Wigberto Pop, era un chico de siete años, mestizo o blanco como la nieve, pero de facciones indígenas, ya que su padre era caucásico en extremo y su madre una nativa wounaan, oriunda de Darién, cuyo nombre era Sabrina.
El chico era hijo único de la autora de sus días,
vivía con ella en la Avenida Ancón, de la Ciudad de Panamá, en un cuarto de inquilinato condenado por los bomberos.
Allí, los zaguanes se prestaban para el consumo de
marihuana, oler diluyente de pintura y otras ilegalidades.
Cursaba el III grado en la Escuela Justo Arosemena,
era aplicado y le gustaba las estrellas y los planetas, por lo que decía que
le gustaría ser astronauta en su vida adulta.
El padre del chico tenía el mismo nombre, era un
estafador, un bueno para nada, no bebía, ni consumía drogas, fumaba cigarrillos
uno tras otro y si te ahuevabas te quitaba dinero para negocios porque tenía
una labia de proporciones gigantescas.
Wigberto Pop (padre), era alto, blanco, ojos oscuros, abundante
cabello negro y delgado, un maestro en el arte de conquistar mujeres, tenía
siete hijos y al primero (Wigbertito) la
última vez que lo vio fue hace cinco años.
-Me llamó tu papá al trabajo porque dice que viene a
buscarte y llevarte a pasear el viernes-, anunció la madre al menor.
El chavalo brincó de alegría, comunicó a sus vecinitos
del empobrecido barrio que conocería a su padre, quien conducía un vehículo
francés, marca Peugeot, con ventanilla en el techo y color negro.
La noticia voló por las esquinas, mientras que
Wigbertito dio que hablar porque ningún papá en esa zona tenía un carro
europeo, sino japoneses destartalados que milagrosamente andaban.
Se iría a pasear a la Zona del Canal, que tanto le
gustaba y luego a la finca de sus abuelos en Villa Rosario, Capira.
Los abuelos del niño eran migrantes guatemaltecos, quienes
con sudor y trabajo lograron comprar unos terrenos y poco a poco construyeron una
linda quinta.
Ese viernes 18 de febrero de 1977, caía un aguacero de
proporciones bíblicas, la madre del menor le compró un pantalón vaquero, una
camiseta azul, zapatillas blancas y una gorra azul para que fuera bien vestido
a ver a sus abuelos.
Pasó una hora, el niño se impacientaba porque papá no
llegaba, luego 60 minutos más, paraba la lluvia, posteriormente caía, el viento
movía los viejos tejados de metal oxidados, mientras que en las mejillas del
infante también bajaba un aguacero.
Su madre lo observaba desde la ventana, se le partió
el corazón al ver a su hijo llorar en momentos que esperaba a su padre, abrió
la puerta y lo llamó para que entrara.
Trató de consolarlo, aunque también estaba golpeada
por el sufrimiento de su pequeño porque su papá lo dejó plantado.
-Quizás tuvo un problema y por eso no vino-, aseguró
Sabrina mientras abrazaba a su pequeño.
El caballero nunca apareció.