Cuerdas de sangre

La única solución que tuvo para salir de los problemas extramaritales fue asesinar a Lucilda Benítez, una colonense de origen santeño, ultimada en Chepo, Panamá Este.

James García fue sorprendido por dos policías panameños mientras sepultaba en cuerpo de la hermosa dama, a quien el amor la llevó al más allá por querer mejorar la raza con su soldado extranjero.

Pensó en una cómoda vida, tarjeta verde, un automóvil, utilizar tarjetas de créditos y todas las fantasías que proyectan las producciones cinematográficas de Hollywood.

Lucilda creyó que su novio la amaba locamente, pero durante la audiencia en Fort Bragg, Carolina del Norte, EE.UU., se descubrió que García tenía una esposa en El Paso, Texas y dos novias más en Panamá.



Toda esta realidad fue ocultada por el militar a su pareja istmeña asesinada.

El criminal no tuvo más remedio que contar lo sucedido, lo calificó de accidente, sin embargo, la fiscal militar Anna Smith lo acusó de golpearla primero, la empujó de su automóvil y finalmente le aplastó la cabeza con el neumático trasero derecho.

El homicida fue entregado a las autoridades de la embajada de Estados Unidos en Panamá, ya que por ser asesor del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) contaba con inmunidad diplomática.

Los familiares de Lucilda calificaron de impunidad la situación, sabían que una corte militar jamás condenaría a García a prisión perpetua, además la asesinada no era estadounidense sino panameña.

Fallas del sistema legal y protección judicial para un hombre acusado de homicidio y adulterio, perdería sus 15 años en el ejército de Estados Unidos y con un futuro incierto sobre su pena.

Las amigas de Lucilda le advirtieron que tuviese mucho cuidado con andar con un hombre que poco conocía, no obstante, la fémina quedó prendida con la blanca musculatura y calva del atractivo hombre, de 35 años.



García era hijo de migrantes puertorriqueños que se establecieron en Nueva York para una mejor vida porque en la isla no hay futuro por culpa del Tratado de París de 1898 y la ley Jones 46.

Se enlistó como soldado raso y ascendió hasta sargento, luego lo trasladaron a Panamá como entrenador de los Senafront.

En un bar conoció a Lucilda, el militar se dio cuenta de que la mujer se caía de la mata por su atractivo físico y lo demás es historia.

Tras una semana de juicio, el soldado fue encontrado culpable de homicidio y adulterio, pero la mala noticia fue que lo sentenciaron a 15 años de prisión y con posibilidad de salir a los siete años.

Los padres de Lucilda lloraron en la sala de audiencia por la corta condena, mientras que los familiares del militar no hicieron ningún gesto.

Hay ventajas por ser ciudadano de un imperio, aunque hagas cuerdas de sangre.

Imagen de Brett Syles y Ekaterina Bolosvtsova de Pexels no relacionadas con la historia.

El Dandi

 Alero Caputo arrasaba con la mujer que se pusiera frente a él, no importaba la raza, tamaño, delgada, mediana contextura, obesa, aunque fuese un palo de escoba con faldas, les hacía el amor.

Laboraba como jefe de escolta de un candidato a la alcaldía de la ciudad de Panamá, era conocido como El Dandi, andaba con sus camisas, camisetas y pantalones planchados con almidón, además de zapatos siempre lustrados.

Secretarias, vendedoras, camareras, ejecutivas y una asesora de la campaña del candidato Armando Louis, cayeron ante los encantos y labia que poseía el caballero.

Era alto, mestizo, de ojos verdes, piel canela y cabello medio rubio de afro, hijo del marinero italiano Petro Caputo y Alicia Robinson, una vendedora de frituras de Río Abajo, que conoció al europeo y vivieron dos años juntos hasta que el caballero fue deportado a su país.



Alero formó parte de la Policía Nacional de Panamá durante ocho años, fue dado de baja porque se acostó con la esposa de un comisionado, así que por no respetar el mando y a un jerarca lo despidieron.

Melissa, su mujer, estaba harta de las andanzas del masculino, sin embargo, a pesar de las amenazas de dejarlo, sucumbía ante las tiernas palabras que Alero le decía al llegar al nido de amor, ubicado en el edificio Tuira.

El hombre era el terror de los compañeros de trabajo porque ninguno quería presentarle a su novia o pareja, temían que Alero las llevase al colchón y posteriormente despareciera.

Una tarde lo llamaron para notificarle que tomaría un curso en defensa personal y manejo de armas en Israel, lo que produjo una infinita felicidad del escolta y llantos de su media naranja.

Melissa, sabía que, si era imposible controlarlo en Panamá, en Israel debía ser peor, así que tomó cartas en el asunto para protegerse de numerosas infidelidades.



Alero llevaba dos meses en el Medio Oriente, cuando una tarde su esposa conoció a José Luis, un camarero de esas franquicias de restaurante de comida rápida y decidió tomar venganza.

Como se imaginaba las posibles travesuras de su marido en la llamada Tierra Santa, se paseaba con su novio por toda la capital panameña, agarrada de manos como dos adolescentes.

No obstante, la situación no era tal para Alero, donde estaba, la mayoría de la población era musulmana y hebrea, personas difícilmente acostumbradas a marcadas infidelidades como los cristianos.

Pasaron los tres meses, el varón regresó para darle la gran sorpresa a su esposa, pero la encontró en el apartamento con un cholito como ella, en traje de Adán y Eva.

El aprovechado agarró su ropa, huyó y se fue del apartamento, mientras que Alero se quedó llorando, aunque su mujer respondió que ella solo cometió una infidelidad y él muchas.

Alero lloró, pero la perdonó, la noticia se corrió y el escolta aprendió la lección de quien la hace, la paga.

Fotografía de Cottonbro Studio y Halley Black no relacionadas con la historia.

 

Sin conocer la nieve

Salustiano prometió salir de pobreza, una vez abandonó por tercera ocasión la cárcel La Modelo, donde estuvo detenido dos meses, en 1978, por intentar robar en una vivienda de Calidonia, Panamá.

Dentro del infierno vivido bajo el encierro, conoció a Miroslava, la hija del sastre que tenía su negocio en un caserón de madera, frente al parque de Los Aburridos, en El Chorrillo.

Fue la dama quien le consiguió trabajo como ebanista, aunque no sabía nada de ese oficio, inició primero como ayudante general hasta que fue afinando su técnica e ideó abrir su propio taller.



En esa cárcel, Miroslava visitó a un primo proveniente de Ecuador, ya que su padre era un migrante de Guayaquil, quien vino a Panamá en busca de mejores días que encontró con un sencillo trabajo en una casa destartalada entre heces y la hediondez.

Al año Salustiano se casó con Miroslava, acholada, de piel marfil, de baja estatura, con cuerpo escultura, rostro inocente y muy deseada por los varones del empobrecido barrio.

Tuvieron tres varones, dos de ellos dedicados al consumo de marihuana, a pesar de los esfuerzos de los padres, no obstante, el más pequeño nació con la estrella de tocar la guitarra, instrumento musical que desde los siete años ya dominaba.

El ebanista tenía un sueño desde su infancia que era conocer la nieve, cuando la vio por primera vez en una película de Charles Bronson y su proyecto final era tocarla, sentirla, mojarse y hacer muñecos.

No paraba de hablar de la nieve, el taller donde laboraba estaba repleto de periódicos amarillentos con fotografías, paisajes de montañas bañadas de blanco y volcanes cuyas cimas encanecían.



Tras 20 años laborando como cimarrón, logró abrir un pequeño taller de ebanistería en la Avenida Ancón, sus hijos ya grandes, casados, menos el primero que falleció de un disparo policial mientras asaltaba un banco con una peligrosa banda.

Salustiano y Miroslava planearon irse a Perú, a las montañas de Los Andes, carecían de vivienda propia, no eran sujeto de crédito hipotecario porque vender comida en la calle y hacer pantalones para varones era suficiente, sin embargo, lo importante era ver la nieve.

Tardaron ocho años en ahorrar, él con 53 y ella con 50, tenían todo listo para el periplo a tierras sudamericanas, cuando quince días antes del viaje el enamorado esposo sintió dolores en el pecho durante una chupata con vecinos del barrio.

La ambulancia llegó tarde y al presentarse los paramédicos, el ebanista no tenía signos vitales.

Miroslava, triste y hora viuda, lloró, falleció el amor de su vida y el padre de sus hijos.

Salustiano murió sin conocer la nieve.

Fotografía de S. Migaj y Pavel Danilyuck de Pexeles no relacionadas con la historia.

Matrimonio por conveniencia

Todo estaba listo para la boda de Canelita Galindo y Augusto Van Dijk, miembros de honorables familias poderosas de Panamá y reconocidos terratenientes.

La novia estuvo enamorada desde niña del futuro esposo, lloró porque durante el festival de debutantes del Club Unión, el caballero estudiaba en Holanda, la tierra de su abuelo y no fue su acompañante.

Canelita estudió en Estados Unidos, sus padres eran accionistas de dos bancos, contaban con grandes extensiones de tierras, poseían una distribuidora de automóviles, un hotel y otros negocios que les generaban millones de dólares.



Mientras que la familia de Augusto se dedicaba a cultivar granos, la ganadería y eran propietarios de unas acciones en un colegio privado, sin embargo, la última generación de los Van Dijk eran pésimos administradores.

En contraposición con los Galindo, los Van Dijk despilfarraron en viajes, malas inversiones, no hacer reinversiones a sus negocios, drogas y amantes, lo que causó que Augusto estudiara en una universidad privada en Panamá.

No había salida, el casamiento era la llave de la salvación de los descendientes de holandeses, sus arcas se encontraban en rojo e incluso la directiva del club los acosaba para que pagaran las cuotas atrasadas.

Augusto tenía prohibido ingerir alcohol en reuniones familiares y cuando estaba con su novia, así que el caballero se iba a hoteles solo a empinar el codo y a encerrarse en la habitación del hotel para encontrarse consigo mismo.

En el vaivén del secreto, treinta días antes de boda, se reunieron un grupo de amigos en el club, estaba Canelita, su mamá, apodada Canela y otros empresarios.

La comidilla entre los riquitillos era que Augusto no sentía nada por su futura mujer, pero el poderoso don dinero y sus padres lo obligaron a casarse, tanto por lo civil como por la iglesia católica.



Durante el evento, el novio se negó a beber licor, sin embargo, le dieron güisqui, con mucha cola, limón y vino blanco, se fue por el dulce sabor del trago hasta que despertó el otro yo interno.

Todo un pajarraco, intentó tocar los genitales de un primo de Canelita, bailaba como Shakira y hacía gestos femeninos.

Confesó que era una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre, que necesitaba ayuda, lloró y también lo hizo la novia ante la desagradable sorpresa de que su novio era un homosexual oculto por presiones de sus padres.

Ni el médico chino podría salvarlo, que le gustaran los hombres, no era malo, sin embargo, casarse obligado, sí, así que confesó todo a la que en un mes sería su esposa.

Ante los acontecimientos, la boda fue cancelada, el futuro de los Van Dijk rumbo al despeñadero de la quiebra total y la antigua novia internada en una clínica por depresión.

Fotografías de Emma Bauso e Isabella Mendes no relacionada con la historia ficticia.

El socavón

Iván escuchaba los gritos de un bebé al igual que los de una mujer, estaba en un bosque desconocido, las estrellas brillaban con intensidad, la luna acechaba e incrementaba el terror del joven de 23 años.

Las ramas de los árboles se semejaban a hojas secas cuando la brisa las estremece, a lo lejos el sonido de un búho invadía los tímpanos del imberbe, quien desorientado buscaba el origen de las voces.

¡Ayuda, por favor! ¡Sálvenme de este lugar!, oyó, ya reconocía la voz de una mujer, posiblemente joven y quizás la madre de la criatura, no obstante, provenía una zona algo despejada



Daba la impresión de que hicieron un campamento, troncos de pinos silvestres, humo, alguien hizo una fogata, posiblemente escapó o fue el victimario de la dama que solicitaba auxilio a todo pulmón.

Iván caminó tres metros hacia el norte, una coralina se atravesó en su ruta, se colocó estático pegado a un árbol, el reptil pasó por encima de sus lustradas botas de cuero negras y utilizadas generalmente para ir a las discotecas.

El masculino se preguntaba qué hacía allí porque vestía un pantalón vaquero azul, sus botas negras y una camisa del mismo color.

No eran prendas de vestir para irse de campamento, mucho menos en la selva de Darién, así que sus sentimientos se dividían entre el terror y la curiosidad de resolver la interrogante de los acontecimientos.

Tras cinco minutos, con su lámpara de querosene vio un pequeño socavón, se acercó y una dama caucásica, de unos 30 años, ojos azules, vestida con traje de la Edad Media.

La mujer cargaba un rubio niño de casi un año, la fémina le pidió que la ayudase a salir del hueco, así que Iván, como todo ser humano, le extendió su mano derecha con el fin de auxiliarla.



El grito del hombre se escuchó hasta en Tokio, el aspecto hermoso de la dama desapareció para convertir su rostro en un cráneo, de cuyas órbitas brotaban alacranes, mientras su dentadura estaba intacta con colmillos de jabalí.

Atrapado, observó como el bebé se convertía en una cobra, volvió a gritar, la osamenta lanzó una risa mortal, abrió su boca y se tragó a Iván.

Segundos después, se dio cuenta de que alguien cortaba la grama trasera de su patio. Fue una pesadilla.

Fotografía de Heber Vásquez y Rakicevic Nenad de Pexels no relacionadas con la historia.

Los chicharrones de McLean

En el populoso sector de Concepción, Juan Díaz, ubicada en las afueras de la capital panameña, residían dos caballeros que se jodían entre ambos con fuertes bromas, chistes pésimos e indirectas.

La puja y repuja era entre dos hombres de raza negra, el primero conocido como Cabeza de Padre y el segundo llamado McLean, siendo ambos descendientes de trabajadores de Barbados que llegaron al istmo para la construcción del Canal de Panamá.

Vecinos, agua y aceite, día y noche, alegría y felicidad, era las notas características de los masculinos, quienes solo los separaban siete casas de distancia entre el uno y el otro.

A McLean le gustaba vacilar, sin embargo, no aguantaba cuando lo molestaban o le aplicaban los famosos pregones panameños.



Cabeza de Padre era alérgico a los camarones, se brotaba, así que, para jugarle una broma, su vecino McLean le envió una sopa de este crustáceo colada y después de ingerirla con picante y limón, se le infló toda la cara.

Todo un fin de semana estuvo mal, a punta de Loratadina, en cama y emputado por la acción de su amigo de beber seco a pico de botella.

A los cuatro días lo vio, lo saludó y no le reclamó, tenía planificado su venganza, así que diez días después, los amigos y rivales se encontraban bebiendo cerveza, Cabeza de Padre, donde un vecino que residía frente a McLean.

Este último tomaba ron al ritmo de la música de Dorindo Cárdenas, cuando a la media hora pasó Saco Roto, un jubilado de la Caja de Ahorros que vendía chicharrones para complementar su baja paga de retiro.



Como McLean se la debía a Cabeza de Padre, el caballero le pidió a Saco Roto que le enviara dos chicharrones a su vecino y el vendedor, como buen comerciante, cobró y entregó el alimento.

Hubo gritos y gran cantidad de palabras de grueso calibre porque el regalo enloqueció a McLean, sencillamente porque casi carecía de dientes, así que imposible masticar.

Encolerizado, cruzó la calle, le arrojó los chicharrones a Cabeza de Padre, quien no paraba de reír, luego el bromeado lanzó un golpe que impactó en el hombro izquierdo del bromista y este respondió con un derechazo en la barbilla de McLean.

Los vecinos observaban el encuentro boxístico callejero hasta que las parejas de ambos intervinieron para que no se hicieran más daño.



Al llegar a la policía, nadie vio nada y dijo nada, los agentes del orden público se retiraron, mientras que los afectados no se hablaron por tres meses hasta que se dieron la mano en una famosa chupata del popular barrio.

Fotografía de Dreamstime y José Félix Ardines Jaén no relacionadas con la historia.