En una humilde vivienda, ubicada en la urbanización San Antonio, en La Chorrera, Panamá, donde llovía esperanza de un mejor futuro, soplaban vientos de felicidad y se respiraba delincuencia, crecieron cientos de chicos y chicas, algunos terminaron como delincuentes y otros son profesionales hoy.
No había mejor momento que la hora de la comida con un
racionamiento necesario para que los alimentos alcanzaran, una hojaldre, una
molleja de pollo frita y un vaso de té en el desayuno.
El dinero no sobraba, mientras que a la hora del
almuerzo y la cena se comía lo mismo, arroz con cebolla.
Un plato de arroz similar al que comen los marineros u
obreros de la construcción porque necesitan energías para su labor con la
fuerza, bruta, aunque en este caso se trataba de niños y dos madres solteras.
Doralis, tenía cuatro chiquillos varones y una niña,
mientras que su amiga Samantha, tres niños e igual número de niñas, todos
sedientos de alimentos, quienes comían el arroz con cebolla como si se tratase
de un banquete navideño.
En total 13 bocas para alimentar, los tres golpes del
día y aunque Samantha y Doralis, no eran parientes de sangre, la solidaridad,
el hambre, las lágrimas y las ganas de luchar por sus hijos las unió hasta que
la última falleció.
Hombres irresponsables que solo preñaban y
desaparecían, al igual que sus parejas que se dejaban embarazar para luego
tener dolores de cabeza correteando a los padres de sus hijos.
En el año 1976 en Panamá, ningún masculino iba preso
por no mantener sus hijos, así que hombres humildes, clase media y los
oligarcas tenían descendientes reconocidos o no y muchos nunca los atendieron.
Mientras que, volviendo al almuerzo, se servía el
impresionante cerro de arroz, las cebollas eran cortadas en rodajas, se le
agregaba sal, pimienta, vinagre y aceite, luego que colocaba encima del grano
como decoración.
Ningún niño hambriento no ve esto en la comida, ya que
requiere saciar su estómago, más cuando con el primer alimento del día no se
satisface.
Pobreza a montón, zapatos rotos en las suelas, para
rematar, uno de los hijos de Samantha se iba a la tienda del santeño para
preguntar si no tenía un pan frío que
le regalara, lo que le rompía el corazón al comerciante.
La frase quedó en todo San Antonio, y a Eduardo, como
se llamaba el chico, le pusieron el apodo de pan frío.
Pero, en ocasiones, también se comía arroz con huevo,
macarrones con carne molida, pollo o ensaladas, aunque el arroz con cebolla
estaba en el menú unas tres veces a la semana.
Los ojos hundidos y el vientre hinchado producto de
las lombrices por una inadecuada alimentación, era la nota característica en
ese barrio.
Ni hablar de la leche Care que Estados Unidos
entregaba al gobierno militar panameño, debido a que los niños desnutridos les
causaba diarrea por su gran contenido de nutrientes. No la asimilaban.
Entretanto, detrás de la pequeña casa había un
gigantesco patio que los carajillos usaban para jugar base por bola.
Con manillas hechas con cajas de cartón, pelotas de
tenis, palos de escoba y otro madero para batear, las bases eran piedras, y no
todos tenían las famosas manillas, sino que debían atrapar la bola con las
manos desnudas.
Una enorme felicidad, a pesar de los Everest de
necesidades, privaciones y trabajos que atravesó las dos familias.
El rico arroz con cebolla, un plato que nunca
olvidaron, luego que los menores crecieron, algunos lograron graduarse de la Universidad
para mejorar sus vidas y sus hijos viviesen en un mundo totalmente distinto.