Plantado

Wigberto Pop, era un chico de siete años, mestizo o blanco como la nieve, pero de facciones indígenas, ya que su padre era caucásico en extremo y su madre una nativa wounaan, oriunda de Darién, cuyo nombre era Sabrina.

El chico era hijo único de la autora de sus días, vivía con ella en la Avenida Ancón, de la Ciudad de Panamá, en un cuarto de  inquilinato  condenado por los bomberos.

Allí, los zaguanes se prestaban para el consumo de marihuana, oler diluyente de pintura y otras ilegalidades.

Cursaba el III grado en la Escuela Justo Arosemena, era aplicado y le gustaba las estrellas y los planetas, por lo que decía que le gustaría ser astronauta en su vida adulta.

El padre del chico tenía el mismo nombre, era un estafador, un bueno para nada, no bebía, ni consumía drogas, fumaba cigarrillos uno tras otro y si te ahuevabas te quitaba dinero para negocios porque tenía una labia de proporciones gigantescas.



Wigberto Pop (padre), era alto, blanco, ojos oscuros, abundante cabello negro y delgado, un maestro en el arte de conquistar mujeres, tenía siete hijos y al primero (Wigbertito)  la última vez que lo vio fue hace cinco años.

-Me llamó tu papá al trabajo porque dice que viene a buscarte y llevarte a pasear el viernes-, anunció la madre al menor.

El chavalo brincó de alegría, comunicó a sus vecinitos del empobrecido barrio que conocería a su padre, quien conducía un vehículo francés, marca Peugeot, con ventanilla en el techo y color negro.

La noticia voló por las esquinas, mientras que Wigbertito dio que hablar porque ningún papá en esa zona tenía un carro europeo, sino japoneses destartalados que milagrosamente andaban.

Se iría a pasear a la Zona del Canal, que tanto le gustaba y luego a la finca de sus abuelos en Villa Rosario, Capira.

Los abuelos del niño eran migrantes guatemaltecos, quienes con sudor y trabajo lograron comprar unos terrenos y poco a poco construyeron una linda quinta.



Ese viernes 18 de febrero de 1977, caía un aguacero de proporciones bíblicas, la madre del menor le compró un pantalón vaquero, una camiseta azul, zapatillas blancas y una gorra azul para que fuera bien vestido a ver a sus abuelos.

Pasó una hora, el niño se impacientaba porque papá no llegaba, luego 60 minutos más, paraba la lluvia, posteriormente caía, el viento movía los viejos tejados de metal oxidados, mientras que en las mejillas del infante también bajaba un aguacero.

Su madre lo observaba desde la ventana, se le partió el corazón al ver a su hijo llorar en momentos que esperaba a su padre, abrió la puerta y lo llamó para que entrara.

Trató de consolarlo, aunque también estaba golpeada por el sufrimiento de su pequeño porque su papá lo dejó plantado.

-Quizás tuvo un problema y por eso no vino-, aseguró Sabrina mientras abrazaba a su pequeño.

El caballero nunca apareció.

 

 

 

 

La gringuera

Alma Sofía, era una chica de 21 años, residente en la calle 11 ½ de Río Abajo, en la capital panameña, fría, calculadora, de lindas curvas, piel canela, ojos miel, cabello castaño oscuro y seductora.

Tenía como vecino a Álvaro Real, un caballero de 24 años, trabajador manual de un almacén en Calidonia y que terminaba sus estudios secundarios en la noche porque soñaba con ser abogado.

La correteaba, sin embargo, la fémina no le interesaba las flores, los poemas, los chocolates, las cajas de música con bailarinas adentro y las serenatas de mariachis que el imberbe le regalaba porque no era soldado estadounidense en Panamá.



Alma Sofía quería un soldado yanqui, de esos que vivían en unas casas de la base norteamericana de Clayton, ubicada en las inmediaciones del Canal de Panamá, antes que se marchara la soldadesca de EE.UU. el 31 de diciembre de 1999.

Todos los sábados en la noche, la mujer hacía fila en una de las entradas de la base militar con la esperanza de gustarle a algún uniformado, la invitaría a ingresar, luego a comer, a bailar, posteriormente “bicicletear”, y si la vaina iba bien, un buen anillo para vivir en USA.

Mientras Álvaro Real, blanco, de ojos avellana, pelirrojo, delgado, de mediana estatura e hijo de unos campesinos provenientes de la provincia de Herrera, luchaba por conquistar a la dama, esta se revolcaba en la cama con soldados extranjeros.

Primero un boricua, luego uno de raza negra, oriundo de Detroit y después un tejano que arrojaba más humo de marihuana que una chimenea en Kingston. Ninguno le propuso matrimonio porque solo quería lo que ya ustedes saben.

El panameño, en un último esfuerzo por casarse, le llevó serenata con unos amigos que tocaban guitarra, no obstante, ella le arrojó el anillo de compromiso dentro de un pedazo de banana.

Álvaro Real lloró, pataleó, se pegó una borrachera y se marchó a su casa humillado, mancillado y con la autoestima por debajo de la tierra.

En 1987, Alma Sofía logró su objetivo y se fue con un rubio soldado yanqui llamado Harry Walker, quien la instaló en una barraca de una base de Kentucky, sin muebles ni nada, porque todo el mobiliario en Clayton, no era de él, sino del ejército.



No fue lo que esperaba. Allá el hombre rubio, de ojos azules y alto, era uno más del montón, ya que tenía miles de copias, al igual que el cholito del antiguo Terraplén en Panamá.

El soldado era oriundo de Tenesí, fanático del alcohol clandestino, renunció al ejército, se llevó a su panameña a vivir en un cuchitril de madera, pequeño y destartalado y con abundante sembradío de maíz.

Cuando los golpes empezaron a llover en el rostro de la istmeña, recordó a Álvaro que tanto la amó y ella lo humilló.

En 1991 regresó al istmo con dos hijos con la esperanza de ver a su enamorado panameño, sin embargo, cuando el caballero la vio, ni la determinó porque estaba casado con una paisana herrerana.

La gringuera terminó de mesera en un restaurante de chinos en Parque Lefevre, viviendo donde su mamá y no podía regresar a EE.UU. porque se fugó con los menores.

Buscó y rebuscó a Álvaro Real, se le ofreció hasta de ser su querida y el caballero, amablemente le respondió: “No, señora, es tarde porque su número ya jugó”.

'Pupá' y 'Tuta'

En la calle 27 de El Chorrillo, uno de los barrios más pobres de la Ciudad de Panamá, vivían “Pupá”, de 28 años, y “Tuta”, de 31 años, dos reconocidos antisociales que no escatimaban esfuerzos en vivir del sudor ajeno.

Hurtaban y robaban a los transeúntes que transitaban en El Límite (entre Panamá y la antigua Zona del Canal), principalmente a mujeres “zonian” que iban al popular lugar a comprar marihuana.

“Pupá” era acholado, tamaño pequeño, con las piernas arqueadas, pero eso no le impedía huir de la policía, de cabello lacio y ojos negros, mientras que “Tuta” era alto, cabello rojo de afro, ojos verdes y contextura atlética.

El primero era hijo de una migrante emberá y el otro descendiente de una negra chorrillera, mientras que su papá era un policía zoneíta rubio, quien nunca lo reconoció.



Ambos eran el dolor de cabeza de la Guardia Nacional (GN). Era octubre de 1977, las autoridades de EE.UU. en Panamá  tenían “alzadas” a las panameñas para que capturaran a los maleantes.

Los tratados Torrijos-Carter pusieron fin a los tribunales estadounidenses y a la Zona del Canal, así que EUA no tenía jurisdicción para procesar legalmente a los istmeños en Panamá.

Los sujetos tenían varias mujeres, nunca andaban mal vestidos y siempre en sus bolsillos contaban con al menos 50 dólares para beber pintas de la zona, comprar su monte o darle algo a las “ratonas” que tenían como novias.

Nadie se metía con ellos, ya que generalmente tenían un cuchillo cada uno para hundirlo sin remordimiento a sus enemigos.

Los antisociales conocían muy bien la cárcel La Modelo y la Penitenciaría de Gamboa, donde estuvieron cortas y largas temporadas por ladrones.

Sin embargo, ni les “iba ni venía” las penas de prisión porque salían para irse a sus cuartos en la casa de inquilinato, de madera podrida, de un alto, con baños comunales, donde para ir a defecar todos los sabían.

Un vaivén de robos a mano armada en Calidonia, Santa Ana y San Felipe hasta que cometieron la estupidez de robar y golpear a un chico de 17 años e hijo de un mayor de la GN.

La acción desató la ira del afligido padre, quien se fue donde un coronel a pedir permiso para “limpiar” las calles de esos indeseables jóvenes.



Verbalmente, no recibió ni respuesta negativa ni positiva, lo que en otras palabras era “liquidarlos”.

Tras recibir la noticia que eran buscados, los antisociales se fueron a San Joaquín, Pedregal, para escapar, pero nunca comprendieron que meterse o matar a un policía o uno de sus hijos era una sentencia de muerte.

Una noche bebían cerveza de la zona con un grupo de jóvenes y unas chicas, cuando una patrulla les dio la voz de alto, ambos corrieron, los persiguieron y llegaron los refuerzos.

“Pupá” recibió 12 tiros y “Tuta” 9 balazos en distintas partes de su anatomía.

Ese era su final porque no vivirían tanto y ellos mismos trazaron su mapa de la delincuencia desde niños hasta marcar la equis en el cementerio.

 

Doble pendejo

 Hay ocasiones en que los hombres nos pasamos de buenos en cuanto al sexo contrario y la insistencia por querer estar con una mujer nos acarrea interminables conflictos personales y económicos.

En esta historia lo descubrirá.

“Pepe Uña” era un “laopecillo” (joven), quien vivió desde los 5 años en Villa Gabriela, Río Abajo, en la periferia de la Ciudad de Panamá, trabajaba como soldador en la construcción, lo que se traduce que ganaba buen billete.

Altagracia Vernaza, era su vecina de siempre, trigueña, con trasero enorme, mediana estatura, pechos grandes, mirada mortal, cabello negro alisado y tatuajes a montón distribuidos por su anatomía.

El jovencito era de tez blanca, ojos oscuros, cabello negro, delgado, sin aretes, tatuajes, no bebía, no fumaba y dedicado solamente a su familia, pero Altagracia es su desgracia.



Cuando la chica se reunía con sus “pasieros” (amigos), lo llamaba para que costeara las cervezas, luego lo acariciaba, le guiñaba el ojo, pero nada de nada con el hombre enamorado.

“Pepe Uña” tenía un hermano, al que en el barrio le dicen “Perro pobre” porque ni trabajaba, no estudiaba, vivía del dinero que le daban algunas damas que chuleaba, su mamá y  consumía  marihuana.

Sin embargo, odiaba a Altragracia porque veía cómo “sangraba” (quitar dinero) a su hermano, discutía con él y muchas veces le gritaba que se olvidara de ella porque era una “calienta huevo”.

La mujer tenía dos hijos de dos “buaycitos” (hombres) distintos, quienes pasaban una larga temporada en el Centro Penitenciario La Joya, por varios delitos.

Ninguno asumió su responsabilidad paterna, así que los chavalos no estaban reconocidos.

El asunto es que la situación económica se tornó difícil, Altagracia perdía belleza por mucho licor consumido y su vida nocturna sin descanso, por lo que su madre le dio un plazo para abandonar el apartamento 4, del edificio Z4.

Corrió donde “Pepe Uña”, quien pensando que todos los días comería del dulce majar de la dama, aceptó arrendar un apartamento para transformarlo en su nido de amor.



A los cuatro meses la preñó, “Pepe Uña” era feliz porque sería padre de una niña que al nacer la registraron como Emily Rose, pero esto creó un conflicto.

Altagracia presionó a su marido para que le reconociera sus otros dos hijos varones porque no tenían apellido paterno y entre peleas con discusiones, el masculino se fue a la Dirección Regional de Registro Civil de San Miguelito para hacer el trámite.

Pasaron cuatro meses y llegó de Darién, un colombiano de raza negra, alto, atlético, ojos negros y cabello de afro. Era Alfonso Rentería quien le puso el ojo a la mujer ajena.

Altagracia sucumbió, se veía a escondidas con el sudamericano hasta que “Pepe Uña” los descubrió  y se formó la pelea verbal.

Quemado, triste y engañado, “Pepe Uña”, se fue del apartamento, su mujer lo acusó de abandonarla y le metió una pensión por su hija y los niños que reconoció.

Tuvo que pagar la pensión de su hija y la de los dos niños ajenos, ya que  legalmente son sus hijos, además las leyes son estrictas con los menores. 

Ahora ya sabe usted que este mundo está lleno de pendejos.

El niño llorón

 Cuando Mark Schmidt, vio el cuadro en una subasta en un hotel de Berlín, no dudó en comprarlo en 9 millones de marcos alemanes, a pesar de las viejas leyendas sobre la pintura.

Un niño cabello castaño oscuro, ojos azules, con una camiseta roja y una camisa azul y lágrimas en sus mejillas. Hubo algo que le fascinó al industrial germano.

El caballero tenía una residencia donde pasaba los veranos y parte del invierno en Berchtesgaden, en Baviera, donde era muy conocido por su altruismo y solidaridad del pueblo.

Mark Schmidt estaba casado con Hellen Heinz, tenía dos, hijas Heidi y Karen, de 12 y 10 años, respectivamente.



Hellen Heinz, era descendiente de millonarios desde el imperio prusiano y heredera de miles de millones de marcos, además de acciones en numerosas compañías no solo de Alemania, sino de Europa.

A ninguna de las dos niñas les gustaba el cuadro, principalmente a Karen, porque le argumentaba a su padre que le aterraba y daba la impresión que el infante quería “salirse” de la pintura.

La obra de arte fue enviada la residencia en Baviera, mientras que los Schmidt se quedaron en la capital alemana, donde las niñas cursaban sus estudios y se preparaban para administrar un gran imperio comercial al ser mayores.

En el salón de Heidi, había una chica de Nigeria, la hija de un diplomático y empresario, llamada Odowote Marul, a quien su compañera le contó la historia del cuadro.

Como su papá era un oligarca africano, Odowote sabía de lo que le hablaban porque iba a varias subastas de arte desde pequeña.

La africana le dijo a la alemana que el cuadro fue pintado por el italiano Bruno Amadio, quien se fue a vivir a España y luego regresó a Padua hasta morir en 1971, a la edad de 70 años.

Agregó que no solo era un cuadro, sino que eran 27 retratos de distintos modelos, pero con el mismo mensaje, además que no era bueno porque había una maldición que en las casas donde había uno colgado, se incendiaban, aunque la pintura no.



Heidi solamente sonrió porque si bien era cierto el cuadro le daba miedo, pensó  que su compañerita exageraba.

Pasaron seis años, el papá de Odowote estaba en Abuja (capital de Nigeria) porque terminó su misión diplomática, se reincorporó a la vida empresarial, y la joven, ahora de 18 años, estudiaba leyes en Cambridge, el Reino Unido.

Odowote estaba en la biblioteca de la universidad cuando vio un ejemplar el diario alemán Bild que  señalaba que la casa de un millonario, en Baviera, se quemó casi en su totalidad y hubo siete muertos, entre ellos, los dueños de la mansión.

En las páginas interiores estaba las fotos de toda la familia Schmidt, tres empleados y una imagen del cuadro del niño llorón, donde las llamas se detuvieron sin explicación alguna.

No sería el primer caso ni tampoco el último del famoso misterio del niño llorón y los famosos incendios.

'Ser valiente es no tener miedo': Karoline Acosta

Karoline Acosta es una escritora novel y joven, con dos obras ya publicada, quien y  también pinta y tiene numerosos proyectos. El portal “Fígaro Ábrego, el escritor de Vacamonte” la entrevistó y las respuestas fueron sorpresivas.

Se nota que la literata tendrá un excelente futuro literario y no se queda quieta.

¿Quién es Karoline Acosta? Explique su mini biografía.

Karoline Acosta, nació en Panamá, en el año 1998. Empezó a escribir a la edad trece años, más tarde estudió en el conservatorio nacional de música, donde culminaría sus primeras obras literarias que le darían el impulso para en el 2019 publicar su primera obra titulada: "Los pensamientos de una joven".

Actualmente trabaja como técnica en computación automotriz. En sus tiempos libres se dedica al arte y vendiendo sus cuadros a través de su tienda online.

Sus futuros proyectos son la publicación de dos obras literarias tituladas "Lejos de las rejas" y "Café y pecas".



¿Cómo nace su pasión por la literatura?

Mi pasión por la literatura fue a causa de momento trágico, empecé a escribir para desahogarme de mis penas, reflexionar y ser una mejor persona. Más tarde entendí que no podía seguir viviendo sin escribir, fue en ese instante que comprendí que se volvió parte de mi vida y espíritu.

¿Háblenos de su obra Pensamientos de una joven?

Este libro más que ser un poemario es mi diario. Me acompañó durante toda mi adolescencia, reforzó mi carácter y me hizo ver las cosas de un modo distinto. Habla de todo tipo de temas desde las inseguridades de una adolescente hasta el amor y el reencontrarse con uno mismo.

¿Cuál es su público lector?

Realmente pienso que mis obras no están limitadas a un público, ya que he tenido lectores de todas las clases. Y siento, verdaderamente que la literatura no tiene edad ni límites.

¿Qué género literario prefiere leer y escribir?

Soy fanática de la ciencia ficción y fantasía con romance, son mi debilidad y amor leer tanto como escribir todo lo relacionado a eso.



¿Cuál es el género literario más leído en Panamá para usted? Explique.

La verdad no tengo una respuesta clara, pero dentro de mi círculo de amigos he visto que les gusta mucho la fantasía, las novelas de romance adolescente y el erotismo.

¿Qué opina del mercado literario panameño?

Creo que se debería promover más a los escritores panameños, hay tanta diversidad y cosas interesantes para explotar en su literatura... Pero, no tienen el apoyo suficiente. Y en muchas escuelas no le dan paso a la literatura más diversa, desde la fantasía hasta el terror, ciencia ficción entre otros.

Explique el espinoso camino del escritor independiente.

Es muy difícil, me costó mucho llegar hasta donde estoy. Cuando publiqué mi primera obra fue toda una odisea para mí, tuve que caminar mucho, tocar muchas puertas, escuchar comentarios pesados de la gente y lo mucho que me subestimaban.

Pero al final logré mi meta con mucho amor por el arte y esfuerzo.

¿Es escritora de mapa o de brújula?

Mis historias las extraigo de mis sueños, puedo soñar cada detalle de la historia hasta llegar al último capítulo de esta en una noche. Así que digamos que soy una escritora de mapa.



¿En qué ocupa sus ratos libres?

Nunca me quedo quieta, así que en mis ratos libres me pongo a pintar cuadros, escribir y diseñar.

¿Cuáles son sus proyectos literarios a futuro?

Por el momento estoy trabajando en dos novelas a la vez, que espero publicar entre este año y el otro. Y también dentro de poco sacaré a la venta una edición especial de "Pensamientos de una incomprendida".

¿Qué tiene que decir a los escritores anónimos con miedo de publicar obras?

Ser valiente no es tener miedo. Ser valiente es hacer las cosas a pesar del miedo.

Arriésgate, es mejor vivir con la idea de que lo intentaste a qué nunca haber hecho nada y vivir con la impotencia de lo que pudiste ser

Vender libros en Panamá es como abrir un bar en Irán (III)

Nunca me imaginé que los dos artículos literarios anteriores sobre el tema fueran polémicos, quizás porque desnudan la realidad de los literatos autopublicados en mi Panamá y de algunos autores con obras impresas por editoras.

Imposible de mencionar estadísticas de la cantidad de libros vendidos o editados porque no existe, sin embargo, en la práctica se refleja una dura batalla entre el público y los escritores.

Esto se nota en las ferias o bazares, ya que los autores debemos aprender a ser unos malabaristas.

Una de las acciones realizadas es prácticamente jalar al público, mostrar los libros e intentar convencerlos para que adquieran un ejemplar de la novela, cuentos, obras de teatro, ensayos o poemas.



Esta acción me recuerda cuando era niño e iba con mi madre a la Avenida Central porque los vendedores, principalmente de zapatos, aplaudían y vociferaban ofertas.

Solo faltaba que estos señores llevaran de la mano a los clientes para meterlos en el local y que compraran algún calzado.

Es entendible, debido a que el costo de la vida se incrementa, el papel, los correctores y todo lo que conlleva a escribir, editar e imprimir una obra literaria y hay que vender.

Ir a un bazar o feria de libro incluye el costo de transporte, el esfuerzo mental, alimentación y una preparación psicológica para aceptar que no venderás más de 10 libros, en la mayoría de los casos.

En ocasiones inviertes más dinero para ir de que lo que vendes, no obstante, que un lector se lleve un ejemplar debe ser satisfacción porque gota a gota la obra se leerá.



Si no tienes vehículo es necesario cruzar calles peligrosas, aguantar sol, lluvia, viajar en colectivo, andar con un morral pesado por los libros e incluso ir solo con el dinero del transporte bajo el riesgo de “recoger algo”.

Por esas consideraciones es que digo que vender libros en Panamá es como abrir un bar en Irán, por lo imposible que es y en un país donde el mercado literario es prácticamente inexistente.

Algunos dicen que los escritores y poetas estamos locos, puede ser y no lo refuto, pero en lo que redactamos reflejamos la sociedad en que vivimos, transformamos lo irreal en real y contribuimos a educar a la población.

 

La subasta kalajdzii

Casi, en el centro de Bulgaria, en la ciudad de Stara Zagora, vive Sofía Antonov, de 18 años, quien está preocupada porque no tiene ofertas de casamiento y pronto viene el último domingo de agosto.

Su padre, Viktor Antonov, trabaja como taxista y también se le mete, entre ceja y ceja, que su descendiente no ha encontrado un novio para matrimoniarse, a pesar del dinero invertido en ropas y arreglos.

Corre el año 2019 y en pleno siglo XXI sigue la tradición de las adolescentes kalajdzii (tribu gitana de Bulgaria), cuyos padres venden a sus hijas, dependiendo del dinero que le ofrezcan.

Las vírgenes cuestan más plata y dependiendo de su físico, el precio puede aumentar hasta llegar a  10 mil euros.



Sin embargo, la crisis económica ha mermado las ofertas, mientras que Víktor Antonov piensa también que tiene otras dos hijas, aún niñas, pero le darán dinero en el futuro.

Sofía es blanca, cabello castaño, ojos verdes, pechos grandes, escultural cuerpo y mirada de imán, sin embargo, tiene un gran problema porque no es virgen, lo que se traduce en que no le dará mucho dinero a su padre.

Lo más que recibirá de paga es 220 o 300 euros, si el caballero enloquece con la chica.

El mercado de Stara Zagora se llena de romaníes, hombres solteros y chicas que se venden, acompañados de sus padres para garantizar su seguridad.

Para ellas no es prostitución, son gitanos, es su tradición y no se cambiará porque llevan décadas en lo mismo, además el gobierno mira para otro lado.

Todos los esfuerzos de los gobiernos europeos para adaptar a las sociedades cerradas romaníes fracasan, ya que la propia tradición de los gitanos los lleva a un autoexilio, a casarse entre ellos, vivir aislados y ser muy conservadores desde que salieron del norte de la India hace siglos.



Ese  domingo de agosto de 2019, el mercado de la ciudad está repleto, todas las féminas bien arregladas con costosos trajes, entre ellas Sofía.

Un joven de 23 años ofrece 2 mil 500 euros por Sofía, pero cuando le dicen que no es virgen, retira su compra y así pasa con tres caballeros más, uno de ellos daba 8 mil euros por la dama.

Puja y repuja, otro masculino ofrece 4 mil euros, pero no es kalajdzii, así que Víktor no considera la venta porque no quiere que su hija se mezcle con otros gitanos que no sean de su tribu.

Al final aparece un viudo de 40 años, le dice a Víctor que es kalajdzii, le pone 500 euros para casarse con Sofía, el padre de la chica lo piensa.

Muy caro el “error” de Sofía de tener sexo joven, baja no solo su reputación sino su precio en el mercado kalajdzii.



Su padre acepta negociar con el hombre maduro porque no tiene otra salida que pactar un matrimonio, de lo contrario su hija se irá con un masculino no gitano y no kalajdzii.

Sofía se va a una esquina a llorar, aunque la educaron para eso desde que era niña, no acepta que es un terreno devaluado por hacer el amor sin estar casada.

 

Los caramelos de Pisulino

Mientras el sol abrasaba, Pisulino regresa con una bolsa de papel reciclado y  una sonrisa de oreja a oreja.

“Lo trabé”, pensó el niño de diez años, al recordar que vendió una bolsa de jabón en cinco dólares, cuando el precio real era de tres. La ganancia era de 50 centavos, pero usó su astucia para inflar el precio de la mercancía de contrabando proveniente del comisariato de Balboa (antigua Zona del Canal de Panamá) y  logró obtener dos dólares de ganancia extra.



Llegó al cuarto donde vivía en “Hueco Sucio” de Plaza Amador. 

Afuera de su vivienda había una mesa donde colocaban los platos y se lavaban, mientras que dentro de ella un televisor RCA, una mesa destartalada, un calendario de signos zodiacales con posiciones sexuales, una lámpara y un viejo sofá.

Subió por el altillo para buscar ropa limpia, se bañó, se cambió y salió donde Miroslava.

-Aquí tiene señora Mirolsava, son 16 dólares de la mercancía vendida de su señor. Me corresponden tres dólares-.

-Coge lo tuyo y regresa en dos días porque Roberto aún no trae mercancía. Hay muchos operativos en la Zona y le quitan los carnés a los gringos que pillen comprando mercancía para venderla acá-, respondió la señora.

Pisulino abandonó el destruido caserón de madera, donde las aguas negras se mezclaban con los olores fétidos, el moho de las paredes y la ropa de baratillo tendida en las cuerdas.

Como era rico, vanagloriaba con sus amigos, les pagó gaseosas a cinco de ellos, le compró un dulce de canela y un jugo a Daysi. 

La niña era su vecinita santeña de ojos color miel, mientras que Pisulino era de piel canela y cabello lacio, delgado y pequeño. Estaba prendido con la santeña.

El alumno supera al maestro. Pisulino harto ya de ser empleado, aprovechó que una zonian se derretía por su hermano mayor.

Pidió 20 dólares prestado para irse con Sandra Lee al comisariato de Corozal y  trajo una bolsa llena de golosinas, cuyas ganancias serían el triple de la inversión.

Gomas de mascar, galletas, caramelos, pastillas y gran cantidad de dulces compró con el dinero.

Al enterarse que el chiquillo se independizó, Roberto lo buscó hasta encontrarlo, lo agarró por la camiseta y le reclamó por quitarle los clientes.

La salida más rápida del chavalo fue patearle los testículos y posteriormente huyó.

-Soy un pelao, pero no pendejo-, gritó mientras huía con la bolsa llena de caramelos.

La mucama de Ng

Alberto Ng, era hijo de un chino que llegó sin un centavo a Panamá en 1935, se instaló en su colonia, ubicada en las inmediaciones del antiguo Mercado Público de la Ciudad de Panamá, casi inexistente en la actualidad, ya que la mayoría de los negocios se mudaron detrás del centro comercial El Dorado.

Su padre logró subir un par de escalones, su hijo lo imitó y lo superó, siendo un contratista, dueño de tierras en varias partes del país y de una importadora de productos provenientes de China Continental.

Alberto Ng, tenía un empleado de confianza llamado Ramón Lezcano, un chiricano, oriundo de David, enemigo del alcohol y del tabaco, pero todo un doctor en la conquista del sexo contrario.

Ramón Lezcano, se graduó de maestro de obras, en el colegio Artes y Oficios, lo que en los años 40 y 50 equivalía prácticamente a un título de ingeniero civil y ganaban mucha plata.



El interiorano tenía dos hijas, nacidas durante su adolescencia, pero no se casó con ninguna de las dos madres, sino con una mujer de 23 años, tras abandonar a la dama madura de 40 años que le sufragó sus estudios.

Una vieja costumbre en la campiña interiorana del Panamá de ayer, era que los “pelaos” (jóvenes) tuviesen hijos y los dejaran al cuidado de sus abuelas, debido a lógicas razones y la de edad.

También había otro problema al reconocer a los menores, debido a que el registrador pedía el acta matrimonial, de no poseerla se inscribía a los niños o niñas como hijo ilegítimo.

Eso de colocar en las actas si el hijo era legítimo o ilegítimo terminó durante una de las presidencias de Arnulfo Arias Madrid.

Paralelamente, el chino y el chiricano tenían buena amistad, el primero le daba trabajo al segundo, lo que generó que comprara numerosas tierras en la periferia de la capital a bajo costo, por estar poco habitadas.



A Ramón Lezcano le gustaba una prima de Alberto Ng, identificada como Sunita Ng Wong, una china-panameña de segunda generación, y cuya familia tenía un supermercado en Calidonia.

En 1957, Panamá era una sociedad conservadora y machista con la tradición de que los oligarcas preñaban a las domésticas de fincas, casas de campo o residencias, algunos de ellos ni reconocían al menor ni mucho menos daban manutención.

El chiricano era uno de esos, su verdadero padre era un “rabiblanco” de apellido Blair, pero nunca lo reconoció.

Entretanto, Alberto Ng, planeó una reunión de negocios en su casa de Bella Vista, invitó a su prima Sunita y a Ramón Lezcano, a ver si ambos “enganchaban”.

El conquistador era alto, blanco, con figura de futbolista, ojos miel y poco cabello lacio oscuro.

Días antes, Alberto Ng, contrató a Diana, una mucama chiricana, blanca, de mediana estatura, cabello negro, ojos pardos, delgada y linda, con tan solo 16 años y recién llegada de su provincia.

Ambos invitados se presentaron, el anfitrión los recibió y todo estaba preparado con anticipación.

Dos horas después, los tres platicaban sobre negocios y daba la impresión que Sunita y Ramón tenían química.

Los abrebocas se acabaron y el chino-panameño fue a la cocina para pedirle a Diana que friera más alas de pollo para los invitados y trajera unas cervezas.

La chica, con su traje de mucama, llevaba en una bandeja las bebidas, los convidados estaban de espalda, ella no los había visto cuando llegaron, al voltearse Ramón Lezcano, a la adolescente se le cayó lo ordenado al reconocerlo.

Se le salieron las lágrimas y solo dijo muy pausado: “Es usted… Papá”.

La vida tiene kilométricas historias de encuentros sorpresivos.

 

 

El baile del ataúd

Martín Ramírez, era un hombre de 60 años, aunque su apariencia era de dos décadas menos, de baja estatura, cuerpo atlético, blanco, ojos miel y abundante cabello castaño claro y lacio.

Trabajaba como peón en la finca de los Fernández, en Churuquita Chiquita del rural Penonomé, a principios de los años 60, donde había zonas que aún no llegaba la electricidad y se abastecía de agua por pozos.

La provincia era el orgullo de Panamá, ya que Roberto F. Chiari, descendiente de coclesanos, asumió la presidencia del país el 1 de octubre de 1960 y de donde era originaria la familia Arias-Madrid, que logró meter a dos de sus descendientes en el Palacio de las Garzas.

Martín Ramírez tenía una habilidad para arrear ganado, sembrar, construir o ser una mano de obra calificada, lo que hacía que los terratenientes lo corretearan para contratarlo y las mujeres sucumbían ante sus encantos.



Algunos se sorprendían porque nunca había ido al médico, tenía sus dientes completos, no perdió una sola hebra de su cabello y estaba tan fuerte como un roble.

Decían por Churuquita Chiquita que el hombre de marras era el amante oculto o “tinieblo” de doña Tiffany Scott de Galindo, una escocesa casada con Adolfo Galindo, oligarca panameño y socio de los Fernández.

Las malas lenguas afirmaban que el caballero tenía un pacto con el diablo para poseer una salud fuerte, tener sexo por varias horas sin parar y conquistar damas de hasta 30 años menor que él.

Pueblo chico, infierno grande dice un viejo refrán, porque a los oídos de don Adolfo entró la noticia de que la escocesa lo pasaba por la parrilla (serle infiel) con el humilde e ignorante campesino, así que tomó cartas en el asunto.

En una fiesta le dieron de beber vino de palma a Martín Ramírez, quien la consumió como si se tratara de agua  y tras “mamar” guaro quedó completamente borracho.

Dos peones encontraron su cuerpo en medio del camino que llevaba a la finca de los Fernández, avisaron a las autoridades y como tenía aliento a licor, no le hicieron autopsia, presumiendo que le dio un ataque al corazón.

El corregidor no se iba a buscar conflictos si investigaba a Adolfo Galindo, ya que también sabía la historia de amor entre el hoy occiso y la extranjera, pero se quedó callado. Nada de buscar líos con un “rabiblanco”.

Durante el velorio de cuerpo presente (esa práctica no se realiza en la actualidad), en la casa de la hermana de Martín, Tita Ramírez, sucedió algo que dejó a todos boquiabiertos.

Cuando doña Mercedes rezaba el padrenuestro, sopló una brisa fuerte que apagó las guarichas y la velas alrededor del ataúd, este temblaba sobre la gigantesca mesa donde lo colocaron.

La caja parecía que danzaba frente los parroquianos sorprendidos.

Aterrados, los vecinos abandonaron la vivienda en momentos que cuchicheaban que era cierto que Martín tenía un pacto con el diablo, razón por la cual no quería que rezaran por su alma.



En medio de la lluvia, lo sepultaron en el cementerio Municipal de Penonomé, en una tumba sin cruz, solo con un madero pintado de blanco con su nombre, fecha de nacimiento y muerte.

Un mes después, dos chavales jugaban en el camposanto, encontraron la tierra removida y la tumba abierta sin el cuerpo, corrieron con miedo y la noticia se regó por todo el pueblo.

Adolfo Galindo quedó seis meses internado en un hospital mental porque decía que en las noches se le aparecía Martín Ramírez, luego salió del nosocomio, sin embargo, le diagnosticaron trastornos psicóticos de por vida y su mujer escocesa falleció de un infarto.

Los bochinchosos del pueblo señalan que el peón se llevó a la extranjera e hizo que su esposo perdiera el juicio por venganza, ya que lo mandó a envenenar.

En las madrugadas penonomeñas, algunos vecinos afirman haber visto en las calles el fantasma de Martín Ramírez pululando con una mujer sin rostro.