, pero se va rápido y que el que a hierro mata a hierro muere.

Estoy con una sentencia de por vida, acompañado por los barrotes y a la espera de que otro preso pandillero me asesine o sea un anciano para terminar esta eterna pesadilla.

Atentamente,

Robert Gómez

Desde la prisión de la Isla Rikers, Nueva York.

15 de marzo de 1995.

El desmayado de la Escuela Profesional

Todos los lunes en la Escuela Profesional Isabel Herrera Obaldía (Epiho), ubicada en Paitilla, en la Ciudad de Panamá, era un problema con muchos estudiantes durante el canto del himno.

No por ser antipatriotas, sino que los alumnos debían colocarse a cantar, por salón, en fila india, de pie y con el implacable sol del mediodía que quemaba las cabezas de los chicos, mientras los docentes se protegían bajo las marquesinas.

En el VI B13, del plan de estudio de Contabilidad en español, estaban tres jóvenes identificados como “El Metálico”, “Raya’o” y “Plastiquito”, quienes se la pasaban pululando por los pasillos y jodiendo a todo el mundo.

“El Metálico” era de baja estatura, flaco, cabello medio lacio, de piel canela, cegato, mientras que “Raya’o” era blanco, algo alto, usaba gafas, cabello negro, entre lacio y crespo. Ambos con ojos oscuros.



Por su parte, “Plastiquito” era de baja estatura, delgado, de piel canela también, utilizaba el cabello largo (se lo cubría con un gancho en clases porque si no lo suspendían), peinado tipo “romano” y ojos pardos.

Los tres eran muy populares en el colegio, molestaban a las chicas y eran un dolor de cabeza para los profesores por sus reconocidas “fugas” de las clases, principalmente los viernes después del recreo porque se perdían.

Un lunes los tres planificaron hacer una travesura para molestar la paciencia, tanto del personal docente, administrativo y estudiantes.

El trío reía y algunos compañeros los miraban con interrogantes como: ¿Qué planean estos muchachos ahora? O ¿Con qué se saldrán?

En medio del inclemente sol y frente al enjambre de estudiantes, “El Metálico” se hizo el desmayado, antes que cayera al piso “Raya’o y “Plastiquito” lo interceptaron.

-¿Qué le pasó hermano? ¿No te sientes bien? -, eran algunas de preguntas de los compinches al desmayado.



Obvio que toda la multitud miró el acontecimiento, sorprendidos, quizás algunos pensaron que el jovencito no comió antes de ir al colegio.

Lo llevaron a una de las bancas de la marquesina, cerca del gimnasio y del salón de música del profesor Valdés.

Era 1986, no había celulares, redes sociales y menos internet, pero la bola de que “El Metálico” se desmayó se corrió por todo el plantel y quienes no lo conocían, en ese momento supieron su identidad.

Lo trasladaron hacia la enfermería, donde lo atendió un auxiliar, de raza negra, apodado “Quincy”, por el programa estadounidense de la televisión de medicina forense.

Sus amigos Santiago, Pepe, Orlando y Fabricio vieron todo el asunto, pero conocían a los tres jovencitos, siendo el último, quien se dio cuenta de que era una actuación porque “El Metálico” tenía un chicle en la boca.

-La próxima vez bota el chicle-, le comentó Fabricio a “El Metálico”.

El auxiliar le ordenó irse a casa al estudiante, pero el travieso adolescente se quedó jodiendo en el colegio hasta la hora de salida.

Pero como todo se sabe, una chica confesó a una profesora que fue pura actuación de “El Metálico” y sus amigos.

Posteriormente, los llamaron a capítulo y lo suspendieron por tres días, a cada uno, por indisciplina y engañar a las autoridades del colegio, docentes y sus compañeros.

Treinta y seis años después de la historia, “Raya’o” es abogado, “El Metálico” publicista y “Plastiquito” joyero, ya que los tres maduraron y cambiaron sus vidas.

 

 

Tres correazos

Cada vez que terminaba el sorteo dominical de la lotería en Panamá, Aníbal Escalona, tomaba los chances y billetes que su mamá dejaba cerca de la caja del negocio, corría hacia afuera de la fonda y los quemaba.

Aníbal Escalona, era el único hijo varón de Manuel Escalona y Afrodita Pérez, santeños, pero también tenía otras dos hermanas del matrimonio, que eran María Lucía y María Sofía.

El pequeño restaurante estaba ubicado cerca del Mercadito de Calidonia, una zona popular de la capital panameña, donde comían conductores, transeúntes y las personas que se desplazaban del oeste de la provincia de Panamá para trabajar en la urbe.

Como muchos santeños, Aníbal Escalona, era blanco, de cabello crespo, castaño claro, ojos miel y con pecas en la cara.

Los vecinos y la gavilla de Calidonia lo llamaban “Caga leche” por la pigmentación de su piel, principalmente cuando iba a San Miguel a jugar “la lata” con sus amiguitos de tez oscura.



Su papá conducía un autobús de La Chorrera-Panamá y residían en la urbanización San Antonio, todo un ghetto en su máxima expresión, lleno de maleantes, fumadores de marihuana, zorras, pero también de gente que luchaba por superarse.

Afrodita ya le había advertido a “Caga leche” que no quemara los billetes ni los chances porque un día haría una trastada y le metería tres correazos como castigo por desobediente.

Durante el verano, las dos niñas y el niño ayudaban en la fonda, lavando platos, barriendo, limpiaban las mesas y haciendo mandados, pero el muchacho seguía con su práctica al terminar los sorteos.

María Lucía Tenía 14 años, María Sofía 12 y “Caga leche” diez años. Era el pequeño y más travieso de la familia.

Era marzo de 1977, empezó la transmisión por radio y televisión, de la Lotería Nacional de Beneficencia, desde el parque de Santa Ana, mientras en la zona se acercaban personas que buscaban la suerte en directo.

Cantaron los cuatro números del primer premio, luego los del segundo y por último del tercero.

En el primero jugó 1367, en el segundo 7845 y el último 0823, la mamá de “Caga leche” no hizo gesto ni de ganar ni de perder, así que su descendiente tomó los chances y se fue afuera del negocio sin que su madre se diera cuenta.

Sin saberlo tomó quince pedazos del chance 67, lo que representaba 165 dólares, un dineral en ese tiempo y los quemó.



Cuando Afrodita descubrió la cagada de su hijo, corrió hacia donde estaba el niño y vio como el fuego destruía los chances.

Para esa época un pedacito de chance (solo dos números) pagaba 11 dólares en el primer premio, tres dólares en el segundo y dos en el tercero.

Al llegar a San Antonio, después de llorar en su negocio, la molesta madre, tomó el cinturón de su marido, se fue donde estaba su hijo y le metió tres correazos como lo prometió.

El chico, con lágrimas en sus ojos, dijo que no lo haría más y cumplió.

Por ironías de la vida, Aníbal Escalona, se graduó de economía en la Universidad de Panamá y 30 años después de la rejera, el caballero llegó a ser director de la Lotería. ¿Quién lo habría pensado?

Triángulo mortal

Tomás Calzadilla, era un hombre sin sentimiento alguno, sin solidaridad o empatía, debido a que sus primeros años fueron tan duros como una piedra gigantesca.

Su padre era un maleante de Río Abajo, corregimiento ubicado en la periferia de la Ciudad de Panamá, y su madre, nadaba entre la marihuana y el licor, lo que se traducía en que solamente vio, desde niño, desastres al abrir sus ojos.

“Tommy”, así le llamaban cariñosamente sus amigos y clientes, ya que era un prostituto, tanto de mujeres como de homosexuales. Su único interés era el dinero, lo que en ocasiones le costaba la cárcel.

Su vida transcurría con una temporada entre los barrotes y otra en apartamentos o cuartos estudios prestados por sus novias o clientes, hombres.



Nunca estaba “limpio” o sin dinero, bien vestido y bañadito, en peluquerías para asearse o que le limaran las uñas de las manos.

“Tommy” medía casi dos metros, alto, de piel canela, ojos oscuros, una caballera larga, negra y bien cuidada.

El caballero era un guapetón en toda su expresión, aunque solo físicamente porque si el propio demonio o diablo lo veían corrían asustados de miedo.

Su última estadía en el centro penitenciario de la isla de Coiba (cerrado años después), fue de dos años y medio, tras una condena por estafa y hurto de automóvil de un cliente suyo homosexual.

En ese penal conoció a Ana Laura Kangas, una abogada, nieta de un finlandés, forrada en dinero, heredera de cuatro barcos camaroneros, tierras en Chiriquí, acciones en un banco y otras empresas.

La abogada quedó impresionada con el hombre de marras y una historia que le contó de su presencia en ese penal, sin embargo, todo fueron toneladas de mentiras que la mujer le creyó.



Con sus contactos, Ana Laura, dio y dio hasta que consiguió una rebaja de pena para “Tommy”, le dio dinero, le instaló en un apartamento en la Vía Porras y le entregó un Nissan March, modelo 1986.

La letrada en leyes, era blanca, de ojos azules, de baja estatura y con rasgos físicos escandinavos, con muchas pecas en su rostro y piel, además de caballo rubio natural.

Esa ida a Coiba para acompañar a otra abogada a ver un cliente le cambiaría la vida a Ana Laura.

Tenía dos meses de ser mujer oculta de “Tommy”, pero el hombre se le perdía durante varios días, no respondía el teléfono residencial (en 1988 no existían celulares), se iba de parranda con homosexuales para obtener dinero y también con damas oligarcas.

Una de sus amigas le contó que su “tinieblo” era una prenda de 18 quilates (hombre mal portado), “cacha cueco” y mujeriego, fumaba marihuana y cogía cocaína.

La abogada, peligrosamente enamorada, tenía algo que la protegía o una escuadra que su abuelo le regaló al cumplir 23 años y el mismo día que terminó la carrera de leyes.

Molesta, humillada, herida y lesionada en lo profundo de su corazón, Ana Laura Kangas, salió de su residencia en el elegante barrio de Altos del Golf, se subió en su lujoso Audi, color negro, asientos de cuero y todas las extras, para ir a la vía Porras.

La mujer entró al apartamento, no hizo ruido, vio dos botellas de vodka, un cenicero lleno de colillas, la mesa con abrebocas, vino regado por el tapete gris, dos pantalones vaqueros de distintas tallas, así como dos pares de tenis, una camiseta blanca y otra azul.

Abrió la cartera, sacó el arma de fuego y se dirigió a la habitación para ver a “Tommy” boca arriba, roncando, ebrio y a su lado un hombre de tez blanca, ambos desnudos.

Le metió un disparo a su novio en la cabeza y luego otro en el corazón, su acompañante despertó, pero sintió una bala en el estómago y otra en la cabeza.

La sábana quedó teñida de sangre, la mujer bebió un sorbo de una botella de vino tinto que estaba en la mesita a lado de la cama y posteriormente se pegó, en la sala del apartamento, un tiro en la sien derecha.

Así terminó Tomás, su cliente y su novia.