Alma Sofía, era una chica de 21 años, residente en la
calle 11 ½ de Río Abajo, en la capital panameña, fría, calculadora, de lindas
curvas, piel canela, ojos miel, cabello castaño oscuro y seductora.
Tenía como vecino a Álvaro Real, un caballero de 24
años, trabajador manual de un almacén en Calidonia y que terminaba sus estudios
secundarios en la noche porque soñaba con ser abogado.
La correteaba, sin embargo, la fémina no le interesaba
las flores, los poemas, los chocolates, las cajas de música con bailarinas
adentro y las serenatas de mariachis que el imberbe le regalaba porque no era
soldado estadounidense en Panamá.
Alma Sofía quería un soldado yanqui, de esos que
vivían en unas casas de la base norteamericana de Clayton, ubicada en las
inmediaciones del Canal de Panamá, antes que se marchara la soldadesca de
EE.UU. el 31 de diciembre de 1999.
Todos los sábados en la noche, la mujer hacía fila en
una de las entradas de la base militar con la esperanza de gustarle a algún
uniformado, la invitaría a ingresar, luego a comer, a bailar, posteriormente
“bicicletear”, y si la vaina iba bien, un buen anillo para vivir en USA.
Mientras Álvaro Real, blanco, de ojos avellana,
pelirrojo, delgado, de mediana estatura e hijo de unos campesinos provenientes
de la provincia de Herrera, luchaba por conquistar a la dama, esta se revolcaba
en la cama con soldados extranjeros.
Primero un boricua, luego uno de raza negra, oriundo
de Detroit y después un tejano que arrojaba más humo de marihuana que una
chimenea en Kingston. Ninguno le propuso matrimonio porque solo quería lo que
ya ustedes saben.
El panameño, en un último esfuerzo por casarse, le
llevó serenata con unos amigos que tocaban guitarra, no obstante, ella le
arrojó el anillo de compromiso dentro de un pedazo de banana.
Álvaro Real lloró, pataleó, se pegó una borrachera y
se marchó a su casa humillado, mancillado y con la autoestima por debajo de la
tierra.
En 1987, Alma Sofía logró su objetivo y se fue con un
rubio soldado yanqui llamado Harry Walker, quien la instaló en una barraca de
una base de Kentucky, sin muebles ni nada, porque todo el mobiliario en
Clayton, no era de él, sino del ejército.
No fue lo que esperaba. Allá el hombre rubio, de ojos
azules y alto, era uno más del montón, ya que tenía miles de copias, al igual
que el cholito del antiguo Terraplén en Panamá.
El soldado era oriundo de Tenesí, fanático del alcohol
clandestino, renunció al ejército, se llevó a su panameña a vivir en un
cuchitril de madera, pequeño y destartalado y con abundante sembradío de maíz.
Cuando los golpes empezaron a llover en el rostro de
la istmeña, recordó a Álvaro que tanto la amó y ella lo humilló.
En 1991 regresó al istmo con dos hijos con la esperanza
de ver a su enamorado panameño, sin embargo, cuando el caballero la vio, ni la
determinó porque estaba casado con una paisana herrerana.
La gringuera terminó de mesera en un restaurante de
chinos en Parque Lefevre, viviendo donde su mamá y no podía regresar a EE.UU.
porque se fugó con los menores.
Buscó y rebuscó a Álvaro Real, se le ofreció hasta de ser
su querida y el caballero, amablemente le respondió: “No, señora, es tarde
porque su número ya jugó”.