Extracto de 'Pûrü Mërābü' (mi próximo proyecto literario)

 

Era una expedición de diez hombres y cinco mujeres, todos con espíritu aventurero, ganas de ser millonarios de la noche a la mañana y así salvar todos sus problemas económicos.

 


Hacía un espantoso calor, típico de las selvas tropicales y el Darién no es excepción de estos lugares, los zancudos picaban, el sudor se pegaba a la ropa, recorría los rostros de los expedicionarios, quienes andaban con mucha cautela porque no conocían la zona y un guía los llevaba.

 

Se encontraban a unos 30 kilómetros al norte de Metetí, en la gran exploración que los llevaría a un lugar desconocido hasta el año 2015 y que Alfredo Casagrande supuestamente descubrió cuando le regalaron un mapa donde se encontraba el Pueblo Perdido.

 

Riquezas a montón, una tribu indígena nunca antes vista, cuyos miembros tenían un ojo azul y otro verde, además con alas de libélulas para no solo volar sino custodiar lo que celosamente guardaban o miles y miles de diamantes rojos.

 

¿Había llegado otra persona al Pueblo Perdido? No había respuesta para esa pregunta, sin embargo, los aventureros se arriesgaron a entrar a plena selva darienita y encontrar su tesoro.

 

¿Cómo harían para sacarlo si lo hallaban? El Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) vigilaba la zona, había retenes en la carretera Interamericana, muchas requisas, no obstante, lo importante para Alfredo Casagrande y su grupo era encontrar el Pueblo Perdido.

 

Llevaban dos horas de camino y tomaron un descanso. Mucho tramo por recorrer en la peligrosa selva donde abundan las culebras, jaguares, jabalíes y otros animales.

 

Extracto de la novela La Casa Pifiosa

 La mujer se bañó, se puso un pantalón corto azul sin interiores, una camiseta roja y unas chancletas, se dirigió hacia donde estaba el jardinero.

Cuando llegó hasta la casita del teribe, el hombre había ingresado y la mujer estaba algo mojada porque no había un techo o marquesinas entre la casa del rico y del pobre.

Amable Ábrego se sorprendió de ver tanta hermosura frente a su puerta. Si no la hubiese visto antes, habría creído que un ángel llegó a su vivienda.



-Buenos días, señora. Tome esta toalla para que se seque. No debe andar mojada porque le puede dar un resfrío-, dijo el jardinero.

La mujer sonrío, tomó la toalla y se secó de forma muy sensual, se acarició el rostro y no dejaba de mirar a Amable Ábrego, quien se disculpó por no tener camiseta y fue a buscar una para cubrirse; no obstante, la dama le dijo que se quedara así porque podía “apreciar más”.

Es muy difícil que un hombre se le resista a una mujer, puede pasar que la rechace, pero en el caso de Adonais Díaz, con tanta hermosura y cuerpo escultural, era imposible decir que no a una fémina recién salida de un castillo de cristal y marfil.




La santeña se le acercó al jardinero, este retrocedió y ella le comentó que se quedara tranquilo que no era caníbal para despedazarlo; luego le acarició todo el tórax de luchador, pasó la lengua por su pecho atlético y finalmente lo besó.

Amable Ábrego estaba aterrado, a pesar de que hizo travesuras con Alicia Chocrón y Frank Van Horne, le gustaba Adonais Díaz y se preguntaba qué le vio una chica rabiblanca, tan linda como una princesa, a un hombre que no tenía nada más que su fuerza bruta, su musculatura y poca escolaridad. Era como una campanita de cuentos de hadas que besaba una lagartija.

-No temas, Amable, no te voy a descuartizar, solo quiero llenarme de pasión y de tus caricias. Me fascina tu musculatura porque me hace sentir tan protegida de cualquier desgraciado que intente hacerme daño-, comentó la dama; posteriormente, con sus blancos dedos acarició los labios del jardinero y lo besó con intensa pasión.



El hombre le correspondió, comenzaron las caricias, ella bajó sus pantalones, dejó al descubierto sus pálidas carnes ante las manos canelas del caballero que se ganaba el pan con su fuerza bruta.

Amable Ábrego sólo se dejaba guiar por las caricias y los fluidos de la princesa de castillo; luego, ella le quitó la pantaloneta y observó sorprendida lo que la naturaleza le regaló al hombre de la montaña.

-¡Santo cielo! ¡Pero qué misil tienes!-, añadió la santeña.

El indio solamente sonrió y ella hizo lo demás, pero lo dejó como si fuese la primera vez que hiciera el amor con una mujer. Amable Ábrego quedó hechizado con Adonais Díaz. No hubo preservativos y la eyaculación fue adentro de la santeña.

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Extracto de la novela El Exorcista de Vacamonte

 

Cuando el sacerdote Mario Restrepo sacó el agua bendita y empezó a destaparla, la contextura física de la joven cambió a casi una anciana, con ojeras profundas, su cabello encaneció, su piel se arrugó y las várices volvieron otra vez.

 

El padre Mario Restrepo arrojó agua bendita con sal en forma de cruz y Ana Milena Angarita se movía violentamente sobre la cama.

 




-¡Aleja eso, idiota, no ves que me quema!-, aseguró la joven.

 

-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo-, dijo Mario Restrepo.

-Amén-, respondió José Carlos Gerber.

 

-En el nombre de Jesucristo, yo lo expulso espíritu desconocido, que solo quiere el mal de la hermana Ana Milena Angarita. Vete al infierno y permanece allá de forma eterna. Salga de ese cuerpo y deje tranquila a esta joven que profesa la fe de Cristo-, oró Mario Restrepo.

 

Ana Milena Angarita trataba de desatarse, y ante esa imposibilidad abrió la boca y de ella salieron pequeñas bolas de fuego que cayeron en la cortina, luego las llamas se apoderaron de las telas, aunque entre el médico y el sacerdote José Carlos Gerber las arrancaron, abrieron las ventanas y las arrojaron al patio del edificio.

 

-No me iré a ningún lado, idiota. Ella se pudrirá conmigo y me la llevaré a cualquier parte, también a ti, a ese médico y al otro cura. No son nadie ustedes, son un excremento en una cloaca-, respondió el espíritu que poseía a la señorita.

 


La habitación volvió a tornarse oscura por la neblina que impedía la visibilidad, pero Mario Restrepo arrojó agua bendita con sal a Ana Milena Restrepo.

 

-¡Ayyy!, duele, mal parido sacerdote. Duele, largo de aquí porque no podrá conmigo-, comentó el demonio.

 

Mario Restrepo le mostró el crucifijo de madera a la joven. Ésta vomitaba a chorros la sustancia roja fluorescente.

 

-Te adjuro, maldito dragón, en el nombre de nuestro señor Jesucristo para que abandones de raíz y huyas de este ser plasmado por Dios. Te expulso fuera de este cuerpo, criatura maléfica, deja a Ana Milena Angarita y anda al lago de Hades, donde nunca debiste salir. Por el poder de Dios (RR)-, dijo el padre Mario Restrepo.

 

-Por el poder de Dios y Cristo que me fortalece (RR)-, respondió José Carlos Gerber.

 

La joven soltó una carcajada diabólica y soltó frases en latín.

-Homosexualitatis sacerdos, nullus tibis (sacerdote homosexual, no eres nadie)-.

Mientras el médico, aterrorizado, solo miraba, el sacerdote Mario Restrepo tomó el crucifijo, se acercó a la joven y se lo colocó en la frente, lo que provocó que saliera humo y quedara una marca.

 

-En el nombre de Cristo, ¿dime quién eres?-, preguntó el padre Mario Restrepo.

 

-Ego mater tua (soy tu madre)-, dijo el espíritu.

 

-Lo expulso en el nombre del Hijo, del Padre y del Espíritu Santo. Le ordeno que me diga quién está dentro del cuerpo de Ana Milena Angarita, hija de Dios-, dijo el sacerdote Mario Restrepo.

 

La señorita reclinó su cabeza a la parte derecha de la almohada, y sus pupilas subían y bajaban muy rápido.

 

-Soy Balar, rey de los demonios celtas, que recorre las frías praderas de numerosas tierras y vengo desde lejos para encontrar a Ethné, a quien busco desde hace miles de años-, subrayó el espíritu.

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Extracto de la novela La Isla Camila

 

El torturador le quitó el paño de la boca y tomó otro cubo de agua para arrojárselo sin hacer pausa, la dama lloraba y su rostro reflejaba terror, dolor y deseos de morir.

-¿Morirá?-, preguntó el verdugo al médico-escribiente.

 


-¡No! Está bajo los efectos del sufrimiento, pero vivirá porque no somos asesinos. Aplicamos los métodos aprobados por la Santa Inquisición y la iglesia.

Solos seguimos los pasos de Francisco Jiménez de Cisneros, su legado y su manual-, respondió el médico-escribiente en momentos que anotaba lo sucedido.

 

Camila Macías movía sus manos. El torturador colocó el cuerpo para que ocupara toda la mesa, le arrojó otro cubo de agua, lo que provocó que la dama escupiera agua abundante. Otro chorro cayó dentro de su boca.

 

-Soy inocente. No hice nada malo y me acusan de cosas que no practiqué. No soy bruja, ni hechicera o algo parecido-, argumentó Camila Macías.

 

-Tarde o temprano confesarás hechicera. Pagarás tus pactos con el diablo porque de la Santa Inquisición nadie se salva. Marranos, esclavos, musulmanes, sepultureros, médicos, escritores y artistas que desafían a Jesucristo pagan con las llamas sus pecados-, comentó el torturador. -Señala con los dedos si quieres hablar bruja, seguía con sus amenazas-.

 


Antes de lanzar el último cubo de agua sobre la boca de Camila Macías, la muisca hizo unas señas con uno de sus dedos de la mano izquierda y el martirizador se detuvo. Mientras el escribiente-médico observaba, el torturador la desató y la colocó boca arriba.

 

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Extracto de la novela El Trébol de la Muerte

 

El peligro, la muerte, las balas y el terror del enemigo acechaban a ambos personajes porque fue la vida que escogieron. No había vuelta atrás, ya que una vez se ingresa al mundo de la guerra sucia no existe otra salida que la cárcel o el cementerio.

 




-¿Tienes tu arma contigo?-, preguntó el palestino.

 

-La dejé en la oficina-, respondió Mark Collins (Jim O’Niell).

 

-¡Por Alá! Te proporcionamos un arma para que cuides tu vida y la dejas. ¡Eres un pendejo, europeo! ¿Qué clase de guerrillero eres?-, dijo molesto el guapetón palestino.

Kaleb Bahrein sabía que existía una puerta trasera; sin embargo, era necesario entrar a la cocina para hallar la otra salida del local, por lo que el palestino se levantó de su silla y se dirigió hacia la ruta de escape y su acompañante permaneció en la mesa.

 

Uno de los espías del Mossad miró al palestino y aunque las gafas oscuras le impedían a Kaleb Bahrein saber con exactitud dónde miraban ambos espías israelíes, sospechaba que no le despegaba la vista.

 

Había un agente israelí de cabello claro, otro de cabello oscuro; el primero se levantó de su puesto para ir detrás del palestino; sin embargo, Mark Collins (Jim O´Niell) hizo lo mismo con té en mano y como en una función teatral, derramó la bebida sobre la blanca camisa del espía del Mossad.



 

El agente se quitó las gafas, bajó su cabeza para observar su camisa manchada con la bebida que el irlandés disfrutaba, luego el espía levantó su mano derecha para separar al agente; no obstante, el irlandés le metió una zancadilla y el israelí cayó.

 

Mark Collins (Jim O’Niell) corrió hacia el frente del local, mientras reía.

El agente medio rubio entró a la cocina para seguir a Kaleb Bahrein, luego el palestino le arrojó una bandeja de arroz caliente al israelí, quien logró esquivar parte del grano, pero no evitó que muchos cayeran sobre su cabeza.

 

Los gritos del espía fueron de espanto, lo que le dio tiempo al representante de la OLP para salir por la puerta trasera.

 

Entretanto, el norirlandés abandonó el local por la parte frontal del restaurante y colocó un cuchillo de mesa en las manijas de la puerta principal para trancarla y tener tiempo de huir; corrió por dos calles y dobló hacia la derecha para desaparecer.

 

Ese fue un escape de momento porque Kaleb Bahrein y Mark Collins (Jim O´Niell) tenían sus días contados.

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Tres doncellas y una partida

 

Antonio iba por un camino de tierra, a ambos extremos el gigantesco herbazal, se escuchaban el estruendo de los cañones que bombardeaban el improvisado puerto.

 

Las luces del fuego eran visibles y temblaba el suelo a medida que caían.

 

Una fila de soldados vestidos con harapos, algunos descalzos, con carabinas británicas y pocas municiones para enfrentar al enemigo conservador. ¿Dónde estaba? No tenía ni la menor idea.

 


La noche estrellada y una hermosa luna que alumbraba el mar, mientras los barcos se divisaban porque estaban a corta distancia del objetivo que disparaban.

 

--¿Antonio?

 

El hombre volteó y la vio. Hermosa, con su abundante cabellera negra, sus ojos pardos que denotaban tristeza, cuerpo escultural, donde el caballero nadó en numerosas ocasiones cuando en otra época las pasiones provocaban tsunamis de testosterona.

 

-¿Cristina? ¿Qué haces aquí?-

 

-Te fuiste a la guerra por ella?

 

-Es a ti a quien amo no a Massiel-

 

Massiel miraba todo desde cerca y le hacía señas a Antonio para que fuese donde ella, pero el movió la cabeza en señal negativa.

 

-Te repito es a ti a quien amo-.

 

Massiel lo miraba, con su sonrisa coqueta y le lanzaba besos con su mano derecha, pero era ignorada.

 

-Lucho por mi causa, no por ella-.

 

-No es cierto. Vine hasta acá para verte-, dijo Cristina en momentos que un diluvio recorría sus mejillas.

 

-No me volverás a ver más-, respondió Antonio, furioso, se volteó y se marchó.

 

Tras darse la vuelta, otra vez el sonido de las bombas, Massiel se marchó sin despedirse, pero estaba frente a él Gloria, con su cabello castaño, su pequeña estatura, ojos color miel, su blanca piel y sonrisa atractiva.

 

-Yo sí te amo, Antonio—

 

Vuelven a bombardear el puerto, el fuego alumbra la silueta de guitarra de Gloria, pero nada le pasa.

 

Antonio se despierta asustado. Es un sueño. No todas las noches sueñas con tres exnovias al mismo tiempo o se te junta el ganado en una misma noche. ¿Me estaré ponchando (volviendo loco)?