La mujer se bañó, se puso un pantalón corto azul sin interiores, una camiseta roja y unas chancletas, se dirigió hacia donde estaba el jardinero.
Cuando llegó hasta la casita del teribe, el hombre había
ingresado y la mujer estaba algo mojada porque no había un techo o marquesinas
entre la casa del rico y del pobre.
Amable Ábrego se sorprendió de ver tanta hermosura
frente a su puerta. Si no la hubiese visto antes, habría creído que un ángel
llegó a su vivienda.
-Buenos días, señora. Tome esta toalla para que se
seque. No debe andar mojada porque le puede dar un resfrío-, dijo el jardinero.
La mujer sonrío, tomó la toalla y se secó de forma muy
sensual, se acarició el rostro y no dejaba de mirar a Amable Ábrego, quien se
disculpó por no tener camiseta y fue a buscar una para cubrirse; no obstante,
la dama le dijo que se quedara así porque podía “apreciar más”.
Es muy difícil que un hombre se le resista a una
mujer, puede pasar que la rechace, pero en el caso de Adonais Díaz, con tanta
hermosura y cuerpo escultural, era imposible decir que no a una fémina recién
salida de un castillo de cristal y marfil.
La santeña se le acercó al jardinero, este retrocedió
y ella le comentó que se quedara tranquilo que no era caníbal para
despedazarlo; luego le acarició todo el tórax de luchador, pasó la lengua por
su pecho atlético y finalmente lo besó.
Amable Ábrego estaba aterrado, a pesar de que hizo
travesuras con Alicia Chocrón y Frank Van Horne, le gustaba Adonais Díaz y se
preguntaba qué le vio una chica rabiblanca, tan linda como una princesa, a un
hombre que no tenía nada más que su fuerza bruta, su musculatura y poca
escolaridad. Era como una campanita de cuentos de hadas que besaba una
lagartija.
-No temas, Amable, no te voy a descuartizar, solo
quiero llenarme de pasión y de tus caricias. Me fascina tu musculatura porque
me hace sentir tan protegida de cualquier desgraciado que intente hacerme
daño-, comentó la dama; posteriormente, con sus blancos dedos acarició los
labios del jardinero y lo besó con intensa pasión.
El hombre le correspondió, comenzaron las caricias,
ella bajó sus pantalones, dejó al descubierto sus pálidas carnes ante las manos
canelas del caballero que se ganaba el pan con su fuerza bruta.
Amable Ábrego sólo se dejaba guiar por las caricias y
los fluidos de la princesa de castillo; luego, ella le quitó la pantaloneta y
observó sorprendida lo que la naturaleza le regaló al hombre de la montaña.
-¡Santo cielo! ¡Pero qué misil tienes!-, añadió la santeña.
El indio solamente sonrió y ella hizo lo demás, pero
lo dejó como si fuese la primera vez que hiciera el amor con una mujer. Amable
Ábrego quedó hechizado con Adonais Díaz. No hubo preservativos y la eyaculación
fue adentro de la santeña.
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