En la calle 27 de El Chorrillo, uno de los barrios más pobres de la Ciudad de Panamá, vivían “Pupá”, de 28 años, y “Tuta”, de 31 años, dos reconocidos antisociales que no escatimaban esfuerzos en vivir del sudor ajeno.
Hurtaban y robaban a los transeúntes que transitaban
en El Límite (entre Panamá y la antigua Zona del Canal), principalmente a
mujeres “zonian” que iban al popular lugar a comprar marihuana.
“Pupá” era acholado, tamaño pequeño, con las piernas
arqueadas, pero eso no le impedía huir de la policía, de cabello lacio y ojos
negros, mientras que “Tuta” era alto, cabello rojo de afro, ojos verdes y contextura
atlética.
El primero era hijo de una migrante emberá y el otro
descendiente de una negra chorrillera, mientras que su papá era un policía zoneíta
rubio, quien nunca lo reconoció.
Ambos eran el dolor de cabeza de la Guardia Nacional
(GN). Era octubre de 1977, las autoridades de EE.UU. en Panamá tenían “alzadas”
a las panameñas para que capturaran a los maleantes.
Los tratados Torrijos-Carter pusieron fin a los
tribunales estadounidenses y a la Zona del Canal, así que EUA no tenía jurisdicción
para procesar legalmente a los istmeños en Panamá.
Los sujetos tenían varias mujeres, nunca andaban mal
vestidos y siempre en sus bolsillos contaban con al menos 50 dólares para beber
pintas de la zona, comprar su monte o darle algo a las “ratonas” que tenían
como novias.
Nadie se metía con ellos, ya que generalmente tenían un
cuchillo cada uno para hundirlo sin remordimiento a sus enemigos.
Los antisociales conocían muy bien la cárcel La Modelo
y la Penitenciaría de Gamboa, donde estuvieron cortas y largas temporadas por
ladrones.
Sin embargo, ni les “iba ni venía” las penas de
prisión porque salían para irse a sus cuartos en la casa de inquilinato, de
madera podrida, de un alto, con baños comunales, donde para ir a defecar todos
los sabían.
Un vaivén de robos a mano armada en Calidonia, Santa
Ana y San Felipe hasta que cometieron la estupidez de robar y golpear a un
chico de 17 años e hijo de un mayor de la GN.
La acción desató la ira del afligido padre, quien se
fue donde un coronel a pedir permiso para “limpiar” las calles de esos
indeseables jóvenes.
Verbalmente, no recibió ni respuesta negativa ni
positiva, lo que en otras palabras era “liquidarlos”.
Tras recibir la noticia que eran buscados, los
antisociales se fueron a San Joaquín, Pedregal, para escapar, pero nunca
comprendieron que meterse o matar a un policía o uno de sus hijos era una
sentencia de muerte.
Una noche bebían cerveza de la zona con un grupo de
jóvenes y unas chicas, cuando una patrulla les dio la voz de alto, ambos
corrieron, los persiguieron y llegaron los refuerzos.
“Pupá” recibió 12 tiros y “Tuta” 9 balazos en
distintas partes de su anatomía.
Ese era su final porque no vivirían tanto y ellos
mismos trazaron su mapa de la delincuencia desde niños hasta marcar la equis en
el cementerio.